• Soy una monja del templo de la lujuria, un buen cuerpo, un vientre preñable ¿Que más necesitas de mi?
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  • Ryuリュウ・イシュタル・ヨキン Ishtar Yokin

    Camino sola.
    O eso aparento.

    Veythra camina conmigo, pero ya no proyecta su sombra; se repliega, se disuelve en lo más hondo de mi alma, como una bestia cansada que acepta el silencio. Soy yo, Lili, quien avanza hacia el templo de Yue, o hacia lo que queda de él: ruinas plateadas, heridas abiertas en la memoria del mundo.

    Mis pasos son firmes, aunque mi cuerpo no lo esté.
    El sello Qadistu me devora despacio. No hay disfraz, no hay glamour de reina ni caricia de magia. Mi piel muestra la corrupción, las grietas del sacrificio, el precio de haber sido usada como vasija, como semilla de un ejército que yo pedí. Camino así, expuesta, porque no me queda nada que ocultar.

    Las ruinas me ven.
    Y responden.

    La plata se alza, se recompone, canta. El templo me reconoce. No como diosa, no como monstruo, sino como hija. Me aceptan… me reclaman. Las columnas resurgen como huesos que recuerdan su forma original, y el aire vibra con una devoción antigua.

    A mi lado, 001 observa en silencio. Sus ojos no juzgan. Aprende. Una niña entendiendo, poco a poco, cuál es su lugar en un mundo que nació roto.

    El caldero plateado me espera.
    Bebo un solo sorbo.

    El dolor retrocede. Mi cuerpo vuelve a su forma conocida, no porque esté curado, sino porque el templo me concede un respiro. Me siento en el trono. La piedra es fría. Justa. 001 se coloca de pie a mi lado, recta, atenta, como si ese gesto ya estuviera escrito en su destino.

    Y entonces… solo queda un nombre.

    Ryu.

    ¿Estás aullando a la luna, lobita mía?
    ¿Me aúllas a mí… o a lo que hice?
    ¿A lo que permití que hicieran conmigo?

    Vendí mi cuerpo al caos para crear monstruos, sí.
    Pero nunca vendí mi corazón.
    Ese sigue latiendo, herido, obstinado, aferrado a tu recuerdo.

    Dime…
    ¿Aún me amas más de lo que me odias?

    Porque esto —todo esto— es lo único que me queda.

    No el trono.
    No el poder.
    No el ejército.

    Mi corazón.

    Y aun roto, aun temblando…
    te lo entrego.
    Mi amor.
    [Ryu] Camino sola. O eso aparento. Veythra camina conmigo, pero ya no proyecta su sombra; se repliega, se disuelve en lo más hondo de mi alma, como una bestia cansada que acepta el silencio. Soy yo, Lili, quien avanza hacia el templo de Yue, o hacia lo que queda de él: ruinas plateadas, heridas abiertas en la memoria del mundo. Mis pasos son firmes, aunque mi cuerpo no lo esté. El sello Qadistu me devora despacio. No hay disfraz, no hay glamour de reina ni caricia de magia. Mi piel muestra la corrupción, las grietas del sacrificio, el precio de haber sido usada como vasija, como semilla de un ejército que yo pedí. Camino así, expuesta, porque no me queda nada que ocultar. Las ruinas me ven. Y responden. La plata se alza, se recompone, canta. El templo me reconoce. No como diosa, no como monstruo, sino como hija. Me aceptan… me reclaman. Las columnas resurgen como huesos que recuerdan su forma original, y el aire vibra con una devoción antigua. A mi lado, 001 observa en silencio. Sus ojos no juzgan. Aprende. Una niña entendiendo, poco a poco, cuál es su lugar en un mundo que nació roto. El caldero plateado me espera. Bebo un solo sorbo. El dolor retrocede. Mi cuerpo vuelve a su forma conocida, no porque esté curado, sino porque el templo me concede un respiro. Me siento en el trono. La piedra es fría. Justa. 001 se coloca de pie a mi lado, recta, atenta, como si ese gesto ya estuviera escrito en su destino. Y entonces… solo queda un nombre. Ryu. ¿Estás aullando a la luna, lobita mía? ¿Me aúllas a mí… o a lo que hice? ¿A lo que permití que hicieran conmigo? Vendí mi cuerpo al caos para crear monstruos, sí. Pero nunca vendí mi corazón. Ese sigue latiendo, herido, obstinado, aferrado a tu recuerdo. Dime… ¿Aún me amas más de lo que me odias? Porque esto —todo esto— es lo único que me queda. No el trono. No el poder. No el ejército. Mi corazón. Y aun roto, aun temblando… te lo entrego. Mi amor.
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  • -Desde la serenidad de la colina, con Ciudad Pentagrama a mis pies, contemplo el horizonte con una sonrisa cargada de recuerdos. Quién diría que aquel recién llegado llegaría tan lejos; atravesando un sendero de traiciones, descartando aliados que no supieron evolucionar y cortando hilos que ya no tejían nada útil. Pese a todo, logré erigir mi propio dominio, rodeado de aquellos que, aunque persiguen sus propios demonios, marchan al compás de mi misma ambición.
    Con un matiz tétrico y una profundidad que hace vibrar el aire, mi voz se distorsiona hasta lo irreconocible:-

    El tiempo del resurgimiento ha comenzado. Prepárense para el cambio, pecadores, porque el amanecer de mi nuevo mundo ya está aquí.

    -Expandí mis brazos, dejando que el aire viciado llenara mis pulmones de pura euforia. -

    Esta vez, mi estimada audiencia, me aseguraré de que las llamas de este abismo alcancen alturas inimaginables. Convertiré sus lamentos en la más exquisita de las sinfonías: un vals infernal que resonará por toda la eternidad.

    -Deslicé mis dedos con una delicadeza casi burlona sobre mi vientre apenas marcado. Mi expresión se transformó en una máscara de satisfacción absoluta ante los nuevos cambios que se avecina.-
    -Desde la serenidad de la colina, con Ciudad Pentagrama a mis pies, contemplo el horizonte con una sonrisa cargada de recuerdos. Quién diría que aquel recién llegado llegaría tan lejos; atravesando un sendero de traiciones, descartando aliados que no supieron evolucionar y cortando hilos que ya no tejían nada útil. Pese a todo, logré erigir mi propio dominio, rodeado de aquellos que, aunque persiguen sus propios demonios, marchan al compás de mi misma ambición. Con un matiz tétrico y una profundidad que hace vibrar el aire, mi voz se distorsiona hasta lo irreconocible:- El tiempo del resurgimiento ha comenzado. Prepárense para el cambio, pecadores, porque el amanecer de mi nuevo mundo ya está aquí. -Expandí mis brazos, dejando que el aire viciado llenara mis pulmones de pura euforia. - Esta vez, mi estimada audiencia, me aseguraré de que las llamas de este abismo alcancen alturas inimaginables. Convertiré sus lamentos en la más exquisita de las sinfonías: un vals infernal que resonará por toda la eternidad. -Deslicé mis dedos con una delicadeza casi burlona sobre mi vientre apenas marcado. Mi expresión se transformó en una máscara de satisfacción absoluta ante los nuevos cambios que se avecina.-
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  • 【𝐒𝐇𝐄 𝐑𝐀 ᴼᴿ ᴶᵁˢᵀ 𝐀𝐝𝐨𝐫𝐚】
    Scorpia

    Mientras iban caminando por el bosque, camino al Templo del Dios del Trueno, Adora y la felina Catra escucharon un ruido, detrás de los árboles, alguien las está siguiendo, parece ser el inicio de un enfrentamiento que uniría a las enemigas a Adora y Catra.
    Catra decidió dejar que Adora sea quien maneje la situación, se acercaba hacia el árbol dónde escuchó el ruido, y entonces...
    [lunar_teal_spider_618] [nova_indigo_fox_494] Mientras iban caminando por el bosque, camino al Templo del Dios del Trueno, Adora y la felina Catra escucharon un ruido, detrás de los árboles, alguien las está siguiendo, parece ser el inicio de un enfrentamiento que uniría a las enemigas a Adora y Catra. Catra decidió dejar que Adora sea quien maneje la situación, se acercaba hacia el árbol dónde escuchó el ruido, y entonces...
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  • Agrat Eisheth Zenunim Naamah

    Vuelvo a estar en cinta.

    No debería haber ocurrido así.
    No ahora.
    No cuando Agrat, la hermana mayor, había dictado su voluntad: que fuese Eisheth quien trajera a las siguientes soldados, que el peso del Caos cambiara de vientre, de sangre, de sacrificio.

    Pero Naamah nunca obedece del todo.

    Su deseo me encuentra de nuevo, como una grieta que jamás termina de cerrarse. Otra ordaz de engendros se forma en mí, más numerosa, más hambrienta, más impaciente. No he terminado de sanar del último parto cuando mi cuerpo vuelve a convertirse en umbral.

    Las contracciones comienzan demasiado pronto.
    No avanzan: estallan.

    Son peores que las anteriores, más profundas, más crueles. No siento solo el útero contrayéndose; siento capas enteras de mí colapsando hacia dentro, como si el espacio se plegara para darles lugar. Respiro y el aire no alcanza. Grito y el sonido no basta.

    Me tumban para el ecógrafo.

    La pantalla parpadea.
    El técnico se queda inmóvil.

    Uno.
    Dos.
    Cinco.
    Diez.

    El contador sigue subiendo mientras el silencio se vuelve espeso, irrespirable. Las formas se superponen, se mueven demasiado, como si no respetaran límites físicos. El aparato emite un pitido agudo, nervioso.

    —Veinte —susurra alguien, sin darse cuenta de que ha hablado en voz alta.

    Veinte criaturas dentro de mí.

    Siento cómo se empujan, cómo reclaman espacio que no existe, cómo aprenden a odiarse incluso antes de nacer. Mis entrañas arden. Cada contracción es una orden directa del Caos: abre, cede, rompe.

    Agrat no quería esto.
    Eisheth debía ser la siguiente.

    Pero Naamah me ha elegido otra vez.

    Y mi cuerpo, traidor y templo, vuelve a obedecer.
    [f_off_bih] [demonsmile01] [n.a.a.m.a.h] Vuelvo a estar en cinta. No debería haber ocurrido así. No ahora. No cuando Agrat, la hermana mayor, había dictado su voluntad: que fuese Eisheth quien trajera a las siguientes soldados, que el peso del Caos cambiara de vientre, de sangre, de sacrificio. Pero Naamah nunca obedece del todo. Su deseo me encuentra de nuevo, como una grieta que jamás termina de cerrarse. Otra ordaz de engendros se forma en mí, más numerosa, más hambrienta, más impaciente. No he terminado de sanar del último parto cuando mi cuerpo vuelve a convertirse en umbral. Las contracciones comienzan demasiado pronto. No avanzan: estallan. Son peores que las anteriores, más profundas, más crueles. No siento solo el útero contrayéndose; siento capas enteras de mí colapsando hacia dentro, como si el espacio se plegara para darles lugar. Respiro y el aire no alcanza. Grito y el sonido no basta. Me tumban para el ecógrafo. La pantalla parpadea. El técnico se queda inmóvil. Uno. Dos. Cinco. Diez. El contador sigue subiendo mientras el silencio se vuelve espeso, irrespirable. Las formas se superponen, se mueven demasiado, como si no respetaran límites físicos. El aparato emite un pitido agudo, nervioso. —Veinte —susurra alguien, sin darse cuenta de que ha hablado en voz alta. Veinte criaturas dentro de mí. Siento cómo se empujan, cómo reclaman espacio que no existe, cómo aprenden a odiarse incluso antes de nacer. Mis entrañas arden. Cada contracción es una orden directa del Caos: abre, cede, rompe. Agrat no quería esto. Eisheth debía ser la siguiente. Pero Naamah me ha elegido otra vez. Y mi cuerpo, traidor y templo, vuelve a obedecer.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    BATALLA ÉPICA: THE RETURN OF ISHTAR
    Rex Ishtar vs Ignia Ishtar

    Cuando el linaje Ishtar vuelve a reclamar su lugar en el destino, dos voluntades absolutas chocan. No es una lucha por odio… es una batalla por la verdad del poder, el legado y la supremacía del espíritu.

    Rex Ishtar — El Heredero del Acero Celestial
    Título: El Filo del Juicio
    Afinidad: Hielo astral y energía arcana
    Rol: Estratega, duelista supremo

    Habilidades:
    - Espada del Vacío Azul: canaliza energía gélida capaz de congelar el tiempo por instantes.

    - Voluntad del Patriarca: su aura aumenta fuerza, defensa y precisión conforme la batalla se alarga.

    - Ojo del Ishtar Antiguo: analiza y predice los movimientos del enemigo.

    - Última Postura – Juicio Silente: un corte definitivo que separa cuerpo, alma y voluntad.

    Ignia Ishtar — El Fuego del Renacimiento
    Título: El Corazón Ardiente del Clan
    Afinidad: Fuego demoníaco y sangre ancestral
    Rol: Guerrero ofensivo, destructor imparable

    Habilidades:
    - Llamas Carmesí del Linaje: fuego vivo que consume energía, carne y espíritu.

    - Marca del Renacido: mientras su sangre arde, Ignia no puede caer.

    - Puños del Cataclismo: cada golpe provoca ondas de choque ígneas.

    - Despertar Infernal: su poder se multiplica al borde de la derrota.

    Lugar del Choque
    *El Santuario Quebrado de Ishtar*
    Un antiguo templo flotante entre planos, rodeado de ruinas suspendidas, relámpagos azules y grietas por donde se filtra el fuego del inframundo. El suelo reacciona al poder de ambos, quebrándose con cada impacto.

    La Batalla:
    El primer choque sacude los cielos: hielo contra fuego, silencio contra furia.
    Rex domina el ritmo, congela el espacio y castiga con precisión quirúrgica.
    Ignia responde con brutalidad, quemando el aire, rompiendo defensas a pura voluntad.

    Cada segundo eleva el poder del linaje Ishtar.
    El templo comienza a colapsar.
    El clan observa desde el destino.

    El Clan Ishtar no necesita elegir un solo rey.
    Mientras Rex y Ignia existan, el linaje jamás caerá.

    El regreso de Ishtar ha comenzado… y esta batalla fue solo el inicio.
    ⚔️ BATALLA ÉPICA: THE RETURN OF ISHTAR ⚔️ Rex Ishtar vs Ignia Ishtar Cuando el linaje Ishtar vuelve a reclamar su lugar en el destino, dos voluntades absolutas chocan. No es una lucha por odio… es una batalla por la verdad del poder, el legado y la supremacía del espíritu. 🔷 Rex Ishtar — El Heredero del Acero Celestial Título: El Filo del Juicio Afinidad: Hielo astral y energía arcana Rol: Estratega, duelista supremo 🧬 Habilidades: - Espada del Vacío Azul: canaliza energía gélida capaz de congelar el tiempo por instantes. - Voluntad del Patriarca: su aura aumenta fuerza, defensa y precisión conforme la batalla se alarga. - Ojo del Ishtar Antiguo: analiza y predice los movimientos del enemigo. - Última Postura – Juicio Silente: un corte definitivo que separa cuerpo, alma y voluntad. 🔥 Ignia Ishtar — El Fuego del Renacimiento Título: El Corazón Ardiente del Clan Afinidad: Fuego demoníaco y sangre ancestral Rol: Guerrero ofensivo, destructor imparable 🧬 Habilidades: - Llamas Carmesí del Linaje: fuego vivo que consume energía, carne y espíritu. - Marca del Renacido: mientras su sangre arde, Ignia no puede caer. - Puños del Cataclismo: cada golpe provoca ondas de choque ígneas. - Despertar Infernal: su poder se multiplica al borde de la derrota. 🌌 Lugar del Choque *El Santuario Quebrado de Ishtar* Un antiguo templo flotante entre planos, rodeado de ruinas suspendidas, relámpagos azules y grietas por donde se filtra el fuego del inframundo. El suelo reacciona al poder de ambos, quebrándose con cada impacto. ⚔️ La Batalla: El primer choque sacude los cielos: hielo contra fuego, silencio contra furia. Rex domina el ritmo, congela el espacio y castiga con precisión quirúrgica. Ignia responde con brutalidad, quemando el aire, rompiendo defensas a pura voluntad. Cada segundo eleva el poder del linaje Ishtar. El templo comienza a colapsar. El clan observa desde el destino. El Clan Ishtar no necesita elegir un solo rey. Mientras Rex y Ignia existan, el linaje jamás caerá. 🔥 El regreso de Ishtar ha comenzado… y esta batalla fue solo el inicio. 🔥
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  • Llevaba días investigando a un extraño culto, un culto de desquiciados que no lograba comprender, secuestraban a sus víctimas, generalmente eran mujeres y niños. Abrían sus cuerpos, sacaban sus tripas y decoraban las paredes de sus templos con carne y sangre, a veces simplemente los trituraban. Sin duda un escenario escalofriante para la mayoría, para él solo era grotesco.

    Había encontrado muchas de sus guaridas, todas siempre convertidas en un verdadero mar de sangre y vísceras. Esos tipos no le temían, pero tampoco le atacaban, hablaba con ellos, compartían palabras en cada dialogo.

    El solo hecho de interactuar con ese tipo de gente resultaría como algo inmortal, incorrecto. Pero a estas alturas... ¿Qué significado tiene la moralidad? ¿Qué importancia tiene? Si antes de ser lo que es poco le importaba, ahora ya no tenía ningún tipo de relevancia. De todas maneras, el solo atestiguaba las consecuencias de esos enfermizos rituales, más nunca participo en ello. No sentía ira, no sentía nada, ni siquiera morbo, era como ver insectos matándose entre sí.

    Pero el hecho de no dejar de investigar significaba que veía algo en todo eso, algo que podría de alguna forma tener un significado, alguna razón en especial.

    ── “Amor es violencia. Odio es paz”. ──Citó una de las tantas frases que esos cultistas repetían en sus rituales y procedimientos. ¿Tenía sentido? Para ellos sí, era todo. Para él….

    ──Putos enfermos. ──Dijo alzando la vista hacia el cielo. En medio de una caminata los había recordado, encontró irónico referirse con ese tipo de palabrotas hacia un cierto grupo de individuos, hacía tiempo que no lo hacía. Casi como si una parte del “lado humano” en su ser, se expresara.
    Llevaba días investigando a un extraño culto, un culto de desquiciados que no lograba comprender, secuestraban a sus víctimas, generalmente eran mujeres y niños. Abrían sus cuerpos, sacaban sus tripas y decoraban las paredes de sus templos con carne y sangre, a veces simplemente los trituraban. Sin duda un escenario escalofriante para la mayoría, para él solo era grotesco. Había encontrado muchas de sus guaridas, todas siempre convertidas en un verdadero mar de sangre y vísceras. Esos tipos no le temían, pero tampoco le atacaban, hablaba con ellos, compartían palabras en cada dialogo. El solo hecho de interactuar con ese tipo de gente resultaría como algo inmortal, incorrecto. Pero a estas alturas... ¿Qué significado tiene la moralidad? ¿Qué importancia tiene? Si antes de ser lo que es poco le importaba, ahora ya no tenía ningún tipo de relevancia. De todas maneras, el solo atestiguaba las consecuencias de esos enfermizos rituales, más nunca participo en ello. No sentía ira, no sentía nada, ni siquiera morbo, era como ver insectos matándose entre sí. Pero el hecho de no dejar de investigar significaba que veía algo en todo eso, algo que podría de alguna forma tener un significado, alguna razón en especial. ── “Amor es violencia. Odio es paz”. ──Citó una de las tantas frases que esos cultistas repetían en sus rituales y procedimientos. ¿Tenía sentido? Para ellos sí, era todo. Para él…. ──Putos enfermos. ──Dijo alzando la vista hacia el cielo. En medio de una caminata los había recordado, encontró irónico referirse con ese tipo de palabrotas hacia un cierto grupo de individuos, hacía tiempo que no lo hacía. Casi como si una parte del “lado humano” en su ser, se expresara.
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  • La niebla se aferraba al templo como un secreto susurrado. Las linternas aún encendidas dibujaban sombras suaves sobre la madera antigua, y el incienso ardía lento.

    Ella aguardaba en el umbral, el kimono entreabierto mecido por la brisa. Su mirada se alzó al sentir una presencia acercarse.

    —No llegas aquí por azar. El templo te ha llamado, igual que a mí me llama tu destino. ─ una leve sonrisa curvó sus labios.

    —Entra. Deja fuera tus temores y dime qué deseas encontrar esta noche. ─
    La niebla se aferraba al templo como un secreto susurrado. Las linternas aún encendidas dibujaban sombras suaves sobre la madera antigua, y el incienso ardía lento. Ella aguardaba en el umbral, el kimono entreabierto mecido por la brisa. Su mirada se alzó al sentir una presencia acercarse. —No llegas aquí por azar. El templo te ha llamado, igual que a mí me llama tu destino. ─ una leve sonrisa curvó sus labios. —Entra. Deja fuera tus temores y dime qué deseas encontrar esta noche. ─
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  • « Vuelta a casa »
    𝐌𝖾𝗅𝗂𝗇𝖺 𝐅𝗂𝗋𝖾𝖻𝗅𝗈𝗈𝗆

    Era la primera nevada del año; aquel manto blanco, virgen, se tiñó de carmesí en aquel ocaso. Los Kamis los habían castigado, como a un perro desobediente que reta a su amo.

    Sus últimas palabras y pensamientos fueron volver a casa. No sabía cuántos días habían pasado; en el mundo de los espíritus la noche siempre era perpetua, por lo que no fue consciente del tiempo que pasó fuera.

    Recordó ser arropado por los brazos de Inari, y segundos después, tras sus últimas palabras, sentir que el frío del invierno lo abrazaba. Apareció en el exterior del templo, boca arriba sobre el manto blanco que había viajado con aquella primera nevada. Sintió incluso alivio al sentir la frescura sobre su piel lacerada. Aún así, el dolor le había robado el aliento; eso sumado a la falta de comida, agua y sueño durante días, había hecho que finalmente colapsara. Pero tras unos largos segundos, con el poco hilo de voz que le quedaba, pudo decir una sola cosa.

    - Me...Melina....-

    « Vuelta a casa » [Fire.bl00m] Era la primera nevada del año; aquel manto blanco, virgen, se tiñó de carmesí en aquel ocaso. Los Kamis los habían castigado, como a un perro desobediente que reta a su amo. Sus últimas palabras y pensamientos fueron volver a casa. No sabía cuántos días habían pasado; en el mundo de los espíritus la noche siempre era perpetua, por lo que no fue consciente del tiempo que pasó fuera. Recordó ser arropado por los brazos de Inari, y segundos después, tras sus últimas palabras, sentir que el frío del invierno lo abrazaba. Apareció en el exterior del templo, boca arriba sobre el manto blanco que había viajado con aquella primera nevada. Sintió incluso alivio al sentir la frescura sobre su piel lacerada. Aún así, el dolor le había robado el aliento; eso sumado a la falta de comida, agua y sueño durante días, había hecho que finalmente colapsara. Pero tras unos largos segundos, con el poco hilo de voz que le quedaba, pudo decir una sola cosa. - Me...Melina....-
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  • «Escena cerrada»

    El juicio de los Dioses.

    Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal.

    Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo.

    Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber.

    El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis.

    Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia.

    No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo.

    Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar.

    —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él.

    A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta.

    Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo.

    Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia.

    Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca.

    Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá.

    Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa.

    Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa.

    —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento.

    A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
    «Escena cerrada» El juicio de los Dioses. Todo acto tiene una consecuencia, y Kazuo lo sabía muy bien. Por eso no le sorprendió ser convocado ante los dioses en el Reikai, el mundo de los espíritus, donde kamis y seres sobrenaturales vivían sin tener que esconderse del plano mortal. Kazuo había sido testigo de cómo la demonio Nekomata Reiko borraba las pruebas de su “delito”. Había matado a un humano, un infeliz que, a criterio del propio Kazuo, se lo merecía. La conocía desde semanas atrás, en circunstancias un tanto peculiares. Pero, de alguna forma, dos seres que por naturaleza debían repelerse conectaron de una manera difícil de explicar. Hubo comprensión en el dolor del otro, forjando un pacto silencioso en el que, incluso entre enemigos, existía un respeto mutuo. Pero eso, a ojos de los dioses, era intolerable. A su juicio, la Nekomata había matado por placer, segando una vida humana “indefensa”. Kazuo, como mensajero y ser bendecido por lo celestial, debería haber sido el verdugo de aquel ser corrupto. Sin embargo, buscó —quizá— una “excusa conveniente” para no cumplir con lo que debía ser su deber. El zorro tenía sus propias reglas, sus convicciones y su moral. A veces, aquellas ideas no encajaban con las estrictas normas del plano ancestral. Era un ser de más de mil doscientos años que había vivido brutalidades en las que ni su madre, Inari, pudo protegerlo siempre; un dios debe velar por un bien general, no puede estar observando eternamente a un único ser. Por ese libre albedrío Kazuo era conocido en aquel reino como el “Mensajero Problemático”, el hijo predilecto de Inari. Nadie entendía por qué los dioses eran tan permisivos con él, por qué su madre miraba hacia otro lado cuando actuaba por su cuenta. Era como si la diosa confiara ciegamente en su criterio, aunque este fuese en contra de los demás kamis. Kazuo era respetado en aquel reino por la mayoría de criaturas sobrenaturales; sin embargo, entre los seres de rango superior, era temido y respetado a partes iguales. Fue por esa “popularidad” que todos acudieron al llamado: al juicio en el que Kazuo sería sometido a sentencia. No ofreció resistencia, aun así fue apresado con cadenas doradas, unas de las que ningún ser celestial —ni siquiera los dioses— sería capaz de escapar. Se arrodilló con esa calma y templanza que tanto lo caracterizaban, la mirada fija en los dioses que lo habían convocado sin titubear, mostrando el orgullo inherente a él. Inari era la única en contra de aquel espectáculo; por su cercanía con el acusado no se le permitió participar en aquel teatro. Porque eso era: un teatro. No un juicio, sino un paripé para justificar el castigo. Una voz recitó en alto los cargos en su contra. Como kitsune del más alto rango, había hecho la “vista gorda” ante un crimen que debía haber sido ajusticiado con la muerte de la Nekomata. Le otorgaron el don de la palabra. Pensó en no decir nada, pero tras unos largos segundos decidió hablar. —No pediré perdón. Soy consciente de mis actos y, a mi juicio, el ojo por ojo fue justificación suficiente. No saldrá clemencia de mis labios, porque aunque aquí termine mi camino, lo haré en paz, siendo fiel a mis convicciones. Y si salgo de esta, estaré dispuesto a afrontar cuantos juicios vengan detrás de este, si creen que debo ser sometido a ellos —habló con esa seguridad tan propia de él. A pesar de estar de rodillas y encadenado como el perro en que querían convertirlo, su aura y convicción mantenían su dignidad intacta. Pero, pese a aquellas palabras, la sentencia fue firme: latigazos hasta que se arrepintiera. Kazuo no agachó la cabeza; mantuvo la mirada fija, y sus ojos color zafiro centellearon con ese orgullo inquebrantable. Un látigo dorado cayó con fuerza sobre su espalda en cada brazada. Aquel látigo estaba bendecido igual que las cadenas, lo que significaba que las heridas no podrían curarse con su poder de regeneración ni con ningún otro. Aquellas cicatrices tardarían meses en desaparecer, si es que sobrevivía al castigo. Inari sollozaba con cada golpe en la espalda de su amado hijo, y los sonidos de estremecimiento del público se mezclaban con el chasquido del látigo. Kazuo no gritó, no lloró, no suplicó. Se mantuvo entero, incluso cuando sus ropas se desgarraron tras cada impacto. La sangre brotaba, su piel lacerada hasta el músculo. Cada latigazo hacía tensar su cuerpo, apretando los dientes para que ni un solo gemido escapara de sus labios sellados. La sangre salió también de su boca: no solo su espalda estaba siendo castigada, sino también el interior de su cuerpo, sacudido con violencia. Aquello duró un día… dos… tres. El único momento de descanso era el cambio de verdugo, unos minutos para recobrar el aliento. Kazuo era obstinado: jamás cedería, aunque le costara la vida. En sus momentos de flaqueza solo podía pensar en una cosa: ¿qué estaría haciendo Melina? ¿Lo estaría esperando? Seguro estaba enfadada, creyendo que había escapado al bosque. Estaría preparando su discurso para darle un merecido sermón. No había tenido tiempo de avisarla, de decirle que esa noche no llegaría a casa… o que tal vez no lo haría nunca. Al tercer día, los ánimos de los espíritus del reino estaban caldeados. Ya no eran murmuros: eran gritos, reproches y súplicas de clemencia. La misma que Kazuo se negaba a pedir. La presión que los jueces recibían era asfixiante. A Inari no le quedaban lágrimas; pedía perdón en nombre de su hijo, rogando a los kamis mayores que pusieran fin a aquella barbarie. El castigo había sido ejemplar. Demasiado, quizá. Finalmente, tras tres días de sentencia implacable, los latigazos cesaron. Las cadenas se aflojaron y se deshicieron como arena dorada, llevadas por la primera brisa. Kazuo, aún de rodillas, se tambaleaba. Inari corrió por fin hacia él y se arrodilló a su lado. Él intentó enfocar su mirada y, solo cuando la reconoció, se dejó vencer por el cansancio y el dolor. Cayó como peso muerto sobre el regazo de su diosa. —Lo siento… Necesito ir… a casa —fue lo único que alcanzó a decir, con un hilo de voz tras tres días de tormento. A la única a quien Kazuo guardaba el máximo respeto era a su diosa; a aquella que lo había “bendecido” al nacer. Era instintivo, imposible de ignorar. Solo quería volver a casa, a su templo, junto a ella.
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