• Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
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  • 𝐕𝐞𝐫𝐬𝐢́𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐈𝐈 .- 𝑀𝑒𝑑𝑖𝑡𝑎𝑐𝑖𝑜́𝑛 𝐷𝑒 𝐶𝑜𝑚𝑏𝑎𝑡𝑒

    "El maestro de la calma es el caos. Pudo el silencio del abismo otorgar conocimiento, pero fue el conflicto quien forjó nuestro temple, al encontrar el ojo en medio de la tormenta; la paz dentro de la violencia.

    Y en medio de la refriega, las voces del Mar Negro nos hablaron:

    Sé la sangre. No, respondimos.

    Sé el filo. No, respondimos.

    Sé el Vacío. Con regocijo, accedimos."




    From Sathôna's combat theme: https://youtu.be/bRP_BQa0LcE
    𝐕𝐞𝐫𝐬𝐢́𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐈𝐈 .- 𝑀𝑒𝑑𝑖𝑡𝑎𝑐𝑖𝑜́𝑛 𝐷𝑒 𝐶𝑜𝑚𝑏𝑎𝑡𝑒 "El maestro de la calma es el caos. Pudo el silencio del abismo otorgar conocimiento, pero fue el conflicto quien forjó nuestro temple, al encontrar el ojo en medio de la tormenta; la paz dentro de la violencia. Y en medio de la refriega, las voces del Mar Negro nos hablaron: Sé la sangre. No, respondimos. Sé el filo. No, respondimos. Sé el Vacío. Con regocijo, accedimos." From Sathôna's combat theme: https://youtu.be/bRP_BQa0LcE
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  • Hay un poder descontrolado en mi sangre...
    Lo siento despertar cada noche.
    Cada noche me siento menos conectado con el mundo humano.
    Siento el rayo controlar mi cuerpo y chispas salir de mis dedos.
    Hay un poder descontrolado en mi sangre... Lo siento despertar cada noche. Cada noche me siento menos conectado con el mundo humano. Siento el rayo controlar mi cuerpo y chispas salir de mis dedos.
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  • ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁

    Que quieres, sirviente? No ves que es mi hora de comida... O es que estas aqui para ofrecer tu sangre a tu Dios?

    ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁
    ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁ ⚰️ Que quieres, sirviente? No ves que es mi hora de comida... O es que estas aqui para ofrecer tu sangre a tu Dios? ✝ ✟ ✞ ⸸ † ☦ ♱ ♰ ⵜ 𓏶 ☥ ♁ ⚰️
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  • No busco venganza, busco equilibrio.
    Y si ese equilibrio exige sangre… que así sea.
    #SundayofLuxury
    No busco venganza, busco equilibrio. Y si ese equilibrio exige sangre… que así sea. #SundayofLuxury
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    AGENCIA ISHTAR’S DEMONIC DÈESSE INFERNAL GLAMOUR
    Dossier Confidencial — Modelo Clase Élite

    Nombre: Aerith Ishtar
    Alias: La Espada Carmesí de la Luna Rota

    Perfil Profesional
    ❃ Rango: Modelo Élite / Embajadora de Marca Infernal
    ❃ Línea de Estilo: Dark Elegant – Fantasía de Guerra – Glamour Infernal
    ❃ Cargo dentro de la Agencia:
    Imagen de la división Crimson Edge Collection, encargada de campañas temáticas inspiradas en el poder, la guerra y la sensualidad demoníaca.

    Descripción Física
    ❋ Cabello: Rosa perlado, largo y suelto, símbolo de pureza corrompida.
    ❋ Ojos: Azul acerado que se torna carmesí cuando activa su energía espiritual.
    ❋ Altura: 1.74 m
    ❋ Complexión: Atlética y definida, perfecta para sesiones de combate y pasarelas de acción.
    ❋ Aura Visual: La mezcla letal entre belleza y fuerza. Su presencia domina el lente y genera una sensación de autoridad irresistible.

    Historia y Origen
    Aerith Ishtar nació en la línea secundaria del clan Ishtar, entrenada desde pequeña en las artes marciales y la disciplina espiritual. Su alma se forjó entre templos lunares y campos de batalla infernales, donde aprendió que la belleza no está reñida con la ferocidad.

    Fue descubierta por Sasha Ishtar, la Emperatriz y Directora General, durante una exhibición ritual en el Santuario de las Espadas. Desde ese día, Aerith fue reclutada como modelo élite de la agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour, siendo moldeada para representar la fusión entre elegancia, guerra y deseo.

    Rol en la Agencia

    Aerith Ishtar es el símbolo de la disciplina y el poder femenino dentro de la agencia. Representa la voluntad inquebrantable y el magnetismo oscuro que define el sello “Demonic Dèesse”.
    Participa como rostro principal en campañas de:

    ♡ Armaduras de Alta Moda Infernal

    ♡ Sesiones de Combate Artístico y Coreográfico

    ♡ Líneas de Perfume “Crimson Shadow” y “Luna Roja”

    Su estética combina la precisión marcial con un toque erótico y etéreo, convirtiéndola en una de las modelos más codiciadas de todo el clan Ishtar.

    Ficha Extendida
    ❤ Nombre Completo: Aerith Y. Ishtar
    ❤ Título: La Espada Carmesí de la Luna Rota
    ❤ Edad Aparente: 23 años
    ❤ Linaje: Sangre directa del linaje lunar de los Ishtar
    ❤ Facción: Agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour
    ❤ Especialidad: Modelaje de combate y coreografía marcial
    ❤ Armas: Katana doble Kage & Hikari
    ❤ Elemento Dominante: Fuego y Luz Lunar
    ❤ Debilidad: Emociones contenidas; su autocontrol puede fracturarse bajo presión emocional intensa.


    ❤ Frase Emblemática:
    “Mi elegancia no está en mis vestidos, sino en la forma en que cortó la oscuridad.”
    💠 AGENCIA ISHTAR’S DEMONIC DÈESSE INFERNAL GLAMOUR 📜 Dossier Confidencial — Modelo Clase Élite 👑 Nombre: Aerith Ishtar Alias: La Espada Carmesí de la Luna Rota 🩸 Perfil Profesional ❃ Rango: Modelo Élite / Embajadora de Marca Infernal ❃ Línea de Estilo: Dark Elegant – Fantasía de Guerra – Glamour Infernal ❃ Cargo dentro de la Agencia: Imagen de la división Crimson Edge Collection, encargada de campañas temáticas inspiradas en el poder, la guerra y la sensualidad demoníaca. 🌹 Descripción Física ❋ Cabello: Rosa perlado, largo y suelto, símbolo de pureza corrompida. ❋ Ojos: Azul acerado que se torna carmesí cuando activa su energía espiritual. ❋ Altura: 1.74 m ❋ Complexión: Atlética y definida, perfecta para sesiones de combate y pasarelas de acción. ❋ Aura Visual: La mezcla letal entre belleza y fuerza. Su presencia domina el lente y genera una sensación de autoridad irresistible. ⚔️ Historia y Origen Aerith Ishtar nació en la línea secundaria del clan Ishtar, entrenada desde pequeña en las artes marciales y la disciplina espiritual. Su alma se forjó entre templos lunares y campos de batalla infernales, donde aprendió que la belleza no está reñida con la ferocidad. Fue descubierta por Sasha Ishtar, la Emperatriz y Directora General, durante una exhibición ritual en el Santuario de las Espadas. Desde ese día, Aerith fue reclutada como modelo élite de la agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour, siendo moldeada para representar la fusión entre elegancia, guerra y deseo. 💋 Rol en la Agencia Aerith Ishtar es el símbolo de la disciplina y el poder femenino dentro de la agencia. Representa la voluntad inquebrantable y el magnetismo oscuro que define el sello “Demonic Dèesse”. Participa como rostro principal en campañas de: ♡ Armaduras de Alta Moda Infernal ♡ Sesiones de Combate Artístico y Coreográfico ♡ Líneas de Perfume “Crimson Shadow” y “Luna Roja” Su estética combina la precisión marcial con un toque erótico y etéreo, convirtiéndola en una de las modelos más codiciadas de todo el clan Ishtar. 🕯️ Ficha Extendida ❤ Nombre Completo: Aerith Y. Ishtar ❤ Título: La Espada Carmesí de la Luna Rota ❤ Edad Aparente: 23 años ❤ Linaje: Sangre directa del linaje lunar de los Ishtar ❤ Facción: Agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour ❤ Especialidad: Modelaje de combate y coreografía marcial ❤ Armas: Katana doble Kage & Hikari ❤ Elemento Dominante: Fuego y Luz Lunar ❤ Debilidad: Emociones contenidas; su autocontrol puede fracturarse bajo presión emocional intensa. ❤ Frase Emblemática: “Mi elegancia no está en mis vestidos, sino en la forma en que cortó la oscuridad.”
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  • Trate de evitarlo....

    -rasco con desespero sus antebrazos con sus propias garras al punto de que desgarro la carne dejando ver sus huesos. Trato de evitarlo, realmente se esforzó pero aquel ser al que todos llamaban Eren logro hacer que su poco auto control que le quedaba se perdiera. Dando paso a su lado animal cuyo único interés en pasar el "rato" con todo lo que se le cruce en el camino.
    Dejo de rascar su propia carne y alzo los brazos bañados en sangre desgarrando su propia ropa, sus ojos rojos (señal de que su lado animal ya lo dominaba) destellaron con lujuria. Giro la cabeza buscando con desespero a la primera cosa que le sirva para saciar sus "antojos"-
    Trate de evitarlo.... -rasco con desespero sus antebrazos con sus propias garras al punto de que desgarro la carne dejando ver sus huesos. Trato de evitarlo, realmente se esforzó pero aquel ser al que todos llamaban Eren logro hacer que su poco auto control que le quedaba se perdiera. Dando paso a su lado animal cuyo único interés en pasar el "rato" con todo lo que se le cruce en el camino. Dejo de rascar su propia carne y alzo los brazos bañados en sangre desgarrando su propia ropa, sus ojos rojos (señal de que su lado animal ya lo dominaba) destellaron con lujuria. Giro la cabeza buscando con desespero a la primera cosa que le sirva para saciar sus "antojos"-
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  • -Que pasaba era un sueño o la realidad el menor no lo sabía, pero de lo que estaba seguro es que era su sangre eso presentía, pero porque que estaba pasando se sentía tan real tan vivido sus manos llenas de sangre que se sentía fresca su ropa blanca ahora teñida de in rojo vivo lo que sabia era que dolía mucho lágrimas contenidas y sentimientos jamás expresados salieron a flote se sentía confundido y perdido sobre todo tenía miedo-
    -Que pasaba era un sueño o la realidad el menor no lo sabía, pero de lo que estaba seguro es que era su sangre eso presentía, pero porque que estaba pasando se sentía tan real tan vivido sus manos llenas de sangre que se sentía fresca su ropa blanca ahora teñida de in rojo vivo lo que sabia era que dolía mucho lágrimas contenidas y sentimientos jamás expresados salieron a flote se sentía confundido y perdido sobre todo tenía miedo-
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  • La luna, teñida de rojo como una herida abierta, bañaba la ciudad en un resplandor infernal. Blade avanzó entre el humo, con las espadas aún goteando la sangre de lo que ya no eran humanos. Su respiración era pesada, controlada, pero en el fondo había algo latiendo más fuerte que nunca.

    —Otra noche… otro baño de sangre.

    Sus labios se curvaron apenas, más por cansancio que por orgullo. El calor en su pecho no era solo del combate, era el pulso de la luna roja, ese viejo presagio que hacía temblar a los vampiros más antiguos y despertar al depredador en su interior. Podía sentirlo la parte de él que odiaba, la que siempre intentaba encadenar. El hambre.

    Una sombra se movió entre las ruinas. Blade alzó la vista, los ojos encendidos como brasas, reflejando el rojo del cielo.

    —Vengan uno por uno o todos a la vez… no importa.

    Su voz retumbó entre el humo y el fuego. La katana tembló en su mano, sedienta.

    —Si esta noche el cielo sangra, yo haré que tenga sentido.

    El cazador desapareció entre el polvo, dejando tras de sí el eco del acero y el rugido del infierno que llevaba dentro.

    — 𝐁𝐋𝐀𝐃𝐄
    𝐓𝐡𝐞 𝐃𝐚𝐲𝐰𝐚𝐥𝐤𝐞𝐫
    刃影 · 인영
    La luna, teñida de rojo como una herida abierta, bañaba la ciudad en un resplandor infernal. Blade avanzó entre el humo, con las espadas aún goteando la sangre de lo que ya no eran humanos. Su respiración era pesada, controlada, pero en el fondo había algo latiendo más fuerte que nunca. —Otra noche… otro baño de sangre. Sus labios se curvaron apenas, más por cansancio que por orgullo. El calor en su pecho no era solo del combate, era el pulso de la luna roja, ese viejo presagio que hacía temblar a los vampiros más antiguos y despertar al depredador en su interior. Podía sentirlo la parte de él que odiaba, la que siempre intentaba encadenar. El hambre. Una sombra se movió entre las ruinas. Blade alzó la vista, los ojos encendidos como brasas, reflejando el rojo del cielo. —Vengan uno por uno o todos a la vez… no importa. Su voz retumbó entre el humo y el fuego. La katana tembló en su mano, sedienta. —Si esta noche el cielo sangra, yo haré que tenga sentido. El cazador desapareció entre el polvo, dejando tras de sí el eco del acero y el rugido del infierno que llevaba dentro. — 𝐁𝐋𝐀𝐃𝐄 𝐓𝐡𝐞 𝐃𝐚𝐲𝐰𝐚𝐥𝐤𝐞𝐫 刃影 · 인영
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