• — No me hables como si te importara... Está bien que solo te veas a ti mismo, pero no intentes engañarme.
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  • 𝘌𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘴𝘰𝘮𝘣𝘳𝘢𝘴 𝘺 𝘭𝘶𝘻
    Fandom Ninguno
    Categoría Fantasía
    〈 Rol con Svetla Le’ron ♡ 〉

    El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba.

    Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar.

    La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse.

    Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación.

    Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado.

    Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada.

    El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser.

    Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie.

    Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era.

    Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir.

    Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo.

    Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
    〈 Rol con [Svetlaler0n] ♡ 〉 El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba. Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar. La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse. Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación. Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado. Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada. El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser. Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie. Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era. Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir. Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo. Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
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  • Se tumbó en el jardín de su palacio cuando finalmente volvió al infierno, suspirando con pesar, mirando al vacío.
    Era más que obvio que terminaría soltera como siguiera de mujer, pero no era algo que pudiera cambiar por sí sola, ya lo había intentado.

    —Creí... que el juramento era amarnos en las buenas y las malas, sin importar que sucediera...
    Supongo que sólo yo juré que sería de ese modo y no he fallado.
    Se tumbó en el jardín de su palacio cuando finalmente volvió al infierno, suspirando con pesar, mirando al vacío. Era más que obvio que terminaría soltera como siguiera de mujer, pero no era algo que pudiera cambiar por sí sola, ya lo había intentado. —Creí... que el juramento era amarnos en las buenas y las malas, sin importar que sucediera... Supongo que sólo yo juré que sería de ese modo y no he fallado.
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  • Hablo por EXPERIENCIA cuando digo que la VIDA es mejor, sin importar cuán dura, sin importar cuán dolorosa sea.
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  • Pᴏᴄᴏs ᴍᴇsᴇs ᴅᴇ ᴍᴜᴇʀᴛᴀ

    Hace poco había muerto, todavía no podía asimilarlo, era todo nuevo. Su cuerpo fantasmal tenía su forma antes de morir, pero no era su cuerpo real. Por alguna razón todavía se le odia tocar, pero su piel congelada. Las caricias ya no se podían dar a menudo, los niños sentían algo raro en ella y solo huían.

    . . .

    Era por la tarde. Estaba ya cansada de ser seguida por aquellos espectros femeninos, parecían no tener a quien seguir y optaron a pegarse a ella como un koala a su tronco.

    «—Señorita, está lista vuestra filosa espada.»

    Anunciaba una de las fantasmas mientras arreglaba sus ropas. No iba a ser grosera con ella, siempre la trataban como una reina, sirviéndole el té sin importar la hora, le lavaban sus ropajes sin siquiera pedirlo y su cabello siempre se encontraba cuidado.

    «—Gracias Xiaochen —»

    Observó desde su lugar la espada, sonriendo. La espada de su difunto hermano le provocaba todas esas emociones, que, como muerta no debía sentir.
    Pᴏᴄᴏs ᴍᴇsᴇs ᴅᴇ ᴍᴜᴇʀᴛᴀ Hace poco había muerto, todavía no podía asimilarlo, era todo nuevo. Su cuerpo fantasmal tenía su forma antes de morir, pero no era su cuerpo real. Por alguna razón todavía se le odia tocar, pero su piel congelada. Las caricias ya no se podían dar a menudo, los niños sentían algo raro en ella y solo huían. . . . Era por la tarde. Estaba ya cansada de ser seguida por aquellos espectros femeninos, parecían no tener a quien seguir y optaron a pegarse a ella como un koala a su tronco. «—Señorita, está lista vuestra filosa espada.» Anunciaba una de las fantasmas mientras arreglaba sus ropas. No iba a ser grosera con ella, siempre la trataban como una reina, sirviéndole el té sin importar la hora, le lavaban sus ropajes sin siquiera pedirlo y su cabello siempre se encontraba cuidado. «—Gracias Xiaochen —» Observó desde su lugar la espada, sonriendo. La espada de su difunto hermano le provocaba todas esas emociones, que, como muerta no debía sentir.
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  • Ese día era una fecha especial, alguna festividad. Él simplemente estaba sentado en un lugar algo solitario pasando el tiempo sin más, no tenía nada que hacer, era uno de esos días donde no había trabajos, nada pendiente, donde solo hacía lo que quería.

    Ya era de noche, pero no muy lejos había gente celebrando en familia y grupos de amigos, viendo las luces, los fuegos artificiales, ese tipo de cosas. En eso una niña se acercó haciendo contraste con el propio ambiente sombrío que le rodeaba, la pequeña le quería enseñar algo, pero él no la miraba, no la escuchaba, era como si no existiera, probablemente solo la ignoraba.

    Al final, la niña se fue y por su parte se quedaría ahí sentado un poco más, después de eso y a la distancia de otras personas, elevó la mirada observando el entorno sin inmutarse. Realmente no tenía ni idea que se celebraba, tampoco es como que le importara, no entendía que le veía de especial la gente a esa clase de festividades.

    Luego de eso, su mente dejo esa clase de pensamientos muy usual en él, recordando algo que prontamente debía hacer, a lo cual se dibujaría una tenue sonrisa en sus labios.
    Ese día era una fecha especial, alguna festividad. Él simplemente estaba sentado en un lugar algo solitario pasando el tiempo sin más, no tenía nada que hacer, era uno de esos días donde no había trabajos, nada pendiente, donde solo hacía lo que quería. Ya era de noche, pero no muy lejos había gente celebrando en familia y grupos de amigos, viendo las luces, los fuegos artificiales, ese tipo de cosas. En eso una niña se acercó haciendo contraste con el propio ambiente sombrío que le rodeaba, la pequeña le quería enseñar algo, pero él no la miraba, no la escuchaba, era como si no existiera, probablemente solo la ignoraba. Al final, la niña se fue y por su parte se quedaría ahí sentado un poco más, después de eso y a la distancia de otras personas, elevó la mirada observando el entorno sin inmutarse. Realmente no tenía ni idea que se celebraba, tampoco es como que le importara, no entendía que le veía de especial la gente a esa clase de festividades. Luego de eso, su mente dejo esa clase de pensamientos muy usual en él, recordando algo que prontamente debía hacer, a lo cual se dibujaría una tenue sonrisa en sus labios.
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  • Nada en este mundo permanece PURO para siempre, sin importar lo bueno, real o NOBLE. Tarde o temprano, todo se vuelve IMPURO.
    Nada en este mundo permanece PURO para siempre, sin importar lo bueno, real o NOBLE. Tarde o temprano, todo se vuelve IMPURO.
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  • ─── Arrasaré con todo a mi paso, sin importar lo que deba de hacer, he luchado mucho por mi gente, he sufrido por mantener mi reino, no desistiré, no bajaré los brazos, no permitiré que me hagan menos, ni hoy, ni mañana, ni nunca.
    ─── Arrasaré con todo a mi paso, sin importar lo que deba de hacer, he luchado mucho por mi gente, he sufrido por mantener mi reino, no desistiré, no bajaré los brazos, no permitiré que me hagan menos, ni hoy, ni mañana, ni nunca.
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  • Lucho contra la maldad de este mundo porque esas fueron las enseñanzas de mi maestro, Charles Xavier quién me enseño muchas cosas buenas que tenía la gente, los seres vivos y este mundo, sobretodo que siempre brindará mis poderes a quienes lo necesita sin importar su alineación ya que todos merecen más que una segunda oportunidad. #PolarisXFactor
    Lucho contra la maldad de este mundo porque esas fueron las enseñanzas de mi maestro, Charles Xavier quién me enseño muchas cosas buenas que tenía la gente, los seres vivos y este mundo, sobretodo que siempre brindará mis poderes a quienes lo necesita sin importar su alineación ya que todos merecen más que una segunda oportunidad. #PolarisXFactor
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  • El rubio estaba en la cubierta del barco, apoyado en la barandilla mientras la brisa salada despeinaba sus mechones dorados. La luna iluminaba el océano, reflejando destellos plateados en las olas tranquilas. Su cigarrillo apenas ardía entre sus dedos, olvidado mientras su mente vagaba entre pensamientos.

    “¿Cuánto he cambiado desde que zarpé con estos locos?”

    Soltó un suspiro, observando el vaivén del mar. Recordaba su vida en Baratie, los días de lucha bajo la mirada severa de Zeff. Antes, su mundo era la cocina y la supervivencia. Ahora, su mundo era mucho más grande. Compañeros que se sentían como una familia, sueños compartidos, batallas que lo habían llevado al límite… y la certeza de que seguiría luchando hasta el final.
    Llevó el cigarrillo a sus labios, pero no lo encendió. Pensó en todas las personas que había encontrado en su viaje. Las mujeres a las que había jurado proteger, los amigos que lo habían aceptado sin cuestionar su pasado, y los enemigos que lo habían hecho más fuerte.

    “No soy el mismo cocinero que salió de Baratie. No solo quiero encontrar All Blue. Quiero seguir cocinando para ellos… para que nunca pasen hambre, para que siempre tengan un hogar, sin importar a dónde vayamos.”

    Sonrió para sí mismo, apagando el cigarro entre sus dedos antes de volver adentro. Mañana sería otro día lleno de aventuras, pero por esta noche… disfrutaba de la calma.
    El rubio estaba en la cubierta del barco, apoyado en la barandilla mientras la brisa salada despeinaba sus mechones dorados. La luna iluminaba el océano, reflejando destellos plateados en las olas tranquilas. Su cigarrillo apenas ardía entre sus dedos, olvidado mientras su mente vagaba entre pensamientos. “¿Cuánto he cambiado desde que zarpé con estos locos?” Soltó un suspiro, observando el vaivén del mar. Recordaba su vida en Baratie, los días de lucha bajo la mirada severa de Zeff. Antes, su mundo era la cocina y la supervivencia. Ahora, su mundo era mucho más grande. Compañeros que se sentían como una familia, sueños compartidos, batallas que lo habían llevado al límite… y la certeza de que seguiría luchando hasta el final. Llevó el cigarrillo a sus labios, pero no lo encendió. Pensó en todas las personas que había encontrado en su viaje. Las mujeres a las que había jurado proteger, los amigos que lo habían aceptado sin cuestionar su pasado, y los enemigos que lo habían hecho más fuerte. “No soy el mismo cocinero que salió de Baratie. No solo quiero encontrar All Blue. Quiero seguir cocinando para ellos… para que nunca pasen hambre, para que siempre tengan un hogar, sin importar a dónde vayamos.” Sonrió para sí mismo, apagando el cigarro entre sus dedos antes de volver adentro. Mañana sería otro día lleno de aventuras, pero por esta noche… disfrutaba de la calma.
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