La pequeña cotorra Kramer está posada en mi mano, ligera como una pluma, pero con una presencia que se siente más grande de lo que su tamaño indica. Sus garras se aferran con firmeza a mis dedos mientras me observa con esos ojos brillantes, curiosos e inteligentes. Aún no hemos terminado de conocernos, pero parece confiar en mí lo suficiente como para no salir volando de inmediato.
—¿Y qué nombre te quedaría bien? —murmuro, observando su plumaje azul suave con un destello turquesa bajo la luz.
El ave inclina la cabeza y emite un sonido agudo, como si respondiera a mi duda. No puedo evitar sonreír. Es un pequeño ser lleno de vida, y su energía se siente contagiosa.
Lentamente, deslizo un dedo por su pecho, sintiendo la calidez de su cuerpo bajo las plumas. No se aparta, solo me observa con atención, evaluándome tanto como yo a él. Quizás tampoco está seguro de cómo llamarme en su propio lenguaje de trinos y gorjeos.
—Bueno, al menos ya te acostumbraste a mi mano —comento con suavidad, disfrutando de la sensación de su pequeña presencia en mi piel.
El ave sacude las plumas, como si estuviera de acuerdo.
Aún no sé qué nombre le pondré, pero lo que sí sé es que este pequeño amigo ya se ha ganado un lugar en mi vida.
La pequeña cotorra Kramer está posada en mi mano, ligera como una pluma, pero con una presencia que se siente más grande de lo que su tamaño indica. Sus garras se aferran con firmeza a mis dedos mientras me observa con esos ojos brillantes, curiosos e inteligentes. Aún no hemos terminado de conocernos, pero parece confiar en mí lo suficiente como para no salir volando de inmediato.
—¿Y qué nombre te quedaría bien? —murmuro, observando su plumaje azul suave con un destello turquesa bajo la luz.
El ave inclina la cabeza y emite un sonido agudo, como si respondiera a mi duda. No puedo evitar sonreír. Es un pequeño ser lleno de vida, y su energía se siente contagiosa.
Lentamente, deslizo un dedo por su pecho, sintiendo la calidez de su cuerpo bajo las plumas. No se aparta, solo me observa con atención, evaluándome tanto como yo a él. Quizás tampoco está seguro de cómo llamarme en su propio lenguaje de trinos y gorjeos.
—Bueno, al menos ya te acostumbraste a mi mano —comento con suavidad, disfrutando de la sensación de su pequeña presencia en mi piel.
El ave sacude las plumas, como si estuviera de acuerdo.
Aún no sé qué nombre le pondré, pero lo que sí sé es que este pequeño amigo ya se ha ganado un lugar en mi vida.