• Llevaba días investigando a un extraño culto, un culto de desquiciados que no lograba comprender, secuestraban a sus víctimas, generalmente eran mujeres y niños. Abrían sus cuerpos, sacaban sus tripas y decoraban las paredes de sus templos con carne y sangre, a veces simplemente los trituraban. Sin duda un escenario escalofriante para la mayoría, para él solo era grotesco.

    Había encontrado muchas de sus guaridas, todas siempre convertidas en un verdadero mar de sangre y vísceras. Esos tipos no le temían, pero tampoco le atacaban, hablaba con ellos, compartían palabras en cada dialogo.

    El solo hecho de interactuar con ese tipo de gente resultaría como algo inmortal, incorrecto. Pero a estas alturas... ¿Qué significado tiene la moralidad? ¿Qué importancia tiene? Si antes de ser lo que es poco le importaba, ahora ya no tenía ningún tipo de relevancia. De todas maneras, el solo atestiguaba las consecuencias de esos enfermizos rituales, más nunca participo en ello. No sentía ira, no sentía nada, ni siquiera morbo, era como ver insectos matándose entre sí.

    Pero el hecho de no dejar de investigar significaba que veía algo en todo eso, algo que podría de alguna forma tener un significado, alguna razón en especial.

    ── “Amor es violencia. Odio es paz”. ──Citó una de las tantas frases que esos cultistas repetían en sus rituales y procedimientos. ¿Tenía sentido? Para ellos sí, era todo. Para él….

    ──Putos enfermos. ──Dijo alzando la vista hacia el cielo. En medio de una caminata los había recordado, encontró irónico referirse con ese tipo de palabrotas hacia un cierto grupo de individuos, hacía tiempo que no lo hacía. Casi como si una parte del “lado humano” en su ser, se expresara.
    Llevaba días investigando a un extraño culto, un culto de desquiciados que no lograba comprender, secuestraban a sus víctimas, generalmente eran mujeres y niños. Abrían sus cuerpos, sacaban sus tripas y decoraban las paredes de sus templos con carne y sangre, a veces simplemente los trituraban. Sin duda un escenario escalofriante para la mayoría, para él solo era grotesco. Había encontrado muchas de sus guaridas, todas siempre convertidas en un verdadero mar de sangre y vísceras. Esos tipos no le temían, pero tampoco le atacaban, hablaba con ellos, compartían palabras en cada dialogo. El solo hecho de interactuar con ese tipo de gente resultaría como algo inmortal, incorrecto. Pero a estas alturas... ¿Qué significado tiene la moralidad? ¿Qué importancia tiene? Si antes de ser lo que es poco le importaba, ahora ya no tenía ningún tipo de relevancia. De todas maneras, el solo atestiguaba las consecuencias de esos enfermizos rituales, más nunca participo en ello. No sentía ira, no sentía nada, ni siquiera morbo, era como ver insectos matándose entre sí. Pero el hecho de no dejar de investigar significaba que veía algo en todo eso, algo que podría de alguna forma tener un significado, alguna razón en especial. ── “Amor es violencia. Odio es paz”. ──Citó una de las tantas frases que esos cultistas repetían en sus rituales y procedimientos. ¿Tenía sentido? Para ellos sí, era todo. Para él…. ──Putos enfermos. ──Dijo alzando la vista hacia el cielo. En medio de una caminata los había recordado, encontró irónico referirse con ese tipo de palabrotas hacia un cierto grupo de individuos, hacía tiempo que no lo hacía. Casi como si una parte del “lado humano” en su ser, se expresara.
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  • Llega el momento del parto.

    Las contracciones me atraviesan como cuchillas antiguas. No es solo dolor: es una guerra interna. Siento cómo mis propios órganos parecen desplazarse, desgarrarse, pelear entre sí, como si el cuerpo tuviera que decidir quién vive y quién muere para que algo nuevo pueda nacer. Cada espasmo es una sentencia. Cada grito, un desgarro del mundo.

    Cuando llegamos al hospital, el dolor ya no es humano. Es tan agudo, tan absoluto, que los médicos se miran con terror. Hablan deprisa. Temen por mi vida. Deciden abrir, cortar antes de que mi cuerpo colapse del todo.

    Preparan el instrumental.

    Pero entonces…
    antes de que el bisturí toque mi piel, algo sale de mí.

    No carne.
    No sangre.

    Un espíritu de parto natural emerge entre mis piernas como una llamarada pálida, antigua, imposible. No llora. No respira. Simplemente es. La habitación se llena de un frío sobrenatural, y los humanos retroceden. Gritan. Algunos rezan. Otros huyen sin mirar atrás.

    Salen corriendo.

    El segundo nace inmediatamente después.
    El tercero lo sigue, arrastrado por la misma fuerza invisible.
    Tres presencias se manifiestan, idénticas entre sí y a mí, vibrando con una energía que no pertenece a este plano.

    Pero entonces… el tiempo se rompe.

    Los demás tardan.

    Mi cuerpo vuelve a reclamarme con violencia. El dolor regresa multiplicado, brutal. Ya no hay manos que ayuden, ni voces que guíen. Solo yo, el suelo frío, y aquello que aún se resiste a salir.

    Aprieto los dientes.
    Aferro el mundo con las uñas.
    Empujo con todo lo que me queda.

    Una vez.
    Otra.
    Otra más.

    Con un esfuerzo que me arranca el alma, consigo sacar cinco más.

    Caen pesados. Silenciosos.

    No se mueven.

    Una lágrima cae por mi mejilla.

    —Lo siento mi ama Naamah sólo he podido engendrar a tres...

    Los otros tres salen disparados por la ventana rompiéndola y desapareciendo. Listos para causar estragos... mientras el viento que entra por la ventana ondula mi cabello y seca mi lágrima.
    Llega el momento del parto. Las contracciones me atraviesan como cuchillas antiguas. No es solo dolor: es una guerra interna. Siento cómo mis propios órganos parecen desplazarse, desgarrarse, pelear entre sí, como si el cuerpo tuviera que decidir quién vive y quién muere para que algo nuevo pueda nacer. Cada espasmo es una sentencia. Cada grito, un desgarro del mundo. Cuando llegamos al hospital, el dolor ya no es humano. Es tan agudo, tan absoluto, que los médicos se miran con terror. Hablan deprisa. Temen por mi vida. Deciden abrir, cortar antes de que mi cuerpo colapse del todo. Preparan el instrumental. Pero entonces… antes de que el bisturí toque mi piel, algo sale de mí. No carne. No sangre. Un espíritu de parto natural emerge entre mis piernas como una llamarada pálida, antigua, imposible. No llora. No respira. Simplemente es. La habitación se llena de un frío sobrenatural, y los humanos retroceden. Gritan. Algunos rezan. Otros huyen sin mirar atrás. Salen corriendo. El segundo nace inmediatamente después. El tercero lo sigue, arrastrado por la misma fuerza invisible. Tres presencias se manifiestan, idénticas entre sí y a mí, vibrando con una energía que no pertenece a este plano. Pero entonces… el tiempo se rompe. Los demás tardan. Mi cuerpo vuelve a reclamarme con violencia. El dolor regresa multiplicado, brutal. Ya no hay manos que ayuden, ni voces que guíen. Solo yo, el suelo frío, y aquello que aún se resiste a salir. Aprieto los dientes. Aferro el mundo con las uñas. Empujo con todo lo que me queda. Una vez. Otra. Otra más. Con un esfuerzo que me arranca el alma, consigo sacar cinco más. Caen pesados. Silenciosos. No se mueven. Una lágrima cae por mi mejilla. —Lo siento mi ama [n.a.a.m.a.h] sólo he podido engendrar a tres... Los otros tres salen disparados por la ventana rompiéndola y desapareciendo. Listos para causar estragos... mientras el viento que entra por la ventana ondula mi cabello y seca mi lágrima.
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    El tirón no fue físico.
    Fue direccional.

    El mundo se plegó a un lado y me vi arrastrada hacia una ciudadela. Durante un instante —solo uno— mi mente proyectó un edificio imposible: cristal, luz, lujo. Un hotel que no debería existir aquí.

    Parpadeé.

    Y la visión se quebró.

    La realidad corrigió el error con violencia. El mármol se volvió piedra oscura, las lámparas se transformaron en antorchas, y el aire se llenó de hierro y disciplina. Una fortaleza. No un refugio. No un hogar.

    El tiempo me lo dijo sin palabras:
    no perteneces a este momento.

    Crucé las puertas.

    Los reclutas me rodearon, hablándome en una lengua fragmentada, áspera, llena de órdenes y jerarquías. Entendía palabras sueltas, gestos, intenciones… pero no el significado completo.

    Excepto uno.

    En mi mente, claro como una cicatriz antigua, emergió un idioma que no necesitaba traducción.

    Tharésh’Kael.

    Las voces dejaron de importarme cuando el general se acercó. Su armadura estaba marcada por campañas largas, y sus ojos no mostraban miedo, solo cálculo.

    —¿Has venido a combatir a la hija del monstruo? —preguntó—.
    ¿A Jennifer?

    Ese nombre atravesó algo en mí.

    Mis sentidos se afilaron. El pulso se aceleró. Una atracción oscura, casi obscena, se deslizó por mi pecho. No era odio. No era lealtad.

    Era deseo de combate.

    Luchar contra ella… contra mi hermana…
    la idea me sedujo más que la promesa de estabilidad, más que la urgencia de mantener este cuerpo que apenas me sostenía.

    Me giré sin responder.

    Tomé una lanza de un estante cercano. Era roma, sin historia, sin gloria. Nada especial.
    Pero cuando la golpeé contra el suelo…

    La piedra resonó.

    La magia Elunai brotó como un reflejo involuntario, clara, pura, incorrecta para este lugar y este tiempo. Las antorchas titilaron. Algunos retrocedieron.

    Mis labios se movieron por primera vez.

    —Jennifer Queen…

    El nombre no fue un reto.
    Fue una invocación.

    Y en algún punto del tiempo, lo supe:
    ella iba a sentirlo.
    El tirón no fue físico. Fue direccional. El mundo se plegó a un lado y me vi arrastrada hacia una ciudadela. Durante un instante —solo uno— mi mente proyectó un edificio imposible: cristal, luz, lujo. Un hotel que no debería existir aquí. Parpadeé. Y la visión se quebró. La realidad corrigió el error con violencia. El mármol se volvió piedra oscura, las lámparas se transformaron en antorchas, y el aire se llenó de hierro y disciplina. Una fortaleza. No un refugio. No un hogar. El tiempo me lo dijo sin palabras: no perteneces a este momento. Crucé las puertas. Los reclutas me rodearon, hablándome en una lengua fragmentada, áspera, llena de órdenes y jerarquías. Entendía palabras sueltas, gestos, intenciones… pero no el significado completo. Excepto uno. En mi mente, claro como una cicatriz antigua, emergió un idioma que no necesitaba traducción. Tharésh’Kael. Las voces dejaron de importarme cuando el general se acercó. Su armadura estaba marcada por campañas largas, y sus ojos no mostraban miedo, solo cálculo. —¿Has venido a combatir a la hija del monstruo? —preguntó—. ¿A Jennifer? Ese nombre atravesó algo en mí. Mis sentidos se afilaron. El pulso se aceleró. Una atracción oscura, casi obscena, se deslizó por mi pecho. No era odio. No era lealtad. Era deseo de combate. Luchar contra ella… contra mi hermana… la idea me sedujo más que la promesa de estabilidad, más que la urgencia de mantener este cuerpo que apenas me sostenía. Me giré sin responder. Tomé una lanza de un estante cercano. Era roma, sin historia, sin gloria. Nada especial. Pero cuando la golpeé contra el suelo… La piedra resonó. La magia Elunai brotó como un reflejo involuntario, clara, pura, incorrecta para este lugar y este tiempo. Las antorchas titilaron. Algunos retrocedieron. Mis labios se movieron por primera vez. —Jennifer Queen… El nombre no fue un reto. Fue una invocación. Y en algún punto del tiempo, lo supe: ella iba a sentirlo.
    El tirón no fue físico.
    Fue direccional.

    El mundo se plegó a un lado y me vi arrastrada hacia una ciudadela. Durante un instante —solo uno— mi mente proyectó un edificio imposible: cristal, luz, lujo. Un hotel que no debería existir aquí.

    Parpadeé.

    Y la visión se quebró.

    La realidad corrigió el error con violencia. El mármol se volvió piedra oscura, las lámparas se transformaron en antorchas, y el aire se llenó de hierro y disciplina. Una fortaleza. No un refugio. No un hogar.

    El tiempo me lo dijo sin palabras:
    no perteneces a este momento.

    Crucé las puertas.

    Los reclutas me rodearon, hablándome en una lengua fragmentada, áspera, llena de órdenes y jerarquías. Entendía palabras sueltas, gestos, intenciones… pero no el significado completo.

    Excepto uno.

    En mi mente, claro como una cicatriz antigua, emergió un idioma que no necesitaba traducción.

    Tharésh’Kael.

    Las voces dejaron de importarme cuando el general se acercó. Su armadura estaba marcada por campañas largas, y sus ojos no mostraban miedo, solo cálculo.

    —¿Has venido a combatir a la hija del monstruo? —preguntó—.
    ¿A Jennifer?

    Ese nombre atravesó algo en mí.

    Mis sentidos se afilaron. El pulso se aceleró. Una atracción oscura, casi obscena, se deslizó por mi pecho. No era odio. No era lealtad.

    Era deseo de combate.

    Luchar contra ella… contra mi hermana…
    la idea me sedujo más que la promesa de estabilidad, más que la urgencia de mantener este cuerpo que apenas me sostenía.

    Me giré sin responder.

    Tomé una lanza de un estante cercano. Era roma, sin historia, sin gloria. Nada especial.
    Pero cuando la golpeé contra el suelo…

    La piedra resonó.

    La magia Elunai brotó como un reflejo involuntario, clara, pura, incorrecta para este lugar y este tiempo. Las antorchas titilaron. Algunos retrocedieron.

    Mis labios se movieron por primera vez.

    —Jennifer Queen…

    El nombre no fue un reto.
    Fue una invocación.

    Y en algún punto del tiempo, lo supe:
    ella iba a sentirlo.
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    El tirón no fue físico.
    Fue direccional.

    El mundo se plegó a un lado y me vi arrastrada hacia una ciudadela. Durante un instante —solo uno— mi mente proyectó un edificio imposible: cristal, luz, lujo. Un hotel que no debería existir aquí.

    Parpadeé.

    Y la visión se quebró.

    La realidad corrigió el error con violencia. El mármol se volvió piedra oscura, las lámparas se transformaron en antorchas, y el aire se llenó de hierro y disciplina. Una fortaleza. No un refugio. No un hogar.

    El tiempo me lo dijo sin palabras:
    no perteneces a este momento.

    Crucé las puertas.

    Los reclutas me rodearon, hablándome en una lengua fragmentada, áspera, llena de órdenes y jerarquías. Entendía palabras sueltas, gestos, intenciones… pero no el significado completo.

    Excepto uno.

    En mi mente, claro como una cicatriz antigua, emergió un idioma que no necesitaba traducción.

    Tharésh’Kael.

    Las voces dejaron de importarme cuando el general se acercó. Su armadura estaba marcada por campañas largas, y sus ojos no mostraban miedo, solo cálculo.

    —¿Has venido a combatir a la hija del monstruo? —preguntó—.
    ¿A Jennifer?

    Ese nombre atravesó algo en mí.

    Mis sentidos se afilaron. El pulso se aceleró. Una atracción oscura, casi obscena, se deslizó por mi pecho. No era odio. No era lealtad.

    Era deseo de combate.

    Luchar contra ella… contra mi hermana…
    la idea me sedujo más que la promesa de estabilidad, más que la urgencia de mantener este cuerpo que apenas me sostenía.

    Me giré sin responder.

    Tomé una lanza de un estante cercano. Era roma, sin historia, sin gloria. Nada especial.
    Pero cuando la golpeé contra el suelo…

    La piedra resonó.

    La magia Elunai brotó como un reflejo involuntario, clara, pura, incorrecta para este lugar y este tiempo. Las antorchas titilaron. Algunos retrocedieron.

    Mis labios se movieron por primera vez.

    —Jennifer Queen…

    El nombre no fue un reto.
    Fue una invocación.

    Y en algún punto del tiempo, lo supe:
    ella iba a sentirlo.
    El tirón no fue físico. Fue direccional. El mundo se plegó a un lado y me vi arrastrada hacia una ciudadela. Durante un instante —solo uno— mi mente proyectó un edificio imposible: cristal, luz, lujo. Un hotel que no debería existir aquí. Parpadeé. Y la visión se quebró. La realidad corrigió el error con violencia. El mármol se volvió piedra oscura, las lámparas se transformaron en antorchas, y el aire se llenó de hierro y disciplina. Una fortaleza. No un refugio. No un hogar. El tiempo me lo dijo sin palabras: no perteneces a este momento. Crucé las puertas. Los reclutas me rodearon, hablándome en una lengua fragmentada, áspera, llena de órdenes y jerarquías. Entendía palabras sueltas, gestos, intenciones… pero no el significado completo. Excepto uno. En mi mente, claro como una cicatriz antigua, emergió un idioma que no necesitaba traducción. Tharésh’Kael. Las voces dejaron de importarme cuando el general se acercó. Su armadura estaba marcada por campañas largas, y sus ojos no mostraban miedo, solo cálculo. —¿Has venido a combatir a la hija del monstruo? —preguntó—. ¿A Jennifer? Ese nombre atravesó algo en mí. Mis sentidos se afilaron. El pulso se aceleró. Una atracción oscura, casi obscena, se deslizó por mi pecho. No era odio. No era lealtad. Era deseo de combate. Luchar contra ella… contra mi hermana… la idea me sedujo más que la promesa de estabilidad, más que la urgencia de mantener este cuerpo que apenas me sostenía. Me giré sin responder. Tomé una lanza de un estante cercano. Era roma, sin historia, sin gloria. Nada especial. Pero cuando la golpeé contra el suelo… La piedra resonó. La magia Elunai brotó como un reflejo involuntario, clara, pura, incorrecta para este lugar y este tiempo. Las antorchas titilaron. Algunos retrocedieron. Mis labios se movieron por primera vez. —Jennifer Queen… El nombre no fue un reto. Fue una invocación. Y en algún punto del tiempo, lo supe: ella iba a sentirlo.
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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  • "Intercambio de ideas"
    Fandom Criminal Minds (Mentes Criminales)
    Categoría Slice of Life
    ㅤㅤ
    ㅤㅤㅤㅤㅤ"Cuatro ojos ven mejor que dos"
    ㅤㅤㅤㅤㅤ⧽ 𝐒𝐓𝐀𝐑𝐓𝐄𝐑
    ㅤㅤㅤㅤㅤ˹ Aaron Hotchner


    ㅤㅤㅤ
    ㅤㅤㅤㅤCon la baja médica de Angie después del caso de Gilbert, con la degradación de Hammond como Jefe de Equipo y la instauración de JT en dicho puesto, lo cierto era que el equipo B de la UAC estaba pasando por un periodo bastante turbulento. Las cosas estaban algo tensas y aquella investigación se les había quedado ligeramente estancada.

    Wesson, Smith y Hammond se habían ido a casa. Era muy tarde y, dado que no tuvieron que salir del estado para trabajar en aquel caso, todos los agentes podían dormir en sus respectivos hogares. Pero JT no. JT llevaba un par de horas en su despacho concentrado en el perfil que habían trazado, en el modus operandi del sudes.

    Un asesino estaba actuando en uno de los barrios de DC, una de las zonas más pobres de la ciudad. Las víctimas parecían ser al azar, pero… algo no encajaba. El modus operandi era… bastante limpio para alguien que, según la victimología parecían víctimas por impulso. Por otro lado, no había firma como tal, pero la violencia era excesiva para un agresor organizado. Las víctimas no compartían un patrón claro, no del todo. Y la ultima escena del crimen tenía… elementos que parecían contradictorios, pero… ¿por qué?

    Algo no encajaba.

    Cerró la carpeta y resopló mientras la recogía y se dirigía a la pequeña cocina que las dos secciones de la UAC compartían. Desde allí, una vez que tuvo su café en la mano, comprobó que Hotchner seguía aun en su oficina. Estaba seguro de que su viejo amigo sabría arrojar algo más de luz sobre aquel asunto. Asi que, preparó otra taza de café y subió las escaleras hasta el despacho del Jefe de Equipo de la primera unidad de la UAC.

    La puerta estaba abierta.

    -Hotch -llamó JT- ¿Tienes un momento? Me vendría de perlas tu ayuda. También traigo café...

    #NuevoStarter #CriminalMinds
    #Personajes3D #3D #Comunidad3D

    ㅤㅤ ㅤㅤㅤㅤㅤ"Cuatro ojos ven mejor que dos" ㅤㅤㅤㅤㅤ⧽ 𝐒𝐓𝐀𝐑𝐓𝐄𝐑 ㅤㅤㅤㅤㅤ˹ [CRIMINAL.M1NDS] ㅤ ㅤㅤㅤ ㅤㅤㅤㅤCon la baja médica de Angie después del caso de Gilbert, con la degradación de Hammond como Jefe de Equipo y la instauración de JT en dicho puesto, lo cierto era que el equipo B de la UAC estaba pasando por un periodo bastante turbulento. Las cosas estaban algo tensas y aquella investigación se les había quedado ligeramente estancada. Wesson, Smith y Hammond se habían ido a casa. Era muy tarde y, dado que no tuvieron que salir del estado para trabajar en aquel caso, todos los agentes podían dormir en sus respectivos hogares. Pero JT no. JT llevaba un par de horas en su despacho concentrado en el perfil que habían trazado, en el modus operandi del sudes. Un asesino estaba actuando en uno de los barrios de DC, una de las zonas más pobres de la ciudad. Las víctimas parecían ser al azar, pero… algo no encajaba. El modus operandi era… bastante limpio para alguien que, según la victimología parecían víctimas por impulso. Por otro lado, no había firma como tal, pero la violencia era excesiva para un agresor organizado. Las víctimas no compartían un patrón claro, no del todo. Y la ultima escena del crimen tenía… elementos que parecían contradictorios, pero… ¿por qué? Algo no encajaba. Cerró la carpeta y resopló mientras la recogía y se dirigía a la pequeña cocina que las dos secciones de la UAC compartían. Desde allí, una vez que tuvo su café en la mano, comprobó que Hotchner seguía aun en su oficina. Estaba seguro de que su viejo amigo sabría arrojar algo más de luz sobre aquel asunto. Asi que, preparó otra taza de café y subió las escaleras hasta el despacho del Jefe de Equipo de la primera unidad de la UAC. La puerta estaba abierta. -Hotch -llamó JT- ¿Tienes un momento? Me vendría de perlas tu ayuda. También traigo café... #NuevoStarter #CriminalMinds #Personajes3D #3D #Comunidad3D ㅤ
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  • ​⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    Un mensaje llegó con violencia pegado a una piedra que destrozó la ventana de su apartamento ...¿cómo habían logrado alcanzar un cuarto piso sin ser vistos?
    ​La nota, con letras toscamente recortadas de revista, era una amenaza

    ​🅂🄰🄱🄴🄼🄾🅂 🅻🅾 🆀🆄🅴 🄷🄸🄲🅸🆂🅃🄴, 🄻🄰 🄿🄰🄶🅰🅁🅰🅂 🄲🄰🅁🄾

    ​Tras leer la sentencia, Irina no perdió un segundo. Salió disparada por la puerta de emergencia del edificio. La pregunta le taladraba la mente: ¿Cómo diablos sabían dónde estaba? Era cierto que había relajado la disciplina, pero que la encontraran era un error inaceptable...un dolor de cabeza
    ​Se culpó por no haberlo previsto, hace solo una semana, la foto que la vinculaba a sus trabajos y revelaba su identidad había circulado y ahora esto.

    ​Entró en un pequeño bar, el ambiente ahogado en penumbra y el humo de cigarrillos baratos. Al fondo, una mujer de belleza hipnótica cantaba sobre el escenario, pocas personas la escuchaban; la mayoría estaba demasiado absortos en su cerveza o, si acaso, embobados por la cantante, sin atreverse a pestañear.

    ​Irina se dirigió a la barra para echar un vistazo a los licores. Necesitaba algo fuerte, una anestesia temporal para silenciar el pánico y avivar la rabia. No podía volver al apartamento. Tenía que conseguir un nuevo refugio y descubrir quiénes estaban moviendo los hilos para darles cacería.
    ​⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ Un mensaje llegó con violencia pegado a una piedra que destrozó la ventana de su apartamento ...¿cómo habían logrado alcanzar un cuarto piso sin ser vistos? ​La nota, con letras toscamente recortadas de revista, era una amenaza ​🅂🄰🄱🄴🄼🄾🅂 🅻🅾 🆀🆄🅴 🄷🄸🄲🅸🆂🅃🄴, 🄻🄰 🄿🄰🄶🅰🅁🅰🅂 🄲🄰🅁🄾 ​Tras leer la sentencia, Irina no perdió un segundo. Salió disparada por la puerta de emergencia del edificio. La pregunta le taladraba la mente: ¿Cómo diablos sabían dónde estaba? Era cierto que había relajado la disciplina, pero que la encontraran era un error inaceptable...un dolor de cabeza ​Se culpó por no haberlo previsto, hace solo una semana, la foto que la vinculaba a sus trabajos y revelaba su identidad había circulado y ahora esto. ​Entró en un pequeño bar, el ambiente ahogado en penumbra y el humo de cigarrillos baratos. Al fondo, una mujer de belleza hipnótica cantaba sobre el escenario, pocas personas la escuchaban; la mayoría estaba demasiado absortos en su cerveza o, si acaso, embobados por la cantante, sin atreverse a pestañear. ​Irina se dirigió a la barra para echar un vistazo a los licores. Necesitaba algo fuerte, una anestesia temporal para silenciar el pánico y avivar la rabia. No podía volver al apartamento. Tenía que conseguir un nuevo refugio y descubrir quiénes estaban moviendo los hilos para darles cacería.
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    * El Templo de la Santa.

    El camino hacia el templo del norte es largo y silencioso. Oz avanza con paso firme, la mirada clavada en el horizonte. A su lado, Onix camina sin quejarse, con los ojos atentos y el corazón encendido por la misma llama de venganza que lo impulsa.

    El bosque se abre ante ellos, revelando una estructura majestuosa: el Templo de la Santa de Yue., el aire vibra con una energía antigua, casi sagrada. Pero Oz no se detiene a admirar, el busca respuestas.

    Al llegar a las puertas, dos guardianes Elunai bloquean el paso. Sus armaduras brillan con luz plateada, y sus ojos reflejan desconfianza.

    —No puedes entrar.— Dice uno de ellos, con voz cortante. —Has profanado el templo del oeste. La conexión con Yue se ha perdido. Tu presencia aquí es una amenaza.

    Oz no se inmuta. —Ese templo estaba corrupto —responde con firmeza. —Sacrificaban niños elfos en nombre de los nuevos dioses. No podía permitirlo.

    —¡Mentiras! — Interrumpe el otro guardián. —Tú sellaste tu poder al casarte con Señorita Selin. Era el pacto. Y ahora lo has roto... Has usado tu fuerza para destruir un santuario... Eso es traición.

    Onix da un paso adelante, pero Oz la detiene con un gesto. No necesita que lo defiendan.

    —¿Traición?— Dice, con voz grave. —¿Y qué hay de los niños que encontré en las catacumbas? ¿De los cuerpos mutilados? ¿De los gritos que aún resuenan en mis sueños?

    Los guardianes no responden.

    —Vengo a hablar con la Santa.— Continúa Oz. —Ella crió a Selin. Si hay alguien que puede entender lo que está ocurriendo, es ella. Y quizás… quizás sepa dónde está mi hija.

    Los guardianes se miran entre sí. La tensión se espesa como niebla. Finalmente, uno de ellos habla:

    —La Santa está en meditación. No puede ser interrumpida por alguien que ha roto el pacto.

    Oz aprieta los puños. Su poder palpita bajo la piel, como una tormenta contenida pero no lo desata, no aún.

    —Entonces dile.— Dice, con voz baja pero cortante. —Que Oz, el padre del caos, ha venido. Que busca a su hija. Que ha visto el templo de Yue corrompido. Y que si ella no lo escucha… el caos no se detendrá.

    Los guardianes vacilan. Onix lo observa con admiración silenciosa. Por primera vez, ve en Oz no solo al guerrero, sino al padre. Al hombre que está dispuesto a desafiar dioses por amor.

    Uno de los guardianes se retira hacia el interior del templo. El otro permanece firme, pero ya no habla. Oz no se mueve, solo espera. Porque sabe que si la Santa aún recuerda a Selin… no lo ignorará.


    * El Desafío en el Templo de Yue.

    Oz permanece inmóvil, como una montaña que no puede ser movida. La lluvia golpea las piedras del templo, y los guardianes, aunque saben que enfrentarlo podría traer consecuencias fatales, insisten en que se marche.

    —¡No eres bienvenido aquí!— Grita uno de ellos, con la espada temblando en su mano.

    El rostro de Oz se endurece. Su furia ya no puede contenerse. El poder que había sellado durante años comienza a emanar como un río desbordado. El suelo tiembla, las columnas del templo crujen, y hasta Onix retrocede un paso, nerviosa.

    La niña da un pequeño salto cuando Oz, con voz atronadora, grita: ¡ARCYELLE VELTHARYS! ¡Si alguna vez sentiste amor por Selin, sal de tu escondite!

    El eco de su voz sacude el santuario. Los guardianes, aterrados, levantan sus espadas contra él, aunque saben que es inútil.

    Entonces, una voz clara y solemne atraviesa el estruendo: ¡Detente, Oz! ¡Basta! No eres bienvenido en este templo sagrado. Márchate.

    Es la voz de la Santa, Arcyelle Veltharys.

    Pero Oz ya no escucha razones. Su poder estalla como un trueno. Con un gesto, los guardianes son lanzados por los aires, sus cuerpos golpean las columnas y caen inconscientes. El silencio se rompe solo por el crujido de las piedras y el latido del poder desatado.



    *La Ira del Caos.

    Oz avanza con paso firme, cada movimiento cargado de furia contenida. La Santa lo observa desde el umbral del templo, envuelta en un resplandor lunar. Pero pronto siente algo extraño: el poder de Oz invade el entorno, como una marea oscura que se expande sin límites.

    Su pecho se oprime, la respiración se le corta, es como si el aire mismo se negara a obedecerla. De inmediato, Arcyelle levanta las manos y conjura una barrera luminosa, un muro de energía lunar que debería detener cualquier fuerza profana. El resplandor plateado se extiende frente a ella, sólido y puro.

    Pero Oz no se detiene. Con un solo paso, atraviesa la barrera. No la destruye con violencia, ni la rompe con un golpe. La atraviesa como si la luz no pudiera tocarlo, como si el caos mismo fuera inmune a la pureza de Yue.

    El impacto no daña a Oz, pero revela algo más profundo. La barrera, al intentar contenerlo, expone la verdadera forma de su ira.

    Su cuerpo cambia. El joven de rasgos élficos se expande, su figura se vuelve más grande, más imponente. Sus músculos se tensan, su piel se oscurece, y sus facciones se transforman en algo más salvaje. Sus colmillos asoman, sus orejas puntiagudas se alargan, y su mirada arde con un fuego indomable.

    Oz ya no parece un elfo joven. Ahora es un ser más cercano a un orco, un avatar del caos, un guerrero que ha dejado atrás toda contención.

    Onix retrocede, con los ojos abiertos de par en par. Nunca había visto algo así. Arcyelle siente el peso de su presencia como si el mundo entero se inclinara hacia él. Su voz tiembla, pero aún intenta mantener la calma:

    —Oz… tu ira te consume. Este no es el hombre que Selin amó.

    Oz la mira con una penetrante intensidad, su voz grave resonando como un trueno:

    —No soy el hombre que Selin amó… soy el caos que los dioses despertaron. Y si tú sabes lo que le hicieron… entonces dame las respuestas que busco. Porque en comparación con las atrocidades que cometieron en el templo… mi furia es misericordia.

    El silencio se vuelve insoportable. La Santa siente que el caos ha tomado forma frente a ella, y que cualquier palabra que pronuncie podría decidir el destino de todos los templos de Yue.
    * El Templo de la Santa. El camino hacia el templo del norte es largo y silencioso. Oz avanza con paso firme, la mirada clavada en el horizonte. A su lado, Onix camina sin quejarse, con los ojos atentos y el corazón encendido por la misma llama de venganza que lo impulsa. El bosque se abre ante ellos, revelando una estructura majestuosa: el Templo de la Santa de Yue., el aire vibra con una energía antigua, casi sagrada. Pero Oz no se detiene a admirar, el busca respuestas. Al llegar a las puertas, dos guardianes Elunai bloquean el paso. Sus armaduras brillan con luz plateada, y sus ojos reflejan desconfianza. —No puedes entrar.— Dice uno de ellos, con voz cortante. —Has profanado el templo del oeste. La conexión con Yue se ha perdido. Tu presencia aquí es una amenaza. Oz no se inmuta. —Ese templo estaba corrupto —responde con firmeza. —Sacrificaban niños elfos en nombre de los nuevos dioses. No podía permitirlo. —¡Mentiras! — Interrumpe el otro guardián. —Tú sellaste tu poder al casarte con Señorita Selin. Era el pacto. Y ahora lo has roto... Has usado tu fuerza para destruir un santuario... Eso es traición. Onix da un paso adelante, pero Oz la detiene con un gesto. No necesita que lo defiendan. —¿Traición?— Dice, con voz grave. —¿Y qué hay de los niños que encontré en las catacumbas? ¿De los cuerpos mutilados? ¿De los gritos que aún resuenan en mis sueños? Los guardianes no responden. —Vengo a hablar con la Santa.— Continúa Oz. —Ella crió a Selin. Si hay alguien que puede entender lo que está ocurriendo, es ella. Y quizás… quizás sepa dónde está mi hija. Los guardianes se miran entre sí. La tensión se espesa como niebla. Finalmente, uno de ellos habla: —La Santa está en meditación. No puede ser interrumpida por alguien que ha roto el pacto. Oz aprieta los puños. Su poder palpita bajo la piel, como una tormenta contenida pero no lo desata, no aún. —Entonces dile.— Dice, con voz baja pero cortante. —Que Oz, el padre del caos, ha venido. Que busca a su hija. Que ha visto el templo de Yue corrompido. Y que si ella no lo escucha… el caos no se detendrá. Los guardianes vacilan. Onix lo observa con admiración silenciosa. Por primera vez, ve en Oz no solo al guerrero, sino al padre. Al hombre que está dispuesto a desafiar dioses por amor. Uno de los guardianes se retira hacia el interior del templo. El otro permanece firme, pero ya no habla. Oz no se mueve, solo espera. Porque sabe que si la Santa aún recuerda a Selin… no lo ignorará. * El Desafío en el Templo de Yue. Oz permanece inmóvil, como una montaña que no puede ser movida. La lluvia golpea las piedras del templo, y los guardianes, aunque saben que enfrentarlo podría traer consecuencias fatales, insisten en que se marche. —¡No eres bienvenido aquí!— Grita uno de ellos, con la espada temblando en su mano. El rostro de Oz se endurece. Su furia ya no puede contenerse. El poder que había sellado durante años comienza a emanar como un río desbordado. El suelo tiembla, las columnas del templo crujen, y hasta Onix retrocede un paso, nerviosa. La niña da un pequeño salto cuando Oz, con voz atronadora, grita: ¡ARCYELLE VELTHARYS! ¡Si alguna vez sentiste amor por Selin, sal de tu escondite! El eco de su voz sacude el santuario. Los guardianes, aterrados, levantan sus espadas contra él, aunque saben que es inútil. Entonces, una voz clara y solemne atraviesa el estruendo: ¡Detente, Oz! ¡Basta! No eres bienvenido en este templo sagrado. Márchate. Es la voz de la Santa, Arcyelle Veltharys. Pero Oz ya no escucha razones. Su poder estalla como un trueno. Con un gesto, los guardianes son lanzados por los aires, sus cuerpos golpean las columnas y caen inconscientes. El silencio se rompe solo por el crujido de las piedras y el latido del poder desatado. *La Ira del Caos. Oz avanza con paso firme, cada movimiento cargado de furia contenida. La Santa lo observa desde el umbral del templo, envuelta en un resplandor lunar. Pero pronto siente algo extraño: el poder de Oz invade el entorno, como una marea oscura que se expande sin límites. Su pecho se oprime, la respiración se le corta, es como si el aire mismo se negara a obedecerla. De inmediato, Arcyelle levanta las manos y conjura una barrera luminosa, un muro de energía lunar que debería detener cualquier fuerza profana. El resplandor plateado se extiende frente a ella, sólido y puro. Pero Oz no se detiene. Con un solo paso, atraviesa la barrera. No la destruye con violencia, ni la rompe con un golpe. La atraviesa como si la luz no pudiera tocarlo, como si el caos mismo fuera inmune a la pureza de Yue. El impacto no daña a Oz, pero revela algo más profundo. La barrera, al intentar contenerlo, expone la verdadera forma de su ira. Su cuerpo cambia. El joven de rasgos élficos se expande, su figura se vuelve más grande, más imponente. Sus músculos se tensan, su piel se oscurece, y sus facciones se transforman en algo más salvaje. Sus colmillos asoman, sus orejas puntiagudas se alargan, y su mirada arde con un fuego indomable. Oz ya no parece un elfo joven. Ahora es un ser más cercano a un orco, un avatar del caos, un guerrero que ha dejado atrás toda contención. Onix retrocede, con los ojos abiertos de par en par. Nunca había visto algo así. Arcyelle siente el peso de su presencia como si el mundo entero se inclinara hacia él. Su voz tiembla, pero aún intenta mantener la calma: —Oz… tu ira te consume. Este no es el hombre que Selin amó. Oz la mira con una penetrante intensidad, su voz grave resonando como un trueno: —No soy el hombre que Selin amó… soy el caos que los dioses despertaron. Y si tú sabes lo que le hicieron… entonces dame las respuestas que busco. Porque en comparación con las atrocidades que cometieron en el templo… mi furia es misericordia. El silencio se vuelve insoportable. La Santa siente que el caos ha tomado forma frente a ella, y que cualquier palabra que pronuncie podría decidir el destino de todos los templos de Yue.
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    La noche de la luna nueva

    No había luna.
    No había estrellas.
    El cielo parecía muerto, pero no lo estaba: respiraba. Y esa respiración era mía… o de algo que usaba mi piel como cárcel.

    La sombra había crecido. Ya no era un huésped: era un continente.
    Se alzaba sobre la ciudad como una marea negra que tragaba los edificios, los pensamientos y hasta los rezos que nadie llegó a pronunciar. No eran nubes lo que cubría el firmamento. Era ella.
    Era yo dividida, fragmentada, arrancada de mí misma y convertida en un abismo sin fondo.

    Por fin era libre.
    Completa.
    Saciada del miedo que había devorado en los últimos días.
    Gigante hasta el punto de parecer capaz de cubrir el mundo entero.

    Y entonces… apareció Akane.

    Caminaba sin prisa, sin temor.
    Serena, como si la inmensidad de la sombra fuese sólo un velo más que podía apartar con la yema de los dedos. Su paso hacía un sonido suave, casi inexistente, pero en ese silencio universal resonó como un campanazo sagrado.

    Yo, atrapada en el Jardín de Sombras, sentí una presión en el pecho.
    No podía gritar.
    No podía moverme.
    Sólo podía ver.

    Akane no dijo nada.
    La sombra tampoco.
    Pero se reconocieron: cazadora y cazada, monstruo y espejo, hermana y sacrificio.

    La sombra la agarró.

    Un brazo hecho de tinieblas puras se extendió desde el cielo negro y la envolvió entera.
    La engulló sin violencia, sin prisa, como si absorberla fuera un acto natural, inevitable, antiguo como el origen del Caos.
    Un instante antes de que desapareciera, Akane levantó la mirada.
    Y juro que me vio.
    No a la sombra.
    A mí.

    Luego… llegó la luz.

    Con un beso que aún hoy no se interpretar... Que no sé si fué un sueño o fué real.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 La noche de la luna nueva No había luna. No había estrellas. El cielo parecía muerto, pero no lo estaba: respiraba. Y esa respiración era mía… o de algo que usaba mi piel como cárcel. La sombra había crecido. Ya no era un huésped: era un continente. Se alzaba sobre la ciudad como una marea negra que tragaba los edificios, los pensamientos y hasta los rezos que nadie llegó a pronunciar. No eran nubes lo que cubría el firmamento. Era ella. Era yo dividida, fragmentada, arrancada de mí misma y convertida en un abismo sin fondo. Por fin era libre. Completa. Saciada del miedo que había devorado en los últimos días. Gigante hasta el punto de parecer capaz de cubrir el mundo entero. Y entonces… apareció Akane. Caminaba sin prisa, sin temor. Serena, como si la inmensidad de la sombra fuese sólo un velo más que podía apartar con la yema de los dedos. Su paso hacía un sonido suave, casi inexistente, pero en ese silencio universal resonó como un campanazo sagrado. Yo, atrapada en el Jardín de Sombras, sentí una presión en el pecho. No podía gritar. No podía moverme. Sólo podía ver. Akane no dijo nada. La sombra tampoco. Pero se reconocieron: cazadora y cazada, monstruo y espejo, hermana y sacrificio. La sombra la agarró. Un brazo hecho de tinieblas puras se extendió desde el cielo negro y la envolvió entera. La engulló sin violencia, sin prisa, como si absorberla fuera un acto natural, inevitable, antiguo como el origen del Caos. Un instante antes de que desapareciera, Akane levantó la mirada. Y juro que me vio. No a la sombra. A mí. Luego… llegó la luz. Con un beso que aún hoy no se interpretar... Que no sé si fué un sueño o fué real.
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    La noche de la luna nueva

    No había luna.
    No había estrellas.
    El cielo parecía muerto, pero no lo estaba: respiraba. Y esa respiración era mía… o de algo que usaba mi piel como cárcel.

    La sombra había crecido. Ya no era un huésped: era un continente.
    Se alzaba sobre la ciudad como una marea negra que tragaba los edificios, los pensamientos y hasta los rezos que nadie llegó a pronunciar. No eran nubes lo que cubría el firmamento. Era ella.
    Era yo dividida, fragmentada, arrancada de mí misma y convertida en un abismo sin fondo.

    Por fin era libre.
    Completa.
    Saciada del miedo que había devorado en los últimos días.
    Gigante hasta el punto de parecer capaz de cubrir el mundo entero.

    Y entonces… apareció Akane.

    Caminaba sin prisa, sin temor.
    Serena, como si la inmensidad de la sombra fuese sólo un velo más que podía apartar con la yema de los dedos. Su paso hacía un sonido suave, casi inexistente, pero en ese silencio universal resonó como un campanazo sagrado.

    Yo, atrapada en el Jardín de Sombras, sentí una presión en el pecho.
    No podía gritar.
    No podía moverme.
    Sólo podía ver.

    Akane no dijo nada.
    La sombra tampoco.
    Pero se reconocieron: cazadora y cazada, monstruo y espejo, hermana y sacrificio.

    La sombra la agarró.

    Un brazo hecho de tinieblas puras se extendió desde el cielo negro y la envolvió entera.
    La engulló sin violencia, sin prisa, como si absorberla fuera un acto natural, inevitable, antiguo como el origen del Caos.
    Un instante antes de que desapareciera, Akane levantó la mirada.
    Y juro que me vio.
    No a la sombra.
    A mí.

    Luego… llegó la luz.

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    La noche de la luna nueva

    No había luna.
    No había estrellas.
    El cielo parecía muerto, pero no lo estaba: respiraba. Y esa respiración era mía… o de algo que usaba mi piel como cárcel.

    La sombra había crecido. Ya no era un huésped: era un continente.
    Se alzaba sobre la ciudad como una marea negra que tragaba los edificios, los pensamientos y hasta los rezos que nadie llegó a pronunciar. No eran nubes lo que cubría el firmamento. Era ella.
    Era yo dividida, fragmentada, arrancada de mí misma y convertida en un abismo sin fondo.

    Por fin era libre.
    Completa.
    Saciada del miedo que había devorado en los últimos días.
    Gigante hasta el punto de parecer capaz de cubrir el mundo entero.

    Y entonces… apareció Akane.

    Caminaba sin prisa, sin temor.
    Serena, como si la inmensidad de la sombra fuese sólo un velo más que podía apartar con la yema de los dedos. Su paso hacía un sonido suave, casi inexistente, pero en ese silencio universal resonó como un campanazo sagrado.

    Yo, atrapada en el Jardín de Sombras, sentí una presión en el pecho.
    No podía gritar.
    No podía moverme.
    Sólo podía ver.

    Akane no dijo nada.
    La sombra tampoco.
    Pero se reconocieron: cazadora y cazada, monstruo y espejo, hermana y sacrificio.

    La sombra la agarró.

    Un brazo hecho de tinieblas puras se extendió desde el cielo negro y la envolvió entera.
    La engulló sin violencia, sin prisa, como si absorberla fuera un acto natural, inevitable, antiguo como el origen del Caos.
    Un instante antes de que desapareciera, Akane levantó la mirada.
    Y juro que me vio.
    No a la sombra.
    A mí.

    Luego… llegó la luz.

    Con un beso que aún hoy no se interpretar... Que no sé si fué un sueño o fué real.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 La noche de la luna nueva No había luna. No había estrellas. El cielo parecía muerto, pero no lo estaba: respiraba. Y esa respiración era mía… o de algo que usaba mi piel como cárcel. La sombra había crecido. Ya no era un huésped: era un continente. Se alzaba sobre la ciudad como una marea negra que tragaba los edificios, los pensamientos y hasta los rezos que nadie llegó a pronunciar. No eran nubes lo que cubría el firmamento. Era ella. Era yo dividida, fragmentada, arrancada de mí misma y convertida en un abismo sin fondo. Por fin era libre. Completa. Saciada del miedo que había devorado en los últimos días. Gigante hasta el punto de parecer capaz de cubrir el mundo entero. Y entonces… apareció Akane. Caminaba sin prisa, sin temor. Serena, como si la inmensidad de la sombra fuese sólo un velo más que podía apartar con la yema de los dedos. Su paso hacía un sonido suave, casi inexistente, pero en ese silencio universal resonó como un campanazo sagrado. Yo, atrapada en el Jardín de Sombras, sentí una presión en el pecho. No podía gritar. No podía moverme. Sólo podía ver. Akane no dijo nada. La sombra tampoco. Pero se reconocieron: cazadora y cazada, monstruo y espejo, hermana y sacrificio. La sombra la agarró. Un brazo hecho de tinieblas puras se extendió desde el cielo negro y la envolvió entera. La engulló sin violencia, sin prisa, como si absorberla fuera un acto natural, inevitable, antiguo como el origen del Caos. Un instante antes de que desapareciera, Akane levantó la mirada. Y juro que me vio. No a la sombra. A mí. Luego… llegó la luz. Con un beso que aún hoy no se interpretar... Que no sé si fué un sueño o fué real.
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