• Eclipse Conjurado

    Fondo Musical:

    https://www.youtube.com/watch?v=H0vMGJXtTLc

    Emblemático, supremo, tan dadivoso que hasta las golondrinas podían sentirlo relucir de entre todos los entramados. Se mueve como una oruga, ondulante y de presteza acérrima; quién sino como en el cómo equilibrar la grandeza de su ensoñación. Eleva la crucialita de la aurora boreal de su rostro. Las gotas de sus cuencas, de vestimenta de bruna osadía, hieden a incienso y candores incorruptos. La rueda del tiempo cabalga sobre su pelvis, corrompida por los laureles que arropan la estructura de su corporeidad.

    Esa tan ajena a lo casual de las bestias y estrellas, sangre y altares que forman los aromas de su cuerpo.

    Se persigna, se persigna, se persigna. Sus treinta y tres extremidades hacen el amor con la anatomía de esa nieve lluvia, garganta, espalda, mano y sien que son sometidas a la tortura de sus ecos nacientes. Cercenadas sus primeras almas decaen en el pozo del purgatorio, como una cascada sobre el embrollo de sus versales, de tan crecientes crisálidas indistintas de parir a la villanía de sus pensamientos: venideros de su imaginación.

    Ondula, rasga, acalla su mudez. Muge, ladra, bala y su voz no perfora la pared de hierro, porque los cordeles del eclipse que lo ha reclamado como suyo, cala por sus huesos. Los clavos de la esclavitud con la que lo han condenado enciende la llamada de a los más santos soñadores.

    Frialdad inevitable, gala presea que degüella la profundidad de sus espejismos.

    Trocean los más inmolados la veintena de sus dedos; quedan otras docenas más por las que repartir entre las crías que escudan sus amainadas promesas. Crecen sus alabeos de desideratas. Decrecen sus solfeos de liras labradas con huesos de sus costillas.

    Dignifican el conjuro sobre el mural del teatro en el que representa la buena obra por la que ha arribado al equilibrio de ese planeta corrompido por sendos exterminios. Es un príncipe o una princesa, no se sabe cuál, a la espera de su propio yo. Corrompida su doblegues de premura acaudala; los primeros ritos, segundos compases, terceros valses provocan el emerger del coseno de su madre en el centro de las entrañas del mismísimo regente amanecido.

    Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne.

    Equilibrio del conjurado que sostiene el machete sobre la bilis que ensucia sus labiales y el tronco de su garganta. Muge, ladra y bala con la espesura de un rosal, al instante en que encalla en las orillas. Le reciben con la locura anunciada a sus abismos de emancipación. Con canela desdobla los puntos de la playa. Crea y ejecuta empinadas obras maestras.

    Chocan y vibran, vibran y chocan en el terrario donde las mariposas son depuestas en frascos que encierran a sus deseos. Su garganta es cercenada y el manantial decae de entre el clamor de la comedia, que se luce en su ser con inevitables capacidades de ser riego de mantos y otros conjuros, que en la aldea se pueden sopesar como una buena nueva para los más propensos a ser nacimiento de esperanza.

    Gracia de lunares, en Fa sostenida. Equilibrio de pastizales sobre el puente de mis mejillas. Tersura de rostros, soy un príncipe de sueños. Un Ángel clandestino en tiempo de obsidianas. Maltrecho de corazón, ruego por nosotros en este orfanatorio de poetas muertos. Quien a la causa ennoblece sus extremidades, las junta con un entramado de prismas.

    Un sollozo de espinas renace de entre sus piernas. Muge, ladra y bala y la música sostiene el terror de su mente, la que te imagina con tu manzana dorada en el contraes del arrullo de tus labios. Arrullas a los gritos de otros prisioneros que se decapitan a sí mismos, con malsana y crudezas agallas.

    El eclipse que anuncia la prontitud de la mortandad, es una vez y sólo una vez, de amalgamas de otros tantos afluentes de libertad. De santos aparecidos. De santos cercenados. De otros tantos que se dan las manos en amaestra hambruna y que hacen el amor para romper la maldición de valles de crisantemos y cardenales de plata.
    Eclipse Conjurado Fondo Musical: https://www.youtube.com/watch?v=H0vMGJXtTLc Emblemático, supremo, tan dadivoso que hasta las golondrinas podían sentirlo relucir de entre todos los entramados. Se mueve como una oruga, ondulante y de presteza acérrima; quién sino como en el cómo equilibrar la grandeza de su ensoñación. Eleva la crucialita de la aurora boreal de su rostro. Las gotas de sus cuencas, de vestimenta de bruna osadía, hieden a incienso y candores incorruptos. La rueda del tiempo cabalga sobre su pelvis, corrompida por los laureles que arropan la estructura de su corporeidad. Esa tan ajena a lo casual de las bestias y estrellas, sangre y altares que forman los aromas de su cuerpo. Se persigna, se persigna, se persigna. Sus treinta y tres extremidades hacen el amor con la anatomía de esa nieve lluvia, garganta, espalda, mano y sien que son sometidas a la tortura de sus ecos nacientes. Cercenadas sus primeras almas decaen en el pozo del purgatorio, como una cascada sobre el embrollo de sus versales, de tan crecientes crisálidas indistintas de parir a la villanía de sus pensamientos: venideros de su imaginación. Ondula, rasga, acalla su mudez. Muge, ladra, bala y su voz no perfora la pared de hierro, porque los cordeles del eclipse que lo ha reclamado como suyo, cala por sus huesos. Los clavos de la esclavitud con la que lo han condenado enciende la llamada de a los más santos soñadores. Frialdad inevitable, gala presea que degüella la profundidad de sus espejismos. Trocean los más inmolados la veintena de sus dedos; quedan otras docenas más por las que repartir entre las crías que escudan sus amainadas promesas. Crecen sus alabeos de desideratas. Decrecen sus solfeos de liras labradas con huesos de sus costillas. Dignifican el conjuro sobre el mural del teatro en el que representa la buena obra por la que ha arribado al equilibrio de ese planeta corrompido por sendos exterminios. Es un príncipe o una princesa, no se sabe cuál, a la espera de su propio yo. Corrompida su doblegues de premura acaudala; los primeros ritos, segundos compases, terceros valses provocan el emerger del coseno de su madre en el centro de las entrañas del mismísimo regente amanecido. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Zinc, trigo, trigal, opio y hierro. Incierto. Cava profundo el pozo de su ausencia de rebeldía perenne. Equilibrio del conjurado que sostiene el machete sobre la bilis que ensucia sus labiales y el tronco de su garganta. Muge, ladra y bala con la espesura de un rosal, al instante en que encalla en las orillas. Le reciben con la locura anunciada a sus abismos de emancipación. Con canela desdobla los puntos de la playa. Crea y ejecuta empinadas obras maestras. Chocan y vibran, vibran y chocan en el terrario donde las mariposas son depuestas en frascos que encierran a sus deseos. Su garganta es cercenada y el manantial decae de entre el clamor de la comedia, que se luce en su ser con inevitables capacidades de ser riego de mantos y otros conjuros, que en la aldea se pueden sopesar como una buena nueva para los más propensos a ser nacimiento de esperanza. Gracia de lunares, en Fa sostenida. Equilibrio de pastizales sobre el puente de mis mejillas. Tersura de rostros, soy un príncipe de sueños. Un Ángel clandestino en tiempo de obsidianas. Maltrecho de corazón, ruego por nosotros en este orfanatorio de poetas muertos. Quien a la causa ennoblece sus extremidades, las junta con un entramado de prismas. Un sollozo de espinas renace de entre sus piernas. Muge, ladra y bala y la música sostiene el terror de su mente, la que te imagina con tu manzana dorada en el contraes del arrullo de tus labios. Arrullas a los gritos de otros prisioneros que se decapitan a sí mismos, con malsana y crudezas agallas. El eclipse que anuncia la prontitud de la mortandad, es una vez y sólo una vez, de amalgamas de otros tantos afluentes de libertad. De santos aparecidos. De santos cercenados. De otros tantos que se dan las manos en amaestra hambruna y que hacen el amor para romper la maldición de valles de crisantemos y cardenales de plata.
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  • Parece un auténtico ángel caído del cielo
    Parece un auténtico ángel caído del cielo
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  • Reunión de Negocios
    Fandom OC
    Categoría Contemporáneo


    El aire olía una mezcla pérfida de óxido, nicotina, sangre y encierro. Las paredes de hormigón, desnudas y sudorosas temblaban ocasionalmente ante las vibraciones de la estruendosa música y las zancadas de los bailarines que se encontraban por sobre ellos, reflejaban el temblor de la única bombilla que colgaba del techo, oscilando como un péndulo maldito. En el centro, una silla de metal, maltratada y torcida, sostenía a un hombre desnudo, constreñido de brazos y piernas a través de esposas de acero. Su cuerpo maltrecho, ya víctima de horas de una labor espeluznante, seguía siendo mancillado por el autor del dolor que le padece. - “No sabes lo feliz que soy… Siempre quise cumplir esta fantasía.” murmuró, acariciando la mejilla del prisionero con el filo de una cuchilla—. "Y tú, amigo mío, tú y yo, nos divertiremos tanto..."

    Tras él, Christopher avanzo despacio hacia el torturador, cuál artista contempla un lienzo de un cuadro sin terminar, sus zapatos resonando en el silencio. Llevaba un traje negro, impecable, como si el horror fuera solo un formalismo más a la velada. Extendió la mano tocando el hombro del degenerado que suponía uno de sus tantos clientes. – “Recuerda, tómate tu tiempo, no debes matarle de inmediato… Déjalo marinar en el dolor y en tres días más, puedes llegar a tu tan ansiado clímax.” -Dijo el ángel caído, su voz era almíbar a los oídos, como una caricia de seda auditiva, le acompañaba un aire que, a la vez de cautivador, cargaban un dejo de malicia inhumana. – “No antes y si llegas a desobedecerme, serás tú quién esté sentado en la silla. Recuerda, no eres la única alma con este tipo de deseos.” Agregó último, un mensaje disonante de la dulzura de su tono al hablar, cargado de una autoridad y tensión astronómicas. El enfermo mental le respondió de vuelta, asintiendo en silencio, mudo del nerviosismo que le provocaba la presencia del Demonio. Sin más que hacer, se dio media vuelta y se alejó caminando, subiendo por las escaleras y abriendo la puerta que daba salida del sótano. Una vez afuera, en uno de los pasillos interiores exclusivos para empleados, extrajo de su bolsillo el teléfono móvil que había extraído de su traicionero cliente y lo usó para enviar un mensaje de texto a la prestadora de servicios, aquella que, según su confesión, podía hacer los sueños realidad.

    Este reza: “No lo puedo creer, se hizo realidad, gané la lotería y ahora soy rico, gracias, gracias, muchísimas gracias, realmente todo lo que dijiste era cierto. Mira, conversé con un amigo, él no me creía hasta que saqué el premio gordo, ahora se está muriendo por conocerte y pedirte tus servicios ya que desea encontrar su alma gemela, el amor verdadero y todas esas cosas cursis. Su nombre es Christopher. Dijo que te esperaría mañana al medio día aparcado en un automóvil en el Downtown de Los Ángeles, California, frente al parque Gloria Molina, no creo que te cueste encontrarlo, maneja un auto muy costoso.”

    Una vez apretado el botón de envío, dejó caer el dispositivo al suelo para rematarlo con un pisotón que lo desquebrajó bajo el peso de su suela. - “Esto será interesante.” Musitó para si mismo con una sonrisa dibujada en su pálido rostro y prosiguió con sus tareas nocturnas, atendiendo los quehaceres de la fiesta desenfrenada que se viven rutinariamente en local; Simplemente otra noche más en “The Ministry” Nightclub.

    Al día siguiente a las 12 del día.

    Un Bugatti Veyron descansaba junto al parque Gloria Molina como un felino exótico dormido sobre el asfalto. Su carrocería negra bruñida, un abismo con reflejos de obsidiana que absorbía la luz del mediodía, devolviéndola en destellos que dibujan sus curvas perfectas. Para algunos, símbolo de poder y riqueza, para otros, envidia y de sobrecompensación. Una cosa es cierta, la desfachatez de que estuviera en público robaba numerosas miradas de los transeúntes, quienes se preguntarían, “¿Quién moraría en su interior?”, más los vidrios polarizados no dejarían que ningún ojo intrusivo descubriera secreto alguno. Mientras tanto en la cercanía los niños corrían en el parque, las risas flotando en el aire como globos desatados, pero sus ojos se volvían una y otra vez hacia aquella bestia mecánica. Y el Veyron respondía a sus ojos, no con ruido, no lo necesitaba, su mera presencia era un estandarte de opulencia contenida.


    -

    Starter dirigido a Svetla Le’ron
    El aire olía una mezcla pérfida de óxido, nicotina, sangre y encierro. Las paredes de hormigón, desnudas y sudorosas temblaban ocasionalmente ante las vibraciones de la estruendosa música y las zancadas de los bailarines que se encontraban por sobre ellos, reflejaban el temblor de la única bombilla que colgaba del techo, oscilando como un péndulo maldito. En el centro, una silla de metal, maltratada y torcida, sostenía a un hombre desnudo, constreñido de brazos y piernas a través de esposas de acero. Su cuerpo maltrecho, ya víctima de horas de una labor espeluznante, seguía siendo mancillado por el autor del dolor que le padece. - “No sabes lo feliz que soy… Siempre quise cumplir esta fantasía.” murmuró, acariciando la mejilla del prisionero con el filo de una cuchilla—. "Y tú, amigo mío, tú y yo, nos divertiremos tanto..." Tras él, Christopher avanzo despacio hacia el torturador, cuál artista contempla un lienzo de un cuadro sin terminar, sus zapatos resonando en el silencio. Llevaba un traje negro, impecable, como si el horror fuera solo un formalismo más a la velada. Extendió la mano tocando el hombro del degenerado que suponía uno de sus tantos clientes. – “Recuerda, tómate tu tiempo, no debes matarle de inmediato… Déjalo marinar en el dolor y en tres días más, puedes llegar a tu tan ansiado clímax.” -Dijo el ángel caído, su voz era almíbar a los oídos, como una caricia de seda auditiva, le acompañaba un aire que, a la vez de cautivador, cargaban un dejo de malicia inhumana. – “No antes y si llegas a desobedecerme, serás tú quién esté sentado en la silla. Recuerda, no eres la única alma con este tipo de deseos.” Agregó último, un mensaje disonante de la dulzura de su tono al hablar, cargado de una autoridad y tensión astronómicas. El enfermo mental le respondió de vuelta, asintiendo en silencio, mudo del nerviosismo que le provocaba la presencia del Demonio. Sin más que hacer, se dio media vuelta y se alejó caminando, subiendo por las escaleras y abriendo la puerta que daba salida del sótano. Una vez afuera, en uno de los pasillos interiores exclusivos para empleados, extrajo de su bolsillo el teléfono móvil que había extraído de su traicionero cliente y lo usó para enviar un mensaje de texto a la prestadora de servicios, aquella que, según su confesión, podía hacer los sueños realidad. Este reza: “No lo puedo creer, se hizo realidad, gané la lotería y ahora soy rico, gracias, gracias, muchísimas gracias, realmente todo lo que dijiste era cierto. Mira, conversé con un amigo, él no me creía hasta que saqué el premio gordo, ahora se está muriendo por conocerte y pedirte tus servicios ya que desea encontrar su alma gemela, el amor verdadero y todas esas cosas cursis. Su nombre es Christopher. Dijo que te esperaría mañana al medio día aparcado en un automóvil en el Downtown de Los Ángeles, California, frente al parque Gloria Molina, no creo que te cueste encontrarlo, maneja un auto muy costoso.” Una vez apretado el botón de envío, dejó caer el dispositivo al suelo para rematarlo con un pisotón que lo desquebrajó bajo el peso de su suela. - “Esto será interesante.” Musitó para si mismo con una sonrisa dibujada en su pálido rostro y prosiguió con sus tareas nocturnas, atendiendo los quehaceres de la fiesta desenfrenada que se viven rutinariamente en local; Simplemente otra noche más en “The Ministry” Nightclub. Al día siguiente a las 12 del día. Un Bugatti Veyron descansaba junto al parque Gloria Molina como un felino exótico dormido sobre el asfalto. Su carrocería negra bruñida, un abismo con reflejos de obsidiana que absorbía la luz del mediodía, devolviéndola en destellos que dibujan sus curvas perfectas. Para algunos, símbolo de poder y riqueza, para otros, envidia y de sobrecompensación. Una cosa es cierta, la desfachatez de que estuviera en público robaba numerosas miradas de los transeúntes, quienes se preguntarían, “¿Quién moraría en su interior?”, más los vidrios polarizados no dejarían que ningún ojo intrusivo descubriera secreto alguno. Mientras tanto en la cercanía los niños corrían en el parque, las risas flotando en el aire como globos desatados, pero sus ojos se volvían una y otra vez hacia aquella bestia mecánica. Y el Veyron respondía a sus ojos, no con ruido, no lo necesitaba, su mera presencia era un estandarte de opulencia contenida. - Starter dirigido a [Svetlaler0n]
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  • —Interesante y curiosa la forma en que la vida extendia sus lazos y los hacia entrelazarse de formas inexplicables. Un dia estaba en Stanford a punto de entrar en derecho y antes de poder darse cuenta vivia en un bunker que recogia toda la informacion mistica y sobrenatural del mundo. Y compartia ese espacio con su hermano, con un ángel, un nefilim, una tribrida y una mujer proveniente de la mitologia nordica.

    Y era... feliz. De un extraño modo, Sam habia comprendido que alli era donde debía estar... Por muy compleja y dura que fuera aquella vida... era maravillosa... Cuando era capaz de verla a través de los ojos de Hati Fenrirdottir


    #Personajes3D #3D #Comunidad3D
    —Interesante y curiosa la forma en que la vida extendia sus lazos y los hacia entrelazarse de formas inexplicables. Un dia estaba en Stanford a punto de entrar en derecho y antes de poder darse cuenta vivia en un bunker que recogia toda la informacion mistica y sobrenatural del mundo. Y compartia ese espacio con su hermano, con un ángel, un nefilim, una tribrida y una mujer proveniente de la mitologia nordica. Y era... feliz. De un extraño modo, Sam habia comprendido que alli era donde debía estar... Por muy compleja y dura que fuera aquella vida... era maravillosa... Cuando era capaz de verla a través de los ojos de [moonwolf] — #Personajes3D #3D #Comunidad3D
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  • ¡Buenas tardes!

    —Ha tenido un dia de lo más atareado y acaba de llegar de Los Ángeles. No hace ni veinte minutos que ha llegado a casa y ya está buscando nuevo plan para esa noche. Lo que sea con tal de sacar de quicio a su padre y al guardaespaldas italiano—
    ¡Buenas tardes! —Ha tenido un dia de lo más atareado y acaba de llegar de Los Ángeles. No hace ni veinte minutos que ha llegado a casa y ya está buscando nuevo plan para esa noche. Lo que sea con tal de sacar de quicio a su padre y al guardaespaldas italiano—
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  • 𝘌𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘴𝘰𝘮𝘣𝘳𝘢𝘴 𝘺 𝘭𝘶𝘻
    Fandom Ninguno
    Categoría Fantasía
    〈 Rol con Svetla Le’ron ♡ 〉

    El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba.

    Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar.

    La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse.

    Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación.

    Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado.

    Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada.

    El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser.

    Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie.

    Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era.

    Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir.

    Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo.

    Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
    〈 Rol con [Svetlaler0n] ♡ 〉 El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba. Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar. La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse. Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación. Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado. Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada. El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser. Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie. Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era. Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir. Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo. Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
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    Aunque soy un ángel y debo apoyar la victoria.

    MangaAngemon gano por el todo poderoso poder del guión.
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  • Esos molestos arcángeles no están, es mi oportunidad de atrapar a la avecilla.
    Esos molestos arcángeles no están, es mi oportunidad de atrapar a la avecilla.
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  • Asi que tortura a un ángel.. Perfecto ya se quien será la "voluntaria"
    Mas ahora que se ve que estará sola.
    Asi que tortura a un ángel.. Perfecto ya se quien será la "voluntaria" Mas ahora que se ve que estará sola.
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  • El bosque se alzaba en sombras vivientes, sus troncos retorcidos como figuras esculpidas por el tiempo, sus ramas desnudas entrelazándose contra la bóveda oscura del cielo. El aire era denso con el aroma de la tierra húmeda, impregnado por el aliento musgoso de los árboles centenarios que se erguían como guardianes de un reino olvidado. Entre sus raíces nudosas, el silencio se enroscaba como un animal dormido, interrumpido solo por el murmullo lejano del viento filtrándose a través de las copas.

    La luna, alta y distante, vertía su luz pálida a través del dosel, con la frialdad de un ojo que observa sin intervenir. Su resplandor deslavado caía en delgadas franjas entre las hojas, bañando el suelo con manchas de plata líquida que se desvanecían en la penumbra circundante, allí donde las sombras se volvían tan densas que parecían absorber la propia luz. El claro donde ella se encontraba no era una excepción: en su centro, el lago yacía inmóvil, su superficie un espejo turbio que reflejaba el cielo estrellado y el contorno de los árboles inclinándose sobre él como figuras expectantes.

    Ella estaba allí, en el corazón de aquel rincón olvidado por el tiempo, de rodillas junto al borde del agua. La hierba húmeda se adhería a la tela de su manto negro, esparcido a su alrededor como una extensión de la misma sombra en la que se hallaba envuelta. Se fundía con la penumbra, indistinguible.

    Su cabello, suelto por primera vez en incontables noches, flotaba en el aire con la lentitud de la niebla atrapada en la brisa. Se deslizaba sobre sus hombros, algunas hebras rozando la superficie del agua con movimientos casi imperceptibles, perturbando apenas su reflejo. En el espejo líquido, su imagen se veía alterada, desdibujada por ondas minúsculas que hacían que su silueta pareciera fluctuar entre lo real y lo ilusorio.

    Sus alas, plegadas con una rigidez inusual contra su espalda, parecían más pesadas que nunca. No solo en el sentido físico, sino en algo más profundo, más insidioso. Como si aquella quietud que la rodeaba las mantuviera ancladas, encadenadas a algo que no podía verse ni tocarse.

    El aire a su alrededor era frío, pero no de la manera en que lo es el invierno, con su mordedura nítida y certera. Era un frío más sutil, un escalofrío que se deslizaba bajo la piel, que se filtraba en los huesos como un eco de memorias atrapadas en la bruma. Un frío que parecía emanar de la propia tierra, de la piedra sumergida en la profundidad del lago, de los árboles que habían estado allí por siglos, testigos silenciosos de incontables noches como esta.

    El aire estaba cargado de matices sutiles, esencias que se entrelazaban en la penumbra como hilos invisibles de un tapiz antiguo. La humedad de la noche impregnaba cada aliento con el perfume de la tierra negra, aún tibia de la luz extinguida del día. Había un dejo de musgo fresco y corteza húmeda, el aroma denso y profundo de los árboles viejos cuyas raíces se hundían en lo desconocido. En algún rincón, una flor oculta exhalaba una fragancia tenue, casi imperceptible, un susurro efímero de dulzura que se perdía antes de poder aferrarse del todo.

    Era un aroma cargado de vida, y sin embargo, había en él algo melancólico, como si el bosque respirara con la calma de un sueño olvidado. La brisa llevaba consigo rastros de agua estancada, un eco de humedad y quietud ancestral proveniente del lago, donde la superficie inmóvil conservaba el olor de las piedras sumergidas, del fango frío que yacía en sus profundidades. No era desagradable.

    El ambiente estaba impregnado de silencio. Era una mudez viva, tejida con los sonidos más pequeños y casi imperceptibles: el roce lejano de hojas al moverse con la brisa apenas perceptible, el crujido esporádico de una rama, el tenue zumbido de una criatura nocturna oculta entre las sombras. Cada sonido era un susurro contenido, un murmullo dentro de la inmensidad, como si el bosque entero escuchara, como si aguardara algo sin romper nunca su propia vigilia.

    Pero ella no se movió. Sus dedos descansaban sobre la hierba empapada, apenas rozando la humedad fría que se acumulaba en las hojas. Sus ojos, brasas encendidas en la penumbra, no miraban el reflejo, ni el lago, ni el bosque a su alrededor. Se perdían más allá, en un punto imposible de alcanzar.

    Pero algo la arrastró sutilmente fuera de su ensoñación.

    No fue un sonido evidente ni una alteración brusca. Fue la ausencia de algo que, hasta ese momento, había formado parte de aquel equilibrio silencioso. Un murmullo que cesó antes de tiempo. Una brizna de hierba que no volvió a oscilar con el viento. Un reflejo en el agua que pareció tensarse por una fracción de segundo antes de volver a la calma.

    No levantó la cabeza. Sus alas no se tensaron, sus manos no se apartaron del agua. Apenas si parpadeó. Pero en la inmovilidad de su postura había un matiz distinto ahora, un detenimiento apenas perceptible en la cadencia de su respiración.

    Si alguien estaba allí, su presencia era tolerada, aunque envuelta en el velo cauteloso del ángel.
    El bosque se alzaba en sombras vivientes, sus troncos retorcidos como figuras esculpidas por el tiempo, sus ramas desnudas entrelazándose contra la bóveda oscura del cielo. El aire era denso con el aroma de la tierra húmeda, impregnado por el aliento musgoso de los árboles centenarios que se erguían como guardianes de un reino olvidado. Entre sus raíces nudosas, el silencio se enroscaba como un animal dormido, interrumpido solo por el murmullo lejano del viento filtrándose a través de las copas. La luna, alta y distante, vertía su luz pálida a través del dosel, con la frialdad de un ojo que observa sin intervenir. Su resplandor deslavado caía en delgadas franjas entre las hojas, bañando el suelo con manchas de plata líquida que se desvanecían en la penumbra circundante, allí donde las sombras se volvían tan densas que parecían absorber la propia luz. El claro donde ella se encontraba no era una excepción: en su centro, el lago yacía inmóvil, su superficie un espejo turbio que reflejaba el cielo estrellado y el contorno de los árboles inclinándose sobre él como figuras expectantes. Ella estaba allí, en el corazón de aquel rincón olvidado por el tiempo, de rodillas junto al borde del agua. La hierba húmeda se adhería a la tela de su manto negro, esparcido a su alrededor como una extensión de la misma sombra en la que se hallaba envuelta. Se fundía con la penumbra, indistinguible. Su cabello, suelto por primera vez en incontables noches, flotaba en el aire con la lentitud de la niebla atrapada en la brisa. Se deslizaba sobre sus hombros, algunas hebras rozando la superficie del agua con movimientos casi imperceptibles, perturbando apenas su reflejo. En el espejo líquido, su imagen se veía alterada, desdibujada por ondas minúsculas que hacían que su silueta pareciera fluctuar entre lo real y lo ilusorio. Sus alas, plegadas con una rigidez inusual contra su espalda, parecían más pesadas que nunca. No solo en el sentido físico, sino en algo más profundo, más insidioso. Como si aquella quietud que la rodeaba las mantuviera ancladas, encadenadas a algo que no podía verse ni tocarse. El aire a su alrededor era frío, pero no de la manera en que lo es el invierno, con su mordedura nítida y certera. Era un frío más sutil, un escalofrío que se deslizaba bajo la piel, que se filtraba en los huesos como un eco de memorias atrapadas en la bruma. Un frío que parecía emanar de la propia tierra, de la piedra sumergida en la profundidad del lago, de los árboles que habían estado allí por siglos, testigos silenciosos de incontables noches como esta. El aire estaba cargado de matices sutiles, esencias que se entrelazaban en la penumbra como hilos invisibles de un tapiz antiguo. La humedad de la noche impregnaba cada aliento con el perfume de la tierra negra, aún tibia de la luz extinguida del día. Había un dejo de musgo fresco y corteza húmeda, el aroma denso y profundo de los árboles viejos cuyas raíces se hundían en lo desconocido. En algún rincón, una flor oculta exhalaba una fragancia tenue, casi imperceptible, un susurro efímero de dulzura que se perdía antes de poder aferrarse del todo. Era un aroma cargado de vida, y sin embargo, había en él algo melancólico, como si el bosque respirara con la calma de un sueño olvidado. La brisa llevaba consigo rastros de agua estancada, un eco de humedad y quietud ancestral proveniente del lago, donde la superficie inmóvil conservaba el olor de las piedras sumergidas, del fango frío que yacía en sus profundidades. No era desagradable. El ambiente estaba impregnado de silencio. Era una mudez viva, tejida con los sonidos más pequeños y casi imperceptibles: el roce lejano de hojas al moverse con la brisa apenas perceptible, el crujido esporádico de una rama, el tenue zumbido de una criatura nocturna oculta entre las sombras. Cada sonido era un susurro contenido, un murmullo dentro de la inmensidad, como si el bosque entero escuchara, como si aguardara algo sin romper nunca su propia vigilia. Pero ella no se movió. Sus dedos descansaban sobre la hierba empapada, apenas rozando la humedad fría que se acumulaba en las hojas. Sus ojos, brasas encendidas en la penumbra, no miraban el reflejo, ni el lago, ni el bosque a su alrededor. Se perdían más allá, en un punto imposible de alcanzar. Pero algo la arrastró sutilmente fuera de su ensoñación. No fue un sonido evidente ni una alteración brusca. Fue la ausencia de algo que, hasta ese momento, había formado parte de aquel equilibrio silencioso. Un murmullo que cesó antes de tiempo. Una brizna de hierba que no volvió a oscilar con el viento. Un reflejo en el agua que pareció tensarse por una fracción de segundo antes de volver a la calma. No levantó la cabeza. Sus alas no se tensaron, sus manos no se apartaron del agua. Apenas si parpadeó. Pero en la inmovilidad de su postura había un matiz distinto ahora, un detenimiento apenas perceptible en la cadencia de su respiración. Si alguien estaba allí, su presencia era tolerada, aunque envuelta en el velo cauteloso del ángel.
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