• Shoko estaba sentada en el alféizar de su ventana, observando el cielo teñido de tonos anaranjados mientras el sol se ocultaba tras los edificios del campus. En la distancia, podía escuchar los ecos lejanos de estudiantes jugando, riendo, viviendo vidas que parecían tan normales, tan mundanas.

    Con un suspiro, dejó caer su espalda contra el marco de la ventana. Sus días estaban llenos de exorcismos, entrenamientos y largas horas aprendiendo a salvar vidas en un mundo que la mayoría de las personas nunca conocería. No podía evitar pensar en cómo habría sido crecer sin maldiciones, sin este peso invisible. Quizá habría pasado más tiempo preocupándose por exámenes o clubes escolares en lugar de proteger su vida o la de sus compañeros.

    “¿Es raro que me sienta envidiosa?” murmuró para sí misma, revolviendo su cabello con una mano. Había veces que la normalidad parecía un lujo inalcanzable, una fantasía que nunca podría tocar.

    Sus pensamientos vagaron hacia algo más trivial pero igual de incómodo: el hecho de que nunca había tenido un novio, ni siquiera un pretendiente. Claro, eso no era exactamente una prioridad cuando se vivía entre maldiciones y misiones constantes, pero… ¿acaso era tan extraño querer experimentar algo típico? Un beso, por ejemplo. Algo que otras chicas de su edad parecían dar por sentado.

    Cerró los ojos, tratando de imaginar cómo sería. ¿Emocionante? ¿Incómodo? ¿Una completa decepción? Sus mejillas se tiñeron levemente de rojo al darse cuenta de que no tenía ni idea. Todo lo que sabía venía de películas o novelas que rara vez tenía tiempo de terminar.

    Entonces, un pensamiento surgió, absurdo al principio, pero difícil de ignorar. Había alguien en quien confiaba completamente, alguien que no se reiría de ella ni aprovecharía la situación. Suguru.

    La idea la hizo apretar los labios. Era ridículo, pero también tenía sentido de alguna manera. Suguru siempre había sido tranquilo, considerado y, sobre todo, respetuoso. Si había alguien con quien podía confiar para algo tan embarazoso, era él.

    Antes de darse cuenta, ya estaba bajándose del alféizar y caminando hacia la puerta de su habitación. Su corazón latía con fuerza mientras avanzaba por el pasillo, los ecos de sus pasos resonando en la quietud. Al llegar frente a la puerta de Suguru, alzó la mano para tocar, pero dudó un segundo.

    “Solo dilo rápido. No lo pienses demasiado,” se dijo en voz baja, intentando convencerse.

    Tocó dos veces.
    Apenas escuchó el chirrido de la puerta al empezar a abrirse, y que Suguru pudiera detenerse, las palabras salieron de su boca, rápidas y cortas:

    — Quiero que me beses. —

    El sonrojo que inundó su rostro no era por la emoción de la propuesta, ni por la curiosidad que la impulsaba a dar el paso. Era el calor de exponer esa vulnerabilidad, ese lado curioso y emocional que siempre trataba de mantener oculto bajo capas de indiferencia. No era como si estuviera nerviosa por el beso en sí, sino por mostrar una parte de sí misma que no acostumbraba compartir, especialmente con alguien como Suguru.

    Los latidos de su corazón aumentaron, no por el gesto, sino por la incomodidad de ser vista de esa manera, tan abierta y sin reservas.
    Suguru Geto
    Shoko estaba sentada en el alféizar de su ventana, observando el cielo teñido de tonos anaranjados mientras el sol se ocultaba tras los edificios del campus. En la distancia, podía escuchar los ecos lejanos de estudiantes jugando, riendo, viviendo vidas que parecían tan normales, tan mundanas. Con un suspiro, dejó caer su espalda contra el marco de la ventana. Sus días estaban llenos de exorcismos, entrenamientos y largas horas aprendiendo a salvar vidas en un mundo que la mayoría de las personas nunca conocería. No podía evitar pensar en cómo habría sido crecer sin maldiciones, sin este peso invisible. Quizá habría pasado más tiempo preocupándose por exámenes o clubes escolares en lugar de proteger su vida o la de sus compañeros. “¿Es raro que me sienta envidiosa?” murmuró para sí misma, revolviendo su cabello con una mano. Había veces que la normalidad parecía un lujo inalcanzable, una fantasía que nunca podría tocar. Sus pensamientos vagaron hacia algo más trivial pero igual de incómodo: el hecho de que nunca había tenido un novio, ni siquiera un pretendiente. Claro, eso no era exactamente una prioridad cuando se vivía entre maldiciones y misiones constantes, pero… ¿acaso era tan extraño querer experimentar algo típico? Un beso, por ejemplo. Algo que otras chicas de su edad parecían dar por sentado. Cerró los ojos, tratando de imaginar cómo sería. ¿Emocionante? ¿Incómodo? ¿Una completa decepción? Sus mejillas se tiñeron levemente de rojo al darse cuenta de que no tenía ni idea. Todo lo que sabía venía de películas o novelas que rara vez tenía tiempo de terminar. Entonces, un pensamiento surgió, absurdo al principio, pero difícil de ignorar. Había alguien en quien confiaba completamente, alguien que no se reiría de ella ni aprovecharía la situación. Suguru. La idea la hizo apretar los labios. Era ridículo, pero también tenía sentido de alguna manera. Suguru siempre había sido tranquilo, considerado y, sobre todo, respetuoso. Si había alguien con quien podía confiar para algo tan embarazoso, era él. Antes de darse cuenta, ya estaba bajándose del alféizar y caminando hacia la puerta de su habitación. Su corazón latía con fuerza mientras avanzaba por el pasillo, los ecos de sus pasos resonando en la quietud. Al llegar frente a la puerta de Suguru, alzó la mano para tocar, pero dudó un segundo. “Solo dilo rápido. No lo pienses demasiado,” se dijo en voz baja, intentando convencerse. Tocó dos veces. Apenas escuchó el chirrido de la puerta al empezar a abrirse, y que Suguru pudiera detenerse, las palabras salieron de su boca, rápidas y cortas: — Quiero que me beses. — El sonrojo que inundó su rostro no era por la emoción de la propuesta, ni por la curiosidad que la impulsaba a dar el paso. Era el calor de exponer esa vulnerabilidad, ese lado curioso y emocional que siempre trataba de mantener oculto bajo capas de indiferencia. No era como si estuviera nerviosa por el beso en sí, sino por mostrar una parte de sí misma que no acostumbraba compartir, especialmente con alguien como Suguru. Los latidos de su corazón aumentaron, no por el gesto, sino por la incomodidad de ser vista de esa manera, tan abierta y sin reservas. [Suguru.Geto]
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  • La estación orbital Aurora estaba abarrotada como nunca. Los viajeros se agolpaban en los corredores, mirando las pantallas holográficas que anunciaban el evento del año: un concierto de Robin, la voz que había conquistado galaxias enteras. Su música era más que entretenimiento; era un puente que conectaba a seres de diferentes mundos, un idioma universal que resonaba con el corazón de todos.

    Robin estaba en su camerino, ajustándose el último detalle de su atuendo: un vestido que parecía estar hecho de nebulosas en movimiento, diseñado por un famoso artista de Andrómeda. Frente al espejo, respiró profundamente. A pesar de los años de experiencia, aún sentía ese cosquilleo antes de salir al escenario.

    “Cinco minutos, Robin,” anunció su asistente, una androide llamada Selene con voz melodiosa y ojos que brillaban como pequeñas lunas.

    “Gracias, Selene,” respondió Robin, tomando un momento para mirar por la ventana hacia el espacio infinito. Cada estrella que veía le recordaba una historia, un rostro, una emoción que había capturado en sus canciones.

    Cuando las luces del escenario se encendieron y el público rugió, Robin dio un paso adelante. Desde la primera nota, el ambiente cambió. Las galaxias parecían detenerse para escuchar. Su voz era un torbellino de emociones: la calidez de un amanecer, la tristeza de una despedida, la esperanza de un nuevo comienzo.

    Entre las canciones, Robin habló al público. “He viajado por muchos lugares, visto maravillas que nunca olvidaré, pero siempre me sorprende lo que la música puede hacer. No importa de dónde vengamos, quiénes somos o qué hemos vivido. Aquí, en este momento, somos uno.”

    El público respondió con una ovación que hizo temblar los muros de la estación. Robin continuó, tocando su balada más famosa, una canción que había inspirado a exploradores a cruzar galaxias y a soñadores a nunca rendirse.

    Cuando el concierto terminó, Robin se quedó un momento más en el escenario, mirando a los miles de rostros emocionados frente a ella. Sabía que, aunque su vida estaba llena de viajes y luces brillantes, lo que realmente importaba era la conexión que creaba con cada palabra y cada nota.

    Al salir del escenario, Selene la esperaba con una toalla y una sonrisa. “El universo sigue hablando de ti, Robin.”

    Robin sonrió, agotada pero feliz. “Es porque, en el fondo, todos necesitamos una canción que nos haga sentir menos solos.”

    Y así, la estrella que iluminaba galaxias volvió a perderse entre las luces del cosmos, dejando a su paso una melodía que nunca se apagaría.

    La estación orbital Aurora estaba abarrotada como nunca. Los viajeros se agolpaban en los corredores, mirando las pantallas holográficas que anunciaban el evento del año: un concierto de Robin, la voz que había conquistado galaxias enteras. Su música era más que entretenimiento; era un puente que conectaba a seres de diferentes mundos, un idioma universal que resonaba con el corazón de todos. Robin estaba en su camerino, ajustándose el último detalle de su atuendo: un vestido que parecía estar hecho de nebulosas en movimiento, diseñado por un famoso artista de Andrómeda. Frente al espejo, respiró profundamente. A pesar de los años de experiencia, aún sentía ese cosquilleo antes de salir al escenario. “Cinco minutos, Robin,” anunció su asistente, una androide llamada Selene con voz melodiosa y ojos que brillaban como pequeñas lunas. “Gracias, Selene,” respondió Robin, tomando un momento para mirar por la ventana hacia el espacio infinito. Cada estrella que veía le recordaba una historia, un rostro, una emoción que había capturado en sus canciones. Cuando las luces del escenario se encendieron y el público rugió, Robin dio un paso adelante. Desde la primera nota, el ambiente cambió. Las galaxias parecían detenerse para escuchar. Su voz era un torbellino de emociones: la calidez de un amanecer, la tristeza de una despedida, la esperanza de un nuevo comienzo. Entre las canciones, Robin habló al público. “He viajado por muchos lugares, visto maravillas que nunca olvidaré, pero siempre me sorprende lo que la música puede hacer. No importa de dónde vengamos, quiénes somos o qué hemos vivido. Aquí, en este momento, somos uno.” El público respondió con una ovación que hizo temblar los muros de la estación. Robin continuó, tocando su balada más famosa, una canción que había inspirado a exploradores a cruzar galaxias y a soñadores a nunca rendirse. Cuando el concierto terminó, Robin se quedó un momento más en el escenario, mirando a los miles de rostros emocionados frente a ella. Sabía que, aunque su vida estaba llena de viajes y luces brillantes, lo que realmente importaba era la conexión que creaba con cada palabra y cada nota. Al salir del escenario, Selene la esperaba con una toalla y una sonrisa. “El universo sigue hablando de ti, Robin.” Robin sonrió, agotada pero feliz. “Es porque, en el fondo, todos necesitamos una canción que nos haga sentir menos solos.” Y así, la estrella que iluminaba galaxias volvió a perderse entre las luces del cosmos, dejando a su paso una melodía que nunca se apagaría.
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  • La sala de tratamiento estaba en silencio, salvo por el tenue zumbido de los tubos fluorescentes. Shoko se inclinaba sobre una camilla vacía, limpiando las manchas de sangre seca en las sábanas con movimientos metódicos. No le gustaba dejar el trabajo a medias, aunque odiaba admitir que aquello le daba cierto sentido de control. El olor metálico de la sangre persistía, mezclándose con el desinfectante que había usado momentos antes.

    Se enderezó, encendiendo un cigarrillo con el encendedor desgastado que siempre llevaba en el bolsillo. Dio una larga calada, dejando que el humo llenara sus pulmones y luego se disipara en el aire. Miró el reloj en la pared: las tres de la madrugada. Esa era la hora en la que todo parecía más crudo, más honesto. La hora donde los pensamientos no pedían permiso para invadirla.

    Shoko caminó hacia la ventana abierta. Afuera, la luna bañaba el patio en una luz tenue y fría. El viento helado rozó su rostro, pero no hizo ningún intento por cerrarla. Era extraño cómo aquella brisa nocturna parecía ser lo único que le recordaba que aún estaba viva, que aún existía más allá de las sombras de los demás.

    Pensó en todo lo que había visto ese día: maldiciones que apenas lograron ser exorcizadas, estudiantes heridos que le pedían que no dejara de curarlos, aunque apenas podían hablar del dolor. Se había acostumbrado al trabajo, al horror constante. Pero a veces, como ahora, la acumulación de esas imágenes se filtraba en su mente, quedándose atrapadas en un rincón donde ni el humo podía alcanzarlas.

    Dejó escapar una risa seca. Había tenido la oportunidad de escoger una vida más sencilla. Podría haber sido médica en cualquier hospital ordinario, tratando enfermedades normales y lidiando con problemas humanos. Pero no, había elegido esto: sangre, maldiciones y cicatrices que nadie más podía ver.

    "¿Por qué lo hago?" murmuró en voz baja, dirigiéndose al reflejo borroso de su rostro en el vidrio de la ventana. "¿Por qué sigo aquí?"

    La respuesta no llegó. Nunca llegaba. Tal vez no existía.

    Apagó el cigarrillo contra el borde de la ventana y dejó que la colilla cayera al suelo del patio. Volvió a la sala de tratamiento, recogiendo las herramientas que había usado y guardándolas con precisión casi ritual. Cada objeto tenía su lugar, y esa rutina era lo único que le daba estructura a su caos interno.

    Finalmente, se sentó en la silla giratoria junto al escritorio, encendiendo otra vez su encendedor sin intención de usarlo. La llama bailaba delante de sus ojos, proyectando sombras que parecían figuras familiares: rostros de amigos que ya no estaban, de estudiantes que se habían marchado demasiado pronto. Cerró el encendedor con un chasquido y apoyó la cabeza entre las manos.

    El amanecer no estaba lejos, pero Shoko sabía que esa noche, como tantas otras, no dormiría. No porque no pudiera, sino porque no quería.
    La sala de tratamiento estaba en silencio, salvo por el tenue zumbido de los tubos fluorescentes. Shoko se inclinaba sobre una camilla vacía, limpiando las manchas de sangre seca en las sábanas con movimientos metódicos. No le gustaba dejar el trabajo a medias, aunque odiaba admitir que aquello le daba cierto sentido de control. El olor metálico de la sangre persistía, mezclándose con el desinfectante que había usado momentos antes. Se enderezó, encendiendo un cigarrillo con el encendedor desgastado que siempre llevaba en el bolsillo. Dio una larga calada, dejando que el humo llenara sus pulmones y luego se disipara en el aire. Miró el reloj en la pared: las tres de la madrugada. Esa era la hora en la que todo parecía más crudo, más honesto. La hora donde los pensamientos no pedían permiso para invadirla. Shoko caminó hacia la ventana abierta. Afuera, la luna bañaba el patio en una luz tenue y fría. El viento helado rozó su rostro, pero no hizo ningún intento por cerrarla. Era extraño cómo aquella brisa nocturna parecía ser lo único que le recordaba que aún estaba viva, que aún existía más allá de las sombras de los demás. Pensó en todo lo que había visto ese día: maldiciones que apenas lograron ser exorcizadas, estudiantes heridos que le pedían que no dejara de curarlos, aunque apenas podían hablar del dolor. Se había acostumbrado al trabajo, al horror constante. Pero a veces, como ahora, la acumulación de esas imágenes se filtraba en su mente, quedándose atrapadas en un rincón donde ni el humo podía alcanzarlas. Dejó escapar una risa seca. Había tenido la oportunidad de escoger una vida más sencilla. Podría haber sido médica en cualquier hospital ordinario, tratando enfermedades normales y lidiando con problemas humanos. Pero no, había elegido esto: sangre, maldiciones y cicatrices que nadie más podía ver. "¿Por qué lo hago?" murmuró en voz baja, dirigiéndose al reflejo borroso de su rostro en el vidrio de la ventana. "¿Por qué sigo aquí?" La respuesta no llegó. Nunca llegaba. Tal vez no existía. Apagó el cigarrillo contra el borde de la ventana y dejó que la colilla cayera al suelo del patio. Volvió a la sala de tratamiento, recogiendo las herramientas que había usado y guardándolas con precisión casi ritual. Cada objeto tenía su lugar, y esa rutina era lo único que le daba estructura a su caos interno. Finalmente, se sentó en la silla giratoria junto al escritorio, encendiendo otra vez su encendedor sin intención de usarlo. La llama bailaba delante de sus ojos, proyectando sombras que parecían figuras familiares: rostros de amigos que ya no estaban, de estudiantes que se habían marchado demasiado pronto. Cerró el encendedor con un chasquido y apoyó la cabeza entre las manos. El amanecer no estaba lejos, pero Shoko sabía que esa noche, como tantas otras, no dormiría. No porque no pudiera, sino porque no quería.
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  • “Awwh! ~ Hoy me desperte sin ganas de nada, desearia que esta vez sea yo quien reciba los masajes ¿Quién será tan amable de darmelos? Prometo pagarles la cantidad que deseen. ”

    - Dijo con una voz muy cansada y tranquila, parecia devastada por una semana de trabajo muy pesada.
    Ella antes de dormir, había tomado unas cuantas botellas de alcohol, eso explica el por que tiene orejas de furro en el cabello. -
    “Awwh! ~ Hoy me desperte sin ganas de nada, desearia que esta vez sea yo quien reciba los masajes ¿Quién será tan amable de darmelos? Prometo pagarles la cantidad que deseen. ” - Dijo con una voz muy cansada y tranquila, parecia devastada por una semana de trabajo muy pesada. Ella antes de dormir, había tomado unas cuantas botellas de alcohol, eso explica el por que tiene orejas de furro en el cabello. -
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  • Memoria 001

    Valor. Honor. Prestigio.
    Alguna vez, hace mucho tiempo, esas eran las cualidades que el título de Príncipe heredero significaban para él. Donde quiera que su hermano mayor caminara, los ojos de las personas le seguían inmediatamente, parecían polillas atraídas por los faroles de media noche, dispuestas morir en las llamas si así lo deseaba. Li Jie era completa perfección, un chico que realmente había nacido para ser príncipe heredero y que, desde el momento en que vistiera las túnicas representativas, parecía ser la elección más amada de los dioses.

    Ming Wei siempre le había mirado con admiración. En sus ojos, a diferencia de sus demás hermanos de padre, jamás se notaba la avaricia y la codicia de ese título, siempre era la admiración y la devoción quienes permeaban sus ojos y su voz al hablar con Li Jie sobre el futuro. Su hermano era diligente, visionario y dedicado completamente a sus labores como príncipe heredero; era fuerte, era bravo y era valiente, digno de portar en su uniforme el emblema del dragón de tres garras o el valiente león del clan Qiang. Sin duda, parecía que las prendas de habían confeccionado exclusivamente para él.

    La primera vez que Ming estuvo delante de la túnica, tras largos meses de luto por la muerte del príncipe heredero, sintió que no la merecía. A pesar de que esa hubiese sido la última voluntad de su hermano, en su agonizante lecho de muerte, no se sentía con la capacidad de afrontar un desafío de esa magnitud. No cuando sentía que estaba rodeado de lobos hambrientos dispuestos a saltarle encima para destazarlo, pero detrás de todos ellos estaba el peor: Ese tigre viejo que le observaba con intención de ser el primero, además del único, de abalanzarse sobre de él para arrancarle el cuello.

    Desde el primer instante que se colocó las túnicas, Ming Wei sintió que la magia de su infancia se había perdido. Las palabras de antaño ya no tenían el mismo significado, ya no sentía que le mirasen por voluntad propia como a su hermano, creía que todos los ojos estaban puestos sobre de él para asegurarse de estar ahí en el momento que pisara un madero y cayera al abismo. Porque sus pasos eran capaces de acelerar las lenguas en Shangqiu, pues un centenar de rumores salían a la luz cada vez que se ganaba el favor del rey.

    No fue hasta que levantó la cabeza, comprendiendo la importancia de su posición y su prevalencia en ella, que las palabras volvieron a cambiar en su mente. Se había dejado aplastar tanto tiempo por su propia inseguridad, que se había convertido en una marioneta más de la Reina Madre y de los ministros, era un príncipe heredero cuya cabeza estaba debajo de una espada que pendía de un hilo.

    Respeto. Autoridad. Poder.
    El príncipe heredero tenía derecho a todo. Podía hacer lo que deseara acorde a las reglas del Clan y del Rey, podía poner de cabeza el palacio o los salones si lo deseaba, podía levantar su voz por encima de las demás y solo callar cuando el rey hablara. Si tenía tanta libertad, entonces, ¿por qué iba a dejarse vencer? ¿Por qué tenía que agacharse ante los demás si él estaba por encima de todos? Mientras que él viviera en esa posición, su cabeza y la de sus hermanos menores se mantendría en su lugar, su madre seguiría recibiendo tratamiento para la rotura en su corazón y, también, se aseguraría de encontrar al culpable de la muerte de Li Jie para vengarse.

    Desde ese día, la vida de Ming Wei había cambiado. Sus pensamientos, sus ideologías, sus sentimientos y su naturaleza se comenzaron a encaminar para lograr sus objetivos, para hacer sus pasos sonar y, así, recordarles a todos en Shangqiu porqué había sido elegido él de entre todos los príncipes para suceder al anterior.

    Memoria 001
    Memoria 001 Valor. Honor. Prestigio. Alguna vez, hace mucho tiempo, esas eran las cualidades que el título de Príncipe heredero significaban para él. Donde quiera que su hermano mayor caminara, los ojos de las personas le seguían inmediatamente, parecían polillas atraídas por los faroles de media noche, dispuestas morir en las llamas si así lo deseaba. Li Jie era completa perfección, un chico que realmente había nacido para ser príncipe heredero y que, desde el momento en que vistiera las túnicas representativas, parecía ser la elección más amada de los dioses. Ming Wei siempre le había mirado con admiración. En sus ojos, a diferencia de sus demás hermanos de padre, jamás se notaba la avaricia y la codicia de ese título, siempre era la admiración y la devoción quienes permeaban sus ojos y su voz al hablar con Li Jie sobre el futuro. Su hermano era diligente, visionario y dedicado completamente a sus labores como príncipe heredero; era fuerte, era bravo y era valiente, digno de portar en su uniforme el emblema del dragón de tres garras o el valiente león del clan Qiang. Sin duda, parecía que las prendas de habían confeccionado exclusivamente para él. La primera vez que Ming estuvo delante de la túnica, tras largos meses de luto por la muerte del príncipe heredero, sintió que no la merecía. A pesar de que esa hubiese sido la última voluntad de su hermano, en su agonizante lecho de muerte, no se sentía con la capacidad de afrontar un desafío de esa magnitud. No cuando sentía que estaba rodeado de lobos hambrientos dispuestos a saltarle encima para destazarlo, pero detrás de todos ellos estaba el peor: Ese tigre viejo que le observaba con intención de ser el primero, además del único, de abalanzarse sobre de él para arrancarle el cuello. Desde el primer instante que se colocó las túnicas, Ming Wei sintió que la magia de su infancia se había perdido. Las palabras de antaño ya no tenían el mismo significado, ya no sentía que le mirasen por voluntad propia como a su hermano, creía que todos los ojos estaban puestos sobre de él para asegurarse de estar ahí en el momento que pisara un madero y cayera al abismo. Porque sus pasos eran capaces de acelerar las lenguas en Shangqiu, pues un centenar de rumores salían a la luz cada vez que se ganaba el favor del rey. No fue hasta que levantó la cabeza, comprendiendo la importancia de su posición y su prevalencia en ella, que las palabras volvieron a cambiar en su mente. Se había dejado aplastar tanto tiempo por su propia inseguridad, que se había convertido en una marioneta más de la Reina Madre y de los ministros, era un príncipe heredero cuya cabeza estaba debajo de una espada que pendía de un hilo. Respeto. Autoridad. Poder. El príncipe heredero tenía derecho a todo. Podía hacer lo que deseara acorde a las reglas del Clan y del Rey, podía poner de cabeza el palacio o los salones si lo deseaba, podía levantar su voz por encima de las demás y solo callar cuando el rey hablara. Si tenía tanta libertad, entonces, ¿por qué iba a dejarse vencer? ¿Por qué tenía que agacharse ante los demás si él estaba por encima de todos? Mientras que él viviera en esa posición, su cabeza y la de sus hermanos menores se mantendría en su lugar, su madre seguiría recibiendo tratamiento para la rotura en su corazón y, también, se aseguraría de encontrar al culpable de la muerte de Li Jie para vengarse. Desde ese día, la vida de Ming Wei había cambiado. Sus pensamientos, sus ideologías, sus sentimientos y su naturaleza se comenzaron a encaminar para lograr sus objetivos, para hacer sus pasos sonar y, así, recordarles a todos en Shangqiu porqué había sido elegido él de entre todos los príncipes para suceder al anterior. Memoria 001
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  • "𝐔𝐧𝐨 𝐲𝐚 𝐧𝐨 𝐩𝐮𝐞𝐝𝐞 𝐭𝐞𝐧𝐞𝐫 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐚𝐧𝐬𝐨𝐬 𝐬𝐢𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐬 𝐫𝐚𝐭𝐚𝐬 𝐬𝐞 𝐦𝐮𝐥𝐭𝐢𝐩𝐥𝐢𝐪𝐮𝐞𝐧"





    Miraba el cuerpo sin vida frente a él, no mostraba expresión alguna, ya que solo se limitaba a fumar un cigarro en resultado al estrés que estaba pasando.

    Soltó un suspiro largo, se levantó del sillón y dió unos pasos acercándose al cuerpo tirado en el piso con algunos huesos sobresalientes debido a que se rompieron. Se agacho apenas estaba cerca, revisaba cada parte y bajo la parte de la camisa del área del cuello, en dónde se mostraba un tatuaje que simulaba la inicial C. Enarco una ceja, sabía de quién se trataba pero se preguntaba el porqué demonios seguían mandando gente.

    En frustración, levantó el rostro pálido del hombre sin vida con la cara semi destrozada, una sonrisa se dibujo en sus labios y usando sus dedos simuló que hablaba.

    — "Vamos a joderte Ryan, no importa si tienes que tomar un vuelo en menos de una hora para tomar tus vacaciones e irte a Brasil" — simuló una voz chillona entre gruesa. Ante esto hecho, comenzó a reír un poco. — Malditos hijos de puta. — Soltó la cabeza de manera brusca, haciendo que el cuerpo cayera de golpe.


    Su cabeza dolía, es que minutos antes trataron de dejarlo inconsciente de un golpe, las cosas salieron al revés, porque para empezar, estaba tan frustrado y se había estado volviendo loco con las últimas situaciones que paso con la pelirroja, que realmente necesitaba desahogarse. Y justo hoy, encontró una persona para jugar. — Gracias por tu regalo, padre. — Comentó de manera sarcástica.

    Tiró el cigarro al suelo y simplemente lo aplastó con su zapato, limpio con su muñeca la sangre que se hallaba en su rostro y usando una campana, llamo a uno de sus hombres.

    — Una camisa limpia y prendan el auto. — Fue lo único que pidió, tenía un vuelo que tomar, esto lo dejaría pasar.

    En un cambio rápido, se alistó y se fue hacia el auto que lo llevaría al aeropuerto en dónde se encontraría con Vanya. Iba a tomar ese vuelo si o si, necesitaba sus vacaciones para liberar su mente torcida y al menos estar un poco más estable para cuando volviera. Un nuevo comienzo como Vanya mencionó. Quien por cierto, tenia que hablarle un poco mas acerca de ese compromiso con aquel hombre que apodo "Señor cuernitos".

    "𝐔𝐧𝐨 𝐲𝐚 𝐧𝐨 𝐩𝐮𝐞𝐝𝐞 𝐭𝐞𝐧𝐞𝐫 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐚𝐧𝐬𝐨𝐬 𝐬𝐢𝐧 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐬𝐭𝐚𝐬 𝐫𝐚𝐭𝐚𝐬 𝐬𝐞 𝐦𝐮𝐥𝐭𝐢𝐩𝐥𝐢𝐪𝐮𝐞𝐧" Miraba el cuerpo sin vida frente a él, no mostraba expresión alguna, ya que solo se limitaba a fumar un cigarro en resultado al estrés que estaba pasando. Soltó un suspiro largo, se levantó del sillón y dió unos pasos acercándose al cuerpo tirado en el piso con algunos huesos sobresalientes debido a que se rompieron. Se agacho apenas estaba cerca, revisaba cada parte y bajo la parte de la camisa del área del cuello, en dónde se mostraba un tatuaje que simulaba la inicial C. Enarco una ceja, sabía de quién se trataba pero se preguntaba el porqué demonios seguían mandando gente. En frustración, levantó el rostro pálido del hombre sin vida con la cara semi destrozada, una sonrisa se dibujo en sus labios y usando sus dedos simuló que hablaba. — "Vamos a joderte Ryan, no importa si tienes que tomar un vuelo en menos de una hora para tomar tus vacaciones e irte a Brasil" — simuló una voz chillona entre gruesa. Ante esto hecho, comenzó a reír un poco. — Malditos hijos de puta. — Soltó la cabeza de manera brusca, haciendo que el cuerpo cayera de golpe. Su cabeza dolía, es que minutos antes trataron de dejarlo inconsciente de un golpe, las cosas salieron al revés, porque para empezar, estaba tan frustrado y se había estado volviendo loco con las últimas situaciones que paso con la pelirroja, que realmente necesitaba desahogarse. Y justo hoy, encontró una persona para jugar. — Gracias por tu regalo, padre. — Comentó de manera sarcástica. Tiró el cigarro al suelo y simplemente lo aplastó con su zapato, limpio con su muñeca la sangre que se hallaba en su rostro y usando una campana, llamo a uno de sus hombres. — Una camisa limpia y prendan el auto. — Fue lo único que pidió, tenía un vuelo que tomar, esto lo dejaría pasar. En un cambio rápido, se alistó y se fue hacia el auto que lo llevaría al aeropuerto en dónde se encontraría con Vanya. Iba a tomar ese vuelo si o si, necesitaba sus vacaciones para liberar su mente torcida y al menos estar un poco más estable para cuando volviera. Un nuevo comienzo como Vanya mencionó. Quien por cierto, tenia que hablarle un poco mas acerca de ese compromiso con aquel hombre que apodo "Señor cuernitos".
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  • -Nobara se acercó lentamente a Megumi con una sonrisa traviesa en el rostro. Sus ojos brillaban con malicia mientras sacaba un pintalabios de su neceser.-

    Eres el siguiente en la lista, Megumi, -dijo con voz suave pero llena de amenaza.-

    Vamos, déjame hacerte lucir "divino" como Itadori..
    -Nobara se acercó lentamente a Megumi con una sonrisa traviesa en el rostro. Sus ojos brillaban con malicia mientras sacaba un pintalabios de su neceser.- Eres el siguiente en la lista, Megumi, -dijo con voz suave pero llena de amenaza.- Vamos, déjame hacerte lucir "divino" como Itadori..
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  • — Debiste ver su rostro, Banwen. Estaba tan roja como una peonía en pleno florecer. Por un momento pensé que le explotaría la cara de ira. —Cada palabra era jocosa y demostraba que estaba conteniéndose las ganas de reír. Pero cada vez que parecía tener control, recordar el rostro de aquella mujer embravecida lo hacía atacarse nuevamente a carcajadas. Ming Wei, el gran príncipe heredero del clan Qiang, se estaba comportando como un idiota delante de aquella bestia.— La Reina Madre sí que sabe cómo superarse cada día. —Asintió lentamente, tras un largo suspiro que le permitió regular sus risas, y regresó su atención a la bestia que mordisqueaba el pincel de manera insistente. Ming Wei lo observó con curiosidad, aunque ya tenía unos cinco años con él, seguía comportándose como el cachorro consentido que llegara a palacio como obsequio por su nombramiento. Uno de los más desagradables para Qiang Meihua.— ¿Puedes creer que de nuevo está buscando una princesa para desposar? Ella no aprende ni escucha de razones. —Negó con lentitud, porque de nuevo se quería soltar a reír por culpa de ese ceño fruncido y esos insistentes golpes sobre la mesa de té. Casi la podía escuchar rabiar como si la tuviese en la habitación de al lado.— Pero quizá, por una vez, sea momento de escucharla y entrar en razón. ¿Tú qué opinas Banwen? ¿Debería hacerle caso a la abuela?

    Banwen era un león blanco que había llegado desde la región vecina, una de las muchas que servía fervientemente al clan desde el nombramiento del príncipe Huan Ye unos cientos de años atrás; un obsequio difícil de rechazar por su significado, sus buenos deseos y la estrecha relación que existía entre clanes. Un dolor de cabeza para la reina madre, para los sirvientes que estaban poco familiarizados con su presencia y, también, un recordatorio de preferencias para los demás príncipes: El único capaz de heredar el control, era aquel a quien respetaba. Al menos, lo respetaba a veces, porque Banwen terminó bostezando antes de estirar las patas hacia el frente y echar la cabeza al suelo sobre éstas, casi como si diera por terminada la conversación que en ese momento sostenían. Ming Wei le observó, al principio se sintió indignado por su comportamiento, mas terminó riéndose a carcajadas cuando lo relacionó a su propio carácter. Ya no sabía bien si él había adquirido rasgos de la bestia o la bestia de él, pero era divertido ver cómo se compenetraban tan bien.

    — Dichoso tú que no debes cumplir con la voluntad de esa mujer. —Le envidió, se puso de pie y se cruzó de brazos mientras que pasaba a su lado, casi frente a su cabeza, pero Banwen ni se inmutó por ello.— Siquiera cumples con la mía. Pero qué más da, si ella no decide lanzar su ficha al tablero tendré que hacerlo, es mejor que esperar a que los ministros decidan implorar por mi destitución. —El pesar se le notó en la voz y en el gesto de su rostro al fruncir el ceño. Luego vino el silencio mientras que pensaba en profunda reflexión. ¿Y si esa era justamente la jugada que su abuela quería hacer? Obligarlo a sentirse presionado para mover sus propias piezas en defensa mientras ella esperaba el momento para atacar.

    Se comenzó a reír, porque pensó que la vieja estaba siendo demasiado engreída, pero ella solía ser así: Actuar a las espaldas de los demás en el momento justo, mientras se hacía la mustia. De nuevo se rio, más alto esta vez y de una forma tan escandalosa que no solo despertó a Banwen, sino que también alertó a Zhao Yu, el eunuco que lideraba a sus sirvientes desde que era un chiquillo. El hombre entró casi corriendo en la habitación, reverenció a su señor y le observó con una mirada silenciosa que rogaba una explicación.

    — Zhao Yu, iremos a ver a la Reina Madre nuevamente. Ve y dile a sus damas que preparen el té que le obsequié esta mañana, también un tablero de Go, quiero disculparme con ella. Después de todo, no es tan tonta ni vieja como yo pensaba.
    — Debiste ver su rostro, Banwen. Estaba tan roja como una peonía en pleno florecer. Por un momento pensé que le explotaría la cara de ira. —Cada palabra era jocosa y demostraba que estaba conteniéndose las ganas de reír. Pero cada vez que parecía tener control, recordar el rostro de aquella mujer embravecida lo hacía atacarse nuevamente a carcajadas. Ming Wei, el gran príncipe heredero del clan Qiang, se estaba comportando como un idiota delante de aquella bestia.— La Reina Madre sí que sabe cómo superarse cada día. —Asintió lentamente, tras un largo suspiro que le permitió regular sus risas, y regresó su atención a la bestia que mordisqueaba el pincel de manera insistente. Ming Wei lo observó con curiosidad, aunque ya tenía unos cinco años con él, seguía comportándose como el cachorro consentido que llegara a palacio como obsequio por su nombramiento. Uno de los más desagradables para Qiang Meihua.— ¿Puedes creer que de nuevo está buscando una princesa para desposar? Ella no aprende ni escucha de razones. —Negó con lentitud, porque de nuevo se quería soltar a reír por culpa de ese ceño fruncido y esos insistentes golpes sobre la mesa de té. Casi la podía escuchar rabiar como si la tuviese en la habitación de al lado.— Pero quizá, por una vez, sea momento de escucharla y entrar en razón. ¿Tú qué opinas Banwen? ¿Debería hacerle caso a la abuela? Banwen era un león blanco que había llegado desde la región vecina, una de las muchas que servía fervientemente al clan desde el nombramiento del príncipe Huan Ye unos cientos de años atrás; un obsequio difícil de rechazar por su significado, sus buenos deseos y la estrecha relación que existía entre clanes. Un dolor de cabeza para la reina madre, para los sirvientes que estaban poco familiarizados con su presencia y, también, un recordatorio de preferencias para los demás príncipes: El único capaz de heredar el control, era aquel a quien respetaba. Al menos, lo respetaba a veces, porque Banwen terminó bostezando antes de estirar las patas hacia el frente y echar la cabeza al suelo sobre éstas, casi como si diera por terminada la conversación que en ese momento sostenían. Ming Wei le observó, al principio se sintió indignado por su comportamiento, mas terminó riéndose a carcajadas cuando lo relacionó a su propio carácter. Ya no sabía bien si él había adquirido rasgos de la bestia o la bestia de él, pero era divertido ver cómo se compenetraban tan bien. — Dichoso tú que no debes cumplir con la voluntad de esa mujer. —Le envidió, se puso de pie y se cruzó de brazos mientras que pasaba a su lado, casi frente a su cabeza, pero Banwen ni se inmutó por ello.— Siquiera cumples con la mía. Pero qué más da, si ella no decide lanzar su ficha al tablero tendré que hacerlo, es mejor que esperar a que los ministros decidan implorar por mi destitución. —El pesar se le notó en la voz y en el gesto de su rostro al fruncir el ceño. Luego vino el silencio mientras que pensaba en profunda reflexión. ¿Y si esa era justamente la jugada que su abuela quería hacer? Obligarlo a sentirse presionado para mover sus propias piezas en defensa mientras ella esperaba el momento para atacar. Se comenzó a reír, porque pensó que la vieja estaba siendo demasiado engreída, pero ella solía ser así: Actuar a las espaldas de los demás en el momento justo, mientras se hacía la mustia. De nuevo se rio, más alto esta vez y de una forma tan escandalosa que no solo despertó a Banwen, sino que también alertó a Zhao Yu, el eunuco que lideraba a sus sirvientes desde que era un chiquillo. El hombre entró casi corriendo en la habitación, reverenció a su señor y le observó con una mirada silenciosa que rogaba una explicación. — Zhao Yu, iremos a ver a la Reina Madre nuevamente. Ve y dile a sus damas que preparen el té que le obsequié esta mañana, también un tablero de Go, quiero disculparme con ella. Después de todo, no es tan tonta ni vieja como yo pensaba.
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  • Lo que pasó cuando era una niña, la rompió de por vida. Por no ir a terapia, bloqueó sus recuerdos y de vez en cuando recordaba su pasado cuando algunos la abusaban a cambio de comida o techo, ella no lloraba o se ponía a gritar, haciendo que los hombres salgan satisfechos. Nunca le permitieron tener juguetes o peluches y siempre le hacían ensayar o estar con hombres más grandes que ella. Recuerda que uno de esos señores le regaló un gatito de peluche, la respuesta de su padre fue echarlo a la chimenea.

    Estaba vestida con un corto vestido negro de falda vaporosa y zapatos con tacón aguja, trae unos cuántos dólares en el bolsillo secreto de la falta y sus pasos la llevan a una juguetería; entra al establecimiento agarrando el único oso de peluche que estaba allí, dejando que un par de niñas hagan la pataleta de su vida frente a la madre que las observa con ganas de dejarlas en la calle.

    Deja el oso en la caja y el chico la mira estupefacto mientras le pregunta si el oso es para su hermanito o para su hijo.

    — Es para mi, necesito sanar mi niña anterior.

    — Entiendo, señorita... pero es una juguetería para niños.

    — Fui una niña violada, así que en el fondo soy una niña.

    El encargado decora con una corbata de pajarita al peluche y ella paga, mientras él la observa irse con la misma lentitud con que llegó, sintiendo un hueco en el estómago. Luego va a una dulcería y compra su envase con miel y unas golosinas que pone en una bolsita rosada, se dirige al parque de siempre para tomar asiento en el columpio que a menudo ocupa y colocar el oso en su regazo para balancearse mientras canturrea en voz baja una canción que su mamá le cantaba cada vez que tenía aquellos dolorosos encuentros con esos hombres.


    #BrokeSky

    Lo que pasó cuando era una niña, la rompió de por vida. Por no ir a terapia, bloqueó sus recuerdos y de vez en cuando recordaba su pasado cuando algunos la abusaban a cambio de comida o techo, ella no lloraba o se ponía a gritar, haciendo que los hombres salgan satisfechos. Nunca le permitieron tener juguetes o peluches y siempre le hacían ensayar o estar con hombres más grandes que ella. Recuerda que uno de esos señores le regaló un gatito de peluche, la respuesta de su padre fue echarlo a la chimenea. Estaba vestida con un corto vestido negro de falda vaporosa y zapatos con tacón aguja, trae unos cuántos dólares en el bolsillo secreto de la falta y sus pasos la llevan a una juguetería; entra al establecimiento agarrando el único oso de peluche que estaba allí, dejando que un par de niñas hagan la pataleta de su vida frente a la madre que las observa con ganas de dejarlas en la calle. Deja el oso en la caja y el chico la mira estupefacto mientras le pregunta si el oso es para su hermanito o para su hijo. — Es para mi, necesito sanar mi niña anterior. — Entiendo, señorita... pero es una juguetería para niños. — Fui una niña violada, así que en el fondo soy una niña. El encargado decora con una corbata de pajarita al peluche y ella paga, mientras él la observa irse con la misma lentitud con que llegó, sintiendo un hueco en el estómago. Luego va a una dulcería y compra su envase con miel y unas golosinas que pone en una bolsita rosada, se dirige al parque de siempre para tomar asiento en el columpio que a menudo ocupa y colocar el oso en su regazo para balancearse mientras canturrea en voz baja una canción que su mamá le cantaba cada vez que tenía aquellos dolorosos encuentros con esos hombres. #BrokeSky
    Me entristece
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  • Buenos días.

    -murmura con la voz apagada.-
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