• Un baúl con algunos recuerdos de mis vidas pasadas...
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  • Recuerdos, dulces recuerdos.

    (La foto fue tomada por su padre)
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  • Entra a la cocina con un rugido en su estómago. La búsqueda de comida era inminente, y su mente se ilumina con el recuerdo de las sobras que Sam había dejado hace un par de días.
    “𝑵𝒐 𝒑𝒖𝒆𝒅𝒆 𝒔𝒆𝒓 𝒕𝒂𝒏 𝒎𝒂𝒍𝒐”, pensó, mientras se dirige a la nevera. Sin embargo, al abrirla, una ola de mal olor lo golpea.

    — Genial, Sam, ¿en serio? — murmura mientras se asoma a la balda, descubriendo que las sobras se habían convertido en una masa poco apetecible y en un estado de descomposición que ni siquiera un cazador podría ignorar. Con un suspiro de resignación, Dean cierra la nevera, sintiéndose derrotado.

    Abre los armarios en busca de algo que pudiera salvar la situación. Encuentra pasta y una lata de salsa que parecía aún aceptable.

    Mientras pone agua a hervir, recuerda cómo Sam siempre intentaba mejorar su dieta, mientras él solo quería una hamburguesa. Pero en ese momento, lo único que podía hacer era improvisar. Con un poco de música de fondo y la mente en sus pensamientos, se prepara para una cena que, aunque no era lo que deseaba, lo saciaría.

    “𝑬𝒔𝒕𝒐 𝒆𝒔 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒑𝒂𝒔𝒂 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒅𝒆𝒋𝒂𝒔 𝒂 𝒖𝒏 𝒄𝒂𝒛𝒂𝒅𝒐𝒓 𝒔𝒐𝒍𝒐 𝒄𝒐𝒏 𝒔𝒖𝒔 𝒑𝒆𝒏𝒔𝒂𝒎𝒊𝒆𝒏𝒕𝒐𝒔 𝒚 𝒖𝒏𝒂 𝒏𝒆𝒗𝒆𝒓𝒂”, bromea para sí mismo mientras revuelve la pasta, buscando consuelo en lo simple de la cocina.
    Entra a la cocina con un rugido en su estómago. La búsqueda de comida era inminente, y su mente se ilumina con el recuerdo de las sobras que Sam había dejado hace un par de días. “𝑵𝒐 𝒑𝒖𝒆𝒅𝒆 𝒔𝒆𝒓 𝒕𝒂𝒏 𝒎𝒂𝒍𝒐”, pensó, mientras se dirige a la nevera. Sin embargo, al abrirla, una ola de mal olor lo golpea. — Genial, Sam, ¿en serio? — murmura mientras se asoma a la balda, descubriendo que las sobras se habían convertido en una masa poco apetecible y en un estado de descomposición que ni siquiera un cazador podría ignorar. Con un suspiro de resignación, Dean cierra la nevera, sintiéndose derrotado. Abre los armarios en busca de algo que pudiera salvar la situación. Encuentra pasta y una lata de salsa que parecía aún aceptable. Mientras pone agua a hervir, recuerda cómo Sam siempre intentaba mejorar su dieta, mientras él solo quería una hamburguesa. Pero en ese momento, lo único que podía hacer era improvisar. Con un poco de música de fondo y la mente en sus pensamientos, se prepara para una cena que, aunque no era lo que deseaba, lo saciaría. “𝑬𝒔𝒕𝒐 𝒆𝒔 𝒍𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒑𝒂𝒔𝒂 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒅𝒆𝒋𝒂𝒔 𝒂 𝒖𝒏 𝒄𝒂𝒛𝒂𝒅𝒐𝒓 𝒔𝒐𝒍𝒐 𝒄𝒐𝒏 𝒔𝒖𝒔 𝒑𝒆𝒏𝒔𝒂𝒎𝒊𝒆𝒏𝒕𝒐𝒔 𝒚 𝒖𝒏𝒂 𝒏𝒆𝒗𝒆𝒓𝒂”, bromea para sí mismo mientras revuelve la pasta, buscando consuelo en lo simple de la cocina.
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  • " 𝑽𝒐𝒚 𝒂 𝒑𝒆𝒅𝒊𝒓 𝒖𝒏 𝒂𝒖𝒎𝒆𝒏𝒕𝒐 𝒔𝒊 𝒎𝒆 𝒗𝒖𝒆𝒍𝒗𝒆𝒏 𝒂 𝒅𝒆𝒔𝒑𝒆𝒓𝒕𝒂𝒓 𝒕𝒂𝒏 𝒕𝒆𝒎𝒑𝒓𝒂𝒏𝒐 𝒑𝒐𝒓 𝒖𝒏𝒂 𝒓𝒆𝒖𝒏𝒊ó𝒏"




    Había soltado el milesimo bostezo de la mañana, eso creía, aunque realmente no se tomó el tiempo de contarlos. Apenas eran las 7 de la mañana, el sol salía de a poco mientras la brisa helada de la mañana la envolviá.

    No llevaba casaca, simplemente usaba un top blanco y unos jeans, algo demasiado ligero para el frío que pasaba en esta temporada, pero le gustaba, ya que al menos eso la mantenía despierta para una reunión programada con su equipo, no había visto a nadie todavía, exceptuando a Ryan, quien hizo un espectáculo en aquella villa y aunque no le gustaba admitirlo, los extrañaba a todos.

    Estaba sentada sobre un muro de las escaleras que daban vista hacia el extenso jardín, estaba sola por ello no pudo evitar pensar en las cosas que sucedieron anteriormente. Aunque terminó por simplemente ignorarlos por un dolor de cabeza que le traía aquello.

    — Ugh..— Tapo su boca con la palma de su mano, era otro bostezo. Tenía sueño, mucho sueño, no entendía porque Kiev quiso hacer la reunión a esta hora. Pero esperaba que fuera importante como para levantarla a las 5:30 de la mañana, era un abuso. "voy a quejarme con recursos humanos. " Este pensamiento le ocasionó una risa, era algo ridículo de solo pensar en ello.

    Al ver que nadie venía y ella ya moría por dormir, se bajó del muro para caer sobre el pasto, limpió sus manos y comenzó a caminar para dar un paseo.


    Tarareaba una canción mientras lo hacía, una canción de cuna en Alemán que le traía recuerdos, no sabía exactamente porque lo recordaba, aunque tal vez se deba a que ya estaban en el mes en que se supone que seria su cumpleaños, necesitaba pensar en que hacer, en dos semanas se tendrá que ir a Suiza, para luego irse a Alemania, era algo personal que ella hacía antes de que su cumpleaños llegará y es que sí, ese dia siempre lo pasaba sola.

    Miro curiosa los rosales, hermosas rosas rojas que brillaban tanto como su cabello y como la sangre misma. Sin embargo, algo se movía entre estás, ladeó su cabeza y una sonrisa cálida se dibujo en sus labios, era su gata Hanna quien mordía una de estas flores, como si quisiera arrancarla.

    — Hey, ps ps ps Hanna — La llamo suavemente, la gata volteo a verla e instintivamente comenzó a maullear repetidas veces mientras se acercaba para poder frotar su cabeza y cuerpo con la pierna de Rubi. — Pequeña, te extrañe mucho. — La sostuvo entre sus brazos, la acaricio suavemente mientras la gata ronroneaba. Sin embargo, ese tierno espectáculo no duró, ya que la gata elevó su cabeza para mirar detrás de la pelirroja, antes de bajar de sus brazos y esconderse. Esta acción la extraño mucho, hasta que escuchó un gruñido, no como de un perro, si no más bien como el de un tigre, se giró y solo pudo observar un gato enorme, no le dió tiempo de pensar pues básicamente se le aventó encima.


    Su pecho subía y bajaba rápidamente ¿Qué hacía ese animal ahi? ¿Lo compró Kiev? Habían muchas preguntas y pocas respuestas, no sabía que hacer, sus ojos dorados chocaron con la mirada del enorme felino quien se quedó mirandola como si la analizará. Lentamente movía su mano para sacar un revolver que tenía guardado en su cadera, trataba de no hacer un movimiento brusco antes de si quiera matarlo, era ella o él. Pero el animal se le adelantó, casi grita cuando vió que abrió el ocico mostrando sus dientes filudos, pero lo único que sintió, fue una lengua rasposa pasar por su mejilla. — No, ¡espera! — La estaba llenando de baba la mejilla. Estaba a punto de empujarlo cuando se escuchó un silbido, el felino se volteo y dejó a una pelirroja totalmente confundida.

    Apenas estuvo libre de aquella carcel de pelos, se sentó en el pasto. — No puede ser ... — Limpio su mejilla repetidas veces, y dirigio su mirada hacia en frente, solo para ver a Kiev acariciar a ese enorme animal y luego escucharlo reír al verla.


    Que hermosa forma de dar una bienvenida.
    " 𝑽𝒐𝒚 𝒂 𝒑𝒆𝒅𝒊𝒓 𝒖𝒏 𝒂𝒖𝒎𝒆𝒏𝒕𝒐 𝒔𝒊 𝒎𝒆 𝒗𝒖𝒆𝒍𝒗𝒆𝒏 𝒂 𝒅𝒆𝒔𝒑𝒆𝒓𝒕𝒂𝒓 𝒕𝒂𝒏 𝒕𝒆𝒎𝒑𝒓𝒂𝒏𝒐 𝒑𝒐𝒓 𝒖𝒏𝒂 𝒓𝒆𝒖𝒏𝒊ó𝒏" Había soltado el milesimo bostezo de la mañana, eso creía, aunque realmente no se tomó el tiempo de contarlos. Apenas eran las 7 de la mañana, el sol salía de a poco mientras la brisa helada de la mañana la envolviá. No llevaba casaca, simplemente usaba un top blanco y unos jeans, algo demasiado ligero para el frío que pasaba en esta temporada, pero le gustaba, ya que al menos eso la mantenía despierta para una reunión programada con su equipo, no había visto a nadie todavía, exceptuando a Ryan, quien hizo un espectáculo en aquella villa y aunque no le gustaba admitirlo, los extrañaba a todos. Estaba sentada sobre un muro de las escaleras que daban vista hacia el extenso jardín, estaba sola por ello no pudo evitar pensar en las cosas que sucedieron anteriormente. Aunque terminó por simplemente ignorarlos por un dolor de cabeza que le traía aquello. — Ugh..— Tapo su boca con la palma de su mano, era otro bostezo. Tenía sueño, mucho sueño, no entendía porque Kiev quiso hacer la reunión a esta hora. Pero esperaba que fuera importante como para levantarla a las 5:30 de la mañana, era un abuso. "voy a quejarme con recursos humanos. " Este pensamiento le ocasionó una risa, era algo ridículo de solo pensar en ello. Al ver que nadie venía y ella ya moría por dormir, se bajó del muro para caer sobre el pasto, limpió sus manos y comenzó a caminar para dar un paseo. Tarareaba una canción mientras lo hacía, una canción de cuna en Alemán que le traía recuerdos, no sabía exactamente porque lo recordaba, aunque tal vez se deba a que ya estaban en el mes en que se supone que seria su cumpleaños, necesitaba pensar en que hacer, en dos semanas se tendrá que ir a Suiza, para luego irse a Alemania, era algo personal que ella hacía antes de que su cumpleaños llegará y es que sí, ese dia siempre lo pasaba sola. Miro curiosa los rosales, hermosas rosas rojas que brillaban tanto como su cabello y como la sangre misma. Sin embargo, algo se movía entre estás, ladeó su cabeza y una sonrisa cálida se dibujo en sus labios, era su gata Hanna quien mordía una de estas flores, como si quisiera arrancarla. — Hey, ps ps ps Hanna — La llamo suavemente, la gata volteo a verla e instintivamente comenzó a maullear repetidas veces mientras se acercaba para poder frotar su cabeza y cuerpo con la pierna de Rubi. — Pequeña, te extrañe mucho. — La sostuvo entre sus brazos, la acaricio suavemente mientras la gata ronroneaba. Sin embargo, ese tierno espectáculo no duró, ya que la gata elevó su cabeza para mirar detrás de la pelirroja, antes de bajar de sus brazos y esconderse. Esta acción la extraño mucho, hasta que escuchó un gruñido, no como de un perro, si no más bien como el de un tigre, se giró y solo pudo observar un gato enorme, no le dió tiempo de pensar pues básicamente se le aventó encima. Su pecho subía y bajaba rápidamente ¿Qué hacía ese animal ahi? ¿Lo compró Kiev? Habían muchas preguntas y pocas respuestas, no sabía que hacer, sus ojos dorados chocaron con la mirada del enorme felino quien se quedó mirandola como si la analizará. Lentamente movía su mano para sacar un revolver que tenía guardado en su cadera, trataba de no hacer un movimiento brusco antes de si quiera matarlo, era ella o él. Pero el animal se le adelantó, casi grita cuando vió que abrió el ocico mostrando sus dientes filudos, pero lo único que sintió, fue una lengua rasposa pasar por su mejilla. — No, ¡espera! — La estaba llenando de baba la mejilla. Estaba a punto de empujarlo cuando se escuchó un silbido, el felino se volteo y dejó a una pelirroja totalmente confundida. Apenas estuvo libre de aquella carcel de pelos, se sentó en el pasto. — No puede ser ... — Limpio su mejilla repetidas veces, y dirigio su mirada hacia en frente, solo para ver a Kiev acariciar a ese enorme animal y luego escucharlo reír al verla. Que hermosa forma de dar una bienvenida.
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  • El estanque de letras que tenía enfrente se había convertido en un mar de palabras, uno tan turbulento que las oraciones perdían su sentido. El sueño era evidente en Kafka, por esos párpados traicioneros que constantemente buscaban cerrarse e impedir que él concluyera su lectura. El cuarto comenzó a darle vueltas, los parpadeos de medio segundo parecían durar horas; la luz del cuarto se desvanecía y el cálido colchón poco a poco lo tragaba hacia el reino de los sueños. Esos fueron los últimos recuerdos de Kafka, junto a un inquietante y desconcertante murmullo.

    ...

    Que extraño. Estaba leyendo fanfics culeros de Wattpad, pero ahora... ¿Qué es éste sitio, tan deprimente y... Familiar?

    —Demasiado blanco.

    Sí. Frente a mí se extienden cientos de hectáreas de un extraño suelo blanco, con incontables grietas y ondulaciones pequeñas. Tierra salada, supongo. Aunque también pensé que era hueso, porque se ve bastante rígido.

    Ni hablar del cielo. Es igual de inmenso que el terreno plano que me rodea, de un intenso color blanco que se expande hasta el borroso horizonte.

    Es el sueño más raro que tuve en años. Eso que ayer soñé con una payasita chichona.

    —... Jejeje. Sus pechos hacían honk honk.

    Ignorando mi momento de estupidez espontánea, realmente estoy muy confundido sobre este lugar.
    El estanque de letras que tenía enfrente se había convertido en un mar de palabras, uno tan turbulento que las oraciones perdían su sentido. El sueño era evidente en Kafka, por esos párpados traicioneros que constantemente buscaban cerrarse e impedir que él concluyera su lectura. El cuarto comenzó a darle vueltas, los parpadeos de medio segundo parecían durar horas; la luz del cuarto se desvanecía y el cálido colchón poco a poco lo tragaba hacia el reino de los sueños. Esos fueron los últimos recuerdos de Kafka, junto a un inquietante y desconcertante murmullo. ... Que extraño. Estaba leyendo fanfics culeros de Wattpad, pero ahora... ¿Qué es éste sitio, tan deprimente y... Familiar? —Demasiado blanco. Sí. Frente a mí se extienden cientos de hectáreas de un extraño suelo blanco, con incontables grietas y ondulaciones pequeñas. Tierra salada, supongo. Aunque también pensé que era hueso, porque se ve bastante rígido. Ni hablar del cielo. Es igual de inmenso que el terreno plano que me rodea, de un intenso color blanco que se expande hasta el borroso horizonte. Es el sueño más raro que tuve en años. Eso que ayer soñé con una payasita chichona. —... Jejeje. Sus pechos hacían honk honk. Ignorando mi momento de estupidez espontánea, realmente estoy muy confundido sobre este lugar.
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  • A sus veintipocos, Carmina siempre responde lo mismo cuando alguien le pregunta si ha estado enamorada: "No, nunca. Nunca me ha pasado." Lo dice con una sonrisa y el tono de quien ha olvidado el sabor de ese sentimiento o de quien, simplemente, jamás lo ha probado. Y cualquiera podría creerle. Al menos hasta que Carmina se queda en silencio, y sus ojos, por unos instantes, parecen viajar a otro tiempo, a otras tardes donde el sol era más cálido y el aire olía a pan fresco.

    Cuando tenía diecisiete años, Carmina se enamoró de Nicolás, su vecino. Era el hijo mayor de la familia que administraba la panadería del vecindario, un lugar al que todos iban en busca de pan recién horneado y, para algunos, de una charla amable. Nicolás era un joven alto, de piel bronceada por el sol, con el cabello castaño largo y despeinado, y unos ojos negros que parecían guardar secretos y sueños. Él cuidaba de los gatos callejeros, que lo seguían por las calles como si fuera uno de ellos. Carmina, intrigada por su forma serena y bondadosa, se había acercado al principio por curiosidad, y luego por una conexión que no entendía del todo.

    Siempre se limitó a ser su amiga, a escucharle con atención cuando él hablaba de lo orgulloso que estaba de su familia o de sus planes para ayudar más en la panadería. Jamás confesó el cariño inmenso que sentía por él. ¿Para qué decirlo?, pensaba. Bastaba con estar cerca y compartir momentos sencillos, con esa paz que le traía el sonido de su voz o la risa que le escapaba cuando un gato le subía al hombro.

    Sin embargo, había momentos en que Nicolás parecía sentir lo mismo. A veces, él dejaba caer palabras tímidas o miradas que parecían decir más de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Como aquella vez, tras una tarde cuidando gatos, cuando se quedaron en silencio y Nicolás, con las mejillas levemente sonrojadas, le confesó que le gustaba estar cerca de ella. Carmina había desviado la mirada, riendo con nerviosismo, hablando de otra cosa, como si esas palabras no hubieran sido lo que realmente eran: una confesión disfrazada.

    La noche antes de que Nicolás desapareciera, él le había propuesto ir a tomar un café juntos el fin de semana. Carmina, con el corazón en la garganta, apenas pudo asentir, pensando que tal vez ese sería el momento en que ambos dejarían de esconder sus sentimientos. Pero el destino tenía otros planes.

    A la mañana siguiente, Nicolás ya no estaba. Desapareció sin dejar rastro, y aunque nadie sabía qué le había ocurrido exactamente, el vecindario asumió lo peor, al tratarse de un asunto que involucraba problemas con la mafia. Se decía que, sin tener culpa, se había visto atrapado en problemas por culpa de amigos que lo arrastraron sin quererlo a asuntos oscuros. Nicolás siempre fue un joven honesto y trabajador, alguien que quería ayudar a su familia, nada más. Carmina, al enterarse, sintió cómo su mundo se volvía gris. Las palabras de él, su invitación, resonaron en su mente como una broma amarga. Aquel café, aquella posibilidad, se desvaneció antes de poder ser real.

    La noticia le trajo también un eco doloroso del pasado. Recordó cómo su madre, años atrás, había arruinado la vida de su familia al involucrarse con un hombre que estaba ligado a la mafia. Carmina había crecido con el miedo constante de perderlo todo, de que el caos de esa vida secreta estallara un día y los devorara. Ahora, el ciclo parecía repetirse de un modo cruel, llevándose a Nicolás, otro inocente atrapado en una red de la que no pudo escapar.

    En las semanas que siguieron, Carmina visitaba la panadería en silencio, intentando mantenerse fuerte mientras veía a la familia de Nicolás seguir adelante con tristeza en los ojos. A veces, se acercaba a los gatos, los mismos que él había cuidado, como si en ellos pudiera encontrar algo de él, un último vestigio de aquel amor que guardó en silencio.

    Ahora, cuando alguien le pregunta si alguna vez se ha enamorado, Carmina recuerda el brillo de los ojos de Nicolás, sus palabras temblorosas y su invitación. Pero sigue negándolo, porque hablar de ese amor es como abrir una herida que aún no sana, una herida marcada por una promesa rota y una vida truncada por los errores de otros. Así, aquel amor permanece escondido entre las sombras de los años y en la fragancia del pan recién horneado que aún flota en su memoria.

    Sin embargo, guarda dos tesoros que no ha dejado que el tiempo borre: una de las pocas fotos que se tomaron juntos, donde él sonríe y la mira de reojo, y los gatos del vecindario, a quienes cuida como una promesa silenciosa, una manera de mantener vivo el recuerdo de aquel primer y único amor.
    A sus veintipocos, Carmina siempre responde lo mismo cuando alguien le pregunta si ha estado enamorada: "No, nunca. Nunca me ha pasado." Lo dice con una sonrisa y el tono de quien ha olvidado el sabor de ese sentimiento o de quien, simplemente, jamás lo ha probado. Y cualquiera podría creerle. Al menos hasta que Carmina se queda en silencio, y sus ojos, por unos instantes, parecen viajar a otro tiempo, a otras tardes donde el sol era más cálido y el aire olía a pan fresco. Cuando tenía diecisiete años, Carmina se enamoró de Nicolás, su vecino. Era el hijo mayor de la familia que administraba la panadería del vecindario, un lugar al que todos iban en busca de pan recién horneado y, para algunos, de una charla amable. Nicolás era un joven alto, de piel bronceada por el sol, con el cabello castaño largo y despeinado, y unos ojos negros que parecían guardar secretos y sueños. Él cuidaba de los gatos callejeros, que lo seguían por las calles como si fuera uno de ellos. Carmina, intrigada por su forma serena y bondadosa, se había acercado al principio por curiosidad, y luego por una conexión que no entendía del todo. Siempre se limitó a ser su amiga, a escucharle con atención cuando él hablaba de lo orgulloso que estaba de su familia o de sus planes para ayudar más en la panadería. Jamás confesó el cariño inmenso que sentía por él. ¿Para qué decirlo?, pensaba. Bastaba con estar cerca y compartir momentos sencillos, con esa paz que le traía el sonido de su voz o la risa que le escapaba cuando un gato le subía al hombro. Sin embargo, había momentos en que Nicolás parecía sentir lo mismo. A veces, él dejaba caer palabras tímidas o miradas que parecían decir más de lo que ella estaba dispuesta a aceptar. Como aquella vez, tras una tarde cuidando gatos, cuando se quedaron en silencio y Nicolás, con las mejillas levemente sonrojadas, le confesó que le gustaba estar cerca de ella. Carmina había desviado la mirada, riendo con nerviosismo, hablando de otra cosa, como si esas palabras no hubieran sido lo que realmente eran: una confesión disfrazada. La noche antes de que Nicolás desapareciera, él le había propuesto ir a tomar un café juntos el fin de semana. Carmina, con el corazón en la garganta, apenas pudo asentir, pensando que tal vez ese sería el momento en que ambos dejarían de esconder sus sentimientos. Pero el destino tenía otros planes. A la mañana siguiente, Nicolás ya no estaba. Desapareció sin dejar rastro, y aunque nadie sabía qué le había ocurrido exactamente, el vecindario asumió lo peor, al tratarse de un asunto que involucraba problemas con la mafia. Se decía que, sin tener culpa, se había visto atrapado en problemas por culpa de amigos que lo arrastraron sin quererlo a asuntos oscuros. Nicolás siempre fue un joven honesto y trabajador, alguien que quería ayudar a su familia, nada más. Carmina, al enterarse, sintió cómo su mundo se volvía gris. Las palabras de él, su invitación, resonaron en su mente como una broma amarga. Aquel café, aquella posibilidad, se desvaneció antes de poder ser real. La noticia le trajo también un eco doloroso del pasado. Recordó cómo su madre, años atrás, había arruinado la vida de su familia al involucrarse con un hombre que estaba ligado a la mafia. Carmina había crecido con el miedo constante de perderlo todo, de que el caos de esa vida secreta estallara un día y los devorara. Ahora, el ciclo parecía repetirse de un modo cruel, llevándose a Nicolás, otro inocente atrapado en una red de la que no pudo escapar. En las semanas que siguieron, Carmina visitaba la panadería en silencio, intentando mantenerse fuerte mientras veía a la familia de Nicolás seguir adelante con tristeza en los ojos. A veces, se acercaba a los gatos, los mismos que él había cuidado, como si en ellos pudiera encontrar algo de él, un último vestigio de aquel amor que guardó en silencio. Ahora, cuando alguien le pregunta si alguna vez se ha enamorado, Carmina recuerda el brillo de los ojos de Nicolás, sus palabras temblorosas y su invitación. Pero sigue negándolo, porque hablar de ese amor es como abrir una herida que aún no sana, una herida marcada por una promesa rota y una vida truncada por los errores de otros. Así, aquel amor permanece escondido entre las sombras de los años y en la fragancia del pan recién horneado que aún flota en su memoria. Sin embargo, guarda dos tesoros que no ha dejado que el tiempo borre: una de las pocas fotos que se tomaron juntos, donde él sonríe y la mira de reojo, y los gatos del vecindario, a quienes cuida como una promesa silenciosa, una manera de mantener vivo el recuerdo de aquel primer y único amor.
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  • Orihime se desperezó lentamente en el suave silencio de su departamento, envuelta en una calma inusual que solo los días libres le permitían. La luz del sol se filtraba perezosa por las cortinas, proyectando un tibio resplandor que iluminaba su sala llena de detalles vibrantes: las plantas que cuidaba con esmero, los cojines de colores sobre el sofá, y algunos bocetos y papeles esparcidos por la mesa.

    Con una taza de té verde en las manos, se acercó al balcón y se acomodó junto a la ventana, donde el sol acariciaba su rostro con un calor reconfortante. Desde allí, podía ver el ir y venir de la ciudad, escuchar los sonidos lejanos de las personas y los autos, pero en su pequeño refugio, todo se sentía sereno y suspendido en el tiempo.

    Mientras su mirada vagaba hacia el horizonte, sus pensamientos iban y venían, perdiéndose en recuerdos, en sueños por cumplir y en aquellos a quienes apreciaba. Una leve sonrisa iluminó su rostro al imaginar a sus amigos, y por un momento, sintió una chispa de gratitud hacia esos días tranquilos que le permitían detenerse, respirar y reencontrarse consigo misma. Hoy, el tiempo le pertenecía solo a ella.
    Orihime se desperezó lentamente en el suave silencio de su departamento, envuelta en una calma inusual que solo los días libres le permitían. La luz del sol se filtraba perezosa por las cortinas, proyectando un tibio resplandor que iluminaba su sala llena de detalles vibrantes: las plantas que cuidaba con esmero, los cojines de colores sobre el sofá, y algunos bocetos y papeles esparcidos por la mesa. Con una taza de té verde en las manos, se acercó al balcón y se acomodó junto a la ventana, donde el sol acariciaba su rostro con un calor reconfortante. Desde allí, podía ver el ir y venir de la ciudad, escuchar los sonidos lejanos de las personas y los autos, pero en su pequeño refugio, todo se sentía sereno y suspendido en el tiempo. Mientras su mirada vagaba hacia el horizonte, sus pensamientos iban y venían, perdiéndose en recuerdos, en sueños por cumplir y en aquellos a quienes apreciaba. Una leve sonrisa iluminó su rostro al imaginar a sus amigos, y por un momento, sintió una chispa de gratitud hacia esos días tranquilos que le permitían detenerse, respirar y reencontrarse consigo misma. Hoy, el tiempo le pertenecía solo a ella.
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  • Una brisa fresca entraba por las ventanas de la casa de Lucia, la abuela de Carmina, mientras ambas disfrutaban una tarde tranquila. Carmina estaba sentada en el sofá, hojeando un álbum de fotos antiguo, donde las imágenes parecían contar historias de otro tiempo. Sonrió al ver una foto en blanco y negro de sus abuelos bailando en la plaza del pueblo, con la juventud y la alegría brillando en sus rostros.

    Lucia, notando la expresión nostálgica de su nieta, se sentó junto a ella, sus ojos reflejando el mismo brillo del recuerdo. Con voz suave, comentó: “Pietro y yo siempre bailábamos, ¿te acuerdas? Incluso cuando ya te habíamos enseñado a ti a bailar, él insistía en darme vueltas como si fuera una muchacha”.

    Carmina soltó una risa ligera, recordando esos días. “Claro que me acuerdo, abuela. Cuando era pequeña, él me levantaba y me hacía girar como si flotara en el aire”.

    Sin decir nada más, Lucia se levantó y extendió una mano hacia su nieta. “¿Por qué no bailamos ahora, como entonces? Pietro no está, pero nosotras aún podemos recordar cómo hacerlo”.

    Sorprendida y emocionada, Carmina tomó la mano de su abuela, sintiendo el calor de esos dedos que habían sostenido la suya tantas veces. Lucia caminó hasta un pequeño reproductor y puso una canción antigua, una melodía que resonaba con los ecos de las décadas y que de inmediato les trajo a ambas la imagen de su abuelo girando en círculos con ellas.

    Entonces, entre risas y torpes pasos, Carmina y Lucia comenzaron a bailar, moviéndose al ritmo de la música. Los pies de Lucia se deslizaron con una gracia inesperada para su edad, y Carmina se dejó llevar, recordando la calidez de aquellas tardes en que su abuelo la hacía girar y reír hasta que dolía el estómago. Lucia hizo lo mismo, tarareando suavemente la canción y girando a su nieta como si el tiempo no hubiera pasado.

    Por un instante, ambas se sintieron transportadas a esos días, cuando Pietro les enseñaba a girar juntas y les decía que un buen baile no se mide por los pasos, sino por las sonrisas compartidas. Al terminar la canción, Carmina se detuvo y miró a su abuela, que le devolvía la sonrisa con los ojos brillantes.

    Sin decir nada más, se abrazaron, y en el silencio, las palabras parecieron innecesarias. Estaban seguras de que Pietro, de algún modo, también había estado allí con ellas, acompañándolas una vez más en un baile eterno.
    Una brisa fresca entraba por las ventanas de la casa de Lucia, la abuela de Carmina, mientras ambas disfrutaban una tarde tranquila. Carmina estaba sentada en el sofá, hojeando un álbum de fotos antiguo, donde las imágenes parecían contar historias de otro tiempo. Sonrió al ver una foto en blanco y negro de sus abuelos bailando en la plaza del pueblo, con la juventud y la alegría brillando en sus rostros. Lucia, notando la expresión nostálgica de su nieta, se sentó junto a ella, sus ojos reflejando el mismo brillo del recuerdo. Con voz suave, comentó: “Pietro y yo siempre bailábamos, ¿te acuerdas? Incluso cuando ya te habíamos enseñado a ti a bailar, él insistía en darme vueltas como si fuera una muchacha”. Carmina soltó una risa ligera, recordando esos días. “Claro que me acuerdo, abuela. Cuando era pequeña, él me levantaba y me hacía girar como si flotara en el aire”. Sin decir nada más, Lucia se levantó y extendió una mano hacia su nieta. “¿Por qué no bailamos ahora, como entonces? Pietro no está, pero nosotras aún podemos recordar cómo hacerlo”. Sorprendida y emocionada, Carmina tomó la mano de su abuela, sintiendo el calor de esos dedos que habían sostenido la suya tantas veces. Lucia caminó hasta un pequeño reproductor y puso una canción antigua, una melodía que resonaba con los ecos de las décadas y que de inmediato les trajo a ambas la imagen de su abuelo girando en círculos con ellas. Entonces, entre risas y torpes pasos, Carmina y Lucia comenzaron a bailar, moviéndose al ritmo de la música. Los pies de Lucia se deslizaron con una gracia inesperada para su edad, y Carmina se dejó llevar, recordando la calidez de aquellas tardes en que su abuelo la hacía girar y reír hasta que dolía el estómago. Lucia hizo lo mismo, tarareando suavemente la canción y girando a su nieta como si el tiempo no hubiera pasado. Por un instante, ambas se sintieron transportadas a esos días, cuando Pietro les enseñaba a girar juntas y les decía que un buen baile no se mide por los pasos, sino por las sonrisas compartidas. Al terminar la canción, Carmina se detuvo y miró a su abuela, que le devolvía la sonrisa con los ojos brillantes. Sin decir nada más, se abrazaron, y en el silencio, las palabras parecieron innecesarias. Estaban seguras de que Pietro, de algún modo, también había estado allí con ellas, acompañándolas una vez más en un baile eterno.
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