Trece días. Un total de trece días necesitó el zorro para estar en buena forma. Habría necesitado menos, pero las heridas fueron brutales. Además, a mitad de su recuperación, tuvo que dar parte de su energía vital para ayudar a un amigo.
Pero por fin, Kazuo estaba en marcha. Ese Ōmukade había crecido a sus anchas desde su último encuentro. Últimamente, en ese tiempo había atacado una aldea cercana, pero, por gracia divina, solo se cobró víctimas de ganado.
El zorro, esta vez sí, con sus cinco sentidos puestos, fue en busca del demonio escalopendra, aquel que era capaz de matar y comer dragones. Recorrió todo el valle y la montaña en busca de su rastro. Recordaba su olor; si algo se le daba bien al zorro era recordar aromas, cada matiz que incluso podía saborear en la lengua. Tras una larga caminata, lo encontró: ese rastro que olía a podredumbre y muerte, como si algo estuviera comiendo cadáveres en descomposición. En este punto, el zorro bajó su ritmo, sintiendo cómo esa capa de miasma aumentaba a medida que se acercaba.
Kazuo era tremendamente silencioso; no se escuchaba ni el crujir de las ramas bajo sus pies, igual que un fantasma. Afinaba su oído; cualquier leve sonido hacía que girara su cabeza de forma brusca, como cuando los cazadores acechan a una presa. Y así era: Kazuo era el cazador y el Ōmukade, su presa. La noche se había cernido sobre él. De seguro, Elisabeth le reprendería por no avisarla para que lo acompañara. Pero no le entusiasmaba darle como regalo de compromiso una noche de matanza a un demonio. Desde luego, era poco romántico.
"¡Clic!" —Un crujido.
Ese crujido no lo había emitido Kazuo. Tampoco lo habría provocado ningún animal, ya que la densidad del ambiente era inaguantable para cualquier ser que no estuviera preparado para soportarlo. El zorro se puso en cuclillas, posando sus dos manos sobre la tierra e inclinándose levemente hacia delante, como un gato que se agazapa antes de cernirse sobre su presa. Un silencio sepulcral se instalaba en el ambiente; Parecía que incluso el aire había dejado de correr.
Fue entonces cuando aquel demonio, tan grande como un dragón, emergió de la oscuridad, profiriendo un rugido ensordecedor. Este, igual que la última vez, se dirigió una carga hacia Kazuo, pero este, rápido, tomó impulso en dirección hacia la criatura. A punto de colisionar el uno con el otro, Kazuo sacó sus garras, clavándolas apenas en el caparazón de su cabeza. Su coraza era terriblemente dura; Debería haberle pedido a Elisabeth un poco de su saliva, ya que esta es venenosa para los Ōmukade. Tras aguantar todo lo posible el agarre, aprovechó la inercia de su cuerpo para elevarse sobre la cabeza del demonio, quedando durante unas milésimas de segundo en pie sobre este con una sola mano. Sin soltar su agarre, dobló su tronco para que sus pies y piernas caigan en cuclillas sobre la cabeza del insecto gigante. Con una fuerza sobrehumana, hizo presión con sus piernas hacia abajo, soltando su agarre en el momento justo en que estas hacían más presión sobre la cabeza del demonio. El impulso que tomó el zorro hizo que la cabeza del contrario se estampara de boca contra el suelo, como si Kazuo hubiera lanzado un proyecto con sus piernas.
Mientras una polvareda se levantaba por el impacto del Ōmukade contra el suelo, el zorro caía con gracia sobre la rama de un árbol cercano.
—Esto va a terminar rápido... —decía él con esa calma que a veces podía resultar inquietante.
Tras unos segundos, el demonio se levantaba. Este retorcía su cuerpo con dolor y furia. Kazuo pensó que, si no podía atravesar su corazón, lo molería a golpes hasta que esta cediera.
Durante largos minutos, ambos yōkais se regalaban una serenata de golpes. Kazuo era quien más golpe daba y quien más los esquivaba, aunque se llevó alguno que otro en el camino. El demonio escalopendra comenzaba a estar cansado y cada vez más débil. En un último movimiento, Kazuo volvió a embestir de frente, algo bastante necio por su parte, ya que el demonio no era tonto y ya había visto antes de ese ataque.
El Ōmukade, habiendo aprendido la lección, levantó su cabeza para atrapar el cuerpo de Kazuo, uniendo sus dientes afilados en su carne. Pero de pronto, como si fuera vapor, el cuerpo de Kazuo desapareció, dejando una leve neblina a su paso y una hoja otoñal flotando donde antes estaba su cuerpo, hasta que esta cayó al suelo. Kazuo había desaparecido. El demonio, desconcertado, giró sus ojos telescópicos de un lado a otro buscando al zorro. Pero Kazuo no estaba en su campo de visión. El zorro, como si de un truco de mágia se tratase, estaba justo debajo de la cabeza del Ōmukade, concretamente bajo su mandíbula. Ahí había un punto frágil; un área de su corazón había cedido por los constantes golpes que le había propinado. La mano de Kazuo se llenaba de llamas color zafiro, llamas capaces de purificar y quemar aquello que no puede ser purificado por nada. Juntó y puso rectos los dedos de su mano para, posteriormente, clavar sus garras de una sola estocada en la tráquea del monstruo, atravesándola con facilidad.
El Ōmukade rugía, rugía con desesperación y dolor. Su cuerpo de escalopendra se retorcía de un lado a otro, volcando árboles y maleza, dejando un destrozo a su paso. Kazuo, insatisfecho, aún con su mano introducida, hizo florecer sus llamas color zafiro, haciendo que la criatura comenzara a arder desde dentro. Segundos más tarde, mientras aún se retorcía de dolor, llamas azules salían crepitantes entre los huecos de su coraza, por su boca y por sus ojos.
Era un golpe incompatible con la vida, totalmente mortal. Saca sus manos del interior, su cuerpo dejó de moverse progresivamente, quedando solo algunos espasmos residuales de movimiento. Kazuo observaba cómo el cuerpo del demonio que casi lo mata se consumía. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado con un demonio tan inferior a él?
—Esto por haber preocupado a Liz, infeliz —decía Kazuo de forma seria, pero con una calma nuevamente inquietante.
Su venganza no había sido porque lo hubiera estado a punto de matar, sino por el mal rato que pasó Elisabeth cuando lo encontró moribundo. Finalmente, el zorro se volvió y puso rumbo a su templo, esperando que no se le hubiera hecho demasiado tarde para cenar.
Trece días. Un total de trece días necesitó el zorro para estar en buena forma. Habría necesitado menos, pero las heridas fueron brutales. Además, a mitad de su recuperación, tuvo que dar parte de su energía vital para ayudar a un amigo.
Pero por fin, Kazuo estaba en marcha. Ese Ōmukade había crecido a sus anchas desde su último encuentro. Últimamente, en ese tiempo había atacado una aldea cercana, pero, por gracia divina, solo se cobró víctimas de ganado.
El zorro, esta vez sí, con sus cinco sentidos puestos, fue en busca del demonio escalopendra, aquel que era capaz de matar y comer dragones. Recorrió todo el valle y la montaña en busca de su rastro. Recordaba su olor; si algo se le daba bien al zorro era recordar aromas, cada matiz que incluso podía saborear en la lengua. Tras una larga caminata, lo encontró: ese rastro que olía a podredumbre y muerte, como si algo estuviera comiendo cadáveres en descomposición. En este punto, el zorro bajó su ritmo, sintiendo cómo esa capa de miasma aumentaba a medida que se acercaba.
Kazuo era tremendamente silencioso; no se escuchaba ni el crujir de las ramas bajo sus pies, igual que un fantasma. Afinaba su oído; cualquier leve sonido hacía que girara su cabeza de forma brusca, como cuando los cazadores acechan a una presa. Y así era: Kazuo era el cazador y el Ōmukade, su presa. La noche se había cernido sobre él. De seguro, Elisabeth le reprendería por no avisarla para que lo acompañara. Pero no le entusiasmaba darle como regalo de compromiso una noche de matanza a un demonio. Desde luego, era poco romántico.
"¡Clic!" —Un crujido.
Ese crujido no lo había emitido Kazuo. Tampoco lo habría provocado ningún animal, ya que la densidad del ambiente era inaguantable para cualquier ser que no estuviera preparado para soportarlo. El zorro se puso en cuclillas, posando sus dos manos sobre la tierra e inclinándose levemente hacia delante, como un gato que se agazapa antes de cernirse sobre su presa. Un silencio sepulcral se instalaba en el ambiente; Parecía que incluso el aire había dejado de correr.
Fue entonces cuando aquel demonio, tan grande como un dragón, emergió de la oscuridad, profiriendo un rugido ensordecedor. Este, igual que la última vez, se dirigió una carga hacia Kazuo, pero este, rápido, tomó impulso en dirección hacia la criatura. A punto de colisionar el uno con el otro, Kazuo sacó sus garras, clavándolas apenas en el caparazón de su cabeza. Su coraza era terriblemente dura; Debería haberle pedido a Elisabeth un poco de su saliva, ya que esta es venenosa para los Ōmukade. Tras aguantar todo lo posible el agarre, aprovechó la inercia de su cuerpo para elevarse sobre la cabeza del demonio, quedando durante unas milésimas de segundo en pie sobre este con una sola mano. Sin soltar su agarre, dobló su tronco para que sus pies y piernas caigan en cuclillas sobre la cabeza del insecto gigante. Con una fuerza sobrehumana, hizo presión con sus piernas hacia abajo, soltando su agarre en el momento justo en que estas hacían más presión sobre la cabeza del demonio. El impulso que tomó el zorro hizo que la cabeza del contrario se estampara de boca contra el suelo, como si Kazuo hubiera lanzado un proyecto con sus piernas.
Mientras una polvareda se levantaba por el impacto del Ōmukade contra el suelo, el zorro caía con gracia sobre la rama de un árbol cercano.
—Esto va a terminar rápido... —decía él con esa calma que a veces podía resultar inquietante.
Tras unos segundos, el demonio se levantaba. Este retorcía su cuerpo con dolor y furia. Kazuo pensó que, si no podía atravesar su corazón, lo molería a golpes hasta que esta cediera.
Durante largos minutos, ambos yōkais se regalaban una serenata de golpes. Kazuo era quien más golpe daba y quien más los esquivaba, aunque se llevó alguno que otro en el camino. El demonio escalopendra comenzaba a estar cansado y cada vez más débil. En un último movimiento, Kazuo volvió a embestir de frente, algo bastante necio por su parte, ya que el demonio no era tonto y ya había visto antes de ese ataque.
El Ōmukade, habiendo aprendido la lección, levantó su cabeza para atrapar el cuerpo de Kazuo, uniendo sus dientes afilados en su carne. Pero de pronto, como si fuera vapor, el cuerpo de Kazuo desapareció, dejando una leve neblina a su paso y una hoja otoñal flotando donde antes estaba su cuerpo, hasta que esta cayó al suelo. Kazuo había desaparecido. El demonio, desconcertado, giró sus ojos telescópicos de un lado a otro buscando al zorro. Pero Kazuo no estaba en su campo de visión. El zorro, como si de un truco de mágia se tratase, estaba justo debajo de la cabeza del Ōmukade, concretamente bajo su mandíbula. Ahí había un punto frágil; un área de su corazón había cedido por los constantes golpes que le había propinado. La mano de Kazuo se llenaba de llamas color zafiro, llamas capaces de purificar y quemar aquello que no puede ser purificado por nada. Juntó y puso rectos los dedos de su mano para, posteriormente, clavar sus garras de una sola estocada en la tráquea del monstruo, atravesándola con facilidad.
El Ōmukade rugía, rugía con desesperación y dolor. Su cuerpo de escalopendra se retorcía de un lado a otro, volcando árboles y maleza, dejando un destrozo a su paso. Kazuo, insatisfecho, aún con su mano introducida, hizo florecer sus llamas color zafiro, haciendo que la criatura comenzara a arder desde dentro. Segundos más tarde, mientras aún se retorcía de dolor, llamas azules salían crepitantes entre los huecos de su coraza, por su boca y por sus ojos.
Era un golpe incompatible con la vida, totalmente mortal. Saca sus manos del interior, su cuerpo dejó de moverse progresivamente, quedando solo algunos espasmos residuales de movimiento. Kazuo observaba cómo el cuerpo del demonio que casi lo mata se consumía. ¿Cómo podía haber sido tan descuidado con un demonio tan inferior a él?
—Esto por haber preocupado a Liz, infeliz —decía Kazuo de forma seria, pero con una calma nuevamente inquietante.
Su venganza no había sido porque lo hubiera estado a punto de matar, sino por el mal rato que pasó Elisabeth cuando lo encontró moribundo. Finalmente, el zorro se volvió y puso rumbo a su templo, esperando que no se le hubiera hecho demasiado tarde para cenar.