—No le queda mucho tiempo—.
"Lo sé".
"Qué bueno".
"Que se dé prisa".
"Ya era hora".
Había estado practicando para este momento por un largo, largo tiempo. Tantas cosas que pudo decir en ese instante, tan crueles como las que había escuchado de esos labios ahora secos, pálidos, resquebrajados por la enfermedad y la vejez.
Y, sin embargo, su respuesta fue... ninguna.
Silencio.
No pudo decir nada. No pudo sentir nada. ¿Ira? ¿Felicidad? ¿Alivio? ¿Tristeza, incluso?
¿Nada? ¿De verdad no había nada?
—No voy a decirle lo que tiene que hacer, pero... es su padre. Si hay algo que tengan que decirse, tiene que ser ahora—.
El doctor tenía razón. Los doctores siempre suelen tener la razón, después de todo.
Entró al cuarto, lo vio tendido ahí, rodeado de las máquinas que se esforzaban para mantenerlo aferrado a este mundo.
Se miraron. Por una última vez, sus ojos se encontraron.
Y entonces... nada.
No había nada. Nunca hubo nada.
Los resplandores de la pirotecnia tomaron turnos iluminando la habitación. Breves, fugaces, como los instantes que les quedaban. Y seguía sin haber nada.
Como un susurro, apareció un conteo regresivo. Distante; una fiesta que cerraba el año anunciaba los segundos que quedaban antes de que un nuevo comienzo llegara. Distante, tan distante, que el sonido de las máquinas lo opacaba. Distante, pero presente.
Diez, nueve, ocho, siete, seis.
Todavía no había nada. Separó los labios, pero no hubo sonido que pudiera salir de ellos.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno.
Plana, ininterrumpida como el ruido que ahora hacía quedó esa línea verde sobre el monitor. El personal del hospital apareció como si ese sonido los hubiera invocado.
Ah, ahora sí había algo por decir.
—Feliz Año Nuevo, viejo—.
—No le queda mucho tiempo—.
"Lo sé".
"Qué bueno".
"Que se dé prisa".
"Ya era hora".
Había estado practicando para este momento por un largo, largo tiempo. Tantas cosas que pudo decir en ese instante, tan crueles como las que había escuchado de esos labios ahora secos, pálidos, resquebrajados por la enfermedad y la vejez.
Y, sin embargo, su respuesta fue... ninguna.
Silencio.
No pudo decir nada. No pudo sentir nada. ¿Ira? ¿Felicidad? ¿Alivio? ¿Tristeza, incluso?
¿Nada? ¿De verdad no había nada?
—No voy a decirle lo que tiene que hacer, pero... es su padre. Si hay algo que tengan que decirse, tiene que ser ahora—.
El doctor tenía razón. Los doctores siempre suelen tener la razón, después de todo.
Entró al cuarto, lo vio tendido ahí, rodeado de las máquinas que se esforzaban para mantenerlo aferrado a este mundo.
Se miraron. Por una última vez, sus ojos se encontraron.
Y entonces... nada.
No había nada. Nunca hubo nada.
Los resplandores de la pirotecnia tomaron turnos iluminando la habitación. Breves, fugaces, como los instantes que les quedaban. Y seguía sin haber nada.
Como un susurro, apareció un conteo regresivo. Distante; una fiesta que cerraba el año anunciaba los segundos que quedaban antes de que un nuevo comienzo llegara. Distante, tan distante, que el sonido de las máquinas lo opacaba. Distante, pero presente.
Diez, nueve, ocho, siete, seis.
Todavía no había nada. Separó los labios, pero no hubo sonido que pudiera salir de ellos.
Cinco, cuatro, tres, dos, uno.
Plana, ininterrumpida como el ruido que ahora hacía quedó esa línea verde sobre el monitor. El personal del hospital apareció como si ese sonido los hubiera invocado.
Ah, ahora sí había algo por decir.
—Feliz Año Nuevo, viejo—.