La calle estaba vacía, desierta, más allá de la oscuridad. El único sonido que rompía el silencio era el crujir de las piedras bajo sus botas, ahogadas por el eco distante de una tormenta que había comenzado hacía horas. Scraps no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba deambulando por allí. La niebla espesa, un velo grisáceo que parecía tragarse cada rincón, se arrastraba por las calles como una serpiente que se deslizaba entre las sombras. Aquella zona estaba muerta, tanto en su gente como en su vida, una extensión perfecta de su propio vacío.
La solitaria farola frente a él parpadeaba intermitentemente, proyectando una luz débil y vacilante que apenas iluminaba el paso tortuoso. Las paredes de los edificios, cubiertas de moho y marcas de vandalismo, respiraban humedad, emanando un aire denso y pegajoso. En la esquina más alejada, la entrada a un callejón olvidado le ofrecía un paso más hacia la penumbra. Sin embargo, algo lo mantenía allí, frente a la pared, con los ojos cerrados, mientras el aire nocturno le helaba la piel. Algo lo retenía dentro de su mente, como un peso invisible que, de alguna manera, era más pesado que cualquier otra carga.
Las voces comenzaron entonces. Al principio fueron solo susurros, una leve sensación como si alguien hablara en su oído sin querer que se diera cuenta.
«Lo sabes, ¿verdad?»
Una voz suave, casi un murmullo, que parecía surgir de lo más profundo de su ser. Apretó los dientes, su mandíbula tensándose, el dolor familiar de ese combate interno invadiéndolo. No era la primera vez que las voces intentaban arrastrarlo hacia el abismo, pero siempre había logrado mantenerse alejado. Al menos, eso pensaba.
«No tienes a nadie. ¿Recuerdas?»
Otra voz, más áspera, menos preocupada por el susurro. Esta vez, más fuerte, más incisiva. Scraps apretó los puños. Lo que antes había sido un roce contra su conciencia, ahora era un clamor constante. Como si estuviera siendo desgarrado desde dentro.
«Ellos te abandonaron.»
Esas palabras, esa frase, se coló entre las voces, desatando un torrente de pensamientos. La siempre cruda realidad lo golpeó como una cuchillada, los rostros surgiendo ahora en su mente como una imagen congelada.
«Es irónico. ¿No es así? Aquellos que te ofrecen una salida, siempre se marchan, y ahora ni siquiera puedes enfrentarte a la verdad.»
Las palabras fueron más rápidas, más hirientes. Como un veneno que se filtraba por sus venas. Un escalofrío recorrió su espalda. Pensar en aquellos pocos que podía haber ayudado, en medio de ese caos mental, parecía absurdo, casi cómico: como alguien como él podía salvar, si ni él mismo tenía salvación. Había tenido el coraje de intentar acercarse, abrirse, sin temor a lo que él mismo podría representar. Un gesto de liberación que ahora, con el peso de las voces, parecía una broma cruel.
«Mira lo que has hecho…»
Otra voz. Un rugido bajo, gutural, con un toque de pena y rabia. Dejó escapar un suspiro entrecortado. Estaba cansado, pero el dolor que lo acompañaba, ese desgaste constante que desgarraba cada rincón de su alma, no podía ganar. No debía dejarse arrastrar por esas voces.
«Todo lo que tocas se destruye, Keenan. Siempre fue así.»
La última voz parecía ser la que definía su destino. La más oscura. La que, al escucharse, convencía a su ser de que no había más salida que sucumbir. Apretó los ojos con fuerza, como si intentara bloquear el flujo de pensamientos que inundaban su mente. De repente, la niebla pareció moverse, como si las sombras fueran ahora más espesas, más densas… Seguida de una nueva voz que ahora acechaba en su mente.
«Libérate de tu miseria. Encierralas donde no puedas escucharlas.»
Un destello de ironía recorrió su mente. ¿Liberarse? ¿De qué? ¿De la oscuridad en la que vivía, o de la mentira que se había convertido en su única realidad?
Se enderezó, su figura delineada contra la penumbra, y con los ojos aún cerrados, un leve suspiro escapó de sus labios. Las voces seguían allí, queriendo devorarlo, provocando pequeñas reacciones en él: sus manos temblorosas, sus dedos que se abrían y cerraban en un tic nervioso, su cuerpo balanceándose ligeramente de un lado a otro. Todo denotaba que, aquella noche, estaba al límite.
La calle estaba vacía, desierta, más allá de la oscuridad. El único sonido que rompía el silencio era el crujir de las piedras bajo sus botas, ahogadas por el eco distante de una tormenta que había comenzado hacía horas. Scraps no estaba seguro de cuánto tiempo llevaba deambulando por allí. La niebla espesa, un velo grisáceo que parecía tragarse cada rincón, se arrastraba por las calles como una serpiente que se deslizaba entre las sombras. Aquella zona estaba muerta, tanto en su gente como en su vida, una extensión perfecta de su propio vacío.
La solitaria farola frente a él parpadeaba intermitentemente, proyectando una luz débil y vacilante que apenas iluminaba el paso tortuoso. Las paredes de los edificios, cubiertas de moho y marcas de vandalismo, respiraban humedad, emanando un aire denso y pegajoso. En la esquina más alejada, la entrada a un callejón olvidado le ofrecía un paso más hacia la penumbra. Sin embargo, algo lo mantenía allí, frente a la pared, con los ojos cerrados, mientras el aire nocturno le helaba la piel. Algo lo retenía dentro de su mente, como un peso invisible que, de alguna manera, era más pesado que cualquier otra carga.
Las voces comenzaron entonces. Al principio fueron solo susurros, una leve sensación como si alguien hablara en su oído sin querer que se diera cuenta.
«Lo sabes, ¿verdad?»
Una voz suave, casi un murmullo, que parecía surgir de lo más profundo de su ser. Apretó los dientes, su mandíbula tensándose, el dolor familiar de ese combate interno invadiéndolo. No era la primera vez que las voces intentaban arrastrarlo hacia el abismo, pero siempre había logrado mantenerse alejado. Al menos, eso pensaba.
«No tienes a nadie. ¿Recuerdas?»
Otra voz, más áspera, menos preocupada por el susurro. Esta vez, más fuerte, más incisiva. Scraps apretó los puños. Lo que antes había sido un roce contra su conciencia, ahora era un clamor constante. Como si estuviera siendo desgarrado desde dentro.
«Ellos te abandonaron.»
Esas palabras, esa frase, se coló entre las voces, desatando un torrente de pensamientos. La siempre cruda realidad lo golpeó como una cuchillada, los rostros surgiendo ahora en su mente como una imagen congelada.
«Es irónico. ¿No es así? Aquellos que te ofrecen una salida, siempre se marchan, y ahora ni siquiera puedes enfrentarte a la verdad.»
Las palabras fueron más rápidas, más hirientes. Como un veneno que se filtraba por sus venas. Un escalofrío recorrió su espalda. Pensar en aquellos pocos que podía haber ayudado, en medio de ese caos mental, parecía absurdo, casi cómico: como alguien como él podía salvar, si ni él mismo tenía salvación. Había tenido el coraje de intentar acercarse, abrirse, sin temor a lo que él mismo podría representar. Un gesto de liberación que ahora, con el peso de las voces, parecía una broma cruel.
«Mira lo que has hecho…»
Otra voz. Un rugido bajo, gutural, con un toque de pena y rabia. Dejó escapar un suspiro entrecortado. Estaba cansado, pero el dolor que lo acompañaba, ese desgaste constante que desgarraba cada rincón de su alma, no podía ganar. No debía dejarse arrastrar por esas voces.
«Todo lo que tocas se destruye, Keenan. Siempre fue así.»
La última voz parecía ser la que definía su destino. La más oscura. La que, al escucharse, convencía a su ser de que no había más salida que sucumbir. Apretó los ojos con fuerza, como si intentara bloquear el flujo de pensamientos que inundaban su mente. De repente, la niebla pareció moverse, como si las sombras fueran ahora más espesas, más densas… Seguida de una nueva voz que ahora acechaba en su mente.
«Libérate de tu miseria. Encierralas donde no puedas escucharlas.»
Un destello de ironía recorrió su mente. ¿Liberarse? ¿De qué? ¿De la oscuridad en la que vivía, o de la mentira que se había convertido en su única realidad?
Se enderezó, su figura delineada contra la penumbra, y con los ojos aún cerrados, un leve suspiro escapó de sus labios. Las voces seguían allí, queriendo devorarlo, provocando pequeñas reacciones en él: sus manos temblorosas, sus dedos que se abrían y cerraban en un tic nervioso, su cuerpo balanceándose ligeramente de un lado a otro. Todo denotaba que, aquella noche, estaba al límite.