La neblina era espesa, pero Zahra flotaba con ligereza entre los fragmentos oníricos, como una brisa sin cuerpo ni forma. Aquella noche había elegido un sueño cualquiera, el de un joven que dormía con el ceño fruncido, la sábana a medio cuerpo y una lágrima apenas seca en la mejilla. Zahra se deslizó en su mente con la familiaridad de quien ya lo había hecho mil veces.
El escenario se formó a su alrededor: un parque gris, árboles secos, niños sin rostros corriendo entre las hojas muertas. El joven estaba allí, de pie, con una carta en la mano. En el sueño no hablaba, pero sus emociones eran vívidas como fuego: culpa, ternura, pérdida.
Zahra lo observaba con la atención de una coleccionista de momentos humanos. ¿Qué lo había hecho así? ¿Dónde nació su bondad? ¿En qué rincón se escondía la sombra que a veces asomaba en su mirada?
Con un leve gesto, casi imperceptible, Zahra agitó el ambiente. El niño frente a él se transformó en una figura adulta, alguien que él había amado y herido. El sueño tembló, el joven gritó. Zahra sonrió con un dejo de fascinación. ¿Y si hoy despierta con culpa? ¿O con fuerza para enmendar lo perdido? Le encantaba ver cómo un simple sueño podía decidir el rumbo de un día entero, de una vida entera.
Pero entonces, algo cambió.
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El escenario se formó a su alrededor: un parque gris, árboles secos, niños sin rostros corriendo entre las hojas muertas. El joven estaba allí, de pie, con una carta en la mano. En el sueño no hablaba, pero sus emociones eran vívidas como fuego: culpa, ternura, pérdida.
Zahra lo observaba con la atención de una coleccionista de momentos humanos. ¿Qué lo había hecho así? ¿Dónde nació su bondad? ¿En qué rincón se escondía la sombra que a veces asomaba en su mirada?
Con un leve gesto, casi imperceptible, Zahra agitó el ambiente. El niño frente a él se transformó en una figura adulta, alguien que él había amado y herido. El sueño tembló, el joven gritó. Zahra sonrió con un dejo de fascinación. ¿Y si hoy despierta con culpa? ¿O con fuerza para enmendar lo perdido? Le encantaba ver cómo un simple sueño podía decidir el rumbo de un día entero, de una vida entera.
Pero entonces, algo cambió.
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La neblina era espesa, pero Zahra flotaba con ligereza entre los fragmentos oníricos, como una brisa sin cuerpo ni forma. Aquella noche había elegido un sueño cualquiera, el de un joven que dormía con el ceño fruncido, la sábana a medio cuerpo y una lágrima apenas seca en la mejilla. Zahra se deslizó en su mente con la familiaridad de quien ya lo había hecho mil veces.
El escenario se formó a su alrededor: un parque gris, árboles secos, niños sin rostros corriendo entre las hojas muertas. El joven estaba allí, de pie, con una carta en la mano. En el sueño no hablaba, pero sus emociones eran vívidas como fuego: culpa, ternura, pérdida.
Zahra lo observaba con la atención de una coleccionista de momentos humanos. ¿Qué lo había hecho así? ¿Dónde nació su bondad? ¿En qué rincón se escondía la sombra que a veces asomaba en su mirada?
Con un leve gesto, casi imperceptible, Zahra agitó el ambiente. El niño frente a él se transformó en una figura adulta, alguien que él había amado y herido. El sueño tembló, el joven gritó. Zahra sonrió con un dejo de fascinación. ¿Y si hoy despierta con culpa? ¿O con fuerza para enmendar lo perdido? Le encantaba ver cómo un simple sueño podía decidir el rumbo de un día entero, de una vida entera.
Pero entonces, algo cambió.
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