La luz en la estancia es apenas un susurro, una penumbra cálida que se aferra a las texturas del cuero y el terciopelo. Alberto descansa en el sillón, no con la rigidez de un guardia, sino con la soltura de un depredador que sabe que no tiene nada que temer. Su cuerpo se hunde en el asiento, una pierna cruzada sobre la otra, en una pose de absoluta y perturbadora confianza.
El silencio es denso, sólo interrumpido por el sonido rítmico y húmedo de su lengua recorriendo la palma de su mano. Hay algo profundamente magnético y prohibido en la forma en que lo hace; no es un acto de necesidad, sino de puro placer sensorial. Sus ojos, entornados por el deleite, parecen seguir el rastro carmesí que se extiende por su piel como si fuera un manjar prohibido. La sangre cae con la densidad de la miel, despacio.
La escena exhala un erotismo oscuro. Cada movimiento de su garganta al tragar es pausado, deliberado, invitando a la mirada a detenerse en el contraste de sus dedos largos contra la piel manchada. La luz tenue acaricia el perfil de su rostro y la curva de sus cuernos, resaltando una belleza que no pertenece a este mundo.
Él no busca compañía, pero su sola presencia es una invitación al abismo. Se lame los labios, dejando un rastro brillante y húmedo, mientras una chispa de satisfacción egoísta baila en su mirada. Alberto sabe que está siendo observado, y ese conocimiento parece intensificar su propio ritual, transformando el acto de limpiar la sangre en una danza de seducción silenciosa y letal.
El silencio es denso, sólo interrumpido por el sonido rítmico y húmedo de su lengua recorriendo la palma de su mano. Hay algo profundamente magnético y prohibido en la forma en que lo hace; no es un acto de necesidad, sino de puro placer sensorial. Sus ojos, entornados por el deleite, parecen seguir el rastro carmesí que se extiende por su piel como si fuera un manjar prohibido. La sangre cae con la densidad de la miel, despacio.
La escena exhala un erotismo oscuro. Cada movimiento de su garganta al tragar es pausado, deliberado, invitando a la mirada a detenerse en el contraste de sus dedos largos contra la piel manchada. La luz tenue acaricia el perfil de su rostro y la curva de sus cuernos, resaltando una belleza que no pertenece a este mundo.
Él no busca compañía, pero su sola presencia es una invitación al abismo. Se lame los labios, dejando un rastro brillante y húmedo, mientras una chispa de satisfacción egoísta baila en su mirada. Alberto sabe que está siendo observado, y ese conocimiento parece intensificar su propio ritual, transformando el acto de limpiar la sangre en una danza de seducción silenciosa y letal.
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