STARTER PARA
Eddie Munson
Hubiera jurado y proclamado a los cuatro vientos que ella, Allyson Johnson, jamás podría fijarse en un tipo como él.
Tal vez, si hubiera podido anticiparse, si aquello no hubiera sucedido de la noche a la mañana, habría hecho algo para impedirlo. Porque sí, Ally era de esas personas convencidas de que los sentimientos sí podían controlarse. Más aún si eras plenamente consciente de los tuyos. Y ella lo era. O le gustaba creer que lo era.
Ally había tenido que crecer demasiado pronto. Su cabeza corría siempre un par de pasos por delante del resto: pensaba demasiado, analizaba todo, le dedicaba tiempo a cada gesto, a cada palabra, a cada silencio incómodo. Necesitaba comprenderlo todo, tenerlo bajo control, ordenar el mundo en cajitas mentales donde nada se saliera del guion.
Pero una cosa había aprendido con los años —a fuerza de golpes que aún le dolían en rincones de la memoria que prefería no mirar—: no se puede tener todo bajo control.
Y, mucho menos, los sueños.
________________________________________
Había visto a ese tío, Eddie Munson, subido sobre una mesa del comedor del instituto, desgañitándose delante de todo el mundo como si la cafetería fuera su maldito escenario privado. Recorría los tablones con las botas mientras gritaba algo sobre ovejas, ovejeros y Hellfire, ganándose miradas de asco, risas y un par de “otra vez el puto Munson” susurrados entre bandejas grasientas.
Ally recordaba haber rodado los ojos, apoyando el codo en la mesa.
"¿Qué demonios hace? Menudo ridículo."
Su ceño se arrugó, el labio se le frunció con esa expresión suya de juicio silencioso. Todo en su cuerpo decía “qué vergüenza ajena”. Y sin embargo, no consiguió apartar la mirada. Se quedó mirándolo, atrapada en una mezcla rara de rechazo y fascinación, como cuando no puedes dejar de mirar un accidente aunque sepas que te va a impresionar.
El resto del día transcurrió con normalidad. Quedó con Ashley Thompson, su mejor amiga, hablaron de tonterías y deberes, y luego se fue a casa a estudiar. O a intentarlo.
Nada fuera de lo habitual.
¿Quién iba a decirle que esa misma noche soñaría con el tipo que había caminado sobre la mesa como si fuera suya?
¿Y que al despertar, algo en ella ya no estaría en el mismo sitio?
________________________________________
Al principio no entendió qué pasaba.
Lo supo de verdad al volver a verlo, a la mañana siguiente, en clase de ciencias.
Él llegó tarde, cómo no: la puerta se abrió con un golpe seco, el profesor hizo ese suspiro de resignación de siempre, y el murmullo de la clase se cortó un segundo.
Allí estaba otra vez. Chaqueta de cuero, parches, pelo rizado cayéndole por la cara, el walkman colgando, esa sonrisa que siempre parecía ir a decir algo que no tocaba. El maldito Eddie Munson.
El corazón de Ally reaccionó antes que su cabeza. Un latido seco, distinto, como si hubiera un eco. Como si algo se hubiera movido dentro de ella la noche anterior y solo ahora se estuviera despertando. Hubo un momento en el que sintió que se le aflojaban los dedos del bolígrafo. Y entonces, como un flash, como una diapositiva, el sueño regresó de golpe.
Eddie.
El mismo Eddie que en la vida real era exactamente el tipo de tío que Ally decía detestar: ruidoso, caótico, sin filtro, con fama de rarito y de fracasado repetidor. Todo lo que ella había aprendido a evitar.
¿Entonces por qué se le calentaban las mejillas ahora, sentada en su pupitre, cuando él cruzó la clase con total descaro?
¿Por qué sus piernas, siempre cruzadas bajo la mesa, se descruzaron inquietas, los pies tamborileando contra el suelo?
Se apartó el pelo de la oreja en un gesto automático y dejó caer la melena rubia hacia delante, ocultando parte de su rostro, en un intento desesperado por esconderse. Desde allí, donde él estaba, si se giraba, podría verla de perfil. Y ella no estaba preparada para sostenerle la mirada sabiendo lo que había soñado.
________________________________________
Ally no era una chica cualquiera. Al menos no por dentro.
A simple vista, en Hawkins, era una buena alumna, pocas palabras, mirada que lo observa todo. El tipo de chica a la que nadie se atrevería a llamar friki, pero que tampoco encajaba con las animadoras. Un punto medio.
Lo que nadie allí sabía es que aquel no era el único lugar raro en el que ella había estado.
Antes de Hawkins hubo otro sitio.
Derry, Maine.
Un nombre que a veces le venía a la cabeza como una mancha y del que enseguida se olvidaba, como cuando intentabas recordar una palabra en otro idioma y se escapaba justo en el último segundo. Sabía que había vivido allí. Sabía que algo importante había pasado. Pero cuanto más intentaba reconstruirlo, más se desdibujaban los recuerdos.
Recordaba cosas sueltas, fragmentos, sensaciones que no encajaban con nada que pudiera llamar “normal”.
Un payaso en un desagüe, la voz de alguien susurrándole que fuera a bailar, el olor a óxido y alcantarilla mezclado con algo dulzón y nauseabundo.
Flashes: Un globo rojo flotando donde no debería, una escalera hacia un sótano…
Y luego estaban ellos.
Un grupo de chicos y una chica pelirroja.
Bicicletas. Un pequeño claro en el bosque que olía a verano, a barro y a sangre seca. Una caseta improvisada bajo tierra, llena de cómics, revistas viejas y botellas de refresco vacías…
“Beep beep, Richie.”
Recordaba una voz concreta, aguda y rápida, disparando chistes. Unas gafas enormes. Una camiseta siempre arrugada.
Pero nunca conseguía ver bien su cara. Cuando intentaba enfocarla, el recuerdo se difuminaba. Solo quedaba la sensación: aquel cosquilleo caliente en el estómago, la mezcla rara entre el miedo, el deseo y la seguridad.
Pero Ally decidió que todo aquello solo fueron pesadillas de cría y una imaginación demasiado activa. Era más fácil así. Más cómodo.
Todo eso… había quedado atrás…
________________________________________
Ahora, sentada en aquel pupitre, podía escuchar cómo el profesor empezaba a escribir fórmulas en la pizarra, agradeciendo que nadie pudiera escuchar sus pensamientos.
Se obligó a mirar al frente. A copiar el título en el cuaderno. A tomar apuntes como si todo fuera normal. Como si el corazón no le estuviera golpeando las costillas cada vez que él se movía, cada vez que sus botas chocaban contra la pata de su silla.
Intentó convencerse:
Es solo un chico. Un chico que no te gusta. Alguien que representa todo lo que no quieres en tu vida. Punto.
Pero el sueño volvía. Cada noche. Cada día.
________________________________________
Al día siguiente, ella volvía a estar sentada en aquel pupitre.
El profesor llegó, dejó la carpeta sobre la mesa y saludó a los alumnos.
—Muy bien, clase. Antes de empezar —anunció, ajustándose las gafas—, os recuerdo que hoy se publican las parejas para el trabajo trimestral. Como sabéis, es obligatorio, cuenta el treinta por ciento de la nota final y tendrá que entregarse en dos semanas.
Quejas, risas… Todos sabían que aquel trabajo era un suplicio.
Ally sintió un nudo en el estómago.
No era buena trabajando con otros. Nunca lo había sido. Prefería controlar cada detalle, cada página, cada palabra. Y la idea de depender de alguien le incomodaba más que cualquier examen.
El profesor empezó a leer la lista.
Apellidos, nombres. Alumnos que chocaban las manos cuando les tocaban con sus amigos. Otros que resoplaban resignados…
Y entonces, llegó el momento.
—Munson, Edward.
Ally no respiró.
—Johnson, Allyson.
Lo escuchó antes de procesarlo.
Su primera reacción fue automática: apretar los muslos bajo la mesa, esconder la cara tras el pelo, bajar la vista a la madera gastada del pupitre.
Pero el profesor continuó, sin detenerse. Sin darles opción a negarse.
—Los trabajos deberán tener una parte teórica y otra práctica. Podéis elegir temática dentro del temario de este trimestre. No se permiten cambios de pareja. Y, por favor… evitad copiaros entre vosotros; lo sabré.
Hubo risas por detrás. Alguno soltó un comentario que no alcanzó a escuchar.
—Al igual que sabré si el trabajo sólo lo hace uno de vosotros. ¿Entendido?
Ella seguía petrificada. No quería mirarlo, pero acabó haciéndolo, y se encontró que él… ya la estaba mirando.
Ally tragó saliva.
Toda la sangre derramándosele a los pies.
El sueño volvió como un latigazo.
La sensación de haber cruzado un límite que ni siquiera comprendía.
El profesor siguió hablando, dando instrucciones, detallando fechas, insistiendo en la importancia del trabajo. Pero ella apenas oía nada.
“Trabajo en pareja.”
“Dos semanas.”
“Munson y Johnson.”
Cuando por fin llegó el momento, cuando los demás empezaron a moverse para buscar a sus compañeros, Ally permaneció quieta, como si el asiento la estuviera aprisionando.
Supo que debía mirarlo, que tarde o temprano tendría que hacerlo, pero fue incapaz.
Giró la cabeza apenas unos centímetros.
Y lo encontró. Ahí.
Codo apoyado en la mesa, cuerpo ladeado hacia ella, mirada paciente. Como si estuviera esperando que reaccionara.
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Hubiera jurado y proclamado a los cuatro vientos que ella, Allyson Johnson, jamás podría fijarse en un tipo como él.
Tal vez, si hubiera podido anticiparse, si aquello no hubiera sucedido de la noche a la mañana, habría hecho algo para impedirlo. Porque sí, Ally era de esas personas convencidas de que los sentimientos sí podían controlarse. Más aún si eras plenamente consciente de los tuyos. Y ella lo era. O le gustaba creer que lo era.
Ally había tenido que crecer demasiado pronto. Su cabeza corría siempre un par de pasos por delante del resto: pensaba demasiado, analizaba todo, le dedicaba tiempo a cada gesto, a cada palabra, a cada silencio incómodo. Necesitaba comprenderlo todo, tenerlo bajo control, ordenar el mundo en cajitas mentales donde nada se saliera del guion.
Pero una cosa había aprendido con los años —a fuerza de golpes que aún le dolían en rincones de la memoria que prefería no mirar—: no se puede tener todo bajo control.
Y, mucho menos, los sueños.
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Había visto a ese tío, Eddie Munson, subido sobre una mesa del comedor del instituto, desgañitándose delante de todo el mundo como si la cafetería fuera su maldito escenario privado. Recorría los tablones con las botas mientras gritaba algo sobre ovejas, ovejeros y Hellfire, ganándose miradas de asco, risas y un par de “otra vez el puto Munson” susurrados entre bandejas grasientas.
Ally recordaba haber rodado los ojos, apoyando el codo en la mesa.
"¿Qué demonios hace? Menudo ridículo."
Su ceño se arrugó, el labio se le frunció con esa expresión suya de juicio silencioso. Todo en su cuerpo decía “qué vergüenza ajena”. Y sin embargo, no consiguió apartar la mirada. Se quedó mirándolo, atrapada en una mezcla rara de rechazo y fascinación, como cuando no puedes dejar de mirar un accidente aunque sepas que te va a impresionar.
El resto del día transcurrió con normalidad. Quedó con Ashley Thompson, su mejor amiga, hablaron de tonterías y deberes, y luego se fue a casa a estudiar. O a intentarlo.
Nada fuera de lo habitual.
¿Quién iba a decirle que esa misma noche soñaría con el tipo que había caminado sobre la mesa como si fuera suya?
¿Y que al despertar, algo en ella ya no estaría en el mismo sitio?
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Al principio no entendió qué pasaba.
Lo supo de verdad al volver a verlo, a la mañana siguiente, en clase de ciencias.
Él llegó tarde, cómo no: la puerta se abrió con un golpe seco, el profesor hizo ese suspiro de resignación de siempre, y el murmullo de la clase se cortó un segundo.
Allí estaba otra vez. Chaqueta de cuero, parches, pelo rizado cayéndole por la cara, el walkman colgando, esa sonrisa que siempre parecía ir a decir algo que no tocaba. El maldito Eddie Munson.
El corazón de Ally reaccionó antes que su cabeza. Un latido seco, distinto, como si hubiera un eco. Como si algo se hubiera movido dentro de ella la noche anterior y solo ahora se estuviera despertando. Hubo un momento en el que sintió que se le aflojaban los dedos del bolígrafo. Y entonces, como un flash, como una diapositiva, el sueño regresó de golpe.
Eddie.
El mismo Eddie que en la vida real era exactamente el tipo de tío que Ally decía detestar: ruidoso, caótico, sin filtro, con fama de rarito y de fracasado repetidor. Todo lo que ella había aprendido a evitar.
¿Entonces por qué se le calentaban las mejillas ahora, sentada en su pupitre, cuando él cruzó la clase con total descaro?
¿Por qué sus piernas, siempre cruzadas bajo la mesa, se descruzaron inquietas, los pies tamborileando contra el suelo?
Se apartó el pelo de la oreja en un gesto automático y dejó caer la melena rubia hacia delante, ocultando parte de su rostro, en un intento desesperado por esconderse. Desde allí, donde él estaba, si se giraba, podría verla de perfil. Y ella no estaba preparada para sostenerle la mirada sabiendo lo que había soñado.
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Ally no era una chica cualquiera. Al menos no por dentro.
A simple vista, en Hawkins, era una buena alumna, pocas palabras, mirada que lo observa todo. El tipo de chica a la que nadie se atrevería a llamar friki, pero que tampoco encajaba con las animadoras. Un punto medio.
Lo que nadie allí sabía es que aquel no era el único lugar raro en el que ella había estado.
Antes de Hawkins hubo otro sitio.
Derry, Maine.
Un nombre que a veces le venía a la cabeza como una mancha y del que enseguida se olvidaba, como cuando intentabas recordar una palabra en otro idioma y se escapaba justo en el último segundo. Sabía que había vivido allí. Sabía que algo importante había pasado. Pero cuanto más intentaba reconstruirlo, más se desdibujaban los recuerdos.
Recordaba cosas sueltas, fragmentos, sensaciones que no encajaban con nada que pudiera llamar “normal”.
Un payaso en un desagüe, la voz de alguien susurrándole que fuera a bailar, el olor a óxido y alcantarilla mezclado con algo dulzón y nauseabundo.
Flashes: Un globo rojo flotando donde no debería, una escalera hacia un sótano…
Y luego estaban ellos.
Un grupo de chicos y una chica pelirroja.
Bicicletas. Un pequeño claro en el bosque que olía a verano, a barro y a sangre seca. Una caseta improvisada bajo tierra, llena de cómics, revistas viejas y botellas de refresco vacías…
“Beep beep, Richie.”
Recordaba una voz concreta, aguda y rápida, disparando chistes. Unas gafas enormes. Una camiseta siempre arrugada.
Pero nunca conseguía ver bien su cara. Cuando intentaba enfocarla, el recuerdo se difuminaba. Solo quedaba la sensación: aquel cosquilleo caliente en el estómago, la mezcla rara entre el miedo, el deseo y la seguridad.
Pero Ally decidió que todo aquello solo fueron pesadillas de cría y una imaginación demasiado activa. Era más fácil así. Más cómodo.
Todo eso… había quedado atrás…
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Ahora, sentada en aquel pupitre, podía escuchar cómo el profesor empezaba a escribir fórmulas en la pizarra, agradeciendo que nadie pudiera escuchar sus pensamientos.
Se obligó a mirar al frente. A copiar el título en el cuaderno. A tomar apuntes como si todo fuera normal. Como si el corazón no le estuviera golpeando las costillas cada vez que él se movía, cada vez que sus botas chocaban contra la pata de su silla.
Intentó convencerse:
Es solo un chico. Un chico que no te gusta. Alguien que representa todo lo que no quieres en tu vida. Punto.
Pero el sueño volvía. Cada noche. Cada día.
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Al día siguiente, ella volvía a estar sentada en aquel pupitre.
El profesor llegó, dejó la carpeta sobre la mesa y saludó a los alumnos.
—Muy bien, clase. Antes de empezar —anunció, ajustándose las gafas—, os recuerdo que hoy se publican las parejas para el trabajo trimestral. Como sabéis, es obligatorio, cuenta el treinta por ciento de la nota final y tendrá que entregarse en dos semanas.
Quejas, risas… Todos sabían que aquel trabajo era un suplicio.
Ally sintió un nudo en el estómago.
No era buena trabajando con otros. Nunca lo había sido. Prefería controlar cada detalle, cada página, cada palabra. Y la idea de depender de alguien le incomodaba más que cualquier examen.
El profesor empezó a leer la lista.
Apellidos, nombres. Alumnos que chocaban las manos cuando les tocaban con sus amigos. Otros que resoplaban resignados…
Y entonces, llegó el momento.
—Munson, Edward.
Ally no respiró.
—Johnson, Allyson.
Lo escuchó antes de procesarlo.
Su primera reacción fue automática: apretar los muslos bajo la mesa, esconder la cara tras el pelo, bajar la vista a la madera gastada del pupitre.
Pero el profesor continuó, sin detenerse. Sin darles opción a negarse.
—Los trabajos deberán tener una parte teórica y otra práctica. Podéis elegir temática dentro del temario de este trimestre. No se permiten cambios de pareja. Y, por favor… evitad copiaros entre vosotros; lo sabré.
Hubo risas por detrás. Alguno soltó un comentario que no alcanzó a escuchar.
—Al igual que sabré si el trabajo sólo lo hace uno de vosotros. ¿Entendido?
Ella seguía petrificada. No quería mirarlo, pero acabó haciéndolo, y se encontró que él… ya la estaba mirando.
Ally tragó saliva.
Toda la sangre derramándosele a los pies.
El sueño volvió como un latigazo.
La sensación de haber cruzado un límite que ni siquiera comprendía.
El profesor siguió hablando, dando instrucciones, detallando fechas, insistiendo en la importancia del trabajo. Pero ella apenas oía nada.
“Trabajo en pareja.”
“Dos semanas.”
“Munson y Johnson.”
Cuando por fin llegó el momento, cuando los demás empezaron a moverse para buscar a sus compañeros, Ally permaneció quieta, como si el asiento la estuviera aprisionando.
Supo que debía mirarlo, que tarde o temprano tendría que hacerlo, pero fue incapaz.
Giró la cabeza apenas unos centímetros.
Y lo encontró. Ahí.
Codo apoyado en la mesa, cuerpo ladeado hacia ella, mirada paciente. Como si estuviera esperando que reaccionara.