El taller improvisado en el que Jett trabajaba olía a metal caliente, pintura fresca y adrenalina contenida. A su alrededor, herramientas flotaban en el aire con ingravidez leve, efecto residual del Reino de la Relatividad donde el tiempo, el peso y el espacio se burlaban de las leyes naturales.
—Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite.
Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista.
En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo.
El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir.
—Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada.
Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba.
Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás.
Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó.
—A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.
—Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite.
Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista.
En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo.
El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir.
—Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada.
Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba.
Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás.
Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó.
—A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.
El taller improvisado en el que Jett trabajaba olía a metal caliente, pintura fresca y adrenalina contenida. A su alrededor, herramientas flotaban en el aire con ingravidez leve, efecto residual del Reino de la Relatividad donde el tiempo, el peso y el espacio se burlaban de las leyes naturales.
—Está bien, si esta pista quiere jugar con el tiempo, entonces yo juego con el diseño —murmuró mientras se quitaba los guantes manchados de aceite.
Había desmontado parte de la carrocería del Deora II. El azul característico de Teku se había ido, reemplazado por un tono morado profundo, como el borde de un eclipse total. A lo largo de los costados, flamas plateadas recorrían la carrocería como si ardieran con frío cósmico, brillando incluso en la penumbra. Cada línea había sido pulida con mimo, aerodinámicamente calculada para resistir la distorsión gravitacional del agujero negro que daba forma a la pista.
En la parte trasera, un alerón de aleación de kármium pulsaba con luz tenue, estabilizando la nave sobre superficies imposibles. No solo era estético: canalizaba la energía de la relatividad misma, ayudando a Jett a mantenerse en una sola línea temporal… por más tiempo.
El motor rugió al primer intento. Jett se ajustó los guantes y subió al asiento. Desde el parabrisas, la entrada al Reino de la Relatividad parecía un torbellino de espejos doblados sobre sí mismos, y al centro, el hoyo negro giraba como un corazón oscuro esperando latir.
—Esta vez no me alcanzas —dijo con una sonrisa ladeada.
Y entonces, entró a la pista. Los giros imposibles comenzaron. Fragmentos del futuro se le adelantaban y pasados se repetían en cada curva. Pero su vehículo, más que conducir, deslizaba entre pliegues de espacio-tiempo con agilidad sobrenatural. La nueva pintura cortaba el aire como un estandarte de guerra. El alerón mantenía la línea. El motor... cantaba.
Cuando cruzó la línea de meta, el borde del agujero negro ya lamía la pista. Detrás de él, una curva desapareció en la oscuridad. Pero Jett no miró atrás.
Estacionó. Bajó del vehículo. Acarició el capó.
—A veces, todo lo que se necesita... es un cambio de color y un poco de terquedad —dijo, riendo para sí mismo.

