Había desplegado sobre el suelo húmedo los documentos del nuevo contrato. Sus dedos enguantados pasaban las páginas con precisión militar: fotografías borrosas, un mapa del muelle, registros de movimientos nocturnos. Y allí, entre informes aparentemente técnicos, el nombre que la había inquietado la noche anterior. Otra vez. Connor Rowan.
Cerró los ojos un segundo, aspirando el humo de su cigarro como si fuera aire suficiente para mantener la calma. Sabía que ese nombre era una herida abierta, pero también una trampa.
El muelle estaba casi desierto a esas horas. Isla Rowan avanzaba entre las sombras con una calma calculada, la capucha negra ocultándole gran parte del rostro.
Se detuvo detrás de un contenedor y observó. A unos metros, dos hombres armados vigilaban la entrada de un almacén iluminado con luces fluorescentes. Nada fuera de lo común. Pero Isla no se fiaba. Había aprendido que lo evidente rara vez era lo importante.
Sacó un pequeño visor térmico y lo enfocó hacia el edificio. En el interior, al menos seis figuras más, distribuidas como si esperaran algo… o a alguien. Y entre las cajas, volvió a aparecer ese sello en un documento apilado sobre una mesa metálica: Rowan Industries.
Isla apretó la mandíbula, sin apartar la mirada. No era casualidad. Nada en su vida lo había sido.
Guardó el visor y ajustó la pistola en la funda bajo su chaqueta. No necesitaba un plan maestro; su cuerpo se movía por instinto, como siempre. Se deslizó hacia otro ángulo, subiendo a la escalera lateral de un contenedor oxidado para ganar perspectiva. Desde allí, el muelle entero parecía un tablero de ajedrez donde las piezas no sabían que ya estaban condenadas.
Cerró los ojos un segundo, aspirando el humo de su cigarro como si fuera aire suficiente para mantener la calma. Sabía que ese nombre era una herida abierta, pero también una trampa.
El muelle estaba casi desierto a esas horas. Isla Rowan avanzaba entre las sombras con una calma calculada, la capucha negra ocultándole gran parte del rostro.
Se detuvo detrás de un contenedor y observó. A unos metros, dos hombres armados vigilaban la entrada de un almacén iluminado con luces fluorescentes. Nada fuera de lo común. Pero Isla no se fiaba. Había aprendido que lo evidente rara vez era lo importante.
Sacó un pequeño visor térmico y lo enfocó hacia el edificio. En el interior, al menos seis figuras más, distribuidas como si esperaran algo… o a alguien. Y entre las cajas, volvió a aparecer ese sello en un documento apilado sobre una mesa metálica: Rowan Industries.
Isla apretó la mandíbula, sin apartar la mirada. No era casualidad. Nada en su vida lo había sido.
Guardó el visor y ajustó la pistola en la funda bajo su chaqueta. No necesitaba un plan maestro; su cuerpo se movía por instinto, como siempre. Se deslizó hacia otro ángulo, subiendo a la escalera lateral de un contenedor oxidado para ganar perspectiva. Desde allí, el muelle entero parecía un tablero de ajedrez donde las piezas no sabían que ya estaban condenadas.
Había desplegado sobre el suelo húmedo los documentos del nuevo contrato. Sus dedos enguantados pasaban las páginas con precisión militar: fotografías borrosas, un mapa del muelle, registros de movimientos nocturnos. Y allí, entre informes aparentemente técnicos, el nombre que la había inquietado la noche anterior. Otra vez. Connor Rowan.
Cerró los ojos un segundo, aspirando el humo de su cigarro como si fuera aire suficiente para mantener la calma. Sabía que ese nombre era una herida abierta, pero también una trampa.
El muelle estaba casi desierto a esas horas. Isla Rowan avanzaba entre las sombras con una calma calculada, la capucha negra ocultándole gran parte del rostro.
Se detuvo detrás de un contenedor y observó. A unos metros, dos hombres armados vigilaban la entrada de un almacén iluminado con luces fluorescentes. Nada fuera de lo común. Pero Isla no se fiaba. Había aprendido que lo evidente rara vez era lo importante.
Sacó un pequeño visor térmico y lo enfocó hacia el edificio. En el interior, al menos seis figuras más, distribuidas como si esperaran algo… o a alguien. Y entre las cajas, volvió a aparecer ese sello en un documento apilado sobre una mesa metálica: Rowan Industries.
Isla apretó la mandíbula, sin apartar la mirada. No era casualidad. Nada en su vida lo había sido.
Guardó el visor y ajustó la pistola en la funda bajo su chaqueta. No necesitaba un plan maestro; su cuerpo se movía por instinto, como siempre. Se deslizó hacia otro ángulo, subiendo a la escalera lateral de un contenedor oxidado para ganar perspectiva. Desde allí, el muelle entero parecía un tablero de ajedrez donde las piezas no sabían que ya estaban condenadas.

