Confesión.
Imagina descubrir el castigo del cielo justo en el momento en que sientes cómo el ser al que amas deja escapar su último aliento contra tus labios.
Así lo supe yo. Así comprendí la magnitud de mi pecado.
Fui creado con tanto amor que no supe contenerlo. Mientras mis hermanos elevaban himnos al Creador, yo miré más allá, hacia la tierra. Allí encontré algo que en el cielo jamás vi: la pasión con la que los humanos viven y aman, la entrega ciega con que se funden unos en otros, aun sabiendo que el tiempo les roba todo.
Y entonces lo vi a él...
Una sola mirada bastó para que mi existencia se incendiara. En aquel instante, el fuego del amor —ese que debía ser puro y divino— ardió con deseo humano. Y ya no hubo marcha atrás.
Qué crueldad, ¿no? Haber sido creado para amar, pero tener prohibido hacerlo fuera del Reino de los Cielos. Prohibido amar a otro ser que no fuera mi creador.
El amor que me dio vida fue el mismo que selló mi condena.
Me arrancaron cuatro de mis seis alas para impedirme regresar a mi hogar.
El dolor fue insoportable... no solo el físico, sino el del alma desgarrada al comprender que jamás volvería a sentir el toque de su piel.
El cielo me maldijo con la eternidad y me despojó de todo, excepto de la memoria de su rostro.
Y ahora vivo condenado: si alguna vez vuelvo a amar, si mi piel toca la de otro ser, le arrebataré un año de vida por cada minuto de contacto.
Un castigo cruel… desproporcionado al crimen cometido.
A veces pienso que el cielo no soportó ver lo que creó: un ángel capaz de amar más allá de sus límites.
Y aunque la eternidad me pese, confieso que no me arrepiento.
Porque aunque el amor me costó el cielo, su último aliento... aún arde en mis labios.
Imagina descubrir el castigo del cielo justo en el momento en que sientes cómo el ser al que amas deja escapar su último aliento contra tus labios.
Así lo supe yo. Así comprendí la magnitud de mi pecado.
Fui creado con tanto amor que no supe contenerlo. Mientras mis hermanos elevaban himnos al Creador, yo miré más allá, hacia la tierra. Allí encontré algo que en el cielo jamás vi: la pasión con la que los humanos viven y aman, la entrega ciega con que se funden unos en otros, aun sabiendo que el tiempo les roba todo.
Y entonces lo vi a él...
Una sola mirada bastó para que mi existencia se incendiara. En aquel instante, el fuego del amor —ese que debía ser puro y divino— ardió con deseo humano. Y ya no hubo marcha atrás.
Qué crueldad, ¿no? Haber sido creado para amar, pero tener prohibido hacerlo fuera del Reino de los Cielos. Prohibido amar a otro ser que no fuera mi creador.
El amor que me dio vida fue el mismo que selló mi condena.
Me arrancaron cuatro de mis seis alas para impedirme regresar a mi hogar.
El dolor fue insoportable... no solo el físico, sino el del alma desgarrada al comprender que jamás volvería a sentir el toque de su piel.
El cielo me maldijo con la eternidad y me despojó de todo, excepto de la memoria de su rostro.
Y ahora vivo condenado: si alguna vez vuelvo a amar, si mi piel toca la de otro ser, le arrebataré un año de vida por cada minuto de contacto.
Un castigo cruel… desproporcionado al crimen cometido.
A veces pienso que el cielo no soportó ver lo que creó: un ángel capaz de amar más allá de sus límites.
Y aunque la eternidad me pese, confieso que no me arrepiento.
Porque aunque el amor me costó el cielo, su último aliento... aún arde en mis labios.
Confesión.
Imagina descubrir el castigo del cielo justo en el momento en que sientes cómo el ser al que amas deja escapar su último aliento contra tus labios.
Así lo supe yo. Así comprendí la magnitud de mi pecado.
Fui creado con tanto amor que no supe contenerlo. Mientras mis hermanos elevaban himnos al Creador, yo miré más allá, hacia la tierra. Allí encontré algo que en el cielo jamás vi: la pasión con la que los humanos viven y aman, la entrega ciega con que se funden unos en otros, aun sabiendo que el tiempo les roba todo.
Y entonces lo vi a él...
Una sola mirada bastó para que mi existencia se incendiara. En aquel instante, el fuego del amor —ese que debía ser puro y divino— ardió con deseo humano. Y ya no hubo marcha atrás.
Qué crueldad, ¿no? Haber sido creado para amar, pero tener prohibido hacerlo fuera del Reino de los Cielos. Prohibido amar a otro ser que no fuera mi creador.
El amor que me dio vida fue el mismo que selló mi condena.
Me arrancaron cuatro de mis seis alas para impedirme regresar a mi hogar.
El dolor fue insoportable... no solo el físico, sino el del alma desgarrada al comprender que jamás volvería a sentir el toque de su piel.
El cielo me maldijo con la eternidad y me despojó de todo, excepto de la memoria de su rostro.
Y ahora vivo condenado: si alguna vez vuelvo a amar, si mi piel toca la de otro ser, le arrebataré un año de vida por cada minuto de contacto.
Un castigo cruel… desproporcionado al crimen cometido.
A veces pienso que el cielo no soportó ver lo que creó: un ángel capaz de amar más allá de sus límites.
Y aunque la eternidad me pese, confieso que no me arrepiento.
Porque aunque el amor me costó el cielo, su último aliento... aún arde en mis labios.
0
turnos
0
maullidos