• Escena: “El Humo de la Medianoche”

    La ciudad dormía, pero el mundo de Luana nunca descansaba.
    Desde el balcón de un edificio en el centro, el humo del cigarrillo se elevaba lento, dibujando formas inciertas bajo la luz de la luna. El brillo tenue de los autos a lo lejos reflejaba en sus anillos, y el aire nocturno le revolvía el cabello como si susurrara secretos antiguos.

    Luana apoyó el codo sobre la baranda metálica, la mirada fija en el horizonte donde las luces se mezclaban con la oscuridad. Acababa de cerrar un trato. Uno de esos que no se firman con tinta, sino con sangre y silencio.

    —Otro imperio cayendo... —murmuró, dejando que el humo escapara entre sus labios—. Y ellos creen que aún tienen el control.

    El tono de su voz era suave, casi perezoso, pero detrás de él se escondía una mente en constante movimiento. Bajo su abrigo oscuro, la pistola Night Whisper reposaba como una extensión natural de su cuerpo. No la necesitaba siempre… pero le gustaba saber que estaba ahí.

    A su espalda, la puerta del balcón se abrió apenas con un clic. No se giró; ya había sentido la presencia desde hacía minutos.

    —Sabes que no deberías estar aquí —dijo sin cambiar el tono.

    —Tampoco tú, jefa —respondió una voz masculina, con un dejo de nerviosismo.

    Ella sonrió con sutileza, una de esas sonrisas que nadie sabe si son de agrado o amenaza. Aplastó el cigarrillo en el borde del barandal, el brillo rojo extinguiéndose con un leve crujido.

    —Si vas a traerme malas noticias, al menos trae una copa de vino —susurró mientras se giraba, los ojos ámbar brillando a la luz de la luna.

    El hombre tragó saliva y extendió un sobre sellado con el emblema de una familia rival.
    Luana lo tomó, sin prisa. Lo abrió, leyó unas líneas y exhaló con calma.

    —Interesante. Quieren jugar sucio otra vez. —Sus dedos se deslizaron por el papel, sintiendo las letras grabadas—. Bien. Juguemos.

    De pronto, las sombras del balcón se alargaron, fundiéndose con sus piernas, como si la oscuridad misma la reconociera. La temperatura bajó apenas un grado.

    —Reúne al grupo, Marco —ordenó—. A medianoche saldremos a cazar.

    Cuando él salió, Luana volvió su mirada al cielo. La luna la observaba, silenciosa, como una vieja cómplice.
    Encendió otro cigarrillo, dejando que el humo se perdiera con el viento.

    > “El poder no se gana… se toma.”



    Y Luana Smith Carson estaba a punto de recordárselo al mundo.


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    🌙 Escena: “El Humo de la Medianoche” La ciudad dormía, pero el mundo de Luana nunca descansaba. Desde el balcón de un edificio en el centro, el humo del cigarrillo se elevaba lento, dibujando formas inciertas bajo la luz de la luna. El brillo tenue de los autos a lo lejos reflejaba en sus anillos, y el aire nocturno le revolvía el cabello como si susurrara secretos antiguos. Luana apoyó el codo sobre la baranda metálica, la mirada fija en el horizonte donde las luces se mezclaban con la oscuridad. Acababa de cerrar un trato. Uno de esos que no se firman con tinta, sino con sangre y silencio. —Otro imperio cayendo... —murmuró, dejando que el humo escapara entre sus labios—. Y ellos creen que aún tienen el control. El tono de su voz era suave, casi perezoso, pero detrás de él se escondía una mente en constante movimiento. Bajo su abrigo oscuro, la pistola Night Whisper reposaba como una extensión natural de su cuerpo. No la necesitaba siempre… pero le gustaba saber que estaba ahí. A su espalda, la puerta del balcón se abrió apenas con un clic. No se giró; ya había sentido la presencia desde hacía minutos. —Sabes que no deberías estar aquí —dijo sin cambiar el tono. —Tampoco tú, jefa —respondió una voz masculina, con un dejo de nerviosismo. Ella sonrió con sutileza, una de esas sonrisas que nadie sabe si son de agrado o amenaza. Aplastó el cigarrillo en el borde del barandal, el brillo rojo extinguiéndose con un leve crujido. —Si vas a traerme malas noticias, al menos trae una copa de vino —susurró mientras se giraba, los ojos ámbar brillando a la luz de la luna. El hombre tragó saliva y extendió un sobre sellado con el emblema de una familia rival. Luana lo tomó, sin prisa. Lo abrió, leyó unas líneas y exhaló con calma. —Interesante. Quieren jugar sucio otra vez. —Sus dedos se deslizaron por el papel, sintiendo las letras grabadas—. Bien. Juguemos. De pronto, las sombras del balcón se alargaron, fundiéndose con sus piernas, como si la oscuridad misma la reconociera. La temperatura bajó apenas un grado. —Reúne al grupo, Marco —ordenó—. A medianoche saldremos a cazar. Cuando él salió, Luana volvió su mirada al cielo. La luna la observaba, silenciosa, como una vieja cómplice. Encendió otro cigarrillo, dejando que el humo se perdiera con el viento. > “El poder no se gana… se toma.” Y Luana Smith Carson estaba a punto de recordárselo al mundo. ---
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  • La luz siempre esta alli
    Para iluminar caminos, para guiarlo por caminos correctos
    La luz siempre esta alli Para iluminar caminos, para guiarlo por caminos correctos
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
    Me encocora
    1
    1 turno 0 maullidos
  • 𝐓𝐡𝐞 𝐛𝐞𝐠𝐢𝐧𝐧𝐢𝐧𝐠
    Fandom Teen Wolf
    Categoría Suspenso
    Beacon Hills Memorial Hospital — 2:43 a.m.

    El hospital estaba en calma, de esa clase de silencio que no tranquiliza sino que espera.
    Los pasillos olían a desinfectante y a miedo contenido, la luz del fluorescente titilaba justo afuera de la habitación 207.

    Dentro, la chica del instituto —una estudiante cualquiera de Beacon Hills High, pierna enyesada, los dedos manchados de tinta— soñaba con salir de allí.

    La puerta se abrió sin ruido.
    Una figura entró, recortada por la luz blanca del pasillo. Hyacith sonreía con la dulzura perfecta: ojos miel, rostro familiar, ese tipo de calidez que siempre engaña.

    —No podías dormir —dijo suavemente, acercándose—. ¿Verdad?

    La muchacha la miró, confundida, aunque en su mente algo susurró que conocía esa voz.
    Hyacith se sentó al borde de la cama. La conversación se volvió un suspiro; el aire cambió de peso.

    —Sometimes the body needs to rest and the mind just needs to forget.

    El monitor cardíaco titiló una última vez antes de quedarse en silencio. Afuera, el viento empujó las cortinas. Y cuando el primer enfermero pasó a revisar, solo encontró la cama vacía y, sobre la almohada, una flor marchita con pétalos grises.




    Beacon Hills High — 7:50 a.m.

    El murmullo recorrió los pasillos antes de que la campana sonara.
    La policía había estado toda la noche en el hospital, preguntando por la estudiante desaparecida.
    Y sin embargo, ahí estaba ella.
    Caminando con muletas, con la misma férula en la pierna y una sonrisa nueva en los labios.

    —¿Qué demonios? —murmuró una compañera al verla entrar.

    Hyacith —ahora ella— giró la cabeza con ese gesto tímido que cualquiera habría reconocido como suyo.
    Su mirada se detuvo en los ojos asombrados de los demás. Durante un segundo, nadie habló.

    El sonido de los lockers, los pasos, las voces… todo pareció quedar suspendido.
    Solo Hyacith sonreía.

    —I told you I’d be fine, didn’t I? —dijo, con un guiño encantador.

    Y continuó su camino por el pasillo, cada paso medido, cada respiración idéntica a la de la chica que todos conocían.
    Solo que ahora, los reflejos en las ventanas mostraban otra cosa:
    ojos negros que parpadeaban un instante antes que los suyos, una sombra que sonreía medio segundo después.

    Por la tarde, la noticia del “milagro” se esparció.
    Nadie podía explicar cómo había regresado antes de que la policía cerrara el caso.
    Solo una enfermera insistía en algo imposible: que cuando revisó la habitación, la cama aún estaba caliente,
    pero el espejo frente a ella…
    todavía tenía huellas de manos, como si alguien hubiera intentado salir desde adentro.
    Beacon Hills Memorial Hospital — 2:43 a.m. El hospital estaba en calma, de esa clase de silencio que no tranquiliza sino que espera. Los pasillos olían a desinfectante y a miedo contenido, la luz del fluorescente titilaba justo afuera de la habitación 207. Dentro, la chica del instituto —una estudiante cualquiera de Beacon Hills High, pierna enyesada, los dedos manchados de tinta— soñaba con salir de allí. La puerta se abrió sin ruido. Una figura entró, recortada por la luz blanca del pasillo. Hyacith sonreía con la dulzura perfecta: ojos miel, rostro familiar, ese tipo de calidez que siempre engaña. —No podías dormir —dijo suavemente, acercándose—. ¿Verdad? La muchacha la miró, confundida, aunque en su mente algo susurró que conocía esa voz. Hyacith se sentó al borde de la cama. La conversación se volvió un suspiro; el aire cambió de peso. —Sometimes the body needs to rest and the mind just needs to forget. El monitor cardíaco titiló una última vez antes de quedarse en silencio. Afuera, el viento empujó las cortinas. Y cuando el primer enfermero pasó a revisar, solo encontró la cama vacía y, sobre la almohada, una flor marchita con pétalos grises. Beacon Hills High — 7:50 a.m. El murmullo recorrió los pasillos antes de que la campana sonara. La policía había estado toda la noche en el hospital, preguntando por la estudiante desaparecida. Y sin embargo, ahí estaba ella. Caminando con muletas, con la misma férula en la pierna y una sonrisa nueva en los labios. —¿Qué demonios? —murmuró una compañera al verla entrar. Hyacith —ahora ella— giró la cabeza con ese gesto tímido que cualquiera habría reconocido como suyo. Su mirada se detuvo en los ojos asombrados de los demás. Durante un segundo, nadie habló. El sonido de los lockers, los pasos, las voces… todo pareció quedar suspendido. Solo Hyacith sonreía. —I told you I’d be fine, didn’t I? —dijo, con un guiño encantador. Y continuó su camino por el pasillo, cada paso medido, cada respiración idéntica a la de la chica que todos conocían. Solo que ahora, los reflejos en las ventanas mostraban otra cosa: ojos negros que parpadeaban un instante antes que los suyos, una sombra que sonreía medio segundo después. Por la tarde, la noticia del “milagro” se esparció. Nadie podía explicar cómo había regresado antes de que la policía cerrara el caso. Solo una enfermera insistía en algo imposible: que cuando revisó la habitación, la cama aún estaba caliente, pero el espejo frente a ella… todavía tenía huellas de manos, como si alguien hubiera intentado salir desde adentro.
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    Grupal
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  • Aikaterine Ouro
    (sonriendo mientras flota en la palma de Aikaterine):

    -¡Aikaterine! ¡Mira, puedo verme así de pequeñita! Jeje~
    ¿No es adorable? Puedo explorar tus mundos desde aquí, ¡cada rincón parece enorme

    (ríe suavemente y mira hacia arriba con brillo en los ojos)

    -¿Sabes? Extrañaba verte sonreír así... parece que el tiempo no ha cambiado tu luz.
    Aunque yo pueda manipular el cosmos, tú siempre fuiste quien le dio significado.

    * Sana inclina la cabeza con un aire juguetón, pero su voz se suaviza:*

    -A veces pienso que… incluso las estrellas se vuelven más cálidas cuando estás cerca.
    Así que... prométeme que no desaparecerás tan pronto esta vez, ¿sí?
    [Mercenary1x] (sonriendo mientras flota en la palma de Aikaterine): -¡Aikaterine! ¡Mira, puedo verme así de pequeñita! Jeje~ ¿No es adorable? Puedo explorar tus mundos desde aquí, ¡cada rincón parece enorme (ríe suavemente y mira hacia arriba con brillo en los ojos) -¿Sabes? Extrañaba verte sonreír así... parece que el tiempo no ha cambiado tu luz. Aunque yo pueda manipular el cosmos, tú siempre fuiste quien le dio significado. * Sana inclina la cabeza con un aire juguetón, pero su voz se suaviza:* -A veces pienso que… incluso las estrellas se vuelven más cálidas cuando estás cerca. Así que... prométeme que no desaparecerás tan pronto esta vez, ¿sí?
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  • CAP .1 Fenix
    La sala de juntas estaba impregnada de un aire pesado para ser una empresa farmacéutica, El murmullo de voces de los médicos presentando una nueva medicina para el estrés se mezclaba con el golpeteo de plumas sobre libretas de Lilith algo adormilada pues llevaba días sin dormir, aún así se veía impecable en su papel de directora de comunicación, sostenía la mirada de los médicos mientras exponía todo referente a ala nueva medicina.

    Pero entonces, un estruendo la inundó, un zumbido, primero leve, como un eco en sus huesos, luego, una vibración que ascendió por su piel hasta hacerla sentir como si su propio cuerpo fuera un tambor resonando con un ritmo ajeno.

    —Disculpen… —su voz se quebró, apenas un susurro mientras se levantaba siendo seguida por la mirada de Caleb quien se sentaba en la cabeza de la mesa—. Me siento indispuesta.

    No esperó respuesta. Se levantó con la calma como si nada pasara aún que su cuerpo estaba experimentando algo que no conocía, salió de la sala, cerrando la puerta tras de sí. El pasillo se convirtió en un túnel de sombras. Cada paso la acercaba a un fuego invisible que crepitaba bajo su piel.

    En su oficina, cerró con llave sentía como el aire su alrededor se volvió denso, cargado de electricidad. Una flama recorrió su cuerpo, no como dolor, sino como un despertar: calor, magia, fuerza, poder. Sus manos temblorosas buscaron entre los estantes un libro antiguo, uno que nunca había abierto. Al tocarlo, el papel se encendió en un fuego vivaz y poderoso que la sorprendió tirando el libro al suelo viéndolo asustado como era consumido por las llamas.

    Las cenizas fueron lo único que quedó en el suelo, y aún con la ligera brisa que había en su oficina se movieron hasta dibujar la silueta de un ave fénix que desplegó sus alas incandescentes frente a ella. El símbolo ardía frente a sus ojos y con él, su cuerpo ardió aún más fuerte.

    —Lilith… —la voz de Caleb golpeó la puerta desde afuera—. ¡Ábreme!

    Ella apenas pudo sostenerse. El calor era insoportable, como si su piel se fundiera con un fuego ancestral. Cayó de rodillas, y antes de perder la conciencia, escuchó una voz femenina dentro de su cabeza una que había estado evitando desde años atrás.

    "Como el fénix, regreso, como el fuego me avivó y con mis cenizas manchare a quienes me olvidaron"

    El golpe de la puerta al romperse resonó como un trueno. Caleb entró, y lo que vio lo dejó helado: su hermana tendida en el suelo, el cuerpo ardiendo en un calor imposible.

    —¡Dios mío, Lilith! ¡Llamen a emergencias rápido!—gritó, marcando de inmediato a emergencias.

    El ambiente en la oficina se tenso, todos mirando preocupados a Lilith hasta que algo más poderoso opaco la escena, el sol siendo consumido por la oscuridad, un eclipse.

    Y mientras todos desviaban la vista a como la luz se iba por unos segundos, Caleb sostenía a Lilith en brazos mirando con temor el eclipse rogando por qué no fuera lo que imaginaba, y poco después el horror lo atravesó: en el cuello de Lilith, como si la piel misma se hubiera convertido en pergamino ardiente, comenzaba a formarse un tatuaje. El fénix, eterno, reclamando su lugar en la carne y alma de su hermana.
    CAP .1 Fenix La sala de juntas estaba impregnada de un aire pesado para ser una empresa farmacéutica, El murmullo de voces de los médicos presentando una nueva medicina para el estrés se mezclaba con el golpeteo de plumas sobre libretas de Lilith algo adormilada pues llevaba días sin dormir, aún así se veía impecable en su papel de directora de comunicación, sostenía la mirada de los médicos mientras exponía todo referente a ala nueva medicina. Pero entonces, un estruendo la inundó, un zumbido, primero leve, como un eco en sus huesos, luego, una vibración que ascendió por su piel hasta hacerla sentir como si su propio cuerpo fuera un tambor resonando con un ritmo ajeno. —Disculpen… —su voz se quebró, apenas un susurro mientras se levantaba siendo seguida por la mirada de Caleb quien se sentaba en la cabeza de la mesa—. Me siento indispuesta. No esperó respuesta. Se levantó con la calma como si nada pasara aún que su cuerpo estaba experimentando algo que no conocía, salió de la sala, cerrando la puerta tras de sí. El pasillo se convirtió en un túnel de sombras. Cada paso la acercaba a un fuego invisible que crepitaba bajo su piel. En su oficina, cerró con llave sentía como el aire su alrededor se volvió denso, cargado de electricidad. Una flama recorrió su cuerpo, no como dolor, sino como un despertar: calor, magia, fuerza, poder. Sus manos temblorosas buscaron entre los estantes un libro antiguo, uno que nunca había abierto. Al tocarlo, el papel se encendió en un fuego vivaz y poderoso que la sorprendió tirando el libro al suelo viéndolo asustado como era consumido por las llamas. Las cenizas fueron lo único que quedó en el suelo, y aún con la ligera brisa que había en su oficina se movieron hasta dibujar la silueta de un ave fénix que desplegó sus alas incandescentes frente a ella. El símbolo ardía frente a sus ojos y con él, su cuerpo ardió aún más fuerte. —Lilith… —la voz de Caleb golpeó la puerta desde afuera—. ¡Ábreme! Ella apenas pudo sostenerse. El calor era insoportable, como si su piel se fundiera con un fuego ancestral. Cayó de rodillas, y antes de perder la conciencia, escuchó una voz femenina dentro de su cabeza una que había estado evitando desde años atrás. "Como el fénix, regreso, como el fuego me avivó y con mis cenizas manchare a quienes me olvidaron" El golpe de la puerta al romperse resonó como un trueno. Caleb entró, y lo que vio lo dejó helado: su hermana tendida en el suelo, el cuerpo ardiendo en un calor imposible. —¡Dios mío, Lilith! ¡Llamen a emergencias rápido!—gritó, marcando de inmediato a emergencias. El ambiente en la oficina se tenso, todos mirando preocupados a Lilith hasta que algo más poderoso opaco la escena, el sol siendo consumido por la oscuridad, un eclipse. Y mientras todos desviaban la vista a como la luz se iba por unos segundos, Caleb sostenía a Lilith en brazos mirando con temor el eclipse rogando por qué no fuera lo que imaginaba, y poco después el horror lo atravesó: en el cuello de Lilith, como si la piel misma se hubiera convertido en pergamino ardiente, comenzaba a formarse un tatuaje. El fénix, eterno, reclamando su lugar en la carne y alma de su hermana.
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  • °.✩∘*˃̶୨ EL CUERVO ୧˂̶*∘✩.°
    ──── Edgar Allan Poe

    Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
    mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
    inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
    cabeceando, casi dormido,
    oyóse de súbito un leve golpe,
    como si suavemente tocaran,
    tocaran a la puerta de mi cuarto.
    “Es -dije musitando- un visitante
    tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
    Eso es todo, y nada más.”

    ¡Ah! aquel lúcido recuerdo
    de un gélido diciembre;
    espectros de brasas moribundas
    reflejadas en el suelo;
    angustia del deseo del nuevo día;
    en vano encareciendo a mis libros
    dieran tregua a mi dolor.
    Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
    virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
    Aquí ya sin nombre, para siempre.

    Y el crujir triste, vago, escalofriante
    de la seda de las cortinas rojas
    llenábame de fantásticos terrores
    jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
    acallando el latido de mi corazón,
    vuelvo a repetir:
    “Es un visitante a la puerta de mi cuarto
    queriendo entrar. Algún visitante
    que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
    Eso es todo, y nada más.”

    Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
    y ya sin titubeos:
    “Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
    mas el caso es que, adormilado
    cuando vinisteis a tocar quedamente,
    tan quedo vinisteis a llamar,
    a llamar a la puerta de mi cuarto,
    que apenas pude creer que os oía.”
    Y entonces abrí de par en par la puerta:
    Oscuridad, y nada más.

    Escrutando hondo en aquella negrura
    permanecí largo rato, atónito, temeroso,
    dudando, soñando sueños que ningún mortal
    se haya atrevido jamás a soñar.
    Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
    y la única palabra ahí proferida
    era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
    Lo pronuncié en un susurro, y el eco
    lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
    Apenas esto fue, y nada más.

    Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
    toda mi alma abrasándose dentro de mí,
    no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
    “Ciertamente -me dije-, ciertamente
    algo sucede en la reja de mi ventana.
    Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
    y así penetrar pueda en el misterio.
    Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
    y así penetrar pueda en el misterio.”
    ¡Es el viento, y nada más!

    De un golpe abrí la puerta,
    y con suave batir de alas, entró
    un majestuoso cuervo
    de los santos días idos.
    Sin asomos de reverencia,
    ni un instante quedo;
    y con aires de gran señor o de gran dama
    fue a posarse en el busto de Palas,
    sobre el dintel de mi puerta.
    Posado, inmóvil, y nada más.

    Entonces, este pájaro de ébano
    cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
    con el grave y severo decoro
    del aspecto de que se revestía.
    “Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.
    no serás un cobarde.
    hórrido cuervo vetusto y amenazador.
    Evadido de la ribera nocturna.
    ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
    Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

    Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
    pudiera hablar tan claramente;
    aunque poco significaba su respuesta.
    Poco pertinente era. Pues no podemos
    sino concordar en que ningún ser humano
    ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
    posado sobre el dintel de su puerta,
    pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
    de Palas en el dintel de su puerta
    con semejante nombre: “Nunca más.”

    Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
    las palabras pronunció, como virtiendo
    su alma sólo en esas palabras.
    Nada más dijo entonces;
    no movió ni una pluma.
    Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
    “Otros amigos se han ido antes;
    mañana él también me dejará,
    como me abandonaron mis esperanzas.”
    Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

    Sobrecogido al romper el silencio
    tan idóneas palabras,
    “sin duda -pensé-, sin duda lo que dice
    es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
    de un amo infortunado a quien desastre impío
    persiguió, acosó sin dar tregua
    hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
    hasta que las endechas de su esperanza
    llevaron sólo esa carga melancólica
    de “Nunca, nunca más.”

    Mas el Cuervo arrancó todavía
    de mis tristes fantasías una sonrisa;
    acerqué un mullido asiento
    frente al pájaro, el busto y la puerta;
    y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
    empecé a enlazar una fantasía con otra,
    pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
    lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
    flaco y ominoso pájaro de antaño
    quería decir graznando: “Nunca más,”

    En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
    frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
    quemaban hasta el fondo de mi pecho.
    Esto y más, sentado, adivinaba,
    con la cabeza reclinada
    en el aterciopelado forro del cojín
    acariciado por la luz de la lámpara;
    en el forro de terciopelo violeta
    acariciado por la luz de la lámpara
    ¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

    Entonces me pareció que el aire
    se tornaba más denso, perfumado
    por invisible incensario mecido por serafines
    cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
    “¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido,
    por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
    tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
    ¡Apura, oh, apura este dulce nepente
    y olvida a tu ausente Leonora!”
    Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

    “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!
    ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
    enviado por el Tentador, o arrojado
    por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
    a esta desértica tierra encantada,
    a este hogar hechizado por el horror!
    Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
    ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
    ¡Dime, dime, te imploro!”
    Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

    “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!
    ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
    ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
    ese Dios que adoramos tú y yo,
    dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
    tendrá en sus brazos a una santa doncella
    llamada por los ángeles Leonora,
    tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
    llamada por los ángeles Leonora!”
    Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

    “¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
    pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso.
    ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
    No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
    que profirió tu espíritu!
    Deja mi soledad intacta.
    Abandona el busto del dintel de mi puerta.
    Aparta tu pico de mi corazón
    y tu figura del dintel de mi puerta.
    Y el Cuervo dijo: Nunca más.”

    Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
    Aún sigue posado, aún sigue posado
    en el pálido busto de Palas.
    en el dintel de la puerta de mi cuarto.
    Y sus ojos tienen la apariencia
    de los de un demonio que está soñando.
    Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
    tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
    del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
    no podrá liberarse. ¡Nunca más!
    °.✩∘*˃̶୨ EL CUERVO ୧˂̶*∘✩.° ──── Edgar Allan Poe Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido, inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, casi dormido, oyóse de súbito un leve golpe, como si suavemente tocaran, tocaran a la puerta de mi cuarto. “Es -dije musitando- un visitante tocando quedo a la puerta de mi cuarto. Eso es todo, y nada más.” ¡Ah! aquel lúcido recuerdo de un gélido diciembre; espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo; angustia del deseo del nuevo día; en vano encareciendo a mis libros dieran tregua a mi dolor. Dolor por la pérdida de Leonora, la única, virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada. Aquí ya sin nombre, para siempre. Y el crujir triste, vago, escalofriante de la seda de las cortinas rojas llenábame de fantásticos terrores jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie, acallando el latido de mi corazón, vuelvo a repetir: “Es un visitante a la puerta de mi cuarto queriendo entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más.” Ahora, mi ánimo cobraba bríos, y ya sin titubeos: “Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro, mas el caso es que, adormilado cuando vinisteis a tocar quedamente, tan quedo vinisteis a llamar, a llamar a la puerta de mi cuarto, que apenas pude creer que os oía.” Y entonces abrí de par en par la puerta: Oscuridad, y nada más. Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato, atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que ningún mortal se haya atrevido jamás a soñar. Mas en el silencio insondable la quietud callaba, y la única palabra ahí proferida era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?” Lo pronuncié en un susurro, y el eco lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!” Apenas esto fue, y nada más. Vuelto a mi cuarto, mi alma toda, toda mi alma abrasándose dentro de mí, no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza. “Ciertamente -me dije-, ciertamente algo sucede en la reja de mi ventana. Dejad, pues, que vea lo que sucede allí, y así penetrar pueda en el misterio. Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio, y así penetrar pueda en el misterio.” ¡Es el viento, y nada más! De un golpe abrí la puerta, y con suave batir de alas, entró un majestuoso cuervo de los santos días idos. Sin asomos de reverencia, ni un instante quedo; y con aires de gran señor o de gran dama fue a posarse en el busto de Palas, sobre el dintel de mi puerta. Posado, inmóvil, y nada más. Entonces, este pájaro de ébano cambió mis tristes fantasías en una sonrisa con el grave y severo decoro del aspecto de que se revestía. “Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-. no serás un cobarde. hórrido cuervo vetusto y amenazador. Evadido de la ribera nocturna. ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!” Y el Cuervo dijo: “Nunca más.” Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado pudiera hablar tan claramente; aunque poco significaba su respuesta. Poco pertinente era. Pues no podemos sino concordar en que ningún ser humano ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro posado sobre el dintel de su puerta, pájaro o bestia, posado en el busto esculpido de Palas en el dintel de su puerta con semejante nombre: “Nunca más.” Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto. las palabras pronunció, como virtiendo su alma sólo en esas palabras. Nada más dijo entonces; no movió ni una pluma. Y entonces yo me dije, apenas murmurando: “Otros amigos se han ido antes; mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas.” Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.” Sobrecogido al romper el silencio tan idóneas palabras, “sin duda -pensé-, sin duda lo que dice es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido de un amo infortunado a quien desastre impío persiguió, acosó sin dar tregua hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido, hasta que las endechas de su esperanza llevaron sólo esa carga melancólica de “Nunca, nunca más.” Mas el Cuervo arrancó todavía de mis tristes fantasías una sonrisa; acerqué un mullido asiento frente al pájaro, el busto y la puerta; y entonces, hundiéndome en el terciopelo, empecé a enlazar una fantasía con otra, pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño, lo que este torvo, desgarbado, hórrido, flaco y ominoso pájaro de antaño quería decir graznando: “Nunca más,” En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra, frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos, quemaban hasta el fondo de mi pecho. Esto y más, sentado, adivinaba, con la cabeza reclinada en el aterciopelado forro del cojín acariciado por la luz de la lámpara; en el forro de terciopelo violeta acariciado por la luz de la lámpara ¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más! Entonces me pareció que el aire se tornaba más denso, perfumado por invisible incensario mecido por serafines cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado. “¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido, por estos ángeles te ha otorgado una tregua, tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora! ¡Apura, oh, apura este dulce nepente y olvida a tu ausente Leonora!” Y el Cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e impávido, a esta desértica tierra encantada, a este hogar hechizado por el horror! Profeta, dime, en verdad te lo imploro, ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad? ¡Dime, dime, te imploro!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio! ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas, ese Dios que adoramos tú y yo, dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén tendrá en sus brazos a una santa doncella llamada por los ángeles Leonora, tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen llamada por los ángeles Leonora!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Sea esa palabra nuestra señal de partida pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso. ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira que profirió tu espíritu! Deja mi soledad intacta. Abandona el busto del dintel de mi puerta. Aparta tu pico de mi corazón y tu figura del dintel de mi puerta. Y el Cuervo dijo: Nunca más.” Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. Aún sigue posado, aún sigue posado en el pálido busto de Palas. en el dintel de la puerta de mi cuarto. Y sus ojos tienen la apariencia de los de un demonio que está soñando. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá liberarse. ¡Nunca más!
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  • El Rugido del dragon loto
    Fandom N/A
    Categoría Fantasía
    * .:。✧*゚ ゚・ ✧.。. * * .:。✧*゚ ゚・ ✧.。. * . *.:。✧ *゚ ゚・ ✧.。. *.

    𝑬𝒔𝒕𝒂 𝒑𝒓𝒐𝒑𝒖𝒆𝒔𝒕𝒂 𝒅𝒆 𝒓𝒐𝒍 𝒄𝒐𝒎𝒃𝒊𝒏𝒂 𝒍𝒂 𝒊𝒏𝒕𝒆𝒏𝒔𝒂 𝒄𝒐𝒎𝒑𝒆𝒕𝒆𝒏𝒄𝒊𝒂 𝒚 𝒆𝒍 𝒍𝒖𝒋𝒐 𝒔𝒐𝒇𝒐𝒄𝒂𝒏𝒕𝒆 𝒅𝒆𝒍 𝑷𝒂𝒍𝒂𝒄𝒊𝒐 𝑰𝒏𝒕𝒆𝒓𝒊𝒐𝒓 𝒄𝒐𝒏 𝒍𝒂𝒔 𝒄𝒓𝒆𝒄𝒊𝒆𝒏𝒕𝒆𝒔 𝒂𝒎𝒆𝒏𝒂𝒛𝒂𝒔 𝒅𝒆 𝑮𝒖𝒆𝒓𝒓𝒂 𝒚 𝑷𝒆𝒔𝒕𝒆 𝒒𝒖𝒆 𝒂𝒄𝒆𝒄𝒉𝒂𝒏 𝒂𝒍 𝒊𝒎𝒑𝒆𝒓𝒊𝒐.

    El Escenario Central: El Palacio Interior

    ⚘.┋El Palacio del Sauce Dormido es un mundo dorado, aislado por altos muros y reglas ancestrales. Es el hogar de cientos de mujeres cuya vida gira en torno a una sola persona: el Emperador.


    ⚘.┋Las concubinas, a menudo llamadas "Muñecas de Seda" por su apariencia impecable y su limitada libertad, viven en un lujo inimaginable. Sus aposentos están adornados con jade, incienso exótico y sedas finas. Sin embargo, este lujo es una jaula El Único Camino al Poder La verdadera meta de cada concubina es ascender en el Sistema de Rangos (Dama de la 5ta Clase, Concubina Estimada, Consorte Imperial, etc.). El camino más rápido y seguro es dar a luz a una pareja de crios un Príncipe (heredero) y una Princesa (una pieza valiosa en futuras alianzas).

    ⚘.┋La Jerarquía : La vida está gobernada por la Emperatriz (o la Consorte Superior en este caso la madre del emperador) y las reglas de etiqueta. Un paso en falso, una palabra mal dicha o un enemigo en las sombras pueden significar la caída en desgracia, el exilio o la muerte. El respeto es una moneda que solo las más astutas y poderosas pueden poseer.

    La Crisis del Imperio

    • ✾ •Una rara y virulenta epidemia se ha desatado en los distritos pobres de la Capital, conocida popularmente como la "Plaga del Loto Negro" por las manchas oscuras que deja en la piel.
    • ✾ •El Miedo: El miedo de que la enfermedad cruce los muros del palacio es palpable. Se han reforzado las cuarentenas, y los sirvientes que tienen contacto con el exterior son vigilados con recelo.

    • ✾ •La Oportunidad: Esta crisis pone a prueba la piedad del Emperador y la influencia de sus concubinas. ¿Alguna de ellas se atreverá a usar sus conexiones familiares o su ingenio para buscar una cura o ayudar al pueblo, ganando el favor del Emperador? ¿O lo usarán como arma para incriminar a una rival?

    2. La Guerra en la Frontera

    ✧❂✧Una guerra prolongada, ya sea contra un reino vecino o contra una feroz rebelión interna, está drenando las arcas y la moral del imperio.

    ✧❂✧Las Consecuencias: Los suministros de lujo (sedas, inciensos, comida exótica) están escaseando, y las tensiones entre las concubinas por los pocos bienes restantes están al alza.

    ✧❂✧La Inestabilidad: Familias nobles aliadas con ciertas concubinas están sufriendo derrotas. Esto significa que la posición de la concubina en el palacio es tan segura como la posición de su familia en el campo de batalla. La caída de una familia puede arrastrar consigo a su "Muñeca de Seda".

    𝑷𝒂𝒓𝒂 𝒑𝒐𝒅𝒆𝒓 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒖𝒏𝒂 𝒎𝒆𝒋𝒐𝒓 𝒆𝒙𝒑𝒆𝒓𝒆𝒏𝒄𝒊𝒂 𝒕𝒊𝒆𝒏𝒆𝒏 𝒒𝒖𝒆 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒆𝒏 𝒄𝒖𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒍𝒐𝒔 𝒔𝒊𝒈𝒖𝒊𝒆𝒏𝒕𝒆𝒔 𝒑𝒖𝒏𝒕𝒐𝒔

    ⋆⌘⋆ ​¿Cuál es mi linaje? ¿Vengo de una familia de guerreros, académicos, o comerciantes ricos? ¿Mi familia es poderosa o está en declive?
    ​¿Cuál es mi debilidad oculta? ¿Soy ingenua, demasiado ambiciosa, impulsiva, o tengo un secreto que arruinaría mi reputación si se revelara?

    ⋆⌘⋆ ¿Que tipo de rol quiero tomar?¿aliado?¿traidor?¿sirviente?¿amante secreto? Quiero ser un fiel servidor del emperador dispuesto a dar mi vida por su causa...talvez el amante de alguna de sus concubinas intercambiar leves roses miradas discretas pero en ello se te puede ir la vida quizas ser un comandante de guerra. Dedicarme ala medicina y nacimiento de los principes y Princesas. (Rol abierto usa tu imaginacion )

    ⋆⌘⋆ respetar las reglas y modo de rol.

    (El modo y reglas estaran en la des del chat grupal)

    𝑳𝒊𝒔𝒕𝒂 𝒅𝒆 𝒓𝒐𝒍𝒆𝒔 𝒂𝒃𝒊𝒆𝒓𝒕𝒐𝒔 (𝒔𝒊 𝒈𝒖𝒔𝒕𝒂𝒔 𝒂𝒈𝒓𝒆𝒈𝒂𝒓 𝒂𝒍𝒈𝒖𝒏𝒐 𝒆𝒔 𝒕𝒐𝒕𝒂𝒍𝒎𝒆𝒏𝒕𝒆 𝒃𝒊𝒆𝒏𝒗𝒆𝒏𝒊𝒅𝒐)

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    ༺Familia real༻

    °•Emperador
    •°Gran madre
    °•hermana ~Alikka (yo)
    •°hermano

    (Aqui se pueden agregar las esposas y esposos de los hermanos y hermanas)

    ⊰❉⊱•*•.¸♡ Concubinas ♡¸.•*
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    ⊰❉⊱•➶ Sirvientes o damas ➷
    DAMAS
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    SIRVIENTES
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    (De aqui saldran las damas de compañia de las concubinas y sirvientes posibles amantes secretos)

    ⊰❉⊱•✞☠︎Generales☠︎✞
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    3•
    (Pueden agregar como esposas o parejas a cualquiera incluyendo concubinas mas estos seran secretos si deciden emparejarse con alguna concubina)

    ⊰❉⊱•【。_。】 Medic@ y enfermer@ 【。_。】
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    Espero y se animen a participar!^^ a mi me hace mucha ilusion

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    AGENCIA ISHTAR’S DEMONIC DÈESSE INFERNAL GLAMOUR
    Dossier Confidencial — Modelo Clase Élite

    Nombre: Aerith Ishtar
    Alias: La Espada Carmesí de la Luna Rota

    Perfil Profesional
    ❃ Rango: Modelo Élite / Embajadora de Marca Infernal
    ❃ Línea de Estilo: Dark Elegant – Fantasía de Guerra – Glamour Infernal
    ❃ Cargo dentro de la Agencia:
    Imagen de la división Crimson Edge Collection, encargada de campañas temáticas inspiradas en el poder, la guerra y la sensualidad demoníaca.

    Descripción Física
    ❋ Cabello: Rosa perlado, largo y suelto, símbolo de pureza corrompida.
    ❋ Ojos: Azul acerado que se torna carmesí cuando activa su energía espiritual.
    ❋ Altura: 1.74 m
    ❋ Complexión: Atlética y definida, perfecta para sesiones de combate y pasarelas de acción.
    ❋ Aura Visual: La mezcla letal entre belleza y fuerza. Su presencia domina el lente y genera una sensación de autoridad irresistible.

    Historia y Origen
    Aerith Ishtar nació en la línea secundaria del clan Ishtar, entrenada desde pequeña en las artes marciales y la disciplina espiritual. Su alma se forjó entre templos lunares y campos de batalla infernales, donde aprendió que la belleza no está reñida con la ferocidad.

    Fue descubierta por Sasha Ishtar, la Emperatriz y Directora General, durante una exhibición ritual en el Santuario de las Espadas. Desde ese día, Aerith fue reclutada como modelo élite de la agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour, siendo moldeada para representar la fusión entre elegancia, guerra y deseo.

    Rol en la Agencia

    Aerith Ishtar es el símbolo de la disciplina y el poder femenino dentro de la agencia. Representa la voluntad inquebrantable y el magnetismo oscuro que define el sello “Demonic Dèesse”.
    Participa como rostro principal en campañas de:

    ♡ Armaduras de Alta Moda Infernal

    ♡ Sesiones de Combate Artístico y Coreográfico

    ♡ Líneas de Perfume “Crimson Shadow” y “Luna Roja”

    Su estética combina la precisión marcial con un toque erótico y etéreo, convirtiéndola en una de las modelos más codiciadas de todo el clan Ishtar.

    Ficha Extendida
    ❤ Nombre Completo: Aerith Y. Ishtar
    ❤ Título: La Espada Carmesí de la Luna Rota
    ❤ Edad Aparente: 23 años
    ❤ Linaje: Sangre directa del linaje lunar de los Ishtar
    ❤ Facción: Agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour
    ❤ Especialidad: Modelaje de combate y coreografía marcial
    ❤ Armas: Katana doble Kage & Hikari
    ❤ Elemento Dominante: Fuego y Luz Lunar
    ❤ Debilidad: Emociones contenidas; su autocontrol puede fracturarse bajo presión emocional intensa.


    ❤ Frase Emblemática:
    “Mi elegancia no está en mis vestidos, sino en la forma en que cortó la oscuridad.”
    💠 AGENCIA ISHTAR’S DEMONIC DÈESSE INFERNAL GLAMOUR 📜 Dossier Confidencial — Modelo Clase Élite 👑 Nombre: Aerith Ishtar Alias: La Espada Carmesí de la Luna Rota 🩸 Perfil Profesional ❃ Rango: Modelo Élite / Embajadora de Marca Infernal ❃ Línea de Estilo: Dark Elegant – Fantasía de Guerra – Glamour Infernal ❃ Cargo dentro de la Agencia: Imagen de la división Crimson Edge Collection, encargada de campañas temáticas inspiradas en el poder, la guerra y la sensualidad demoníaca. 🌹 Descripción Física ❋ Cabello: Rosa perlado, largo y suelto, símbolo de pureza corrompida. ❋ Ojos: Azul acerado que se torna carmesí cuando activa su energía espiritual. ❋ Altura: 1.74 m ❋ Complexión: Atlética y definida, perfecta para sesiones de combate y pasarelas de acción. ❋ Aura Visual: La mezcla letal entre belleza y fuerza. Su presencia domina el lente y genera una sensación de autoridad irresistible. ⚔️ Historia y Origen Aerith Ishtar nació en la línea secundaria del clan Ishtar, entrenada desde pequeña en las artes marciales y la disciplina espiritual. Su alma se forjó entre templos lunares y campos de batalla infernales, donde aprendió que la belleza no está reñida con la ferocidad. Fue descubierta por Sasha Ishtar, la Emperatriz y Directora General, durante una exhibición ritual en el Santuario de las Espadas. Desde ese día, Aerith fue reclutada como modelo élite de la agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour, siendo moldeada para representar la fusión entre elegancia, guerra y deseo. 💋 Rol en la Agencia Aerith Ishtar es el símbolo de la disciplina y el poder femenino dentro de la agencia. Representa la voluntad inquebrantable y el magnetismo oscuro que define el sello “Demonic Dèesse”. Participa como rostro principal en campañas de: ♡ Armaduras de Alta Moda Infernal ♡ Sesiones de Combate Artístico y Coreográfico ♡ Líneas de Perfume “Crimson Shadow” y “Luna Roja” Su estética combina la precisión marcial con un toque erótico y etéreo, convirtiéndola en una de las modelos más codiciadas de todo el clan Ishtar. 🕯️ Ficha Extendida ❤ Nombre Completo: Aerith Y. Ishtar ❤ Título: La Espada Carmesí de la Luna Rota ❤ Edad Aparente: 23 años ❤ Linaje: Sangre directa del linaje lunar de los Ishtar ❤ Facción: Agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour ❤ Especialidad: Modelaje de combate y coreografía marcial ❤ Armas: Katana doble Kage & Hikari ❤ Elemento Dominante: Fuego y Luz Lunar ❤ Debilidad: Emociones contenidas; su autocontrol puede fracturarse bajo presión emocional intensa. ❤ Frase Emblemática: “Mi elegancia no está en mis vestidos, sino en la forma en que cortó la oscuridad.”
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