• El taller improvisado en el que Jett trabajaba olía a metal caliente, pintura fresca y adrenalina contenida. A su alrededor, herramientas flotaban en el aire con ingravidez leve, efecto residual del Reino de la Relatividad donde el tiempo, el peso y el espacio se burlaban de las leyes naturales.

    —Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite.

    Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista.

    En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo.

    El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir.

    —Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada.

    Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba.

    Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás.

    Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó.

    —A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.
    El taller improvisado en el que Jett trabajaba olía a metal caliente, pintura fresca y adrenalina contenida. A su alrededor, herramientas flotaban en el aire con ingravidez leve, efecto residual del Reino de la Relatividad donde el tiempo, el peso y el espacio se burlaban de las leyes naturales. —Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite. Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista. En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo. El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir. —Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada. Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba. Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás. Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó. —A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.
    Me endiabla
    Me shockea
    2
    0 turnos 0 maullidos
  • *En Un templo en ruinas oculto entre los riscos, donde el musgo crece entre estatuas rotas y el viento arrastra siglos de silencio. El dios demonio, encarnado en forma humana, se sienta solo sobre el trono de piedra que ya no representa nada. Su mirada está fija en la llama azul de una ofrenda que no arde con fuego mortal.*

    Dicen que el tiempo lo entierra todo. Mentiras. Hay heridas que se entierran con los huesos… pero siguen cantando bajo la tierra.

    *Se pone de pie lentamente. Su andar es lento, como si cargara con siglos en los hombros. Se detiene frente a una pintura desvanecida en el muro, donde una figura femenina —casi borrada— parece mirarlo.*

    No la he visto. No he oído su voz. Ni siquiera sé si sonríe como tú… o si heredó mi forma de callar cuando el mundo pesa demasiado. Solo sé que existe. Que respira. Que camina junto a ese hombre al que llaman padre… mientras yo observo desde lo alto como un cobarde.

    *Una gota de agua cae desde el techo, rompiendo el silencio. Él aprieta los puños.*

    Mi sangre en su sangre… y ella ni siquiera lo imagina. Qué destino más cruel el de los que crean vida y luego deben ocultarse de ella. No por miedo. Por castigo.

    *Mira hacia una grieta en la pared. Más allá, se ve un sendero que baja por la montaña.*

    Están viajando. Él la cuida, le habla con la calma que yo nunca tuve. Le enseña el mundo como si fuera un regalo, mientras yo fui capaz de prenderle fuego. Ella cree que es su padre. Y él… quizás lo es más de lo que yo merezco ser.

    *Suspira. Hay una sombra en sus ojos. No odio, solo un cansancio inmenso.*


    "Yo solo dejo rastros. Fragmentos. Una marca en el cielo que quizá algún día la haga mirar hacia arriba y preguntarse por qué sueña con lugares que nunca ha pisado.

    *La llama azul parpadea. Él la observa por última vez antes de marcharse.*

    "No la tocaré. No le hablaré. No merezco más que esto: saber que existe. Que el mundo es un poco menos oscuro porque ella camina en él. Y eso… eso basta.
    *En Un templo en ruinas oculto entre los riscos, donde el musgo crece entre estatuas rotas y el viento arrastra siglos de silencio. El dios demonio, encarnado en forma humana, se sienta solo sobre el trono de piedra que ya no representa nada. Su mirada está fija en la llama azul de una ofrenda que no arde con fuego mortal.* Dicen que el tiempo lo entierra todo. Mentiras. Hay heridas que se entierran con los huesos… pero siguen cantando bajo la tierra. *Se pone de pie lentamente. Su andar es lento, como si cargara con siglos en los hombros. Se detiene frente a una pintura desvanecida en el muro, donde una figura femenina —casi borrada— parece mirarlo.* No la he visto. No he oído su voz. Ni siquiera sé si sonríe como tú… o si heredó mi forma de callar cuando el mundo pesa demasiado. Solo sé que existe. Que respira. Que camina junto a ese hombre al que llaman padre… mientras yo observo desde lo alto como un cobarde. *Una gota de agua cae desde el techo, rompiendo el silencio. Él aprieta los puños.* Mi sangre en su sangre… y ella ni siquiera lo imagina. Qué destino más cruel el de los que crean vida y luego deben ocultarse de ella. No por miedo. Por castigo. *Mira hacia una grieta en la pared. Más allá, se ve un sendero que baja por la montaña.* Están viajando. Él la cuida, le habla con la calma que yo nunca tuve. Le enseña el mundo como si fuera un regalo, mientras yo fui capaz de prenderle fuego. Ella cree que es su padre. Y él… quizás lo es más de lo que yo merezco ser. *Suspira. Hay una sombra en sus ojos. No odio, solo un cansancio inmenso.* "Yo solo dejo rastros. Fragmentos. Una marca en el cielo que quizá algún día la haga mirar hacia arriba y preguntarse por qué sueña con lugares que nunca ha pisado. *La llama azul parpadea. Él la observa por última vez antes de marcharse.* "No la tocaré. No le hablaré. No merezco más que esto: saber que existe. Que el mundo es un poco menos oscuro porque ella camina en él. Y eso… eso basta.
    Me gusta
    Me endiabla
    2
    0 turnos 0 maullidos
  • [ 𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐 𝒊𝒏𝒇𝒆𝒍𝒊𝒛. ── 𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 . . . ¡𝐌𝐈𝐄𝐑𝐃𝐀! ]





    El estruendo fue brutal. El golpe sobre el escritorio retumbó por toda la oficina, desparramando papeles como si el aire mismo hubiese estallado. En una esquina, los restos de un vaso roto brillaban bajo la luz tenue, fragmentos de vidrio que parecían ecos del caos. El italiano respiraba con dificultad, como si el simple acto de contenerse fuera una carga demasiado pesada.

    Había perdido el control. Por completo.

    La sangre aún manchaba su camisa. Un rastro imborrable de la reunión que había tenido con el ruso.

    Una reunión que, evidentemente, no había terminado bien.

    El rubio permanecía de pie. Inmóvil. Pero sus nudillos, endurecidos por la tensión, hablaban por él. Sus hombros rígidos, el semblante encendido por una ira contenida que no era habitual en él.

    Su habitual aire despreocupado, parecía lejano, diluido en la atmósfera viciada de la oficina. Se pasó una mano por el cabello, un gesto breve, cargado de frustración. Pero no era la escena, ni siquiera el recuerdo de la sangre, lo que lo carcomía por dentro.

    Era Marcos.

    Detrás de él, cabizbajo, en silencio.

    —¿Tú lo sabías? —preguntó sin girarse del todo, apenas ladeando el rostro. Su voz era baja, afilada. La mirada dorada lo alcanzó con una frialdad.

    No hubo respuesta. Solo el silencio cobarde de una cabeza que se hundía aún más.

    Ryan no lo toleró.

    Se giró de golpe y lo tomó por la camisa.

    —Responde —espetó, la voz tensa, quebrada por la furia.

    —Señor Ryan… él tiene que irse. Es… por su bien.

    Ryan soltó una carcajada breve, amarga, sin humor.

    —¿Por su bien? —repitió, casi con desprecio—. Va a desatar una puta guerra si se cruza con el hermano de Elisabetta. Ese imbécil está completamente fuera de sí… ¿y me dices que lo hace por su bien? Una cosa es ir a Rusia para reclamar la herencia de su padre. Otra muy distinta… es expandirse sin control.


    Solo hubo silencio por parte del pelinegro.

    Ryan no pudo soportar verlo más.

    Lo soltó de golpe, como si su sola cercanía lo asqueara, y se dio la vuelta. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro denso, frustrado. Uno que no solo cargaba ira, sino hartazgo.

    No era solo su familia.
    Ni los rostros conocidos que ahora se desdibujaban entre traiciones. Ni siquiera los que buscaban su cabeza desde las sombras, uno por uno, como perros hambrientos.

    Era todo.

    Los amigos que preguntaban por Kiev.
    Las llamadas, los mensajes.
    “¿Se puede hablar con él?”
    “¿Cómo está?”
    “¿Volverá pronto?”

    ¿Y qué debía responder?

    ¿Que Kiev los había borrado a todos sin mirar atrás?
    ¿Que no quería lazos? ¿Que ni siquiera fingía interés por conservar lo que alguna vez fue parte de su mundo?
    ¿Que a él, a Ryan, lo había dejado de lado como si fuera uno más entre sus trabajadores y lo engaño de esa manera?

    Su mirada cayó sobre Marcos, aún ahí. Dudoso. Indeciso.
    Ese gesto solo aumentó la rabia que le carcomía por dentro.

    —Lárgate. No quiero volver a verte por aquí —espetó con voz seca. Tomó una botella de whisky, se sirvió lentamente en un vaso. Iba a beber, pero se detuvo al verlo todavía allí.
    —Dije que te largues.

    Pero el pelinegro, en lugar de retroceder, avanzó. Sacó una carta del bolsillo interior del saco y la dejó sobre el escritorio, en silencio.

    —¿Qué es esto? —preguntó Ryan, sin tocarla aún. Su tono ya no era airado, sino frío. Dejó el vaso sobre el escritorio.

    —La razón, señor. El señor Kiev nunca la vio. Intercepté la carta antes de que llegara a sus manos… y la escondí. No tiene remitente.

    El italiano frunció el ceño, miró la carta con desconfianza. Luego la tomó con cautela, como si ya sospechara que lo que iba a leer no le gustaría. La abrió. Sacó el contenido.

    Y entonces su mano tembló.

    Las palabras escritas lo helaron. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el peso del pasado caía sobre él de golpe.

    —¿Es de esa mujer? —preguntó sin mirar a Marcos.

    —No lo sé. Creí que era una mentira más… pero luego recordé ciertas cosas, de antes del secuestro de mi señor.
    Parece que… ella volvió.

    Esto lo molesto aún más. ¿Qué quería?

    El contenido de la carta era evidentemente falso. O al menos eso quiso creer. Kiev simplemente no podría ...

    Era absurdo. Imposible.
    Pero las palabras resonaban.
    Le recordaban una conversación lejana, olvidada casi a propósito. Una noche en la que Rubí lo había rescatado de los Di Conti.

    Y entonces, lo entendió.

    —Maldita sea… —murmuró, casi para sí.

    Ryan sostuvo la mirada de Marcos unos segundos más. Fría. Inquebrantable.

    —Vete —dijo finalmente, sin levantar la voz.

    El pelinegro abrió la boca, como si aún quisiera explicar algo, pero la expresión de Ryan fue suficiente. No había espacio para disculpas. Ni para excusas.

    Lo observó marcharse.
    El sonido de la puerta al cerrarse fue como un disparo seco en el silencio de la oficina.

    Entonces Ryan se dejó caer hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Se cubrió la cabeza con ambas manos.

    Y por un momento… solo respiró.

    Temblaba. Esto lo estaba matando.

    La carta seguía sobre la mesa, no lo volvió a mirar. Simplemente la arrugó y lo tiró a la basura.

    Llamo a uno de sus hombres y dió una orden.

    Nadie debía acercarse.
    No quería ver a ninguno de sus hombres.
    A ninguno de sus amigos.
    Ni siquiera una sombra.
    Nada.

    Mucho menos nada de ruido.

    Quería estar solo.

    Porque si alguien entraba... Iba a descargar su ira sobre el.
    [ 𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐 𝒊𝒏𝒇𝒆𝒍𝒊𝒛. ── 𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 . . . ¡𝐌𝐈𝐄𝐑𝐃𝐀! ] El estruendo fue brutal. El golpe sobre el escritorio retumbó por toda la oficina, desparramando papeles como si el aire mismo hubiese estallado. En una esquina, los restos de un vaso roto brillaban bajo la luz tenue, fragmentos de vidrio que parecían ecos del caos. El italiano respiraba con dificultad, como si el simple acto de contenerse fuera una carga demasiado pesada. Había perdido el control. Por completo. La sangre aún manchaba su camisa. Un rastro imborrable de la reunión que había tenido con el ruso. Una reunión que, evidentemente, no había terminado bien. El rubio permanecía de pie. Inmóvil. Pero sus nudillos, endurecidos por la tensión, hablaban por él. Sus hombros rígidos, el semblante encendido por una ira contenida que no era habitual en él. Su habitual aire despreocupado, parecía lejano, diluido en la atmósfera viciada de la oficina. Se pasó una mano por el cabello, un gesto breve, cargado de frustración. Pero no era la escena, ni siquiera el recuerdo de la sangre, lo que lo carcomía por dentro. Era Marcos. Detrás de él, cabizbajo, en silencio. —¿Tú lo sabías? —preguntó sin girarse del todo, apenas ladeando el rostro. Su voz era baja, afilada. La mirada dorada lo alcanzó con una frialdad. No hubo respuesta. Solo el silencio cobarde de una cabeza que se hundía aún más. Ryan no lo toleró. Se giró de golpe y lo tomó por la camisa. —Responde —espetó, la voz tensa, quebrada por la furia. —Señor Ryan… él tiene que irse. Es… por su bien. Ryan soltó una carcajada breve, amarga, sin humor. —¿Por su bien? —repitió, casi con desprecio—. Va a desatar una puta guerra si se cruza con el hermano de Elisabetta. Ese imbécil está completamente fuera de sí… ¿y me dices que lo hace por su bien? Una cosa es ir a Rusia para reclamar la herencia de su padre. Otra muy distinta… es expandirse sin control. Solo hubo silencio por parte del pelinegro. Ryan no pudo soportar verlo más. Lo soltó de golpe, como si su sola cercanía lo asqueara, y se dio la vuelta. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro denso, frustrado. Uno que no solo cargaba ira, sino hartazgo. No era solo su familia. Ni los rostros conocidos que ahora se desdibujaban entre traiciones. Ni siquiera los que buscaban su cabeza desde las sombras, uno por uno, como perros hambrientos. Era todo. Los amigos que preguntaban por Kiev. Las llamadas, los mensajes. “¿Se puede hablar con él?” “¿Cómo está?” “¿Volverá pronto?” ¿Y qué debía responder? ¿Que Kiev los había borrado a todos sin mirar atrás? ¿Que no quería lazos? ¿Que ni siquiera fingía interés por conservar lo que alguna vez fue parte de su mundo? ¿Que a él, a Ryan, lo había dejado de lado como si fuera uno más entre sus trabajadores y lo engaño de esa manera? Su mirada cayó sobre Marcos, aún ahí. Dudoso. Indeciso. Ese gesto solo aumentó la rabia que le carcomía por dentro. —Lárgate. No quiero volver a verte por aquí —espetó con voz seca. Tomó una botella de whisky, se sirvió lentamente en un vaso. Iba a beber, pero se detuvo al verlo todavía allí. —Dije que te largues. Pero el pelinegro, en lugar de retroceder, avanzó. Sacó una carta del bolsillo interior del saco y la dejó sobre el escritorio, en silencio. —¿Qué es esto? —preguntó Ryan, sin tocarla aún. Su tono ya no era airado, sino frío. Dejó el vaso sobre el escritorio. —La razón, señor. El señor Kiev nunca la vio. Intercepté la carta antes de que llegara a sus manos… y la escondí. No tiene remitente. El italiano frunció el ceño, miró la carta con desconfianza. Luego la tomó con cautela, como si ya sospechara que lo que iba a leer no le gustaría. La abrió. Sacó el contenido. Y entonces su mano tembló. Las palabras escritas lo helaron. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el peso del pasado caía sobre él de golpe. —¿Es de esa mujer? —preguntó sin mirar a Marcos. —No lo sé. Creí que era una mentira más… pero luego recordé ciertas cosas, de antes del secuestro de mi señor. Parece que… ella volvió. Esto lo molesto aún más. ¿Qué quería? El contenido de la carta era evidentemente falso. O al menos eso quiso creer. Kiev simplemente no podría ... Era absurdo. Imposible. Pero las palabras resonaban. Le recordaban una conversación lejana, olvidada casi a propósito. Una noche en la que Rubí lo había rescatado de los Di Conti. Y entonces, lo entendió. —Maldita sea… —murmuró, casi para sí. Ryan sostuvo la mirada de Marcos unos segundos más. Fría. Inquebrantable. —Vete —dijo finalmente, sin levantar la voz. El pelinegro abrió la boca, como si aún quisiera explicar algo, pero la expresión de Ryan fue suficiente. No había espacio para disculpas. Ni para excusas. Lo observó marcharse. El sonido de la puerta al cerrarse fue como un disparo seco en el silencio de la oficina. Entonces Ryan se dejó caer hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Se cubrió la cabeza con ambas manos. Y por un momento… solo respiró. Temblaba. Esto lo estaba matando. La carta seguía sobre la mesa, no lo volvió a mirar. Simplemente la arrugó y lo tiró a la basura. Llamo a uno de sus hombres y dió una orden. Nadie debía acercarse. No quería ver a ninguno de sus hombres. A ninguno de sus amigos. Ni siquiera una sombra. Nada. Mucho menos nada de ruido. Quería estar solo. Porque si alguien entraba... Iba a descargar su ira sobre el.
    Me shockea
    Me gusta
    Me endiabla
    Me encocora
    Me enjaja
    23
    21 turnos 0 maullidos
  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio.

    Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos.

    Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla.

    Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan.

    Morfeo la amó sin poder poseerla.

    Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable...

    Y ese es su castigo, y su bendición.
    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio. Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos. Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla. Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan. Morfeo la amó sin poder poseerla. Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable... Y ese es su castigo, y su bendición.
    Me gusta
    2
    0 comentarios 0 compartidos
  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    — Daría mi vida por ti sin pensarlo un segundo, no como un acto de sacrificio, sino como el único gesto auténtico que me queda. No lo vería como una pérdida, sino como la más dulce de las entregas, como la única manera de devolverte aunque sea un fragmento de la paz y la felicidad que mereces, aunque yo me quede con las manos vacías. Tú serías feliz, al fin, y yo… yo simplemente descansaría. Iría a ese lugar oscuro y silencioso donde siento que debí haber estado desde hace miles de años, donde mi alma cansada por fin podría dejar de luchar. Porque este cuerpo, este corazón que late con tanto dolor, ya no me pertenece; te lo entregué hace tiempo, sin condiciones. Y si desaparecer es el precio para que tú sonrías una vez más con verdad, con luz… entonces que así sea. No temo a la nada, le temo más a la idea de seguir aquí sin haber podido aliviar aunque sea un poco tu carga.
    — Daría mi vida por ti sin pensarlo un segundo, no como un acto de sacrificio, sino como el único gesto auténtico que me queda. No lo vería como una pérdida, sino como la más dulce de las entregas, como la única manera de devolverte aunque sea un fragmento de la paz y la felicidad que mereces, aunque yo me quede con las manos vacías. Tú serías feliz, al fin, y yo… yo simplemente descansaría. Iría a ese lugar oscuro y silencioso donde siento que debí haber estado desde hace miles de años, donde mi alma cansada por fin podría dejar de luchar. Porque este cuerpo, este corazón que late con tanto dolor, ya no me pertenece; te lo entregué hace tiempo, sin condiciones. Y si desaparecer es el precio para que tú sonrías una vez más con verdad, con luz… entonces que así sea. No temo a la nada, le temo más a la idea de seguir aquí sin haber podido aliviar aunque sea un poco tu carga.
    Me gusta
    Me encocora
    Me shockea
    Me entristece
    5
    0 comentarios 0 compartidos
  • Pasaje oculto en el Torreón de Maegor


    Fragmento encontrado detrás de un tapiz arrancado durante el reinado de Maegor III, escrito en tinta carmesí sobre pergamino ennegrecido. Se sospecha que fue copiado de un códice anterior proveniente de Lys.

    “La pintura yace en la cámara más baja del Torreón, donde los dragones dormían sus últimos siglos y los huesos crujían al compás del olvido. No tiene firma, no tiene nombre, pero los más sabios temen pronunciarla. La mujer retratada no es una reina, aunque vistió como una. No es una puta, aunque desnudó el alma de reyes. No es una bruja, aunque hasta los Septones más santos evitaban mirarla a los ojos por temor a ver el reflejo de sus deseos.”

    “Seirys. Así fue llamada por los pocos que osaron amarla. Seirys, la devota del caos suave, la furia vestida de encaje, la sonrisa que cortaba como un cuchillo en vino. Sus ojos hablaban en alto valyrio, aunque su boca callaba lo justo. Su dragón, Maegaryon, fue la sombra que cubrió Rocadragón en tiempos de rebelión silenciosa.”

    “No se sabe quién pintó este retrato. Algunos dicen que fue un amante. Otros, un enemigo rendido. Lo cierto es que el rostro sonriente que lo contempla desde el lienzo no olvida, ni perdona, ni envejece.”

    “Quien mire esta pintura debe hacerlo con cuidado. El fuego no arde solo en las llamas... también lo hace en los recuerdos.”



    — A la izquierda del marco, tallado con garras de dragón. —
    “Va perzys ānogār. Nuhor jemēle.”
    «Fuego en la carne. Recuerda quién eres.»

    Pasaje oculto en el Torreón de Maegor Fragmento encontrado detrás de un tapiz arrancado durante el reinado de Maegor III, escrito en tinta carmesí sobre pergamino ennegrecido. Se sospecha que fue copiado de un códice anterior proveniente de Lys. “La pintura yace en la cámara más baja del Torreón, donde los dragones dormían sus últimos siglos y los huesos crujían al compás del olvido. No tiene firma, no tiene nombre, pero los más sabios temen pronunciarla. La mujer retratada no es una reina, aunque vistió como una. No es una puta, aunque desnudó el alma de reyes. No es una bruja, aunque hasta los Septones más santos evitaban mirarla a los ojos por temor a ver el reflejo de sus deseos.” “Seirys. Así fue llamada por los pocos que osaron amarla. Seirys, la devota del caos suave, la furia vestida de encaje, la sonrisa que cortaba como un cuchillo en vino. Sus ojos hablaban en alto valyrio, aunque su boca callaba lo justo. Su dragón, Maegaryon, fue la sombra que cubrió Rocadragón en tiempos de rebelión silenciosa.” “No se sabe quién pintó este retrato. Algunos dicen que fue un amante. Otros, un enemigo rendido. Lo cierto es que el rostro sonriente que lo contempla desde el lienzo no olvida, ni perdona, ni envejece.” “Quien mire esta pintura debe hacerlo con cuidado. El fuego no arde solo en las llamas... también lo hace en los recuerdos.” — A la izquierda del marco, tallado con garras de dragón. — “Va perzys ānogār. Nuhor jemēle.” «Fuego en la carne. Recuerda quién eres.»
    0 turnos 0 maullidos
  • Go Down. Down. Down ♪
    Fandom Made In Abyss
    Categoría Aventura
    Lo vio en un sueño. No fue un presagio, mucho menos un llamado. Era un residuo. El eco moribundo de algo que no le pertenecía, pero que vibraba en su médula como parte de sus huesos, como si su cuerpo recordara lo que su mente no podía nombrar.

    Fragmentos de voces sin boca.
    Luz negra entre jirones de carne rota.
    Y un susurro que clamaba ayuda... o inspiraba hambre.

    Al despertar, no dudó. Se calzó el abrigo y acomodó en el dedo el anillo que Tolek le dio, ese que le permitiría llamarle desde cualquier rincón de la existencia.

    Y dejó la cabaña.

    El rastro era invisible al ojo común, pero su percepción hendía la realidad como agujas la piel. Lo siguió hasta el lugar donde el espacio se deshilachaba, donde el aire estaba enfermo, con sabor a humedad, metal oxidado. Allí, el espacio se retorcía. Un pliegue, una herida que no sanaba, conectando el bosque del brujo con lo desconocido.

    El portal temblaba.
    Y Ekkora cruzó.

    Su cuerpo deformó el umbral al atravesarlo. La fractura chirrió, protestó, y se cerró tras ella.
    El otro lado la devoró.

    Lo primero que sintió fue el silencio. Un silencio cargado de respiraciones ocultas, como si algo, o muchas cosas, se arrastraran entre las raíces del lugar, esperando. Y empujaran contra ella.

    El Primer Nivel.
    Un mundo vivo, pero enfermo.
    Brotante, abominable.
    Hermoso en su podredumbre.

    Árboles inmensos y retorcidos como enfermos en agonía. Flores que olían a sangre y dulce. Criaturas que la observaban sin ojos.

    La luz no venía del sol. Era un resplandor cadavérico que hacía que las sombras se movieran incluso cuando no había nada. Eso le gustó.

    Exhaló, y su aliento salió negro, denso, viscoso. El entorno le oprimía tanto como su presencia empezaba a corromperlo, moho sobre un fruto maduro.

    Algo crujió. Ekkora volteó.

    Un insecto grotesco, del tamaño de un perro, se arrastró por la corteza cercana. Tenía un rostro que recordaba vagamente a un humano gritando.

    Lo miró con la curiosidad del predador que descubre una nueva presa, y no sabe aún si será alimento o... juguete.

    Sonrió, apenas.
    Un hilo de sangre negra resbaló por la comisura de su labio sin que lo notara.
    Dio un paso. Luego otro.
    Y comenzó a cercarse.

    Bajo sus pies, la tierra palpitaba.

    El Abismo la reconocía.
    Lo vio en un sueño. No fue un presagio, mucho menos un llamado. Era un residuo. El eco moribundo de algo que no le pertenecía, pero que vibraba en su médula como parte de sus huesos, como si su cuerpo recordara lo que su mente no podía nombrar. Fragmentos de voces sin boca. Luz negra entre jirones de carne rota. Y un susurro que clamaba ayuda... o inspiraba hambre. Al despertar, no dudó. Se calzó el abrigo y acomodó en el dedo el anillo que Tolek le dio, ese que le permitiría llamarle desde cualquier rincón de la existencia. Y dejó la cabaña. El rastro era invisible al ojo común, pero su percepción hendía la realidad como agujas la piel. Lo siguió hasta el lugar donde el espacio se deshilachaba, donde el aire estaba enfermo, con sabor a humedad, metal oxidado. Allí, el espacio se retorcía. Un pliegue, una herida que no sanaba, conectando el bosque del brujo con lo desconocido. El portal temblaba. Y Ekkora cruzó. Su cuerpo deformó el umbral al atravesarlo. La fractura chirrió, protestó, y se cerró tras ella. El otro lado la devoró. Lo primero que sintió fue el silencio. Un silencio cargado de respiraciones ocultas, como si algo, o muchas cosas, se arrastraran entre las raíces del lugar, esperando. Y empujaran contra ella. El Primer Nivel. Un mundo vivo, pero enfermo. Brotante, abominable. Hermoso en su podredumbre. Árboles inmensos y retorcidos como enfermos en agonía. Flores que olían a sangre y dulce. Criaturas que la observaban sin ojos. La luz no venía del sol. Era un resplandor cadavérico que hacía que las sombras se movieran incluso cuando no había nada. Eso le gustó. Exhaló, y su aliento salió negro, denso, viscoso. El entorno le oprimía tanto como su presencia empezaba a corromperlo, moho sobre un fruto maduro. Algo crujió. Ekkora volteó. Un insecto grotesco, del tamaño de un perro, se arrastró por la corteza cercana. Tenía un rostro que recordaba vagamente a un humano gritando. Lo miró con la curiosidad del predador que descubre una nueva presa, y no sabe aún si será alimento o... juguete. Sonrió, apenas. Un hilo de sangre negra resbaló por la comisura de su labio sin que lo notara. Dio un paso. Luego otro. Y comenzó a cercarse. Bajo sus pies, la tierra palpitaba. El Abismo la reconocía.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    Cualquier línea
    Estado
    Terminado
    Me gusta
    1
    2 turnos 0 maullidos
  • No puedo creer poder olvidar, mis recuerdos de mi vida pasada y la luna está bella.
    - suspira un poquito -
    ¿Que ganó de volver a recargar? , al fragmentos en mi memoria que son borrosas.
    No puedo creer poder olvidar, mis recuerdos de mi vida pasada y la luna está bella. - suspira un poquito - ¿Que ganó de volver a recargar? , al fragmentos en mi memoria que son borrosas.
    Me gusta
    Me encocora
    3
    0 turnos 0 maullidos
  • #misiondiarialunes #desafiodivino.

    𓆩ꨄ𓆪Nacida de un tropiezo, nombrada por un río.

    Dicen que las deidades no cometen errores, que su andar es perfecto, divino. Pero incluso los dioses tropiezan.

    Fue Hebe, la eterna doncella, quien en un gesto tan humano como divino, se deslizó al borde de la Fuente del Olvido. Su pie descalzo tocó primero el agua de Lethe, y luego —por un capricho del destino o del alma— rozó la corriente clara del río Eunoë, el agua del recuerdo puro.

    Aquel instante selló algo imposible: Hebe, diosa de la juventud, dejó atrás su aspecto de doncella al absorber memorias que no le pertenecían. Maduró, cambió. Y de ese enlace entre olvido y recuerdo, entre error y sacrificio, nació una niebla.

    No una hija de carne, sino de esencia. No una voz, sino un susurro. Eunoë.

    No fue reclamada por ningún dios, ni por la tierra ni por el cielo, pero el Reino de los Sueños la aceptó. Porque ella no pesa ni hiere. Ella consuela. Su forma de neblina plateada se enreda en los rincones de las almas que no pueden más, que necesitan una última caricia de esperanza antes de rendirse al abismo del descanso.

    Fue Morfeo quien la vio llegar, flotando entre los velos del sueño profundo. “¿Qué criatura eres tú, que hueles a recuerdo y olvido a la vez?”, preguntó. Eunoë no respondió de inmediato; no con palabras, al menos. Sus ojos brillaban con luz líquida, y sus dedos eran vapor que aliviaba.

    Desde entonces, Morfeo y ella han compartido silencios, fragmentos de duda, y ocasionales discusiones sobre la naturaleza del sueño. Él, sombra cansada y sabia, rara vez duerme. Ella, espíritu naciente, vela por los que sí lo hacen. “Maestro,” suele decirle con ternura burlona, “usted da sueños, pero no se concede ni uno.” Él sonríe. A veces.

    Y así, ella sigue danzando. No busca ser recordada, pero recuerda. No promete eternidad, pero concede alivio. Donde el mundo duele, allí va. Donde una diosa duerme por fin —como Atropos—, allí canta. Donde el Maestro reposa, ella flota cerca, sin perturbar, sin tocar.

    Nacida de un error.
    Criada por el susurro de aguas sagradas.
    Eunoë, la que recuerda.
    Eunoë, la que repara.
    #misiondiarialunes #desafiodivino. 𓆩ꨄ𓆪Nacida de un tropiezo, nombrada por un río. Dicen que las deidades no cometen errores, que su andar es perfecto, divino. Pero incluso los dioses tropiezan. Fue Hebe, la eterna doncella, quien en un gesto tan humano como divino, se deslizó al borde de la Fuente del Olvido. Su pie descalzo tocó primero el agua de Lethe, y luego —por un capricho del destino o del alma— rozó la corriente clara del río Eunoë, el agua del recuerdo puro. Aquel instante selló algo imposible: Hebe, diosa de la juventud, dejó atrás su aspecto de doncella al absorber memorias que no le pertenecían. Maduró, cambió. Y de ese enlace entre olvido y recuerdo, entre error y sacrificio, nació una niebla. No una hija de carne, sino de esencia. No una voz, sino un susurro. Eunoë. No fue reclamada por ningún dios, ni por la tierra ni por el cielo, pero el Reino de los Sueños la aceptó. Porque ella no pesa ni hiere. Ella consuela. Su forma de neblina plateada se enreda en los rincones de las almas que no pueden más, que necesitan una última caricia de esperanza antes de rendirse al abismo del descanso. Fue Morfeo quien la vio llegar, flotando entre los velos del sueño profundo. “¿Qué criatura eres tú, que hueles a recuerdo y olvido a la vez?”, preguntó. Eunoë no respondió de inmediato; no con palabras, al menos. Sus ojos brillaban con luz líquida, y sus dedos eran vapor que aliviaba. Desde entonces, Morfeo y ella han compartido silencios, fragmentos de duda, y ocasionales discusiones sobre la naturaleza del sueño. Él, sombra cansada y sabia, rara vez duerme. Ella, espíritu naciente, vela por los que sí lo hacen. “Maestro,” suele decirle con ternura burlona, “usted da sueños, pero no se concede ni uno.” Él sonríe. A veces. Y así, ella sigue danzando. No busca ser recordada, pero recuerda. No promete eternidad, pero concede alivio. Donde el mundo duele, allí va. Donde una diosa duerme por fin —como Atropos—, allí canta. Donde el Maestro reposa, ella flota cerca, sin perturbar, sin tocar. Nacida de un error. Criada por el susurro de aguas sagradas. Eunoë, la que recuerda. Eunoë, la que repara.
    Me gusta
    Me encocora
    3
    0 turnos 0 maullidos
  • FLASHBACK — UNA HABITACIÓN DE MOTEL, EN ALGÚN LUGAR ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO.

    La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir.

    Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada.

    Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo.

    La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla.

    —“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…”

    La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero.

    Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación.

    Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió:

    “No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.”



    El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo.

    La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba.

    Cerró los ojos.

    Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer.

    Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia.

    Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
    FLASHBACK — UNA HABITACIÓN DE MOTEL, EN ALGÚN LUGAR ENTRE LA NADA Y EL OLVIDO. La lluvia golpeaba el tejado de lata como un recordatorio constante de que el mundo afuera seguía, indiferente. La habitación estaba iluminada apenas por la lámpara oxidada del buró; la luz amarilla le daba a las paredes un aire sepia, como si todo estuviera atrapado en un recuerdo que se negaba a morir. Reina estaba acostada en la orilla de la cama, las manos entrelazadas como si pudiera contener algo en ellas. El agua de la ducha aún goteaba en el baño, pero hacía rato que se había bañado. No tenía ganas de secarse el cabello. No tenía ganas de nada. Una camiseta vieja —suya— le cubría el torso. Una de esas que él dejaba tirada sin pensar, con el olor a acero, madera vieja y ese maldito aroma a él que no se iba ni con los años. Apretó la tela entre sus dedos como si fuera una cuerda que evitaba que se ahogara del todo. La televisión estaba encendida en un canal que no veía. Las voces eran solo un ruido blanco. Ella miraba al vacío. Pero en realidad lo miraba a él. En su mente. En esos pequeños fragmentos donde aún existía, donde todavía sonreía torpemente, donde le tocaba la mejilla con esos dedos metálicos como si tuviera miedo de romperla. —“No supe qué hacer contigo. Nunca supe qué hacer con todo lo que sentía cuando me mirabas…” La frase le golpeó como un eco, como un susurro que él nunca dijo, pero que ella intuía. Siempre había algo contenido en Bucky, una guerra interna que nunca la dejó cruzar del todo. Y aún así… aún así, ella lo amó entero. Se inclinó hacia la pequeña mesa de noche y abrió el cajón. Ahí estaba su celular viejo, apagado desde hacía meses. Dudó. Lo encendió. La pantalla tardó más de lo normal, pero finalmente apareció su fondo de pantalla: una foto borrosa de un atardecer que captaron juntos, sin rostros, solo colores, solo una sensación. Entró en los mensajes. Deslizó hasta aquel que nunca envió: “No espero que vuelvas, solo quiero que sepas que te amé. Que cada segundo contigo me dolió y me sanó al mismo tiempo. Que aún duermo de tu lado de la cama. Que aún guardo tu número… aunque ya no marque nada.” El cursor parpadeó como un corazón nervioso. No lo envió. Apagó el celular. Se echó hacia atrás en la cama, dejando que las lágrimas finalmente rodaran sin permiso, sin orgullo. La habitación olía a humedad, a encierro, a pasado. Ella olía a él. Y dolía. Cómo dolía seguir amándolo en un mundo donde ya no estaba. Cerró los ojos. Y por un instante, juraría que él estaba ahí. Sentado en la silla, como antes. Mirándola con ese gesto de culpa y ternura que solo él sabía hacer. Pero al abrirlos, solo estaba la lluvia. Y un silencio que nunca dejaría de sonar.
    Me gusta
    Me entristece
    2
    0 turnos 0 maullidos
Ver más resultados
Patrocinados