No todos los días terminaban sobre un escenario.
Algunas noches, incluso el eco de las canciones debía silenciarse.
La lluvia trazaba surcos irregulares en los ventanales, y el incienso colgaba en el aire, denso como los pensamientos que BLUEVEIL no compartía con nadie.
Estaba allí, reclinado en el sillón de terciopelo, la mirada perdida en el reflejo distorsionado que devolvía el vidrio empañado.
Un vaso intacto frente a él.
Un abrigo deshecho sobre los hombros.
La soledad era su única compañía habitual, y él no la discutía.
Hasta que la puerta se abrió.
No alzó la mirada de inmediato.
No hacía falta.
No lo conocía en persona.
No habían cruzado palabra alguna.
Pero lo había visto en todos los lugares donde su propio nombre no aparecía.
Éxito fácil.
Reconocimiento inmediato.
Luces que parecían gravitar solas hacia quienes ni siquiera debían luchar por mantenerlas encendidas.
Cerró los dedos alrededor de su vaso vacío con una lentitud medida.
Cuando alzó finalmente la mirada, sus ojos se fijaron en el rostro del recién llegado.
Y entonces habló, su voz baja, pulida, cortante como el filo oculto en un cumplido envenenado.
—No pensé que las estrellas bajaran tan bajo.
Se incorporó ligeramente, apoyando un codo en el reposabrazos, sin apartar los ojos de él.
Hubiera sido descortés no presentarse, y él no era un hombre sin modales, aunque pocas veces le importara ejercerlos.
—mi nombre es BLUEVEIL...
Se presentó, breve, contenido, como quien ofrece un apretón de manos sin extenderla realmente
—Supongo que no has oído hablar de mí. No te culpo. El ruido suele tapar los susurros.
El vaso seguía intacto.
La tormenta seguía golpeando los cristales.
Y esa noche, BLUEVEIL no esperaba ser recordado.
Solo necesitaba recordar a otros por qué había aprendido a vivir en silencio.
No todos los días terminaban sobre un escenario.
Algunas noches, incluso el eco de las canciones debía silenciarse.
La lluvia trazaba surcos irregulares en los ventanales, y el incienso colgaba en el aire, denso como los pensamientos que BLUEVEIL no compartía con nadie.
Estaba allí, reclinado en el sillón de terciopelo, la mirada perdida en el reflejo distorsionado que devolvía el vidrio empañado.
Un vaso intacto frente a él.
Un abrigo deshecho sobre los hombros.
La soledad era su única compañía habitual, y él no la discutía.
Hasta que la puerta se abrió.
No alzó la mirada de inmediato.
No hacía falta.
No lo conocía en persona.
No habían cruzado palabra alguna.
Pero lo había visto en todos los lugares donde su propio nombre no aparecía.
Éxito fácil.
Reconocimiento inmediato.
Luces que parecían gravitar solas hacia quienes ni siquiera debían luchar por mantenerlas encendidas.
Cerró los dedos alrededor de su vaso vacío con una lentitud medida.
Cuando alzó finalmente la mirada, sus ojos se fijaron en el rostro del recién llegado.
Y entonces habló, su voz baja, pulida, cortante como el filo oculto en un cumplido envenenado.
—No pensé que las estrellas bajaran tan bajo.
Se incorporó ligeramente, apoyando un codo en el reposabrazos, sin apartar los ojos de él.
Hubiera sido descortés no presentarse, y él no era un hombre sin modales, aunque pocas veces le importara ejercerlos.
—mi nombre es BLUEVEIL...
Se presentó, breve, contenido, como quien ofrece un apretón de manos sin extenderla realmente
—Supongo que no has oído hablar de mí. No te culpo. El ruido suele tapar los susurros.
El vaso seguía intacto.
La tormenta seguía golpeando los cristales.
Y esa noche, BLUEVEIL no esperaba ser recordado.
Solo necesitaba recordar a otros por qué había aprendido a vivir en silencio.