Hay días en los que preferiría no recordar. El amanecer de aquel día era uno de ellos, las antorchas aún ardían bajo la bruma cuando me llamaron. El aire olía a hierro, tierra húmeda y a miedo contenido, frente a nosotros, más allá del claro, se alzaban las filas del enemigo, igual de silenciosas, igual de resueltas. Para evitar la guerra total, ambas casas acordaron resolver el conflicto con un Juicio de Campeones. Una antigua tradición, olvidada por muchos, donde el honor se media en sangre y acero, no en cuerpos amontonados tras una siega sin sentido. Me eligieron a mí, tal vez porque era extranjero o tal vez porque no tenía esposa, ni hijos que me lloraran.
Recuerdo al otro campeón era alto y se veía fuerte como un roble, cubierto de una armadura oscura que parecía beberse la luz. No dijo una sola palabra cuando nos encontramos frente al viejo templo derruido, el punto neutro entre ambos campamentos. Desenvainé mi espada mi mano temblaba ligeramente.
La lucha fue brutal espada contra espada y hierro contra voluntad, él golpeaba como si cada tajo pudiera partir el mundo en dos. Pero yo bailaba, en cada paso me jugaba la vida, sentía el peso de mi escudo, el crujir de la cota de malla, el sabor metálico de la sangre que comenzaba a llenar mi boca tras un impacto mal recibido. Una, dos, cinco veces caí y las cinco mismas me puse de pie, hasta que en un instante fugaz, vi la abertura bajo su brazo, entre la hombrera y la coraza, tipico fallo humano.
Mi espada entró y él cayó de rodillas, mirándome bajo el yelmo, como si en el fondo agradeciera no tener que continuar con esa guerra absurda. Cuando terminó, el silencio fue absoluto, no hubo vítores, ni aplausos. Solo una calma pesada, como la que precede a una tormenta, o en este caso, a una paz impuesta. Caminé de regreso entre filas de soldados que no sabían si vitorearme o temerme, mis piernas temblaban, pero no estaba cansado. La paz puede ganarse con una espada, pero nunca deja de pesar en las manos de quien la empuñó.
Recuerdo al otro campeón era alto y se veía fuerte como un roble, cubierto de una armadura oscura que parecía beberse la luz. No dijo una sola palabra cuando nos encontramos frente al viejo templo derruido, el punto neutro entre ambos campamentos. Desenvainé mi espada mi mano temblaba ligeramente.
La lucha fue brutal espada contra espada y hierro contra voluntad, él golpeaba como si cada tajo pudiera partir el mundo en dos. Pero yo bailaba, en cada paso me jugaba la vida, sentía el peso de mi escudo, el crujir de la cota de malla, el sabor metálico de la sangre que comenzaba a llenar mi boca tras un impacto mal recibido. Una, dos, cinco veces caí y las cinco mismas me puse de pie, hasta que en un instante fugaz, vi la abertura bajo su brazo, entre la hombrera y la coraza, tipico fallo humano.
Mi espada entró y él cayó de rodillas, mirándome bajo el yelmo, como si en el fondo agradeciera no tener que continuar con esa guerra absurda. Cuando terminó, el silencio fue absoluto, no hubo vítores, ni aplausos. Solo una calma pesada, como la que precede a una tormenta, o en este caso, a una paz impuesta. Caminé de regreso entre filas de soldados que no sabían si vitorearme o temerme, mis piernas temblaban, pero no estaba cansado. La paz puede ganarse con una espada, pero nunca deja de pesar en las manos de quien la empuñó.
Hay días en los que preferiría no recordar. El amanecer de aquel día era uno de ellos, las antorchas aún ardían bajo la bruma cuando me llamaron. El aire olía a hierro, tierra húmeda y a miedo contenido, frente a nosotros, más allá del claro, se alzaban las filas del enemigo, igual de silenciosas, igual de resueltas. Para evitar la guerra total, ambas casas acordaron resolver el conflicto con un Juicio de Campeones. Una antigua tradición, olvidada por muchos, donde el honor se media en sangre y acero, no en cuerpos amontonados tras una siega sin sentido. Me eligieron a mí, tal vez porque era extranjero o tal vez porque no tenía esposa, ni hijos que me lloraran.
Recuerdo al otro campeón era alto y se veía fuerte como un roble, cubierto de una armadura oscura que parecía beberse la luz. No dijo una sola palabra cuando nos encontramos frente al viejo templo derruido, el punto neutro entre ambos campamentos. Desenvainé mi espada mi mano temblaba ligeramente.
La lucha fue brutal espada contra espada y hierro contra voluntad, él golpeaba como si cada tajo pudiera partir el mundo en dos. Pero yo bailaba, en cada paso me jugaba la vida, sentía el peso de mi escudo, el crujir de la cota de malla, el sabor metálico de la sangre que comenzaba a llenar mi boca tras un impacto mal recibido. Una, dos, cinco veces caí y las cinco mismas me puse de pie, hasta que en un instante fugaz, vi la abertura bajo su brazo, entre la hombrera y la coraza, tipico fallo humano.
Mi espada entró y él cayó de rodillas, mirándome bajo el yelmo, como si en el fondo agradeciera no tener que continuar con esa guerra absurda. Cuando terminó, el silencio fue absoluto, no hubo vítores, ni aplausos. Solo una calma pesada, como la que precede a una tormenta, o en este caso, a una paz impuesta. Caminé de regreso entre filas de soldados que no sabían si vitorearme o temerme, mis piernas temblaban, pero no estaba cansado. La paz puede ganarse con una espada, pero nunca deja de pesar en las manos de quien la empuñó.
