• -El joven se sentía solo y sentado en el primer escalón afuera de la casa en la entrada de la puerta, sujetando una foto de recuerdo en la que se vé a su mamá llamada "Tomoyo Sakurai". Una mamá quien dió luz cuando era mas joven a este ser humano que es el único hijo que ha tenido y que sigue vivo hoy en día. La mamá al tener en sus brazos cuidando al bebé, empezó a pensar en muchos nombres diferentes para ver cual era el mas que le gustaba. Justamente le vino uno en concreto a la cabeza y le puso el apodo: Tomoki Sakurai. Tras muchos años de estar cuidando a su hijo y que el iba creciendo poco a poco, llegó lo que nadie se esperaba de que jamás en la vida iba a ocurrir lo mas desgarrador del mundo. Y es que justamente el día 1 de julio de 2022, en el hospital donde estaba la mamá ingresada en una habitación específica, le detectaron un cancer de pulmón al realizarle las pruebas. La solución para combatir ese cancer era darle una quimioterapia, y que el resultado que tarda en eliminar por completo el cancer era de 3 o 6 meses. Lamentablemente, el cancer avanzó demasiado que hasta acabó con la vida de la madre de Tomoki Sakurai. Ese mismo día a Tomoki lo llamaron por teléfono, comunicándole sobre la muerte de su madre. En ese mismo día todo se convirtió en una pesadilla, en un día oscuro, como si fuera a llover. El hijo rompió entre lágrimas que caían una y otra vez que rebosaban en las mejillas. Para el era un dolor insportable, triste, como si fuera que el corazón se partió por la mitad. Todo eso eran recuerdos que le vino a la cabeza tras mirar fijamente a la foto de su madre que sostiene su mano derecha mientras que algunas veces se tapaba el rostro por completo con sus ojos que derramaban tantas lágrimas que no paraba de llorar cada dos por tres. Ese era el único punto tan débil, doloroso, como si estuviera ardiendo por dentro, que era la pérdida de su madre. En ese mismo día era el cumpleaños de su mamá, pero obviamente ya no está fisicamente a su lado. Si bien, la mamá de Tomoki Sakurai le dijo unas últimas palabras antes de despedirse cuando el joven iba de visita a verla:

    𝗠𝗮𝗱𝗿𝗲 𝗧𝗼𝗺𝗼𝘆𝗼 𝗦𝗮𝗸𝘂𝗿𝗮𝗶 (𝘃𝗼𝘇 𝘀𝘂𝗮𝘃𝗲 𝘆 𝗹𝗹𝗲𝗻𝗮 𝗱𝗲 𝗮𝗺𝗼𝗿):
    Querido, sé que esto es muy difícil de entender y aceptar. Quiero que sepas que te amo con todo mi corazón y que siempre estaré contigo, aunque ya no pueda estar físicamente.
    He luchado mucho con este cáncer de pulmón, y aunque me duele dejarte, quiero que sepas que he vivido cada momento con gratitud, pensando en lo mucho que te amo y en lo orgullosa que estoy de ti.
    No tengas miedo, mi amor. La vida continúa, y tú tienes un hermoso camino por delante. Solo quiero que seas fuerte, que sigas adelante y que recuerdes que siempre estaré en tu corazón, guiándote y cuidándote desde donde esté.
    Gracias por ser mi razón de ser, por cada sonrisa, cada abrazo y cada momento compartido. Te amo más allá de las palabras, y eso nunca cambiará.
    Con todo mi amor, siempre tu mamá.

    -Esas fueron las últimas palabras que le dijo la mamá de Tomoki que recordó aquel día. Es por eso, que el joven aun sigue en pié, caminando con la cabeza alta y ser fuerte mentalmente. Como dicen el dicho: Nunca se puede superar el duelo del fallecimiento, pero por lo menos mantendrás los recuerdos mas bonitos que has vivido en tu memoria y que ella te estará ayudando a guiarte por el mejor camino. Asi fué la vida de Tomoki Sakurai, quien perdió a su querida y bella mamá llamada: Tomoyo Sakurai.-
    -El joven se sentía solo y sentado en el primer escalón afuera de la casa en la entrada de la puerta, sujetando una foto de recuerdo en la que se vé a su mamá llamada "Tomoyo Sakurai". Una mamá quien dió luz cuando era mas joven a este ser humano que es el único hijo que ha tenido y que sigue vivo hoy en día. La mamá al tener en sus brazos cuidando al bebé, empezó a pensar en muchos nombres diferentes para ver cual era el mas que le gustaba. Justamente le vino uno en concreto a la cabeza y le puso el apodo: Tomoki Sakurai. Tras muchos años de estar cuidando a su hijo y que el iba creciendo poco a poco, llegó lo que nadie se esperaba de que jamás en la vida iba a ocurrir lo mas desgarrador del mundo. Y es que justamente el día 1 de julio de 2022, en el hospital donde estaba la mamá ingresada en una habitación específica, le detectaron un cancer de pulmón al realizarle las pruebas. La solución para combatir ese cancer era darle una quimioterapia, y que el resultado que tarda en eliminar por completo el cancer era de 3 o 6 meses. Lamentablemente, el cancer avanzó demasiado que hasta acabó con la vida de la madre de Tomoki Sakurai. Ese mismo día a Tomoki lo llamaron por teléfono, comunicándole sobre la muerte de su madre. En ese mismo día todo se convirtió en una pesadilla, en un día oscuro, como si fuera a llover. El hijo rompió entre lágrimas que caían una y otra vez que rebosaban en las mejillas. Para el era un dolor insportable, triste, como si fuera que el corazón se partió por la mitad. Todo eso eran recuerdos que le vino a la cabeza tras mirar fijamente a la foto de su madre que sostiene su mano derecha mientras que algunas veces se tapaba el rostro por completo con sus ojos que derramaban tantas lágrimas que no paraba de llorar cada dos por tres. Ese era el único punto tan débil, doloroso, como si estuviera ardiendo por dentro, que era la pérdida de su madre. En ese mismo día era el cumpleaños de su mamá, pero obviamente ya no está fisicamente a su lado. Si bien, la mamá de Tomoki Sakurai le dijo unas últimas palabras antes de despedirse cuando el joven iba de visita a verla: 𝗠𝗮𝗱𝗿𝗲 𝗧𝗼𝗺𝗼𝘆𝗼 𝗦𝗮𝗸𝘂𝗿𝗮𝗶 (𝘃𝗼𝘇 𝘀𝘂𝗮𝘃𝗲 𝘆 𝗹𝗹𝗲𝗻𝗮 𝗱𝗲 𝗮𝗺𝗼𝗿): Querido, sé que esto es muy difícil de entender y aceptar. Quiero que sepas que te amo con todo mi corazón y que siempre estaré contigo, aunque ya no pueda estar físicamente. He luchado mucho con este cáncer de pulmón, y aunque me duele dejarte, quiero que sepas que he vivido cada momento con gratitud, pensando en lo mucho que te amo y en lo orgullosa que estoy de ti. No tengas miedo, mi amor. La vida continúa, y tú tienes un hermoso camino por delante. Solo quiero que seas fuerte, que sigas adelante y que recuerdes que siempre estaré en tu corazón, guiándote y cuidándote desde donde esté. Gracias por ser mi razón de ser, por cada sonrisa, cada abrazo y cada momento compartido. Te amo más allá de las palabras, y eso nunca cambiará. Con todo mi amor, siempre tu mamá. -Esas fueron las últimas palabras que le dijo la mamá de Tomoki que recordó aquel día. Es por eso, que el joven aun sigue en pié, caminando con la cabeza alta y ser fuerte mentalmente. Como dicen el dicho: Nunca se puede superar el duelo del fallecimiento, pero por lo menos mantendrás los recuerdos mas bonitos que has vivido en tu memoria y que ella te estará ayudando a guiarte por el mejor camino. Asi fué la vida de Tomoki Sakurai, quien perdió a su querida y bella mamá llamada: Tomoyo Sakurai.-
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  • "¿𝐏𝐮𝐞𝐝𝐞𝐬 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐫𝐥𝐨 𝐡𝐢𝐣𝐨? 𝐞𝐥 𝐚𝐢𝐫𝐞 𝐩𝐚𝐬𝐚𝐫 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐡𝐞𝐛𝐫𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐭𝐮 𝐜𝐚𝐛𝐞𝐥𝐥𝐨, 𝐥𝐚 𝐬𝐞𝐧𝐬𝐚𝐜𝐢ó𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐚𝐝𝐫𝐞𝐧𝐚𝐥𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐦𝐨𝐧𝐭𝐚𝐬 𝐮𝐧 𝐝𝐫𝐚𝐠𝐨𝐧, 𝐣𝐚𝐦𝐚𝐬 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐞𝐬 𝐞𝐬𝐭𝐞 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨..."

    Mis ojos ámbar y mis pensamientos estaban fijos y perdidos en el amplio cielo azul decorados con pequeñas nubes que tal-vez pronto anunciaran una tormenta por la forma de estas misma, mientras me recargaba en el auto cruzado de brazos recuerdos venían a mi mente de las palabras de mi padre en aquel momento en que subí por primera vez en el lomo de un dragón, recordaba con claridad la sensación, el aire acariciando mi rostro , el nerviosismo de caer, la sensación de libertad de volar en los aires y sobre todo la razón del por que era un piloto, la adrenalina de la velocidad.

    Pocos lo sabían y con pocos me refería a Violeta y Sebastian, pero Seth era o es de los Dragones mas rápidos, su peso y forma siempre le permitieron ganar a sus oponentes en velocidad y a pesar de que en estos momentos Seth no era un dragón de nuevo , esa sensación del viento romperse con nuestra velocidad es algo que extraño en verdad.

    — Alexandro ¿estas listo? O ¿vas a seguir mirando el cielo? — La voz de Logan mi entrenador de rendimiento desde que comencé a correr autos para Aston Martin, no lo mire del todo simplemente desvié mi mirada a el que me observaba molesto desde el desde los pits cerca de los boxes, parecía una mujer embrazada con esa pose que hacia cada que me miraba molesto o sin entender lo que le decía, parado medianamente erguido , con una mano en la cintura como si el peso de su abultada panza la doliera, solo suspire y me levante caminando a el llevando mis manos a los bolsillos del traje de carreras verde con negro, con el nombre de marca repartido por cada centímetro visible, tome mi casco y sin decir mas que solo asentir apenas termine de ponerlo di a entender que estaba listo.

    Apenas subí y hice todo el procedimiento de seguridad ajustando toda la seguridad del auto, una vez listo lo encendió e hice una seña de que todo esta bien y listo, oh eso creía.

    Lentamente maneje a el podio para posicionarme para hacer las pruebas de velocidad, se suponía que con los últimos entrenamientos mi velocidad debía aumentar y en consecuencia mi tiempo debía disminuir para la próxima carrera.

    Mirando por del vidrio del casco vi luz verde y mi tiempo de reacción fue mas rápido que antes, no tarde en acelerar, solo un pequeño sonido fue escuchado después de que acelere, y era mi favorito , mi velocidad rompiendo el viento, y era entonces cuando mas aceleraba que lo sentía, la adrenalina, la emoción este sentimiento que me decía que estaba vivo, podía sentirlo en mi agarre en el control del auto en como hacia fuerza para no perder el control

    1...2...3..., una a una las vueltas iban llegando a su fin y podía escuchar Logan darme instrucciones en cada vuelta, era molesto pero el había sido campeón así que conocimiento tenia para dar por mas molesto que fuera, todo iba bien , normal mas que normal iba muy bien mi velocidad había mejorado no fue hasta que, como predije el cielo se habían comenzado a tornar gris, las nubes se amontonaban en señal de que la tormenta se acercaba y cuando menos lo espere en una vuelta el brillo de un relámpago me cegó no cayo en mi o en el auto pero si lo suficientemente cerca para que perdiera el control en su momento, las llantas pareció que derraparon, por lo que sujete con firmeza el control pensando rápido como calmar la situación y como si no faltaran mas factores de peligro, una fuerte lluvia comenzó a caer haciendo el suelo mas resbaladizo.

    — Carajo — musite mientras trataba de volver a tener el control pues si seguía así podría terminar volcado

    — Alexandro concéntrate oh si no...— y corte la comunicación, lo ultimo que necesitaba en estos momentos eran sus gritos en mi cabeza.

    Como si fuera una película, en cámara lenta mientras trataba de mantener el control vi esa hermosa cabellera negra , y esos ojos llenos de miedo por la situación, no podía, no podía perder el control ,con fuerza logre tomar el control del auto lo suficiente para solo pegar en las laterales, dándome un golpe en el brazo que fue mucho mejor que salir disparado o volcarme en varias vueltas, me quite el seguro y salí del auto quejándome un poco por el dolor.

    Sentía la respiración agitada , y por le momento no sabia si era del susto que pase , la adrenalina o el enojo de que le dije a Logan que parecía que iba llover y me ignoro, mi cuerpo naturalmente caliente parecía que por las mismas emociones aumento su temperatura pues de mi cuerpo parecía salir vapor, como pude y casi con molestia me quite el casco aventando a el auto llevando mi cabeza un poco hacia atrás para sentir la lluvia fría en mi rostro que calmaba mis emociones mire de reojo auto que tenia mas importancia que aveces para los patrocinadores recordando las palabras de mi padre “cuando eres un jinete de dragón nunca estos solo, si caes es seguro que alguien te atrapara” esa era diferencia de ser un piloto de autos de f1 y un jinete , en uno si caes ... si tropiesas nadie te sujeta.

    — Ja que ironia — susurré mientras las gotas de agua caían por mi rostro empapando cada parte de mi hasta mi cabello hasta la punta de las botas del mono
    "¿𝐏𝐮𝐞𝐝𝐞𝐬 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐫𝐥𝐨 𝐡𝐢𝐣𝐨? 𝐞𝐥 𝐚𝐢𝐫𝐞 𝐩𝐚𝐬𝐚𝐫 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐡𝐞𝐛𝐫𝐚𝐬 𝐝𝐞 𝐭𝐮 𝐜𝐚𝐛𝐞𝐥𝐥𝐨, 𝐥𝐚 𝐬𝐞𝐧𝐬𝐚𝐜𝐢ó𝐧 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐚𝐝𝐫𝐞𝐧𝐚𝐥𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐦𝐨𝐧𝐭𝐚𝐬 𝐮𝐧 𝐝𝐫𝐚𝐠𝐨𝐧, 𝐣𝐚𝐦𝐚𝐬 𝐨𝐥𝐯𝐢𝐝𝐞𝐬 𝐞𝐬𝐭𝐞 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨..." Mis ojos ámbar y mis pensamientos estaban fijos y perdidos en el amplio cielo azul decorados con pequeñas nubes que tal-vez pronto anunciaran una tormenta por la forma de estas misma, mientras me recargaba en el auto cruzado de brazos recuerdos venían a mi mente de las palabras de mi padre en aquel momento en que subí por primera vez en el lomo de un dragón, recordaba con claridad la sensación, el aire acariciando mi rostro , el nerviosismo de caer, la sensación de libertad de volar en los aires y sobre todo la razón del por que era un piloto, la adrenalina de la velocidad. Pocos lo sabían y con pocos me refería a Violeta y Sebastian, pero Seth era o es de los Dragones mas rápidos, su peso y forma siempre le permitieron ganar a sus oponentes en velocidad y a pesar de que en estos momentos Seth no era un dragón de nuevo , esa sensación del viento romperse con nuestra velocidad es algo que extraño en verdad. — Alexandro ¿estas listo? O ¿vas a seguir mirando el cielo? — La voz de Logan mi entrenador de rendimiento desde que comencé a correr autos para Aston Martin, no lo mire del todo simplemente desvié mi mirada a el que me observaba molesto desde el desde los pits cerca de los boxes, parecía una mujer embrazada con esa pose que hacia cada que me miraba molesto o sin entender lo que le decía, parado medianamente erguido , con una mano en la cintura como si el peso de su abultada panza la doliera, solo suspire y me levante caminando a el llevando mis manos a los bolsillos del traje de carreras verde con negro, con el nombre de marca repartido por cada centímetro visible, tome mi casco y sin decir mas que solo asentir apenas termine de ponerlo di a entender que estaba listo. Apenas subí y hice todo el procedimiento de seguridad ajustando toda la seguridad del auto, una vez listo lo encendió e hice una seña de que todo esta bien y listo, oh eso creía. Lentamente maneje a el podio para posicionarme para hacer las pruebas de velocidad, se suponía que con los últimos entrenamientos mi velocidad debía aumentar y en consecuencia mi tiempo debía disminuir para la próxima carrera. Mirando por del vidrio del casco vi luz verde y mi tiempo de reacción fue mas rápido que antes, no tarde en acelerar, solo un pequeño sonido fue escuchado después de que acelere, y era mi favorito , mi velocidad rompiendo el viento, y era entonces cuando mas aceleraba que lo sentía, la adrenalina, la emoción este sentimiento que me decía que estaba vivo, podía sentirlo en mi agarre en el control del auto en como hacia fuerza para no perder el control 1...2...3..., una a una las vueltas iban llegando a su fin y podía escuchar Logan darme instrucciones en cada vuelta, era molesto pero el había sido campeón así que conocimiento tenia para dar por mas molesto que fuera, todo iba bien , normal mas que normal iba muy bien mi velocidad había mejorado no fue hasta que, como predije el cielo se habían comenzado a tornar gris, las nubes se amontonaban en señal de que la tormenta se acercaba y cuando menos lo espere en una vuelta el brillo de un relámpago me cegó no cayo en mi o en el auto pero si lo suficientemente cerca para que perdiera el control en su momento, las llantas pareció que derraparon, por lo que sujete con firmeza el control pensando rápido como calmar la situación y como si no faltaran mas factores de peligro, una fuerte lluvia comenzó a caer haciendo el suelo mas resbaladizo. — Carajo — musite mientras trataba de volver a tener el control pues si seguía así podría terminar volcado — Alexandro concéntrate oh si no...— y corte la comunicación, lo ultimo que necesitaba en estos momentos eran sus gritos en mi cabeza. Como si fuera una película, en cámara lenta mientras trataba de mantener el control vi esa hermosa cabellera negra , y esos ojos llenos de miedo por la situación, no podía, no podía perder el control ,con fuerza logre tomar el control del auto lo suficiente para solo pegar en las laterales, dándome un golpe en el brazo que fue mucho mejor que salir disparado o volcarme en varias vueltas, me quite el seguro y salí del auto quejándome un poco por el dolor. Sentía la respiración agitada , y por le momento no sabia si era del susto que pase , la adrenalina o el enojo de que le dije a Logan que parecía que iba llover y me ignoro, mi cuerpo naturalmente caliente parecía que por las mismas emociones aumento su temperatura pues de mi cuerpo parecía salir vapor, como pude y casi con molestia me quite el casco aventando a el auto llevando mi cabeza un poco hacia atrás para sentir la lluvia fría en mi rostro que calmaba mis emociones mire de reojo auto que tenia mas importancia que aveces para los patrocinadores recordando las palabras de mi padre “cuando eres un jinete de dragón nunca estos solo, si caes es seguro que alguien te atrapara” esa era diferencia de ser un piloto de autos de f1 y un jinete , en uno si caes ... si tropiesas nadie te sujeta. — Ja que ironia — susurré mientras las gotas de agua caían por mi rostro empapando cada parte de mi hasta mi cabello hasta la punta de las botas del mono
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  • Mark estaba sentado con el cuerpo relajado, pero la mente aún en marcha. En sus manos sostenía el libro que había estado leyendo en silencio por horas. La portada, gastada por el paso del tiempo, mostraba una imagen estilizada de un corredor de naves, su casco brillante bajo las estrellas del vacío con un arma capaz de destruir cualquier objetivo.

    El Viltrumita cerró el libro y lo dejó sobre la mesa de noche. Las palabras de aquella obra literaria resonaban en su mente, no podía dejar de pensar en que se estaba identificando fuertemente con el protagonista. La imagen del Space Racer volando entre planetas, evitando la muerte, parecía más anécdota suya que otra cosa.

    Suspiró con una exhalación que se sentía más como una descarga, como si estuviera liberando un poco de la tensión acumulada. Y ahí, en medio de la quietud de la habitación, vio la mochila al pie de la cama. Había libro dentro, lo sacó sin pensarlo tan solo como una distracción, pero al sostenerlo en las manos su expresión cambió levemente. Era un libro completamente diferente.

    ℙ𝕝𝕒𝕟𝕖𝕥𝕒 𝕤𝕒𝕝𝕧𝕒𝕛𝕖, 𝕓𝕖𝕤𝕥𝕚𝕒𝕤 𝕤𝕒𝕝𝕧𝕒𝕛𝕖𝕤.

    Mark abrió el libro, hojeando las primeras páginas con una lentitud casi mecánica. La portada mostraba criaturas monstruosas, bestias de otro mundo, luchando entre sí en paisajes desolados. Pero había algo más en este libro. Algo que no era simplemente una historia sobre supervivencia.

    —"𝑵𝒖𝒆𝒔𝒕𝒓𝒂 𝒎𝒊𝒔𝒊𝒐́𝒏 𝒆𝒓𝒂 𝒔𝒆𝒏𝒄𝒊𝒍𝒍𝒂: 𝒊𝒏𝒗𝒆𝒔𝒕𝒊𝒈𝒂𝒓 𝒆𝒍 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒉𝒐𝒔𝒕𝒊𝒍 𝒚 𝒓𝒆𝒑𝒐𝒓𝒕𝒂𝒓𝒏𝒐𝒔 𝒂𝒍 𝒄𝒆𝒏𝒕𝒓𝒐 𝒅𝒆 𝒄𝒐𝒎𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒆𝒔𝒑𝒂𝒄𝒊𝒂𝒍." —Leyó rápidamente. Luego pasó a otra página, más rápido esta vez.

    —"𝑳𝒐 𝒑𝒓𝒊𝒎𝒆𝒓𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐𝒕𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒇𝒖𝒆 𝒍𝒂 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒅𝒂𝒅. 𝑬𝒍 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒆𝒓𝒂 𝒕𝒂𝒏 𝒅𝒆𝒏𝒔𝒐 𝒚 𝒔𝒖 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒅𝒂𝒅 𝒕𝒂𝒏 𝒇𝒖𝒆𝒓𝒕𝒆 𝒒𝒖𝒆 𝒂𝒑𝒆𝒏𝒂𝒔 𝒑𝒐𝒅𝒊́𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒎𝒐𝒗𝒆𝒓𝒏𝒐𝒔. 𝑪𝒐𝒎𝒐 𝒏𝒐 𝒆𝒏𝒄𝒐𝒏𝒕𝒓𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒓𝒆𝒄𝒖𝒓𝒔𝒐𝒔 𝒖𝒕𝒊𝒍𝒆𝒔, 𝒎𝒊 𝒄𝒐𝒎𝒑𝒂𝒏̃𝒆𝒓𝒂 𝒚 𝒚𝒐 𝒆𝒔𝒕𝒂𝒃𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒍𝒊𝒔𝒕𝒐𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒗𝒐𝒍𝒗𝒆𝒓 𝒂 𝒄𝒂𝒔𝒂, 𝒑𝒆𝒓𝒐 𝒆𝒍 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒊́𝒂 𝒐𝒕𝒓𝒐𝒔 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒔..." —Mark frunció el ceño, claramente algo lo puso nervioso.

    Había estado en planetas así. Donde el aire parecía pesar más que el metal. Donde el vuelo no era una opción, y cada paso era una batalla.

    —"𝑹𝒂𝒈𝒏𝒂𝒓𝒔. 𝑬𝒏 𝒖𝒏 𝒎𝒐𝒎𝒆𝒏𝒕𝒐 𝒏𝒐𝒔 𝒗𝒊𝒎𝒐𝒔 𝒓𝒐𝒅𝒆𝒂𝒅𝒐𝒔. 𝑯𝒆𝒎𝒐𝒔 𝒍𝒖𝒄𝒉𝒂𝒅𝒐 𝒄𝒐𝒏𝒕𝒓𝒂 𝒔𝒆𝒓𝒆𝒔 𝟏𝟎 𝒗𝒆𝒄𝒆𝒔 𝒎𝒂́𝒔 𝒈𝒓𝒂𝒏𝒅𝒆𝒔. 𝑷𝒆𝒓𝒐 𝒅𝒆𝒃𝒊𝒅𝒐 𝒂 𝒍𝒂 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒅𝒂𝒅 𝒅𝒆 𝒆𝒔𝒕𝒆 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒍𝒐𝒔 𝑹𝒂𝒈𝒏𝒂𝒓𝒔 𝒕𝒆𝒏𝒊́𝒂𝒏 𝒖𝒏𝒂 𝒇𝒖𝒆𝒓𝒛𝒂 𝒊𝒏𝒄𝒐𝒎𝒑𝒂𝒓𝒂𝒃𝒍𝒆."

    Ragnars... El nombre le sonaba vagamente familiar, como algo que escuchó en un informe Viltrumita o tal vez en alguna patrulla remota.

    —"𝑯𝒂𝒃𝒊́𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒔𝒖𝒃𝒆𝒔𝒕𝒊𝒎𝒂𝒅𝒐 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒎𝒆𝒏𝒕𝒆 𝒂 𝒆𝒔𝒕𝒐𝒔 𝒔𝒆𝒓𝒆𝒔; 𝒕𝒆𝒎𝒊́𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒒𝒖𝒆 𝒆𝒔𝒆 𝒍𝒖𝒈𝒂𝒓 𝒔𝒆 𝒗𝒐𝒍𝒗𝒊𝒆𝒓𝒂 𝒏𝒖𝒆𝒔𝒕𝒓𝒂 𝒕𝒖𝒎𝒃𝒂"

    Mark cerró los ojos un momento. La imagen de esa escena "dos exploradores atrapados en un mundo que no perdonaba errores" lo golpeó más fuerte de lo que esperaba. Era una historia simple. Como si fuera una misión fallida. Pero había algo en ese miedo, en esa lucha silenciosa contra un entorno que no se puede vencer, que lo reflejaba a él más de lo que querría admitir.
    Mark estaba sentado con el cuerpo relajado, pero la mente aún en marcha. En sus manos sostenía el libro que había estado leyendo en silencio por horas. La portada, gastada por el paso del tiempo, mostraba una imagen estilizada de un corredor de naves, su casco brillante bajo las estrellas del vacío con un arma capaz de destruir cualquier objetivo. El Viltrumita cerró el libro y lo dejó sobre la mesa de noche. Las palabras de aquella obra literaria resonaban en su mente, no podía dejar de pensar en que se estaba identificando fuertemente con el protagonista. La imagen del Space Racer volando entre planetas, evitando la muerte, parecía más anécdota suya que otra cosa. Suspiró con una exhalación que se sentía más como una descarga, como si estuviera liberando un poco de la tensión acumulada. Y ahí, en medio de la quietud de la habitación, vio la mochila al pie de la cama. Había libro dentro, lo sacó sin pensarlo tan solo como una distracción, pero al sostenerlo en las manos su expresión cambió levemente. Era un libro completamente diferente. ℙ𝕝𝕒𝕟𝕖𝕥𝕒 𝕤𝕒𝕝𝕧𝕒𝕛𝕖, 𝕓𝕖𝕤𝕥𝕚𝕒𝕤 𝕤𝕒𝕝𝕧𝕒𝕛𝕖𝕤. Mark abrió el libro, hojeando las primeras páginas con una lentitud casi mecánica. La portada mostraba criaturas monstruosas, bestias de otro mundo, luchando entre sí en paisajes desolados. Pero había algo más en este libro. Algo que no era simplemente una historia sobre supervivencia. —"𝑵𝒖𝒆𝒔𝒕𝒓𝒂 𝒎𝒊𝒔𝒊𝒐́𝒏 𝒆𝒓𝒂 𝒔𝒆𝒏𝒄𝒊𝒍𝒍𝒂: 𝒊𝒏𝒗𝒆𝒔𝒕𝒊𝒈𝒂𝒓 𝒆𝒍 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒉𝒐𝒔𝒕𝒊𝒍 𝒚 𝒓𝒆𝒑𝒐𝒓𝒕𝒂𝒓𝒏𝒐𝒔 𝒂𝒍 𝒄𝒆𝒏𝒕𝒓𝒐 𝒅𝒆 𝒄𝒐𝒎𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒆𝒔𝒑𝒂𝒄𝒊𝒂𝒍." —Leyó rápidamente. Luego pasó a otra página, más rápido esta vez. —"𝑳𝒐 𝒑𝒓𝒊𝒎𝒆𝒓𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐𝒕𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒇𝒖𝒆 𝒍𝒂 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒅𝒂𝒅. 𝑬𝒍 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒆𝒓𝒂 𝒕𝒂𝒏 𝒅𝒆𝒏𝒔𝒐 𝒚 𝒔𝒖 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒅𝒂𝒅 𝒕𝒂𝒏 𝒇𝒖𝒆𝒓𝒕𝒆 𝒒𝒖𝒆 𝒂𝒑𝒆𝒏𝒂𝒔 𝒑𝒐𝒅𝒊́𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒎𝒐𝒗𝒆𝒓𝒏𝒐𝒔. 𝑪𝒐𝒎𝒐 𝒏𝒐 𝒆𝒏𝒄𝒐𝒏𝒕𝒓𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒓𝒆𝒄𝒖𝒓𝒔𝒐𝒔 𝒖𝒕𝒊𝒍𝒆𝒔, 𝒎𝒊 𝒄𝒐𝒎𝒑𝒂𝒏̃𝒆𝒓𝒂 𝒚 𝒚𝒐 𝒆𝒔𝒕𝒂𝒃𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒍𝒊𝒔𝒕𝒐𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒗𝒐𝒍𝒗𝒆𝒓 𝒂 𝒄𝒂𝒔𝒂, 𝒑𝒆𝒓𝒐 𝒆𝒍 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒊́𝒂 𝒐𝒕𝒓𝒐𝒔 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒔..." —Mark frunció el ceño, claramente algo lo puso nervioso. Había estado en planetas así. Donde el aire parecía pesar más que el metal. Donde el vuelo no era una opción, y cada paso era una batalla. —"𝑹𝒂𝒈𝒏𝒂𝒓𝒔. 𝑬𝒏 𝒖𝒏 𝒎𝒐𝒎𝒆𝒏𝒕𝒐 𝒏𝒐𝒔 𝒗𝒊𝒎𝒐𝒔 𝒓𝒐𝒅𝒆𝒂𝒅𝒐𝒔. 𝑯𝒆𝒎𝒐𝒔 𝒍𝒖𝒄𝒉𝒂𝒅𝒐 𝒄𝒐𝒏𝒕𝒓𝒂 𝒔𝒆𝒓𝒆𝒔 𝟏𝟎 𝒗𝒆𝒄𝒆𝒔 𝒎𝒂́𝒔 𝒈𝒓𝒂𝒏𝒅𝒆𝒔. 𝑷𝒆𝒓𝒐 𝒅𝒆𝒃𝒊𝒅𝒐 𝒂 𝒍𝒂 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒅𝒂𝒅 𝒅𝒆 𝒆𝒔𝒕𝒆 𝒑𝒍𝒂𝒏𝒆𝒕𝒂 𝒍𝒐𝒔 𝑹𝒂𝒈𝒏𝒂𝒓𝒔 𝒕𝒆𝒏𝒊́𝒂𝒏 𝒖𝒏𝒂 𝒇𝒖𝒆𝒓𝒛𝒂 𝒊𝒏𝒄𝒐𝒎𝒑𝒂𝒓𝒂𝒃𝒍𝒆." Ragnars... El nombre le sonaba vagamente familiar, como algo que escuchó en un informe Viltrumita o tal vez en alguna patrulla remota. —"𝑯𝒂𝒃𝒊́𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒔𝒖𝒃𝒆𝒔𝒕𝒊𝒎𝒂𝒅𝒐 𝒈𝒓𝒂𝒗𝒆𝒎𝒆𝒏𝒕𝒆 𝒂 𝒆𝒔𝒕𝒐𝒔 𝒔𝒆𝒓𝒆𝒔; 𝒕𝒆𝒎𝒊́𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒒𝒖𝒆 𝒆𝒔𝒆 𝒍𝒖𝒈𝒂𝒓 𝒔𝒆 𝒗𝒐𝒍𝒗𝒊𝒆𝒓𝒂 𝒏𝒖𝒆𝒔𝒕𝒓𝒂 𝒕𝒖𝒎𝒃𝒂" Mark cerró los ojos un momento. La imagen de esa escena "dos exploradores atrapados en un mundo que no perdonaba errores" lo golpeó más fuerte de lo que esperaba. Era una historia simple. Como si fuera una misión fallida. Pero había algo en ese miedo, en esa lucha silenciosa contra un entorno que no se puede vencer, que lo reflejaba a él más de lo que querría admitir.
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  • Ella los observa desde la quietud de su rincón eterno.
    Atropos, la del hilo final, la que no pregunta, la que no tiembla.
    Y sin embargo, hay algo en los humanos que la hace detenerse.
    No por compasión, sino por una tristeza antigua que reconoce en sus ojos vacíos.

    Los ve rendirse sin gritos.
    Los ve abandonarse en camas que se convierten en trincheras, cubiertos con mantas como si el mundo no pudiera atravesarlas.
    Y sin embargo, el mundo siempre entra.
    Con su ruido, con sus exigencias, con su indiferencia.

    No desean morir, no del todo.
    Pero tampoco saben cómo seguir viviendo.
    Es una niebla lo que los envuelve, espesa, silenciosa, una que les arranca el sentido a todo, incluso a lo que antes los hacía reír.

    No es desgano, no es debilidad.
    Es un agotamiento sin nombre.
    Uno que no se cura durmiendo ni huyendo.
    Es vivir sin querer. Existir como una tarea sin fin.

    A veces piensan en dejarlo todo:
    la carrera que los consume,
    la casa que ya no es hogar,
    los cuerpos que sienten ajenos,
    las palabras que se volvieron vacías.
    La vida, incluso, les pesa más de lo que pueden cargar.

    Atropos no los juzga.
    Nunca lo ha hecho.
    Los observa, hilo en mano, esperando.
    Porque algunos, aún en el borde, encuentran una chispa.
    Una risa, una canción, un gesto.
    Y vuelven. Vuelven aunque sea arrastrándose.

    Pero otros se apagan sin ruido.
    Ya no esperan, ya no piden, ya no sienten.
    Y entonces ella actúa.
    No por crueldad.
    Sino por misericordia.

    Corta con una suavidad antigua,
    como quien cierra los ojos a un dolor demasiado largo.
    Y los deja partir…
    por fin, sin peso.
    Ella los observa desde la quietud de su rincón eterno. Atropos, la del hilo final, la que no pregunta, la que no tiembla. Y sin embargo, hay algo en los humanos que la hace detenerse. No por compasión, sino por una tristeza antigua que reconoce en sus ojos vacíos. Los ve rendirse sin gritos. Los ve abandonarse en camas que se convierten en trincheras, cubiertos con mantas como si el mundo no pudiera atravesarlas. Y sin embargo, el mundo siempre entra. Con su ruido, con sus exigencias, con su indiferencia. No desean morir, no del todo. Pero tampoco saben cómo seguir viviendo. Es una niebla lo que los envuelve, espesa, silenciosa, una que les arranca el sentido a todo, incluso a lo que antes los hacía reír. No es desgano, no es debilidad. Es un agotamiento sin nombre. Uno que no se cura durmiendo ni huyendo. Es vivir sin querer. Existir como una tarea sin fin. A veces piensan en dejarlo todo: la carrera que los consume, la casa que ya no es hogar, los cuerpos que sienten ajenos, las palabras que se volvieron vacías. La vida, incluso, les pesa más de lo que pueden cargar. Atropos no los juzga. Nunca lo ha hecho. Los observa, hilo en mano, esperando. Porque algunos, aún en el borde, encuentran una chispa. Una risa, una canción, un gesto. Y vuelven. Vuelven aunque sea arrastrándose. Pero otros se apagan sin ruido. Ya no esperan, ya no piden, ya no sienten. Y entonces ella actúa. No por crueldad. Sino por misericordia. Corta con una suavidad antigua, como quien cierra los ojos a un dolor demasiado largo. Y los deja partir… por fin, sin peso.
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  • "La Casa Negra" (Prólogo).

    Las ráfagas de viento helado y nieve se arremolinan alrededor del brujo sin que le muevan ni un sólo cabello aquí, en las tierras dominadas por el frío, su elemento primordial. Tiene el celular en la mano cuya señal se mantiene activa por pura magia, al igual que la batería y la integridad física. Lo usa para comunicarse con su primo.

    "Encontré la Casa Negra, está en Siberia y eso no me gusta, pero hablaremos de eso más tarde. No sé cuanto tiempo se quedará aquí, seré tu ancla hasta que tú y tu grupo atraviesen el portal empezando desde ya."

    El brujo envía el mensaje que no tardará más de dos minutos en llegar al dispositivo del destinatario, tenga o no tenga señal/internet. A su lado, una mujer menuda parece tan inmune a las heladas como él mismo.

    — Ekkora, ¿Qué puedes sentir de esta casa? ¿Te parece familiar? —Le pregunta, con voz profunda y tranquila, marcando las palabras.

    La Casa Negra, el objetivo de Crow, es una mansión de dos plantas de estilo victoriano que recorta el paisaje blanco siberiano haciéndose notar como una espina clavada en la ingle, tan perturbadora como la energía que la rodea y que sacude los sentidos de todo aquel que posea alguna relación con las fuerzas que operan detrás de las anomalías.

    Tolek, bien conocedor del pasado de Ekkora y su existencia previa, también sabe que ella posee no sólo uno, sino todos los sentidos relacionados con los espacios liminales. Asimismo, sabe que esta es una oportunidad invaluable para ponerle a prueba y permitirle interactuar con la que no es otra cosa que su verdadera naturaleza.

    — No sólo estás aquí para aprender, también tendrás que relacionarte con otros seres... no tan humanos Necesitarán que les guíes ahí dentro, de preferencia deberían salir de ahí con vida. Todos. ¿Comprendes?

    #ElBrujoCojo ꧁ঔৣ☬✞ 𝕮𝖗𝖔𝖜 ✞☬ঔৣ꧂ 𝗘𝗸𝗸𝗼𝗿𝗮 ⱽᵃⁿᵗᵃᴮˡᵃᶜᵏ
    "La Casa Negra" (Prólogo). Las ráfagas de viento helado y nieve se arremolinan alrededor del brujo sin que le muevan ni un sólo cabello aquí, en las tierras dominadas por el frío, su elemento primordial. Tiene el celular en la mano cuya señal se mantiene activa por pura magia, al igual que la batería y la integridad física. Lo usa para comunicarse con su primo. "Encontré la Casa Negra, está en Siberia y eso no me gusta, pero hablaremos de eso más tarde. No sé cuanto tiempo se quedará aquí, seré tu ancla hasta que tú y tu grupo atraviesen el portal empezando desde ya." El brujo envía el mensaje que no tardará más de dos minutos en llegar al dispositivo del destinatario, tenga o no tenga señal/internet. A su lado, una mujer menuda parece tan inmune a las heladas como él mismo. — Ekkora, ¿Qué puedes sentir de esta casa? ¿Te parece familiar? —Le pregunta, con voz profunda y tranquila, marcando las palabras. La Casa Negra, el objetivo de Crow, es una mansión de dos plantas de estilo victoriano que recorta el paisaje blanco siberiano haciéndose notar como una espina clavada en la ingle, tan perturbadora como la energía que la rodea y que sacude los sentidos de todo aquel que posea alguna relación con las fuerzas que operan detrás de las anomalías. Tolek, bien conocedor del pasado de Ekkora y su existencia previa, también sabe que ella posee no sólo uno, sino todos los sentidos relacionados con los espacios liminales. Asimismo, sabe que esta es una oportunidad invaluable para ponerle a prueba y permitirle interactuar con la que no es otra cosa que su verdadera naturaleza. — No sólo estás aquí para aprender, también tendrás que relacionarte con otros seres... no tan humanos Necesitarán que les guíes ahí dentro, de preferencia deberían salir de ahí con vida. Todos. ¿Comprendes? #ElBrujoCojo [TheCrow] [Ekkora]
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  • — ¿Qué ser humano no quisiera despertar al lado de alguien que lo ame?. Sin restricciones, sin temores, sin vacilar, simplemente amor. Pero esa palabra está muy sobrevalorada, olvidan los detalles pequeños: un saludo, el desayuno cuando la otra persona recién se levanta, palabras de aliento en peores momentos, alegría por el triunfo personal y ajeno.

    Mi ex esposa era todo lo contrario, saltando de fiesta en fiesta, quien sabe con cuántos hombres o mujeres se involucró. Que difícil es encontrar lo llamado media naranja, tal vez me tocó ser un limón.— Cerro los ojos y volvió a dormir.
    — ¿Qué ser humano no quisiera despertar al lado de alguien que lo ame?. Sin restricciones, sin temores, sin vacilar, simplemente amor. Pero esa palabra está muy sobrevalorada, olvidan los detalles pequeños: un saludo, el desayuno cuando la otra persona recién se levanta, palabras de aliento en peores momentos, alegría por el triunfo personal y ajeno. Mi ex esposa era todo lo contrario, saltando de fiesta en fiesta, quien sabe con cuántos hombres o mujeres se involucró. Que difícil es encontrar lo llamado media naranja, tal vez me tocó ser un limón.— Cerro los ojos y volvió a dormir.
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  • Donde las Sombras Terminan
    Categoría Slice of Life
    Con el paso de los días, Ekkora comenzó a entender lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba. Las texturas del mundo, sus olores, sus ruidos, sus silencios.

    El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente.

    Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba.

    La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo.

    Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió.

    Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad.

    Se alejaba más cada vez.
    Solo un poco.
    Solo unos pasos más allá.

    Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear.

    La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo.

    La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor.

    Después vino el fuego.

    La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial.

    Gritó.

    El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso.

    Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo.

    Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
    Con el paso de los días, Ekkora comenzó a entender lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba. Las texturas del mundo, sus olores, sus ruidos, sus silencios. El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente. Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba. La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo. Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió. Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad. Se alejaba más cada vez. Solo un poco. Solo unos pasos más allá. Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear. La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo. La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor. Después vino el fuego. La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial. Gritó. El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso. Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo. Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
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  • https://m.youtube.com/watch?v=t68gVXKYk4Y&pp=ygUfVHJ1Y2UgdmVzc2VsIHR3ZW50eSBvbmUgcGlsb3RzIA%3D%3D

    Se había detenido a descansar en los márgenes del Tártaro, justo donde la negrura del Inframundo cedía apenas a una grieta de luz tenue. El entrenamiento con la Espada Estigia había sido duro; su respiración seguía marcada por el esfuerzo, y algunas heridas recientes ardían bajo el sudor seco. Pero no se quejaba. No estaba hecho para ello. Se sentó en la roca caliente, apoyando la espada a su lado como si fuera un viejo amigo, y alzó la mirada hacia aquel resquicio donde el mundo vivo se deslizaba entre sombras.

    Era raro que buscara observar, simplemente observar. Pero aquella escena no le pasó desapercibida. En la superficie, un viudo hablaba con voz entrecortada frente a una tumba recién sellada. Su esposa, muerta días atrás. Las palabras de despedida cruzaban planos como ecos rotos, y aunque ningún mortal podría notarlo, él si que las oía. Las entendía. La esencia del amor, la pérdida y el adiós brillaba con una belleza cruel.

    Él no parpadeó. No interrumpió. Solo observó.

    Su corazón, aún joven para los estándares eternos, se agitó con algo parecido a la melancolía. Ese tipo de amor –absoluto, efímero, humano– era un misterio. Un tipo de fuerza que no podía blandirse como un arma ni sellarse como un pacto. Y, sin embargo, era tangible en ese instante.

    No envidiaba al viudo. No deseaba esa pena. Pero lo comprendía. Lo honraba en silencio. Y tal vez, en el fondo, se prometía a sí mismo que, si algún día le era concedido conocer algo tan profundamente verdadero… sabría sostenerlo con la misma firmeza con la que sostenía la Espada Estigia.

    Sin decir una palabra, esperó a que el viento callara y el viudo se retirara. Luego, simplemente, se levantó, tomó su hoja, y volvió a adentrarse en la oscuridad.

    Porque aún no era su momento. Él no sabía lo que era amar de ese modo –aún–, pero lo respetaba. Lo atesoraba, aunque solo fuera como espectador.

    “Qué manera tan hermosa de decir adiós…” pensó, sin voz.
    https://m.youtube.com/watch?v=t68gVXKYk4Y&pp=ygUfVHJ1Y2UgdmVzc2VsIHR3ZW50eSBvbmUgcGlsb3RzIA%3D%3D Se había detenido a descansar en los márgenes del Tártaro, justo donde la negrura del Inframundo cedía apenas a una grieta de luz tenue. El entrenamiento con la Espada Estigia había sido duro; su respiración seguía marcada por el esfuerzo, y algunas heridas recientes ardían bajo el sudor seco. Pero no se quejaba. No estaba hecho para ello. Se sentó en la roca caliente, apoyando la espada a su lado como si fuera un viejo amigo, y alzó la mirada hacia aquel resquicio donde el mundo vivo se deslizaba entre sombras. Era raro que buscara observar, simplemente observar. Pero aquella escena no le pasó desapercibida. En la superficie, un viudo hablaba con voz entrecortada frente a una tumba recién sellada. Su esposa, muerta días atrás. Las palabras de despedida cruzaban planos como ecos rotos, y aunque ningún mortal podría notarlo, él si que las oía. Las entendía. La esencia del amor, la pérdida y el adiós brillaba con una belleza cruel. Él no parpadeó. No interrumpió. Solo observó. Su corazón, aún joven para los estándares eternos, se agitó con algo parecido a la melancolía. Ese tipo de amor –absoluto, efímero, humano– era un misterio. Un tipo de fuerza que no podía blandirse como un arma ni sellarse como un pacto. Y, sin embargo, era tangible en ese instante. No envidiaba al viudo. No deseaba esa pena. Pero lo comprendía. Lo honraba en silencio. Y tal vez, en el fondo, se prometía a sí mismo que, si algún día le era concedido conocer algo tan profundamente verdadero… sabría sostenerlo con la misma firmeza con la que sostenía la Espada Estigia. Sin decir una palabra, esperó a que el viento callara y el viudo se retirara. Luego, simplemente, se levantó, tomó su hoja, y volvió a adentrarse en la oscuridad. Porque aún no era su momento. Él no sabía lo que era amar de ese modo –aún–, pero lo respetaba. Lo atesoraba, aunque solo fuera como espectador. “Qué manera tan hermosa de decir adiós…” pensó, sin voz.
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • "El día que los muertos caminaron con la primavera"

    Melinoë

    La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía.

    La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje.

    Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado.

    Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar.

    Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde.

    El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo.

    Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro.

    Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final.

    No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte.

    Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia.

    Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste.

    Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
    "El día que los muertos caminaron con la primavera" [Mel_Infra] La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía. La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje. Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado. Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar. Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde. El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro. Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final. No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte. Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia. Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste. Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
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