Saturado de labores, con más peso del que su alma podía sostener, y apenas tres horas de sueño que no alcanzaban a mitigar el desvelo del corazón.
El trabajo se volvió su refugio, su escudo contra el pensamiento, la única disciplina que lo mantenía erguido, severo, profesional, como un faro que resiste la tormenta sin mirar atrás.
El departamento que alguna vez compartió con ella permanecía intacto, como un santuario abandonado, solo la comida fue retirada, no por olvido, sino por necesidad.
Con lo que le quedaba, se mudó a Roppongi,
a un rincón donde la ciudad no podía alcanzarlo del todo.
Su rostro envejeció antes de tiempo,
marcado por la depresión, esa amante silenciosa que lo sedujo con la promesa de una soledad absoluta.
Él era la encarnación de la eficiencia, la eficacia y la efectividad, atento a cada entrevista, cada firma de libros, y hasta las regalías de una película por venir, un dorama que quizás contaría su historia sin decir su nombre con generos y épocas diferentes.
Su manager lamentaba su tragedia íntima,
pero en el escenario público, Kagehiro era ya una eminencia. Sus libros para adultos, cargados de pasión, habían dado paso a narrativas más crudas, más contemporáneas, historias que dolían por lo cercanas, por lo reales.
Haruki Murakami tenía ahora un rival,
pero también un amigo entrañable,
un espejo en el que la literatura japonesa se miraba con nuevos ojos.
El trabajo se volvió su refugio, su escudo contra el pensamiento, la única disciplina que lo mantenía erguido, severo, profesional, como un faro que resiste la tormenta sin mirar atrás.
El departamento que alguna vez compartió con ella permanecía intacto, como un santuario abandonado, solo la comida fue retirada, no por olvido, sino por necesidad.
Con lo que le quedaba, se mudó a Roppongi,
a un rincón donde la ciudad no podía alcanzarlo del todo.
Su rostro envejeció antes de tiempo,
marcado por la depresión, esa amante silenciosa que lo sedujo con la promesa de una soledad absoluta.
Él era la encarnación de la eficiencia, la eficacia y la efectividad, atento a cada entrevista, cada firma de libros, y hasta las regalías de una película por venir, un dorama que quizás contaría su historia sin decir su nombre con generos y épocas diferentes.
Su manager lamentaba su tragedia íntima,
pero en el escenario público, Kagehiro era ya una eminencia. Sus libros para adultos, cargados de pasión, habían dado paso a narrativas más crudas, más contemporáneas, historias que dolían por lo cercanas, por lo reales.
Haruki Murakami tenía ahora un rival,
pero también un amigo entrañable,
un espejo en el que la literatura japonesa se miraba con nuevos ojos.
Saturado de labores, con más peso del que su alma podía sostener, y apenas tres horas de sueño que no alcanzaban a mitigar el desvelo del corazón.
El trabajo se volvió su refugio, su escudo contra el pensamiento, la única disciplina que lo mantenía erguido, severo, profesional, como un faro que resiste la tormenta sin mirar atrás.
El departamento que alguna vez compartió con ella permanecía intacto, como un santuario abandonado, solo la comida fue retirada, no por olvido, sino por necesidad.
Con lo que le quedaba, se mudó a Roppongi,
a un rincón donde la ciudad no podía alcanzarlo del todo.
Su rostro envejeció antes de tiempo,
marcado por la depresión, esa amante silenciosa que lo sedujo con la promesa de una soledad absoluta.
Él era la encarnación de la eficiencia, la eficacia y la efectividad, atento a cada entrevista, cada firma de libros, y hasta las regalías de una película por venir, un dorama que quizás contaría su historia sin decir su nombre con generos y épocas diferentes.
Su manager lamentaba su tragedia íntima,
pero en el escenario público, Kagehiro era ya una eminencia. Sus libros para adultos, cargados de pasión, habían dado paso a narrativas más crudas, más contemporáneas, historias que dolían por lo cercanas, por lo reales.
Haruki Murakami tenía ahora un rival,
pero también un amigo entrañable,
un espejo en el que la literatura japonesa se miraba con nuevos ojos.
