• – Cierto, ya se terminará el mes de naberus.

    Se prepara para hacer ese extraño hábito de los lugareños, de intercambiar visitas por dulces culinarios, que ocurre una vez al año.

    Adicional que su Warframe puede caminar entre civiles sin causar un mayor impacto por verlo como un elaborado disfraz de Halloween.
    – Cierto, ya se terminará el mes de naberus. Se prepara para hacer ese extraño hábito de los lugareños, de intercambiar visitas por dulces culinarios, que ocurre una vez al año. Adicional que su Warframe puede caminar entre civiles sin causar un mayor impacto por verlo como un elaborado disfraz de Halloween.
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  • ⸻ No me van esas mierdas ⸻guarda las manos en los bolsillos, negándose a tomar el arma. El gánster que se la ofreció, le apunta con ella.

    ⸻ No estamos jugando, imbécil. ¿Qué harás si la pasma te alcanza?

    ⸻ Lo mismo que haré si jalas del gatillo.

    El matón echa un ojo tras de si con gesto interrogante, mira donde el líder de la banda que responde con un casual encogimiento de hombros.

    ⸻ No nos sirven las gallinas ⸻y jala el gatillo.

    El plomo atraviesa la chaqueta, la camisa, e impacta contra la piel de Niklas; se abolla y fractura, cae al suelo sin atravesarle, sin quitarle siquiera una gota de sangre.

    ⸻ Auch ⸻y Niklas ladea la sonrisa, alardeando seguridad.

    ⸻ Mierda...

    #AlternativeJob #MafiaUniverse
    ⸻ No me van esas mierdas ⸻guarda las manos en los bolsillos, negándose a tomar el arma. El gánster que se la ofreció, le apunta con ella. ⸻ No estamos jugando, imbécil. ¿Qué harás si la pasma te alcanza? ⸻ Lo mismo que haré si jalas del gatillo. El matón echa un ojo tras de si con gesto interrogante, mira donde el líder de la banda que responde con un casual encogimiento de hombros. ⸻ No nos sirven las gallinas ⸻y jala el gatillo. El plomo atraviesa la chaqueta, la camisa, e impacta contra la piel de Niklas; se abolla y fractura, cae al suelo sin atravesarle, sin quitarle siquiera una gota de sangre. ⸻ Auch ⸻y Niklas ladea la sonrisa, alardeando seguridad. ⸻ Mierda... #AlternativeJob #MafiaUniverse
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  • Cuando los pensamientos intrusivos te atacan(?).

    - Al menos el flequillo no quedó tan mal, o eso quiero creer- Miró por última vez su reflejo en el espejo antes de guardar la tijera.

    "Ojalá pudiera cortar, de una vez, el lazo que me une a ellos..."

    Con un suspiro resignado, salió del baño y se tiró en la cama. Estaba a punto de cerrar los ojos y sucumbir al sueño cuando, de repente, un libro cayó del estante. El ruido seco del impacto resonó por toda la habitación, y ella ya sabía de qué se trataba, algo, rondaba cerca de la casa.
    Se incorporó lentamente hasta quedar sentada en la cama. Frente a ella, varios cuadros con fotos la miraban en silencio, despertando una sensación nostálgica que no pudo evitar.

    "A veces me pregunto si algún día volverás..."

    Ahora, todo parecía al revés. Estaba atrapada en el vacío, con la oscuridad a su alrededor, cada vez más cerca, como si intentara devorarla.

    Cuando los pensamientos intrusivos te atacan(?). - Al menos el flequillo no quedó tan mal, o eso quiero creer- Miró por última vez su reflejo en el espejo antes de guardar la tijera. "Ojalá pudiera cortar, de una vez, el lazo que me une a ellos..." Con un suspiro resignado, salió del baño y se tiró en la cama. Estaba a punto de cerrar los ojos y sucumbir al sueño cuando, de repente, un libro cayó del estante. El ruido seco del impacto resonó por toda la habitación, y ella ya sabía de qué se trataba, algo, rondaba cerca de la casa. Se incorporó lentamente hasta quedar sentada en la cama. Frente a ella, varios cuadros con fotos la miraban en silencio, despertando una sensación nostálgica que no pudo evitar. "A veces me pregunto si algún día volverás..." Ahora, todo parecía al revés. Estaba atrapada en el vacío, con la oscuridad a su alrededor, cada vez más cerca, como si intentara devorarla.
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  • ¿¡Que haces?!, ■■■■■

    -Su cuerpo se estremece al sentir el suave dolor alrededor su cuello, su calidez lo habia cautivado tanto... que estaba algo impactado, tanto como para apartarla momentaneamente. Al separarla, solo se podria dejar un leve mordisco en su zona mas vulnerable.-

    ¿Que? ¿Que todos los enamorados lo hacen?

    -Algo incredulo, responde mientras veia como la mujer ensancha una pequeña sonrisa. Se veia malditamente preciosa en ese instante... tanto que queria que el momento fuera eterno para ambos-

    ...

    -La mujer solo se limita a responder, que por factores de curacion de este ... ya para la mañana siguiente iba a estar sano. Este, simplemente es empujado hacia la cama. Mientras sus ojos se posan directamente en la figura femenina-

    Te amo , ■■■■■.

    ¿¡Que haces?!, ■■■■■ -Su cuerpo se estremece al sentir el suave dolor alrededor su cuello, su calidez lo habia cautivado tanto... que estaba algo impactado, tanto como para apartarla momentaneamente. Al separarla, solo se podria dejar un leve mordisco en su zona mas vulnerable.- ¿Que? ¿Que todos los enamorados lo hacen? -Algo incredulo, responde mientras veia como la mujer ensancha una pequeña sonrisa. Se veia malditamente preciosa en ese instante... tanto que queria que el momento fuera eterno para ambos- ... -La mujer solo se limita a responder, que por factores de curacion de este ... ya para la mañana siguiente iba a estar sano. Este, simplemente es empujado hacia la cama. Mientras sus ojos se posan directamente en la figura femenina- Te amo , ■■■■■.
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    . :Happy Ending :.

    Otto había ido a ver a Kallen, esta vez estaba decidió a decirle lo que sentía por ella, lleva flores y todo, se acercó a la albina con cautela.

    Lo que si no espero el rubio, fue que ella misma lo acorrarle contra la pared y sin decir nada, antes de que Otto reaccione, Kallen lo había besado, dejando al rubio con absoluta sorpresa.


    Juego: Honkai Impact
    Personajes: Otto y Kallen
    . :Happy Ending :. Otto había ido a ver a Kallen, esta vez estaba decidió a decirle lo que sentía por ella, lleva flores y todo, se acercó a la albina con cautela. Lo que si no espero el rubio, fue que ella misma lo acorrarle contra la pared y sin decir nada, antes de que Otto reaccione, Kallen lo había besado, dejando al rubio con absoluta sorpresa. Juego: Honkai Impact Personajes: Otto y Kallen
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    ¿Como puede ser la vida de cruel? Al separar a dos almas que tenían un fuerte vínculo, él la vio como su razón de ser, la sonrisa de Kallen salvo a Otto, este por a su vez, haría lo que fuera por proteger esa sonrisa...

    Pero la vida y el destino tenía otros planes para ellos dos.


    Juego: Honkai Impact
    Personajes: Otto y Kallen
    ¿Como puede ser la vida de cruel? Al separar a dos almas que tenían un fuerte vínculo, él la vio como su razón de ser, la sonrisa de Kallen salvo a Otto, este por a su vez, haría lo que fuera por proteger esa sonrisa... Pero la vida y el destino tenía otros planes para ellos dos. Juego: Honkai Impact Personajes: Otto y Kallen
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  • ⠀⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    Irina está a 600 metros del objetivo: Zac, un traficante de artefactos robados a punto de concretar una venta vital para un cartel. La única forma de evitar la transacción es destruir un objeto clave: un disco duro que está dentro de una caja de seguridad reforzada.

    Ella sabe que el tiempo del asalto del clan que la contrató no es el correcto; una variable está mal.
    ​Necesita un minuto exacto de ventaja para que el equipo llegue sin bajas.
    ​Irina coloca su rifle y, respirando profundamente, salta cinco minutos y treinta segundos al pasado.
    ​Aparece en una bodega polvorienta y vacía, el hedor a óxido es abrumador. El mundo gira y la nariz comienza a gotear con un calor metálico. No hay tiempo para el pánico.

    Cinco minutos.

    Se arrastra cojeando hasta una claraboya, monta un pequeño explosivo de precisión en el cristal y activa un temporizador para que detone en cinco minutos y veinticinco segundos. Su misión es solo crear una distracción sonora, un micro-segundo de indecisión.

    ​Regresa al presente.

    La violenta sacudida la arroja contra un muro de piedra. Los espasmos sacuden su cuerpo, la sangre corre libremente y la oscuridad amenaza con consumirla. Pero justo en ese momento... ¡Clang! El sonido de cristal roto y la pequeña detonación distrae al objetivo por ese preciso momento.
    ​El clan entra, Zac, desorientado, levanta la cabeza justo cuando la luz del láser de Irina encuentra su punto. Ella, ciega y temblando, aprieta el gatillo, la bala viaja con una precisión imposible, impactando directamente en el disco duro, no en el traficante. La información vital se pulveriza.

    ​Irina se desmaya, temblando en su escondite. El rescate ha sido un éxito, el coste ha sido solo suyo. Luego de viajar al pasado no puede volver a hacerlo de inmediato hasta estar del todo recuperada.
    Ella es la variable que nadie ve, la que se auto-sacrifica para ajustar el engranaje del tiempo.

    ​Luego de un par de horas bajo una lluvia incesante. Por fin, Irina se puso en marcha, consumida por una debilidad aplastante, pero obligada a alejarse con premura de la ciudad. Era vital dejar atrás la zona donde acababa de actuar.
    ​Alcanzó las afueras, donde la vegetación indómita y los árboles formaban una cortina impenetrable. Entre el follaje, emergió una forma espectral: una casa, o los restos maltrechos de lo que fue un hogar, aparentemente abandonado al olvido.
    Para Irina, el hallazgo era un puerto seguro; un techo provisional hasta que la recuperación le permitiera alcanzar su refugio habitual.

    Los mareos la golpeaban sin piedad, la hemorragia nasal se negaba a ceder, y sus piernas flácidas apenas lograban el milagro de sostenerla. Aún sentía el escalofrío de los temblores, y su visión se mantenía desesperadamente borrosa.
    ⠀⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ Irina está a 600 metros del objetivo: Zac, un traficante de artefactos robados a punto de concretar una venta vital para un cartel. La única forma de evitar la transacción es destruir un objeto clave: un disco duro que está dentro de una caja de seguridad reforzada. Ella sabe que el tiempo del asalto del clan que la contrató no es el correcto; una variable está mal. ​Necesita un minuto exacto de ventaja para que el equipo llegue sin bajas. ​Irina coloca su rifle y, respirando profundamente, salta cinco minutos y treinta segundos al pasado. ​Aparece en una bodega polvorienta y vacía, el hedor a óxido es abrumador. El mundo gira y la nariz comienza a gotear con un calor metálico. No hay tiempo para el pánico. Cinco minutos. Se arrastra cojeando hasta una claraboya, monta un pequeño explosivo de precisión en el cristal y activa un temporizador para que detone en cinco minutos y veinticinco segundos. Su misión es solo crear una distracción sonora, un micro-segundo de indecisión. ​Regresa al presente. La violenta sacudida la arroja contra un muro de piedra. Los espasmos sacuden su cuerpo, la sangre corre libremente y la oscuridad amenaza con consumirla. Pero justo en ese momento... ¡Clang! El sonido de cristal roto y la pequeña detonación distrae al objetivo por ese preciso momento. ​El clan entra, Zac, desorientado, levanta la cabeza justo cuando la luz del láser de Irina encuentra su punto. Ella, ciega y temblando, aprieta el gatillo, la bala viaja con una precisión imposible, impactando directamente en el disco duro, no en el traficante. La información vital se pulveriza. ​Irina se desmaya, temblando en su escondite. El rescate ha sido un éxito, el coste ha sido solo suyo. Luego de viajar al pasado no puede volver a hacerlo de inmediato hasta estar del todo recuperada. Ella es la variable que nadie ve, la que se auto-sacrifica para ajustar el engranaje del tiempo. ​Luego de un par de horas bajo una lluvia incesante. Por fin, Irina se puso en marcha, consumida por una debilidad aplastante, pero obligada a alejarse con premura de la ciudad. Era vital dejar atrás la zona donde acababa de actuar. ​Alcanzó las afueras, donde la vegetación indómita y los árboles formaban una cortina impenetrable. Entre el follaje, emergió una forma espectral: una casa, o los restos maltrechos de lo que fue un hogar, aparentemente abandonado al olvido. Para Irina, el hallazgo era un puerto seguro; un techo provisional hasta que la recuperación le permitiera alcanzar su refugio habitual. Los mareos la golpeaban sin piedad, la hemorragia nasal se negaba a ceder, y sus piernas flácidas apenas lograban el milagro de sostenerla. Aún sentía el escalofrío de los temblores, y su visión se mantenía desesperadamente borrosa.
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  • ✧ La Muerte de Elaenya, Diosa del Alba ✧

    En los días en que los dioses aún caminaban entre los rayos del firmamento, el Cielo Eterno era una sinfonía de luz, armonía y creación. Los ríos de oro líquido corrían por los mármoles blancos del Trono Solar; las constelaciones danzaban al compás de los cánticos divinos; y en el centro de todo, como la primera chispa de vida, reinaban Caelis y Elaenya, los consortes del amanecer y del trueno.

    Ella era la Luz del Principio, la que despertaba a los mundos con el roce de su aliento. Tenía el cabello del color del trigo bañado en fuego, ojos como dos soles inmóviles y un corazón que ardía con la pasión de todo lo vivo. Era intensa, caprichosa, emocional hasta las lágrimas, y por eso, tan profundamente humana a los ojos de su esposo.
    Caelis, en cambio, era el equilibrio: el eco del rayo, la tempestad que preserva el orden destruyendo lo que amenaza el ciclo. Su voz contenía la furia de los relámpagos, pero cuando hablaba con ella, se convertía en una brisa serena.

    Juntos gobernaron eras. Cada amanecer era un beso; cada tormenta, una caricia disfrazada de rugido. Pero los dioses, tan altos como frágiles, olvidan que la eternidad exige sacrificios.

    Fue en la Guerra de los Cielos, cuando las fuerzas del Vacío —criaturas nacidas de la Nada, sin rostro ni alma— cruzaron los límites del firmamento. Los tronos temblaron, las estrellas sangraron, y Elaenya, impulsiva y valerosa, descendió al campo de batalla sin esperar el decreto del Consejo Celestial. Caelis la siguió, pero llegó tarde.

    Cuando la encontró, la diosa de la luz ya había roto su divinidad para sellar la grieta que el Vacío había abierto entre los mundos.
    El sacrificio era irreversible.
    Y el precio, insoportable.

    La escena era indescriptible.
    El cielo, antes inmaculado, se hallaba cubierto por un crepúsculo perpetuo. El suelo divino estaba cubierto de plumas blancas chamuscadas, fragmentos de vidrio celestial y pétalos marchitos. En el centro de aquel santuario destrozado, Elaenya yacía entre los restos de su propia creación. Su resplandor —aquel que alguna vez despertaba soles— se deshacía en motas doradas que el viento dispersaba lentamente.

    Caelis cayó de rodillas.
    El trueno que retumbó al hacerlo rompió los cristales del cielo.

    Tomó su cuerpo entre los brazos, sintiendo cómo la calidez divina se disipaba de su piel.
    Las lágrimas —algo que un dios jamás debía conocer— comenzaron a rodar por su rostro. Cada una caía al suelo con el sonido del metal quebrándose.

    —Elaenya… —su voz fue apenas un susurro.
    Los labios de ella se movieron, temblando.
    —No llores por mí, amor mío. La luz no muere. Solo… cambia de forma.

    Sus palabras, ligeras como el polvo de las estrellas, se apagaron antes de llegar a su oído.
    Caelis la sostuvo más fuerte, desesperado por retenerla en sus brazos, pero la divinidad no puede ser apresada. La piel de Elaenya se convirtió en polvo luminoso; su cabello se transformó en ríos dorados que ascendían al cielo; su última mirada, en una promesa que lo condenaría para siempre.

    Entonces el trueno rugió.

    El cielo entero se fracturó en mil relámpagos. Los templos sagrados se derrumbaron; las constelaciones giraron erráticas; los coros celestiales enmudecieron. Los dioses contemplaron horrorizados cómo Caelis, el guardián del orden, se convertía en tempestad pura.

    —¡Ninguno de ustedes se atreva a tocarla! —bramó.
    Sus alas, de un blanco inmaculado, se tornaron negras como la tormenta.
    Los rayos cayeron en cascada, cruzando el firmamento, y el mar de las estrellas se tornó gris.

    Los altos señores del Cielo le suplicaron que se detuviera, pero su dolor era más grande que su poder.
    Los relámpagos formaron una cúpula alrededor del cuerpo que ya no existía.
    Y en el silencio posterior, solo quedó el eco del juramento que marcaría el fin de una era:

    —Si el Cielo exige que amemos solo dentro de sus leyes, que el Cielo mismo se derrumbe.

    Los dioses lo declararon traidor.
    Pero él ya no los escuchaba.

    Cuando la última chispa de Elaenya ascendió, Caelis extendió una mano hacia ella… y en su lugar, cayó.
    Su descenso fue como un eclipse: un dios de luz cayendo en un mar de sombras.
    Los vientos de la creación se estremecieron mientras cruzaba las capas del firmamento, dejando tras de sí un sendero de fuego azul.

    Los mortales, abajo, lo vieron como una estrella ardiendo en el horizonte.
    Ninguno supo que lo que contemplaban no era una estrella, sino un dios roto.

    Cuando el impacto estremeció la tierra, Caelis abrió los ojos entre ceniza y lluvia.
    Por primera vez, el trueno no lo obedecía.
    Su divinidad se había fragmentado junto con su alma.

    Y así comenzó su exilio.
    Un dios que alguna vez gobernó los cielos, ahora perdido entre hombres que no lo recordaban.
    El amor lo había humanizado.
    La pérdida lo había condenado.

    El Cielo nunca volvió a ser el mismo.
    Desde aquel día, el amanecer brilla con un matiz dorado y triste —el último suspiro de Elaenya, que aún acaricia la tierra en busca de su amado.

    Y cuando la tormenta ruge con furia desmedida, los sabios dicen que es Caelis Veyrith, clamando al firmamento que le devuelva la única luz que el universo no debió apagar.
    ✧ La Muerte de Elaenya, Diosa del Alba ✧ En los días en que los dioses aún caminaban entre los rayos del firmamento, el Cielo Eterno era una sinfonía de luz, armonía y creación. Los ríos de oro líquido corrían por los mármoles blancos del Trono Solar; las constelaciones danzaban al compás de los cánticos divinos; y en el centro de todo, como la primera chispa de vida, reinaban Caelis y Elaenya, los consortes del amanecer y del trueno. Ella era la Luz del Principio, la que despertaba a los mundos con el roce de su aliento. Tenía el cabello del color del trigo bañado en fuego, ojos como dos soles inmóviles y un corazón que ardía con la pasión de todo lo vivo. Era intensa, caprichosa, emocional hasta las lágrimas, y por eso, tan profundamente humana a los ojos de su esposo. Caelis, en cambio, era el equilibrio: el eco del rayo, la tempestad que preserva el orden destruyendo lo que amenaza el ciclo. Su voz contenía la furia de los relámpagos, pero cuando hablaba con ella, se convertía en una brisa serena. Juntos gobernaron eras. Cada amanecer era un beso; cada tormenta, una caricia disfrazada de rugido. Pero los dioses, tan altos como frágiles, olvidan que la eternidad exige sacrificios. Fue en la Guerra de los Cielos, cuando las fuerzas del Vacío —criaturas nacidas de la Nada, sin rostro ni alma— cruzaron los límites del firmamento. Los tronos temblaron, las estrellas sangraron, y Elaenya, impulsiva y valerosa, descendió al campo de batalla sin esperar el decreto del Consejo Celestial. Caelis la siguió, pero llegó tarde. Cuando la encontró, la diosa de la luz ya había roto su divinidad para sellar la grieta que el Vacío había abierto entre los mundos. El sacrificio era irreversible. Y el precio, insoportable. La escena era indescriptible. El cielo, antes inmaculado, se hallaba cubierto por un crepúsculo perpetuo. El suelo divino estaba cubierto de plumas blancas chamuscadas, fragmentos de vidrio celestial y pétalos marchitos. En el centro de aquel santuario destrozado, Elaenya yacía entre los restos de su propia creación. Su resplandor —aquel que alguna vez despertaba soles— se deshacía en motas doradas que el viento dispersaba lentamente. Caelis cayó de rodillas. El trueno que retumbó al hacerlo rompió los cristales del cielo. Tomó su cuerpo entre los brazos, sintiendo cómo la calidez divina se disipaba de su piel. Las lágrimas —algo que un dios jamás debía conocer— comenzaron a rodar por su rostro. Cada una caía al suelo con el sonido del metal quebrándose. —Elaenya… —su voz fue apenas un susurro. Los labios de ella se movieron, temblando. —No llores por mí, amor mío. La luz no muere. Solo… cambia de forma. Sus palabras, ligeras como el polvo de las estrellas, se apagaron antes de llegar a su oído. Caelis la sostuvo más fuerte, desesperado por retenerla en sus brazos, pero la divinidad no puede ser apresada. La piel de Elaenya se convirtió en polvo luminoso; su cabello se transformó en ríos dorados que ascendían al cielo; su última mirada, en una promesa que lo condenaría para siempre. Entonces el trueno rugió. El cielo entero se fracturó en mil relámpagos. Los templos sagrados se derrumbaron; las constelaciones giraron erráticas; los coros celestiales enmudecieron. Los dioses contemplaron horrorizados cómo Caelis, el guardián del orden, se convertía en tempestad pura. —¡Ninguno de ustedes se atreva a tocarla! —bramó. Sus alas, de un blanco inmaculado, se tornaron negras como la tormenta. Los rayos cayeron en cascada, cruzando el firmamento, y el mar de las estrellas se tornó gris. Los altos señores del Cielo le suplicaron que se detuviera, pero su dolor era más grande que su poder. Los relámpagos formaron una cúpula alrededor del cuerpo que ya no existía. Y en el silencio posterior, solo quedó el eco del juramento que marcaría el fin de una era: —Si el Cielo exige que amemos solo dentro de sus leyes, que el Cielo mismo se derrumbe. Los dioses lo declararon traidor. Pero él ya no los escuchaba. Cuando la última chispa de Elaenya ascendió, Caelis extendió una mano hacia ella… y en su lugar, cayó. Su descenso fue como un eclipse: un dios de luz cayendo en un mar de sombras. Los vientos de la creación se estremecieron mientras cruzaba las capas del firmamento, dejando tras de sí un sendero de fuego azul. Los mortales, abajo, lo vieron como una estrella ardiendo en el horizonte. Ninguno supo que lo que contemplaban no era una estrella, sino un dios roto. Cuando el impacto estremeció la tierra, Caelis abrió los ojos entre ceniza y lluvia. Por primera vez, el trueno no lo obedecía. Su divinidad se había fragmentado junto con su alma. Y así comenzó su exilio. Un dios que alguna vez gobernó los cielos, ahora perdido entre hombres que no lo recordaban. El amor lo había humanizado. La pérdida lo había condenado. El Cielo nunca volvió a ser el mismo. Desde aquel día, el amanecer brilla con un matiz dorado y triste —el último suspiro de Elaenya, que aún acaricia la tierra en busca de su amado. Y cuando la tormenta ruge con furia desmedida, los sabios dicen que es Caelis Veyrith, clamando al firmamento que le devuelva la única luz que el universo no debió apagar.
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
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