El viento soplaba con suavidad en la cima de la montaña, acariciando las hojas del árbol solitario donde descansaba un hombre de semblante tranquilo, recostado con los brazos detrás de la cabeza. A unos metros, sentado al borde del risco, estaba Kyu —el Pequeño Vagabundo— con las piernas colgando y la mirada fija en el vasto horizonte teñido de dorado por la puesta de sol.
—Dime, Kyu… —preguntó su maestro con voz pausada—, ¿has comenzado a recordar algo?
El pequeño asintió levemente, con una sonrisa serena en el rostro.
—Sí… una canción —respondió, apretando contra su pecho el libro donde anotaba sus pensamientos—. Es una canción de cuna… no sé por qué, pero cada vez que la tarareo, siento que me guía. Como si me estuviera llamando.
—¿A dónde te guía? —preguntó el maestro, sin moverse.
—Hacia mi mamá… creo. No recuerdo su rostro… ni siquiera su nombre. Y no sé si tengo apellido. Pero siento que esa canción es suya. Y que si la sigo… podré encontrarla.
El maestro cerró los ojos y sonrió con ternura.
—Tienes un corazón muy fuerte, pequeño.
Kyu se volteó un poco, dejando que su mirada se perdiera en el cielo.
—No sé qué encontraré cuando llegue. Quizás... quizás no me reconozcan. O quizá ya no estén… pero… quiero saber. Quiero entender por qué nací en este mundo tan raro… tan lleno de cosas buenas, y también de cosas feas. Pero con gente que aún así sonríe.
El maestro lo observó en silencio, su mirada velada por una sombra de nostalgia. En su mente, pensó con tristeza:
*"Para este punto, después de todos los desastres que sufrió el mundo… probablemente ya están muertos. Tal vez nunca lo sepa con certeza. Pero no puedo destruir esa esperanza en sus ojos… no ahora. No cuando ha llegado tan lejos..."*
Y así, sin palabras que rompieran el momento, ambos se quedaron en la cima, envueltos en el murmullo del viento, compartiendo el silencio y los pensamientos que sólo el horizonte podía guardar. El sol descendía poco a poco, tiñendo de esperanza un cielo que parecía prometer que, algún día, las respuestas llegarían.
El viento soplaba con suavidad en la cima de la montaña, acariciando las hojas del árbol solitario donde descansaba un hombre de semblante tranquilo, recostado con los brazos detrás de la cabeza. A unos metros, sentado al borde del risco, estaba Kyu —el Pequeño Vagabundo— con las piernas colgando y la mirada fija en el vasto horizonte teñido de dorado por la puesta de sol.
—Dime, Kyu… —preguntó su maestro con voz pausada—, ¿has comenzado a recordar algo?
El pequeño asintió levemente, con una sonrisa serena en el rostro.
—Sí… una canción —respondió, apretando contra su pecho el libro donde anotaba sus pensamientos—. Es una canción de cuna… no sé por qué, pero cada vez que la tarareo, siento que me guía. Como si me estuviera llamando.
—¿A dónde te guía? —preguntó el maestro, sin moverse.
—Hacia mi mamá… creo. No recuerdo su rostro… ni siquiera su nombre. Y no sé si tengo apellido. Pero siento que esa canción es suya. Y que si la sigo… podré encontrarla.
El maestro cerró los ojos y sonrió con ternura.
—Tienes un corazón muy fuerte, pequeño.
Kyu se volteó un poco, dejando que su mirada se perdiera en el cielo.
—No sé qué encontraré cuando llegue. Quizás... quizás no me reconozcan. O quizá ya no estén… pero… quiero saber. Quiero entender por qué nací en este mundo tan raro… tan lleno de cosas buenas, y también de cosas feas. Pero con gente que aún así sonríe.
El maestro lo observó en silencio, su mirada velada por una sombra de nostalgia. En su mente, pensó con tristeza:
*"Para este punto, después de todos los desastres que sufrió el mundo… probablemente ya están muertos. Tal vez nunca lo sepa con certeza. Pero no puedo destruir esa esperanza en sus ojos… no ahora. No cuando ha llegado tan lejos..."*
Y así, sin palabras que rompieran el momento, ambos se quedaron en la cima, envueltos en el murmullo del viento, compartiendo el silencio y los pensamientos que sólo el horizonte podía guardar. El sol descendía poco a poco, tiñendo de esperanza un cielo que parecía prometer que, algún día, las respuestas llegarían.