โโโโ ๐๐๐โ๐ ๐๐๐๐ฆ๐๐๐๐๐๐ โโโโ ๐๐๐๐ ๐๐๐ก ๐ท๐๐ฆ | ๐ฎ๐๐๐๐๐๐ [๐๐.๐]
[๐บ๐ฒ] ๐๐ข๐๐ฃ๐ ๐๐๐๐, ๐ธ๐ ๐ก๐๐๐๐ ๐๐๐๐๐๐ — ๐ถ๐น:๐น๐ธ ๐ด.๐
La nieve caía ligera sobre las calles casi desiertas del Lower East Side, apenas iluminadas por los faroles anaranjados y los neones parpadeantes de algún bar que se resistía a cerrar.
Eran las tres y media de la madrugada y Nueva York parecía haberse quedado sin alma, solo el viento helado silbando entre los edificios y el crujir de sus botas militares sobre la capa fina de hielo.
Santiago caminaba sin prisa, las manos metidas en los bolsillos de su abrigo negro largo, el cuello subido hasta taparle media cara. Con esa presencia que hacía que incluso los borrachos más valientes cruzaran de acera al verlo venir.
Había llegado hace poco a la ciudad después de tomar un vuelo directo desde Roma; el vuelo a Alemania y se había complicado y tuvo que desaparecer rápido. Ahora tenía un asunto pendiente aquí, uno que pagaba lo suficiente como para justificar cruzar el Atlántico en invierno.
Sacó un cigarrillo, lo encendió con un Zippo plateado que reflejó por un segundo la luz de un letrero de “Open 24h”, y dio una calada profunda. El humo salió blanco, denso, mezclándose con su aliento.
Y empezó a canturrear un poco alto donde la noche tenía un poco más de melodía mientras seguía caminando:
โโโโ ๐๐ฉ๐ฆ๐ฏ ๐ฎ๐ข๐ณ๐ช๐ฎ๐ฃ๐ข ๐ณ๐ฉ๐บ๐ต๐ฉ๐ฎ๐ด ๐ด๐ต๐ข๐ณ๐ต ๐ต๐ฐ ๐ฑ๐ญ๐ข๐บ. . . ๐ฅ๐ข๐ฏ๐ค๐ฆ ๐ธ๐ช๐ต๐ฉ ๐ฎ๐ฆ. . . ๐ฎ๐ข๐ฌ๐ฆ ๐ฎ๐ฆ ๐ด๐ธ๐ข๐บ. . . โโโโ
Su voz era grave, ronca por los años, pero llevaba el ritmo perfecto, como si la ciudad entera fuera su salón vacío. Las palabras salían en un perfecto inglés, dejando de lado su español con tonada argentina y disfrutando la noche neoyorkina.
โโโโ ๐๐ช๐ฌ๐ฆ ๐ข ๐ญ๐ข๐ป๐บ ๐ฐ๐ค๐ฆ๐ข๐ฏ ๐ฉ๐ถ๐จ๐ด ๐ต๐ฉ๐ฆ ๐ด๐ฉ๐ฐ๐ณ๐ฆ. . . ๐ฉ๐ฐ๐ญ๐ฅ ๐ฎ๐ฆ ๐ค๐ญ๐ฐ๐ด๐ฆ. . .๐๐ธ๐ข๐บ ๐ฎ๐ฆ ๐ฎ๐ฐ๐ณ๐ฆ. . .โโโโ
Un taxi pasó despacio, el conductor lo miró de reojo, extrañado de ver a aquel gigante solitario y elegante cantando swing en medio de la noche helada.
Santiago ni se inmutó. Dio otra calada, soltó el humo hacia el cielo negro y sonrió apenas, una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Tenía una pistola cargada bajo el abrigo, un sobre con fotos y una dirección en el bolsillo interior, y una cita al amanecer con alguien que ya no vería el próximo atardecer.
Pero por ahora, solo él, la nieve y Michael Bublé resonando dentro de su cabeza.
Y siguió caminando, perdiéndose entre las sombras de la ciudad que nunca duerme.
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La nieve caía ligera sobre las calles casi desiertas del Lower East Side, apenas iluminadas por los faroles anaranjados y los neones parpadeantes de algún bar que se resistía a cerrar.
Eran las tres y media de la madrugada y Nueva York parecía haberse quedado sin alma, solo el viento helado silbando entre los edificios y el crujir de sus botas militares sobre la capa fina de hielo.
Santiago caminaba sin prisa, las manos metidas en los bolsillos de su abrigo negro largo, el cuello subido hasta taparle media cara. Con esa presencia que hacía que incluso los borrachos más valientes cruzaran de acera al verlo venir.
Había llegado hace poco a la ciudad después de tomar un vuelo directo desde Roma; el vuelo a Alemania y se había complicado y tuvo que desaparecer rápido. Ahora tenía un asunto pendiente aquí, uno que pagaba lo suficiente como para justificar cruzar el Atlántico en invierno.
Sacó un cigarrillo, lo encendió con un Zippo plateado que reflejó por un segundo la luz de un letrero de “Open 24h”, y dio una calada profunda. El humo salió blanco, denso, mezclándose con su aliento.
Y empezó a canturrear un poco alto donde la noche tenía un poco más de melodía mientras seguía caminando:
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Su voz era grave, ronca por los años, pero llevaba el ritmo perfecto, como si la ciudad entera fuera su salón vacío. Las palabras salían en un perfecto inglés, dejando de lado su español con tonada argentina y disfrutando la noche neoyorkina.
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Un taxi pasó despacio, el conductor lo miró de reojo, extrañado de ver a aquel gigante solitario y elegante cantando swing en medio de la noche helada.
Santiago ni se inmutó. Dio otra calada, soltó el humo hacia el cielo negro y sonrió apenas, una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Tenía una pistola cargada bajo el abrigo, un sobre con fotos y una dirección en el bolsillo interior, y una cita al amanecer con alguien que ya no vería el próximo atardecer.
Pero por ahora, solo él, la nieve y Michael Bublé resonando dentro de su cabeza.
Y siguió caminando, perdiéndose entre las sombras de la ciudad que nunca duerme.
โโโโ ๐๐๐โ๐ ๐๐๐๐ฆ๐๐๐๐๐๐ โโโโ ๐๐๐๐ ๐๐๐ก ๐ท๐๐ฆ | ๐ฎ๐๐๐๐๐๐ [๐๐.๐]
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La nieve caía ligera sobre las calles casi desiertas del Lower East Side, apenas iluminadas por los faroles anaranjados y los neones parpadeantes de algún bar que se resistía a cerrar.
Eran las tres y media de la madrugada y Nueva York parecía haberse quedado sin alma, solo el viento helado silbando entre los edificios y el crujir de sus botas militares sobre la capa fina de hielo.
Santiago caminaba sin prisa, las manos metidas en los bolsillos de su abrigo negro largo, el cuello subido hasta taparle media cara. Con esa presencia que hacía que incluso los borrachos más valientes cruzaran de acera al verlo venir.
Había llegado hace poco a la ciudad después de tomar un vuelo directo desde Roma; el vuelo a Alemania y se había complicado y tuvo que desaparecer rápido. Ahora tenía un asunto pendiente aquí, uno que pagaba lo suficiente como para justificar cruzar el Atlántico en invierno.
Sacó un cigarrillo, lo encendió con un Zippo plateado que reflejó por un segundo la luz de un letrero de “Open 24h”, y dio una calada profunda. El humo salió blanco, denso, mezclándose con su aliento.
Y empezó a canturrear un poco alto donde la noche tenía un poco más de melodía mientras seguía caminando:
โโโโ ๐๐ฉ๐ฆ๐ฏ ๐ฎ๐ข๐ณ๐ช๐ฎ๐ฃ๐ข ๐ณ๐ฉ๐บ๐ต๐ฉ๐ฎ๐ด ๐ด๐ต๐ข๐ณ๐ต ๐ต๐ฐ ๐ฑ๐ญ๐ข๐บ. . . ๐ฅ๐ข๐ฏ๐ค๐ฆ ๐ธ๐ช๐ต๐ฉ ๐ฎ๐ฆ. . . ๐ฎ๐ข๐ฌ๐ฆ ๐ฎ๐ฆ ๐ด๐ธ๐ข๐บ. . . โโโโ
Su voz era grave, ronca por los años, pero llevaba el ritmo perfecto, como si la ciudad entera fuera su salón vacío. Las palabras salían en un perfecto inglés, dejando de lado su español con tonada argentina y disfrutando la noche neoyorkina.
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Santiago ni se inmutó. Dio otra calada, soltó el humo hacia el cielo negro y sonrió apenas, una sonrisa que no llegaba a los ojos.
Tenía una pistola cargada bajo el abrigo, un sobre con fotos y una dirección en el bolsillo interior, y una cita al amanecer con alguien que ya no vería el próximo atardecer.
Pero por ahora, solo él, la nieve y Michael Bublé resonando dentro de su cabeza.
Y siguió caminando, perdiéndose entre las sombras de la ciudad que nunca duerme.