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    ||Ya, ultima imagen de mi mundito uwu
    Es que no sé ni como me atreví a jugar esto
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  • Ginevra no suele ser muy activa en las redes sociales, no había ni una sola foto colgada en su perfil, y seguía a una decena de personas, no mas.
    Abría la app una vez cada trescientos días, y aquella vez, esa mañana, mientras con la mano izquierda sujeta la correa de Aramis, la cual no tenia ni un ápice de tensión, con la derecha pulsa el icono, quedándose sin aliento ante la imagen de Tristán que le recibe.
    Ginevra no suele ser muy activa en las redes sociales, no había ni una sola foto colgada en su perfil, y seguía a una decena de personas, no mas. Abría la app una vez cada trescientos días, y aquella vez, esa mañana, mientras con la mano izquierda sujeta la correa de Aramis, la cual no tenia ni un ápice de tensión, con la derecha pulsa el icono, quedándose sin aliento ante la imagen de Tristán que le recibe.
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  • Que bien salió Santiago en esta imagen (?)
    - encontró una imagen antigua de Santiago (?) como demonio-
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    || Sigo haciendo la imagen para el rol con Sesshomaru, primera parte: Ya se me caen los dedos..
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  • -El sol de media mañana bañaba la ciudad con un brillo dorado, y las calles vibraban con el bullicio cotidiano. Lyssara ajustó la correa de su cámara mientras avanzaba por la avenida principal; el Museo Astraeum se alzaba al final del camino, un edificio de cristal y piedra clara que reflejaba la luz como si fuera un templo moderno. No solía perder el tiempo en lugares así, pero uno de sus compañeros de instituto había insistido demasiado.-

    “Tenés que ir, Vaelthorn. El museo tiene una exposición de fotografía salvaje, justo tu tipo de cosas.”

    -Eso la había convencido. O al menos, había despertado su curiosidad. Caminó por el vestíbulo, donde el eco de sus pasos se mezclaba con risas, murmullos y clics de cámaras ajenas. Sus ojos color ámbar se alzaron hacia una serie de retratos que colgaban del techo, cada uno mostrando animales en plena libertad: lobos corriendo entre la nieve, ciervos envueltos en neblina, aves que parecían suspendidas en el aire eterno del instante.-

    No está mal… -murmuró, alzando la cámara y tomando una foto del reflejo del vidrio sobre una de las imágenes-

    -El lente captó algo que el ojo humano no habría notado: una mancha de luz, casi como un resplandor en forma de silueta, justo sobre uno de los lobos fotografiados. Lyssara entrecerró los ojos y bajó la cámara. No creía en casualidades.-

    Disculpá, ¿eres fotógrafa también?

    -La voz la sacó de su concentración. Un chico de su edad, con una credencial de guía colgando del cuello, la observaba con una sonrisa curiosa. Ella lo miró de reojo, analizando rápido: pulso tranquilo, olor neutro, sin amenaza aparente.-

    Más o menos. Fotógrafa y dueña de un santuario salvaje.

    Wow, eso suena… muy distinto a la vida de ciudad. ¿Y te gusta el arte?

    Depende del día. Y del tema.

    -El chico rió bajo, cruzándose de brazos mientras observaban juntos las fotografías. El sol entraba por los ventanales, tiñendo todo de dorado y cálido. Afuera, se escuchaban los motores, el murmullo del tráfico, la vida humana continuando sin pausa.-

    ¿Sabías que esta exposición se llama “El Instinto y la Luz”?

    -Lyssara lo miró apenas, arqueando una ceja con una media sonrisa-

    Qué nombre más… irónico.

    -Y mientras hablaba, una corriente de aire atravesó la sala, moviendo las cortinas y haciendo que los focos del techo titilaran un segundo. En la imagen del lobo, el brillo volvió a aparecer, más fuerte esta vez, casi como si el animal dentro de la foto hubiera abierto los ojos.-
    -El sol de media mañana bañaba la ciudad con un brillo dorado, y las calles vibraban con el bullicio cotidiano. Lyssara ajustó la correa de su cámara mientras avanzaba por la avenida principal; el Museo Astraeum se alzaba al final del camino, un edificio de cristal y piedra clara que reflejaba la luz como si fuera un templo moderno. No solía perder el tiempo en lugares así, pero uno de sus compañeros de instituto había insistido demasiado.- “Tenés que ir, Vaelthorn. El museo tiene una exposición de fotografía salvaje, justo tu tipo de cosas.” -Eso la había convencido. O al menos, había despertado su curiosidad. Caminó por el vestíbulo, donde el eco de sus pasos se mezclaba con risas, murmullos y clics de cámaras ajenas. Sus ojos color ámbar se alzaron hacia una serie de retratos que colgaban del techo, cada uno mostrando animales en plena libertad: lobos corriendo entre la nieve, ciervos envueltos en neblina, aves que parecían suspendidas en el aire eterno del instante.- No está mal… -murmuró, alzando la cámara y tomando una foto del reflejo del vidrio sobre una de las imágenes- -El lente captó algo que el ojo humano no habría notado: una mancha de luz, casi como un resplandor en forma de silueta, justo sobre uno de los lobos fotografiados. Lyssara entrecerró los ojos y bajó la cámara. No creía en casualidades.- Disculpá, ¿eres fotógrafa también? -La voz la sacó de su concentración. Un chico de su edad, con una credencial de guía colgando del cuello, la observaba con una sonrisa curiosa. Ella lo miró de reojo, analizando rápido: pulso tranquilo, olor neutro, sin amenaza aparente.- Más o menos. Fotógrafa y dueña de un santuario salvaje. Wow, eso suena… muy distinto a la vida de ciudad. ¿Y te gusta el arte? Depende del día. Y del tema. -El chico rió bajo, cruzándose de brazos mientras observaban juntos las fotografías. El sol entraba por los ventanales, tiñendo todo de dorado y cálido. Afuera, se escuchaban los motores, el murmullo del tráfico, la vida humana continuando sin pausa.- ¿Sabías que esta exposición se llama “El Instinto y la Luz”? -Lyssara lo miró apenas, arqueando una ceja con una media sonrisa- Qué nombre más… irónico. -Y mientras hablaba, una corriente de aire atravesó la sala, moviendo las cortinas y haciendo que los focos del techo titilaran un segundo. En la imagen del lobo, el brillo volvió a aparecer, más fuerte esta vez, casi como si el animal dentro de la foto hubiera abierto los ojos.-
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  • “El hombre del árbol”

    (Perspectiva de tercero sobre Cillian Warlock)

    — Lo vi por casualidad.

    Era tarde, quizá demasiado para andar por el parque, pero la lluvia había cesado y el aire olía a tierra recién lavada. Caminaba sin rumbo cuando lo noté: un hombre, apoyado contra un árbol, fumando.

    No sé por qué me llamó la atención. Había algo… quieto en él. No el tipo de quietud que tienen los que descansan, sino esa inmovilidad que tiene una estatua, o una idea.

    Su cabello era tan claro que parecía absorber la luz, no reflejarla. Y su abrigo, negro y largo, parecía hecho de sombra más que de tela.

    El humo del cigarro subía lento, como si incluso el aire se resistiera a alejarse de él.

    Quise seguir caminando, pero algo me detuvo.
    Una sensación antigua, visceral, como si mi cuerpo recordara algo que mi mente no podía nombrar.

    Cuando lo miré, sentí un vacío en el pecho.
    No miedo. No tristeza.
    Algo más… profundo.
    Como si me mirara alguien que ya me había visto morir.

    Lo juro: el ruido del parque desapareció. No había viento, ni hojas, ni pasos.
    Solo él.

    Y entonces, lo imposible.

    Me miró.

    No por mucho —un segundo, tal vez— pero fue suficiente.
    Su mirada no tenía color. No tenía emoción.
    Era un espejo, pero no reflejaba mi rostro.
    Reflejaba algo más… algo que no puedo describir sin que me tiemblen las manos.

    Lo que vi no fue mi imagen, fue mi final.

    Quise retroceder, pero no pude. Él inhaló el último trazo del cigarro, lo apagó contra el tronco, y entonces sonrió.

    Fue una sonrisa leve, triste, casi humana.
    Y por alguna razón, me tranquilizó.

    Me di cuenta de que no iba a morir, al menos no esa noche.
    Pero entendí, con una claridad terrible, que algún día él volvería por mí.

    No como enemigo.
    Ni como juez.

    Sino como alguien que ha estado esperándome desde siempre.

    Cuando logré volver a moverme y seguí caminando, el parque volvió a tener sonido.
    La lluvia empezó a caer otra vez.

    Me giré, pero él ya no estaba.

    Solo quedaba el árbol.

    Y una colilla aún encendida, ardiendo en silencio.
    “El hombre del árbol” (Perspectiva de tercero sobre Cillian Warlock) — Lo vi por casualidad. Era tarde, quizá demasiado para andar por el parque, pero la lluvia había cesado y el aire olía a tierra recién lavada. Caminaba sin rumbo cuando lo noté: un hombre, apoyado contra un árbol, fumando. No sé por qué me llamó la atención. Había algo… quieto en él. No el tipo de quietud que tienen los que descansan, sino esa inmovilidad que tiene una estatua, o una idea. Su cabello era tan claro que parecía absorber la luz, no reflejarla. Y su abrigo, negro y largo, parecía hecho de sombra más que de tela. El humo del cigarro subía lento, como si incluso el aire se resistiera a alejarse de él. Quise seguir caminando, pero algo me detuvo. Una sensación antigua, visceral, como si mi cuerpo recordara algo que mi mente no podía nombrar. Cuando lo miré, sentí un vacío en el pecho. No miedo. No tristeza. Algo más… profundo. Como si me mirara alguien que ya me había visto morir. Lo juro: el ruido del parque desapareció. No había viento, ni hojas, ni pasos. Solo él. Y entonces, lo imposible. Me miró. No por mucho —un segundo, tal vez— pero fue suficiente. Su mirada no tenía color. No tenía emoción. Era un espejo, pero no reflejaba mi rostro. Reflejaba algo más… algo que no puedo describir sin que me tiemblen las manos. Lo que vi no fue mi imagen, fue mi final. Quise retroceder, pero no pude. Él inhaló el último trazo del cigarro, lo apagó contra el tronco, y entonces sonrió. Fue una sonrisa leve, triste, casi humana. Y por alguna razón, me tranquilizó. Me di cuenta de que no iba a morir, al menos no esa noche. Pero entendí, con una claridad terrible, que algún día él volvería por mí. No como enemigo. Ni como juez. Sino como alguien que ha estado esperándome desde siempre. Cuando logré volver a moverme y seguí caminando, el parque volvió a tener sonido. La lluvia empezó a caer otra vez. Me giré, pero él ya no estaba. Solo quedaba el árbol. Y una colilla aún encendida, ardiendo en silencio.
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    Este es algo especial para mí.
    Tras cinco meses y ocho dias desde que comencé con esta cuenta, con estas imágenes y esta publicación consigo llegar a 1000 escenas y 1000 publicaciones... 🏻🏻
    Lo que lo hace especial es el número en sí. Sé que hay mucha gente que lleva años aquí, pero no sé si haya alguien más con 1000 publicaciones y 1000 escenas...
    Y porque es especial comparto estas imágenes. Dos para celebrar, dos que demuestran las estadísticas, y la primera imagen que publiqué al llegar...
    Debo dar las gracias a todas esas personas que me han acompañado a lo largo del camino. He vivido cosas malas y cosas buenas, pero me alegro de haber llegado a este punto.
    Podría hacer mención especial de aquellas personas que se han destacado por lo que hemos compartido juntos, pero me temo que si con eso se me junta el ganado quizás no les haga gracia de modo que mantendré la privacidad y en privado daré los reconocimientos... Pero también quiero mencionar a todas esas personas que ya no están, que se perdieron y sus pérdidas fueron muy dolorosas. Así es que también es en memoria de ellas. De Shinano, de Nier Automata 2B, de todas las Nami que encontré, de las Mitsuri Kanroji, todas las Hakari Hanazono, de Analis, de Kurumi... La Reina de las flores, y un largo etcétera...
    Muchas gracias por todo a todos.
    ¡Mil publicaciones! ¡Mil escenas! ¡VIVA!
    Este es algo especial para mí. Tras cinco meses y ocho dias desde que comencé con esta cuenta, con estas imágenes y esta publicación consigo llegar a 1000 escenas y 1000 publicaciones... 🤩😁👌🏻👍🏻 Lo que lo hace especial es el número en sí. Sé que hay mucha gente que lleva años aquí, pero no sé si haya alguien más con 1000 publicaciones y 1000 escenas... Y porque es especial comparto estas imágenes. Dos para celebrar, dos que demuestran las estadísticas, y la primera imagen que publiqué al llegar... Debo dar las gracias a todas esas personas que me han acompañado a lo largo del camino. He vivido cosas malas y cosas buenas, pero me alegro de haber llegado a este punto. Podría hacer mención especial de aquellas personas que se han destacado por lo que hemos compartido juntos, pero me temo que si con eso se me junta el ganado quizás no les haga gracia 😅 de modo que mantendré la privacidad y en privado daré los reconocimientos... Pero también quiero mencionar a todas esas personas que ya no están, que se perdieron y sus pérdidas fueron muy dolorosas. Así es que también es en memoria de ellas. De Shinano, de Nier Automata 2B, de todas las Nami que encontré, de las Mitsuri Kanroji, todas las Hakari Hanazono, de Analis, de Kurumi... La Reina de las flores, y un largo etcétera... Muchas gracias por todo a todos. ¡Mil publicaciones! ¡Mil escenas! ¡VIVA!
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  • 𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa.

    Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo.

    ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida.

    Y que también él estaba considerando los contras.

    Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos.

    ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees?

    El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría.

    Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable.

    ────¿Frigia de nuevo?

    ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca.

    ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás?

    ────Claro, seguro.

    Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató.

    ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve.

    Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro.

    ────Lo sé.

    ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo.

    ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo.

    ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte?

    ────No. Nunca.

    ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará.

    ────Anquises... –rogó ella, exasperante.

    ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas.

    Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre».

    Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían.

    El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno.

    ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos.

    Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma.

    ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo.

    Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos.

    ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro...

    Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas.

    ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo.

    Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla?

    Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores.

    Suspiró.

    Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones.

    Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría.


    Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe.

    ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá.

    ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh?

    ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio.

    Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería.

    Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal.

    Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
    𝐃𝐎𝐍𝐃𝐄 𝐋𝐎𝐒 𝐃𝐈𝐎𝐒𝐄𝐒 𝐍𝐎 𝐏𝐔𝐄𝐃𝐄𝐍 𝐕𝐄𝐑 - 𝐕 🌺 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Más allá del balcón, las montañas escarpadas, los bosques frondosos y las llanuras se extendían teñidas de violeta. Poco a poco, el fuego hogareño y las antorchas de los hogares de Dardania comenzaban a encenderse, formando un mar de estrellas ámbar que hacían reflejo con las plateadas que titilaban en el cielo nocturno. Anquises las observaba sin enfocar la vista en ningún punto en particular, los brazos cruzados sobre el amplio pecho, detectó en él una cierta tensión que escasas veces dejaba ver. Afro ya conocía esa pose; cuando se cruzaba de brazos eso solo podía significar una cosa. Aún estaba todavía dándole vueltas a lo que ella le había dicho sobre hacerse pasar por la nodriza de su hijo. ────¿Una nodriza? ─repitió, la incredulidad apenas disimulada bajo su tono grave─ Explícame de nuevo exactamente cómo piensas pasar desapercibida. Y que también él estaba considerando los contras. Afro lo miró de reojo mientras acomodaba la manta de lana del bebé, que recién había vuelto a conciliar el sueño después de haberse despertado entre llantos. Ahora dormía plácidamente entre sus brazos. ────Bueno, eso es sencillo ─replicó con serenidad fingida, encogiéndose de hombros─; me mezclaré con el personal de palacio como una nodriza para cuidar de nuestro bebé. Una chica mortal que viajó desde las lejanas tierras de Frigia y que llegó a esta ciudad dispuesta a ofrecer sus servicios. Eso es brillante, ¿no crees? El nudo en su estómago se le hizo más grande. Para esas alturas, Afro ya había comenzado a dudar de su alocado plan y a contemplar los pequeños y grandes inconvenientes en este. Estuvo tentada ligeramente a echarse para atrás e idear uno nuevo. No lo haría. Tenía miedo y comenzaba a dudar. Eso era buena señal. Si estaba sintiendo todo eso, significaba que no estaba loca… o al menos, no completamente aún. Lo estaba pensando. Estaba siendo responsable. ────¿Frigia de nuevo? ────Es una buena tierra. Su vino de primavera es el mejor que he probado. Un solo sorbo es una explosión de sabores en tu boca. ────Afro… ─soltó uno de esos suspiros suyos que le anticipó que su respuesta no le iba a gustar─ ¿Eres consciente de todo lo que vas a dejar atrás? ────Claro, seguro. Pero ese pequeño chillido de ratón en la voz la delató. ────No, no lo creo. Cuando estés cansada, no podrás invocar la energía del amor para recargar fuerzas. Si te lastimas, tus heridas no se regenerarán ─su voz bajó un poco, más grave, trenzada en preocupación─. Serás vulnerable. Tu rostro envejecerá. Y si algo sale mal, no habrá poder divino que te salve. Afro levantó la vista y él se giró hacia ella. Sus iris rosas buscaron los suyos. Se demoró en esa mirada donde el ámbar se mezclaba con el dorado oscuro de la miel, antes de apartarla y soltar un gentil suspiro. ────Lo sé. ────Sé que lo sabes ─replicó él, cerrando una mano sobre su hombro, firme y confortante─. Pero saberlo no es lo mismo que vivirlo. ──── Eso es lo que pienso hacer; vivirlo. ────Enfermarás como nosotros los mortales, ¿Alguna vez has pasado una noche entera en cama, temblando de fiebre, sin poder hacer nada para aliviarte? ────No. Nunca. ────Entonces será una buena primera vez –Anquises inclinó la cabeza, una sonrisa apenas se curvó en las comisuras de sus labios– Créeme, no te gustará. ────Anquises... –rogó ella, exasperante. ────¿Qué? Solo te advierto. –se encogió de hombros, más divertido que preocupado– Y si alguien te hace enojar, no podrás encantarlo. Ni convertirlo en algo más… digamos, adorable. Con pelos, plumas o escamas. Un silencio gobernó en la habitación. Había algo más, pero Anquises se lo guardó. No necesitaba articularlo; ella sabía perfectamente lo que había querido decir: «Y no podrás arruinarle la vida para siempre». Una de las grandes especialidades de los dioses donde su cruel creatividad salía a la luz. Cada historia que escuchaba en los banquetes en el Olimpo y en boca de las Néfeles, contaba un castigo peor que el anterior, ajustado y pensado a la perfección para cada víctima. Eso, si tenían tiempo de planificarlo. Cuando se trataba de infligir dolor, su ingenio rozaba lo sublime. Y tenía una razón sencilla: los dioses lo temían. El sufrimiento era algo que, en su eterna gloria, les resultaba ajeno, distante. Una teoría más que una experiencia. Por eso, cuando se trataba de provocarlo, lo hacían con la precisión envidiable de un escultor y el hambre voraz de una bestia. Cuando el castigo de los dioses era sentenciado y se corría la voz, no se hablaba de otra cosa. No había nada que les resultara tan insólito y fascinante que la contemplación del dolor ajeno. ────¡Eso también lo sé! No más inmortalidad, no más trucos para salir del apuro. Sin voz sagrada que persuada a dioses o mortales, sin un aura divina que calme a quienes me rodean. No más vuelos por el cielo, no más juegos de disfraces. No más… castigos. Frunció el ceño; la mandíbula se le tensó, como si sintiera el peso de esas últimas palabras que acaba de escupir, llenas de una ira hacía sí misma que brotaba directamente desde el centro de su pecho. Una mezcla de culpa y vergüenza al saber que, alguna vez, ella había sido capaz de hacer aquello que ahora repudiaba: ser el juez y verdugo que ejecutaba el castigo divino. El calor le trepó a las mejillas. De pronto, se dio cuenta de que se había alterado y del silencio a su alrededor: el palacio estaba tan oscuro y quieto como una tumba. Por un instante, pareció querer continuar con algo más, pero se contuvo. Cerró los ojos, respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente de sus pulmones. Al hablar, esta vez lo hizo con más calma. ────Ya lo sé. Sé a lo que me voy a enfrentar, Anquises. No es ni será fácil. Jamás he llevado el papel de una mortal más allá de la apariencia. Así que sí, tengo miedo. Y sí, tal vez esto sea una completa locura. Pero realmente quiero hacer esto. Quiero hacerlo. Anquises examinó a Afro con esos ojos pacientes y soltó un pequeño suspiro. Hincó una rodilla en el piso, frente a ella, y la constante llama de la lámpara de aceite sobre el mueble a su lado iluminó su rostro con luz ambarina. Su mirada era preciosa, sabia. Sus mejillas suaves y mandíbula de líneas duras estaban ocultas debajo de la espesa barba dorada y rizada. Allí, durante un instante, no estaba delante de un príncipe, había en algo en él que lo hacía ver mucho más antiguo, más experimentado que ella y los dioses que habitaban en los cielos. ────Si crees que eso es lo que lo mantendrá a salvo, lo haremos. Si el destino no puede ver lo que no se nombra, entonces no lo nombraremos. Serás su nodriza. Mantendremos esto en secreto. Nadie sabrá quién eres, ni quién es él. Pero Afro... Hizo una pausa y tomó una de sus manos entre las suyas. El tacto del príncipe era firme, áspero; manos acostumbradas al acero de las armas. ────Prométeme una cosa: cuando nuestro hijo crezca y tenga la edad suficiente, cuéntale la verdad. Quiero que sepa que tuvo una madre que lo amo tanto que arriesgó todo con tal de protegerlo y criarlo. Ella apretó los labios en una línea recta. Aquello no formaba parte de sus planes, en lo absoluto. O al menos, no lo había previsto hasta ese momento. Si su hijo crecía escuchando las historias que se contaban sobre ella… la vanidosa, cruel y vengativa diosa que despertaba el deseo en dioses y mortales ¿Podría quererla? Cuando llegara el momento de saber la verdad, ¿Le dejaría explicarse o saldría corriendo como si acabara de descubrir que su madre era una de las causas de las tragedias románticas del mundo conocido? Entre otras cosas peores. Suspiró. Sí... no era la imagen más alentadora del mundo. Tampoco era una imagen que a ella le gustara de sí misma. No se enorgullecía de ella. La detestaba. Pero supuso que ninguna madre divina podía esperar una presentación perfecta después de siglos de mala reputación sembrada en himnos, poemas y canciones. Sin embargo, él tenía razón. Su hijo merecía conocer la verdad, y no se la negaría. Se obligó a sonreír, y sus ojos interceptaron a los del príncipe. ────Te lo prometo. Cuando crezca y haya madurado... lo sabrá. ────Así me gusta, cabeza de caracol –murmuró él apretando su mano antes de soltarla. La sonrisa que él le esbozó la hizo sentir mejor. Acaso ¿él le estaba sonriendo con orgullo? ¿se sentía orgulloso de ella? No sabría decir sí era así o no, pero le gustó pensar que lo sentía–. Nunca haces las cosas fáciles, ¿eh? ────Bueno, si no son las Moiras quiénes se encargan de darte dolores de cabeza, alguien tiene que hacerlo y me tomo esa obligación divina muy enserio. Su convicción avivó renovada, serena y firme como la llama en la lampara de aceite: constante, sin perder su brillo, sin arder desbocada en la leña de una hoguera. Nunca había conocido los pesares que los mortales debían soportar. Jamás llevó cicatrices en la piel; en su rostro, la marca del tiempo nunca pasó. Enfermar era algo que ningún dios experimentó en su vida. Trató de imaginarse así misma postrada en cama, temblando por la fiebre, pero su mente no consiguió tejer bien la imagen. Solo se vio estremeciéndose por la caricia de un viento gélido que bastaba cubrir con una manta. Estaba segura de que no era la clase de temblor a la que Anquises se refería. Sentir miedo ante lo desconocido era ajeno a los dioses. Desde sus orgullosos tronos y palacios de mármol, creían poseer el conocimiento de todo cuanto habitaba en la tierra. Ahora, sin embargo, su pecho se agitaba ante la posibilidad de enfrentar algo sobre lo que ella no tenía control y conocimiento alguno: su propia existencia vivida bajo las condiciones de una mortal. Y aún así, había un temor mayor que la mortalidad misma. Uno que se levantó detrás de ella como una sombra silenciosa: si su hijo conocía la verdad sobre quién era ella… y la rechazaba, ¿su corazón sería capaz de soportarlo?
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  • ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    ​El sol se alza sobre los edificios de hormigón y cristal, proyectando delgadas sombras a lo largo de una calle lateral. El aire aún conserva un ligero frío matutino, la calle está llena de vida: gente saliendo de cafeterías con tazas de cartón, perros tirando de sus correas, el murmullo de conversaciones triviales...​Irina vestida siempre de negro, con su densa melena azabache al viento y sus ojos grisáceos penetrantes pero ligeramente distraídos.
    Con un propósito silencioso, sus pasos son firmes y miden la distancia entre ella y su objetivo. Lleva un plano doblado en una mano y una foto de baja resolución en la otra, la imagen de un hombre de mediana edad, barba canosa y mirada huidiza, un experto en criptografía que se ha esfumado con información clasificada.
    ​Se detiene en un cruce, escudriñando los edificios de enfrente, ​Irina cae en cuenta que ha queddo justo frente a una pequeña cafetería, el cristal está empañado. Una mujer ríe dentro, su cabeza echada hacia atrás mientras le entrega un billete a la barista.
    ​Irina siente un impulso repentino, su misión es prioritaria, pero se permite desviarse.

    Entra en la cafetería.
    El calor la envuelve, la fila es corta. Irina observa cómo la barista, una joven con el cabello recogido descuidadamente, prepara un latte con movimientos precisos. El vapor sube, el sonido del molinillo y la leche espumándose es un ruido de fondo que de alguna manera le resulta profundamente extraño, ajeno

    ──Un americano grande - pide al llegar su turno
    ​La barista asiente, sin mirarla.
    ​Mientras espera, se recarga contra el mostrador. Saca su teléfono y revisa el plano: el área de búsqueda es amplia, densa, saturada. Pero su mirada se desvía, ​a su lado, un hombre de negocios, con el traje pulcro y un maletín de cuero, revisa las noticias en su tableta mientras da un sorbo a su café. En una mesa, una pareja joven discute planes para el fin de semana.

    ​Un recuerdo fugaz la golpea: ella, hace años, sentada en una mesa similar, leyendo un libro antes de ir a trabajar, saboreando el momento.
    ​La barista llama su nombre: "Alicia" (Por supuesto no daría el real, nunca se sabe quien escucha, quien la observa)
    ​Toma la taza humeante, el cartón caliente y ligeramente rugoso entre sus dedos y da un sorbo. El amargor oscuro y fuerte del café, el calor entrando en su cuerpo, es un ancla.
    ​Una sensación extraña y casi dolorosa la invade...​Mira a su alrededor, a la gente inmersa en sus pequeñas rutinas. El ir y venir. La normalidad.
    ​Una opresión fría se instala en su pecho. Se siente como una turista en un país que solía ser su hogar. Sus motivos son grandes, sus responsabilidades vitales, pero aquí, en este burbujeo de lo cotidiano, es una pieza fuera de lugar. Su rutina es el secretismo, la alerta constante, el no ser vista. Su café es una pausa forzada, no un ritual.
    ​El hombre de la foto en su bolsillo parece ahora un fantasma, una excusa para no ser parte de esto.

    ── La rutina… el privilegio de la normalidad, la olvidé. - dijo para sí en un susurro
    ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ ​El sol se alza sobre los edificios de hormigón y cristal, proyectando delgadas sombras a lo largo de una calle lateral. El aire aún conserva un ligero frío matutino, la calle está llena de vida: gente saliendo de cafeterías con tazas de cartón, perros tirando de sus correas, el murmullo de conversaciones triviales...​Irina vestida siempre de negro, con su densa melena azabache al viento y sus ojos grisáceos penetrantes pero ligeramente distraídos. Con un propósito silencioso, sus pasos son firmes y miden la distancia entre ella y su objetivo. Lleva un plano doblado en una mano y una foto de baja resolución en la otra, la imagen de un hombre de mediana edad, barba canosa y mirada huidiza, un experto en criptografía que se ha esfumado con información clasificada. ​Se detiene en un cruce, escudriñando los edificios de enfrente, ​Irina cae en cuenta que ha queddo justo frente a una pequeña cafetería, el cristal está empañado. Una mujer ríe dentro, su cabeza echada hacia atrás mientras le entrega un billete a la barista. ​Irina siente un impulso repentino, su misión es prioritaria, pero se permite desviarse. Entra en la cafetería. El calor la envuelve, la fila es corta. Irina observa cómo la barista, una joven con el cabello recogido descuidadamente, prepara un latte con movimientos precisos. El vapor sube, el sonido del molinillo y la leche espumándose es un ruido de fondo que de alguna manera le resulta profundamente extraño, ajeno ──Un americano grande - pide al llegar su turno ​La barista asiente, sin mirarla. ​Mientras espera, se recarga contra el mostrador. Saca su teléfono y revisa el plano: el área de búsqueda es amplia, densa, saturada. Pero su mirada se desvía, ​a su lado, un hombre de negocios, con el traje pulcro y un maletín de cuero, revisa las noticias en su tableta mientras da un sorbo a su café. En una mesa, una pareja joven discute planes para el fin de semana. ​Un recuerdo fugaz la golpea: ella, hace años, sentada en una mesa similar, leyendo un libro antes de ir a trabajar, saboreando el momento. ​La barista llama su nombre: "Alicia" (Por supuesto no daría el real, nunca se sabe quien escucha, quien la observa) ​Toma la taza humeante, el cartón caliente y ligeramente rugoso entre sus dedos y da un sorbo. El amargor oscuro y fuerte del café, el calor entrando en su cuerpo, es un ancla. ​Una sensación extraña y casi dolorosa la invade...​Mira a su alrededor, a la gente inmersa en sus pequeñas rutinas. El ir y venir. La normalidad. ​Una opresión fría se instala en su pecho. Se siente como una turista en un país que solía ser su hogar. Sus motivos son grandes, sus responsabilidades vitales, pero aquí, en este burbujeo de lo cotidiano, es una pieza fuera de lugar. Su rutina es el secretismo, la alerta constante, el no ser vista. Su café es una pausa forzada, no un ritual. ​El hombre de la foto en su bolsillo parece ahora un fantasma, una excusa para no ser parte de esto. ​ ── La rutina… el privilegio de la normalidad, la olvidé. - dijo para sí en un susurro
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  • El fin del mundo
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    Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría.

    El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme.

    A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba
    -Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago.

    Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público.

    Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente.

    Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
    [nova_navy_mouse_914] Como rara vez pasaba, la alarma nunca sonó, y la mañana la tomó por sorpresa como quien despierta en una ciudad que ha decidido moverse sin avisarle. Lilian se tuvo que incorporar de un salto, el cabello rubio desordenado en un halo que apenas contenía con los dedos, y dejó la taza a medio terminar sobre la mesita y salió de su apartamento con la chaqueta aún desabrochada, una manga por dentro de una prisa que parecía tener su propia cadencia. Toronto respiraba frío y concreto; el pavimento olía a lluvia reciente y a gasolina, y los edificios levantaban ojos de vidrio que la miraban pasar. Corrió bajando las escaleras a prisa saludando solo a la vieja Lauren que como siempre le dijo “buenos días lili” y ella tan amable aunque con prisas respondido “buenos días señora Lau” aunque parecía tonto, la vieja Lau era su mejor amiga en el edificio, ambas igual de solas, una vez en el suelo corrió como quien huye de un recuerdo, sin mirar atrás, con la certeza inexplicable de que si se detenía el día la alcanzaría. El autobús al centro no era más que una línea entre su vida de mañanas y sus horas de tarde: el pequeño restaurante familiar en el corazón del centro —las mesas con mantel a cuadros, la cocina que olía a pan recién hecho y sopa de pollo— la esperaba para sostenerla con su ritmo sencillo, solo pedir ordenes, hacer sonreír a niños y tal vez escuchar uno que otro chisme. A mitad de cuadra, dando una vuelta choco aprisa con alguien, su cuerpo claramente cayo a el suelo, pero el tiempo no aguardaba -Lo siento.. perdona- Su bufanda junto a su celular ambos cayeron, pero apenas se dio cuenta, simplemente tomo rápido su bufanda de cuadros con solo un objetivo, no perder el autobús, olvidado por completo su celular en el suelo junto al desconocido, gracias a sus ágiles piernas logro subir sin notar el peso que había dejado atrás. En su cabeza ya repetía sonrisas, nombres de clientes, el orden de la mesa tres. El conductor le dio un gesto corto, la ciudad desfiló y ella tomo asiento, respirando finalmente por poder llegar a el trabajo, No fue hasta que las luces del restaurante —esas lámparas que parecían pequeñas lunas de consumo— la saludaron con su cálida indiferencia que sintió el hueco. Buscó el teléfono en el bolsillo con la misma delicadeza con la que abre un libro por la página correcta, y el frío de la ausencia le golpeó en el estómago. Miró el autobús irse esperando que le devolviera lo que le había quitado. El teléfono no apareció. Un murmullo sin nombre se paseó por su garganta —molesto, urgente— pero lo tragó. Había una regla antigua que sostenía: perder cosas casi nunca era tan peligroso como perder el control en público. Se permitió, apenas un segundo, la imagen de su teléfono tumbado en la acera, la pantalla encendida con notificaciones ajenas; la posibilidad de que un desconocido lo hubiera recogido y curioseara sus mensajes —esas líneas íntimas donde, por la noche, vaciaba todo lo que la existencia le negaba— la dejó con la piel de gallina. Su escritura, sus borradores sin guardar, las confesiones dirigidas a personajes que solo existían para ella; todo eso podía estar en manos ajenas. La idea le ardió como un hierro caliente. Respiró, respiró otra vez. La profesionalidad la abrazó como un viejo abrigo: sonrisa pulida, paso controlado, saludos precisos, un aura cálida que decía que todo estaba perfecto, cuando internamente grita y se desesperaba, muchos podrían decir que exageraban cuando los jóvenes decían que el celular era su todo, en el caso de Lilian, con una mala memoria y plena confianza en que jamas perdería su celular, si, era fin del mundo
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