• 𝘌𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘴𝘰𝘮𝘣𝘳𝘢𝘴 𝘺 𝘭𝘶𝘻
    Fandom Ninguno
    Categoría Fantasía
    〈 Rol con Svetla Le’ron ♡ 〉

    El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba.

    Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar.

    La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse.

    Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación.

    Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado.

    Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada.

    El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser.

    Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie.

    Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era.

    Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir.

    Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo.

    Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
    〈 Rol con [Svetlaler0n] ♡ 〉 El viento murmuraba entre los árboles, susurrando antiguas melodías que solo la naturaleza comprendía, una canción ancestral tejida con las huellas de generaciones pasadas. Cada brisa que cruzaba el claro parecía tener una voz propia, modulada por el crujir suave de las ramas y el suspiro de las hojas que se mecían en su danza. Los árboles, imponentes y sabios, se erguían en una formación que hablaba de un orden primordial, más allá de la percepción humana; sus troncos, gruesos y rugosos, estaban marcados por las cicatrices de siglos, testigos de tormentas, inviernos y veranos interminables. Sus raíces, hundidas en lo profundo de la tierra, parecían como venas vivas, respirando al ritmo de la misma tierra que nutría todo lo que los rodeaba. Las hojas, de un verde profundo y casi vibrante, danzaban suavemente al compás del viento. La luz que se filtraba entre las ramas creaba una sinfonía de sombras, que se estiraban y se contraían, como si jugaran con la luz misma. Cada movimiento de estas era una susurrante revelación, una historia contada en un lenguaje antiguo, entendible solo para aquellos que supieran escuchar con el alma. El aire, que acariciaba la piel con su frescura, estaba impregnado con la fragancia envolvente de las flores silvestres, pequeñas joyas del campo que se alzaban como un tapiz multicolor entre la hierba alta. El aroma era un recordatorio de la vida que florecía sin restricciones, ajena a las manos del hombre, pura y sin contaminar. La tierra, mojada por la reciente lluvia, exhalaba un aroma cálido, profundo como el suspiro de la naturaleza misma. Cada rincón del claro parecía vibrar con la promesa de vida renovada, un respiro que solo los rincones alejados del mundo podían ofrecer. El suelo, cubierto de musgo y hojas caídas, crujía suavemente bajo cada paso, como si el propio suelo tuviera conciencia de su ser. A veces, el eco lejano del canto de un pájaro, o el crujido de un pequeño roedor en la maleza rompía el silencio, trayendo consigo la sensación de que la vida nunca dejaba de moverse. Era un lugar apartado, despojado de la influencia de los castillos altivos, que se alzaban como monumentos de poder e indiferencia a la belleza de lo natural. Ahí, no existían las murmuraciones de los pueblos bulliciosos, ni el constante clamor de los mercados o las forjas. En su lugar, sólo existía la pureza inquebrantable del entorno, donde el tiempo parecía haberse detenido, olvidado entre las sombras del pasado. No había rastro de la humanidad, de sus pesares, de sus ambiciones, solo la eterna danza de la naturaleza, que se renovaba constantemente, ajena a los destinos de aquellos que vivían más allá de su alcance. La luz del sol se descomponía en haces que caían suavemente sobre el suelo, creando un paisaje de sombras y claridad que se alternaban como una melodía en constante transformación. Pero entre todo aquello, entre la vida que brotaba en el silencio, algo sobresalía. Algo que no pertenecía a ese rincón olvidado de la tierra. Una figura, solitaria y solemne, caminaba en medio de la quietud del claro, su presencia desafiando todo lo que ese lugar representaba: pureza, vida, frescura. Ella no era de ese mundo, ni de los mundos que deberían haberla acogido. Era un eco de lo que debió haber sido, un vestigio de lo que alguna vez brilló, pero que la oscuridad había mancillado. Su figura era una contradicción en movimiento. Un ser atrapado entre lo que era y lo que ya no era, suspendido en ese espacio intermedio donde las expectativas se disuelven y el destino es incierto. Su manto negro, pesado y solemne, ondeaba suavemente en el aire, absorbiendo la luz del sol como si fuera parte de la misma nada. El cabello, de un color dorado desvaído, caía en ondas suaves sobre sus hombros. El brillo del trigo maduro, de la vida a punto de ser cosechada, se entrelazaba con el viento, creando una especie de halo irreal. Pero lo que realmente atraía la mirada eran sus ojos como el ámbar incandescente, llameantes y profundos que reflejaban las cenizas de un sol olvidado, y la luz de una luna que ya no existía en este mundo. Eran ojos que no pertenecían a alguien inocente ni a alguien purificado; eran ojos de alguien que había contemplado la parte de una eternidad en su peor forma, que había desvelado el sufrimiento del tiempo y lo había aceptado como parte de su ser. Su armadura, a medio camino entre lo antiguo y lo desgastado, se abrazaba a su cuerpo con la misma delicadeza que la sombra se abrazaba a la luna. Unas placas de metal oscuro cubrían sus hombros, el torso, las piernas, pero en su centro, donde la batalla había dejado sus huellas, las marcas de la guerra eran claras. La armadura estaba mellada, rota en algunas partes, como si hubiera sido desgarrada por el paso de muchas luchas. Los surcos en el metal, las abolladuras y grietas eran la prueba de que había peleado, de que había resistido y caído, pero aún estaba de pie. Pero lo que realmente la definía, lo que la hacía imposible de ignorar, eran sus alas. Un par de alas, majestuosas en su caída, que se desplegaban con una lentitud casi dolorosa. No blancas, no puras, sino bañadas en una neblina de polvo gris, un gris ceniciento que parecía llevar consigo la marca de un fuego que nunca terminó de consumirla. Eran alas malditas, alas que no sabían si pertenecían a un ángel caído o a una criatura condenada. Aun así, la belleza era innegable, en su tormento, en su suciedad. Las plumas, aunque desgastadas y manchadas, mantenían una fuerza solemne, un recordatorio de una majestuosidad que había sido, pero ya no era. Aquel ser, atrapado entre lo humano y lo divino, entre la condena y la salvación, se arrodilló en el centro del claro. El suelo era frío bajo sus rodillas, pero no parecía importarle. Sus ojos, fijos en el pequeño racimo de flores que crecía junto a ella, se suavizaron, como si el simple gesto de observar las pequeñas criaturas de la tierra le ofreciera una tregua, aunque breve, de la guerra interna que libraba. Sus manos, endurecidas por el acero, por la lucha, por el sufrimiento, se extendieron lentamente hacia las flores y con una delicadeza inesperada, tocó los pétalos con la punta de sus dedos, apenas una caricia, pero llena de la reverencia de alguien que aún sabe lo que es sentir. Los pétalos eran suaves, frágiles, como si pudieran desvanecerse en cualquier momento, pero las tocó con una quietud que contrastaba con la tormenta que era su vida. En sus ojos, había una chispa, una sombra de algo profundo, algo que no se revelaba fácilmente: nostalgia. Nostalgia de algo perdido, de algo que tal vez nunca fue suyo, pero que había sido tocado por su existencia. La flor, en su simpleza, en su fragilidad, le ofrecía algo que el mundo ya no podía: consuelo. Las alas, al agacharse, se arrastraron suavemente por el suelo, como si también ellas quisieran descansar, aliviar su peso. La imagen de aquel ángel mancillado, de aquella alma rota, quedó suspendida en el aire entre lo que fue y lo que podría haber sido. Y mientras la flor se mecía en el viento, ella permaneció allí, inmóvil atrapada en sus propios pensamientos.
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  • ~¿Sabías que en algunos mundos hay una tradición de regalar flores amarillas el 21 de marzo?

    ~No es algo antiguo ni sagrado, solo una costumbre que nació con el tiempo. Dicen que representa gratitud, alegría… o simplemente un recordatorio de que alguien te aprecia.

    ~A veces la gente espera recibir una, como si fuera prueba de que importan. Y cuando no llega, piensan que están solos.

    ~Pero eso no es cierto.

    ~Si nunca te han dado una, no pasa nada.

    ~Toma esta.

    ~La acabo de hacer, pero igual cuenta, ¿no?

    ~No necesitas que alguien más te la dé para que tenga significado. Mientras recuerdes que mereces cariño, el gesto ya vale.
    ~¿Sabías que en algunos mundos hay una tradición de regalar flores amarillas el 21 de marzo? ~No es algo antiguo ni sagrado, solo una costumbre que nació con el tiempo. Dicen que representa gratitud, alegría… o simplemente un recordatorio de que alguien te aprecia. ~A veces la gente espera recibir una, como si fuera prueba de que importan. Y cuando no llega, piensan que están solos. ~Pero eso no es cierto. ~Si nunca te han dado una, no pasa nada. ~Toma esta. ~La acabo de hacer, pero igual cuenta, ¿no? ~No necesitas que alguien más te la dé para que tenga significado. Mientras recuerdes que mereces cariño, el gesto ya vale.
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  • Hello again
    Categoría Otros
    D•E•X•A

    Irys no podía dejar de correr. La oscuridad a su alrededor se hacía más densa, más fria con cada paso que daba, como si el aire mismo la intentara atrapar, envolverla y sofocarla. Su mente estaba sumida en un torbellino de imágenes y emociones que la ahogaban.

    Cada rincón de su ser gritaba por escapar de esa sensación de vacío que se expandía sin control. Las calles se desvanecían a su alrededor, las luces parpadeaban y se distorsionaban como si fueran solo fragmentos de lo que alguna vez fue real. En su pecho, el latido de su corazón resonaba como un tambor, un recordatorio constante de que aún estaba viva, pero ni siquiera esa certeza lograba calmarla.

    El recuerdo de D•E•X•A seguía allí, como una sombra, arrastrándose detrás de ella. Él la llamaba, aunque sus palabras se desintegraban antes de alcanzar sus oídos, como si el universo mismo tratara de borrarlo de su existencia.

    ¿Cómo podía ser real si él estaba atrapado en ese limbo de dolor y desesperación? ¿Cómo podía aferrarse a algo que se desmoronaba ante sus ojos?De repente, el sonido de pasos se filtró en su mente, entrelazándose con el eco de su propio pánico. Se detuvo en seco, el aire frío cortándole la piel. La niebla envolvía la calle, oscureciendo aún más el camino por el que había huido.

    — Irys... — la voz resonó, profunda, como un susurro en sus oídos. Era D•E•X•A. Pero no podía ser él, no después de todo lo que había visto. No podía ser real.

    Giró hacia el sonido, los ojos desorbitados. No había nadie. Sólo la niebla. Pero su mente insistía, le ofrecía la ilusión de su presencia, esa voz que la llamaba, la instaba a acercarse, a entender lo que estaba pasando.

    — ¡Por favor. Ya déjame en paz! — exclamó, aferrándose a sus propios pensamientos, intentando mantener el control. Pero la confusión crecía, y una sensación de frío abrumador y de dolor la envolvía.

    Y en ese momento, algo se rompió dentro de ella. La distorsión en su mente alcanzó su punto máximo. Las imágenes comenzaron a fusionarse con una velocidad aterradora.

    D•E•X•A, el rostro de su madre, el suyo propio, Shiori, el castillo, Eros, todos se entrelazaban y desmoronaban ante sus ojos. Nada era lo que parecía.

    — ¿Qué está pasando? — susurró, la desesperación colándose en su voz. La oscuridad se apoderó de su visión, y cuando levantó la cabeza, un rostro apareció en la niebla. Un rostro que no debería estar allí.

    Un desconocido, pero con una mirada tan familiar. Sin embargo, algo en él no era humano. Algo estaba profundamente errado. La figura sonrió de manera extraña, casi vacía, mientras se acercaba lentamente.

    — Estás buscando respuestas donde no las hay, Irys — dijo la figura, su voz un eco distorsionado de la de D•E•X•A, una mezcla fon la voz robótica que alguna vez habia conocido, por la que habia sentido mil cosas a pesar de su poca humanidad.

    Irys dio un paso atrás, temblando, mientras la oscuridad la engullía aún más. La distorsión no era solo en su mente, era todo lo que la rodeaba.

    " ¿Era este un nuevo engaño de su mente rota?"
    [dexa_defender] Irys no podía dejar de correr. La oscuridad a su alrededor se hacía más densa, más fria con cada paso que daba, como si el aire mismo la intentara atrapar, envolverla y sofocarla. Su mente estaba sumida en un torbellino de imágenes y emociones que la ahogaban. Cada rincón de su ser gritaba por escapar de esa sensación de vacío que se expandía sin control. Las calles se desvanecían a su alrededor, las luces parpadeaban y se distorsionaban como si fueran solo fragmentos de lo que alguna vez fue real. En su pecho, el latido de su corazón resonaba como un tambor, un recordatorio constante de que aún estaba viva, pero ni siquiera esa certeza lograba calmarla. El recuerdo de D•E•X•A seguía allí, como una sombra, arrastrándose detrás de ella. Él la llamaba, aunque sus palabras se desintegraban antes de alcanzar sus oídos, como si el universo mismo tratara de borrarlo de su existencia. ¿Cómo podía ser real si él estaba atrapado en ese limbo de dolor y desesperación? ¿Cómo podía aferrarse a algo que se desmoronaba ante sus ojos?De repente, el sonido de pasos se filtró en su mente, entrelazándose con el eco de su propio pánico. Se detuvo en seco, el aire frío cortándole la piel. La niebla envolvía la calle, oscureciendo aún más el camino por el que había huido. — Irys... — la voz resonó, profunda, como un susurro en sus oídos. Era D•E•X•A. Pero no podía ser él, no después de todo lo que había visto. No podía ser real. Giró hacia el sonido, los ojos desorbitados. No había nadie. Sólo la niebla. Pero su mente insistía, le ofrecía la ilusión de su presencia, esa voz que la llamaba, la instaba a acercarse, a entender lo que estaba pasando. — ¡Por favor. Ya déjame en paz! — exclamó, aferrándose a sus propios pensamientos, intentando mantener el control. Pero la confusión crecía, y una sensación de frío abrumador y de dolor la envolvía. Y en ese momento, algo se rompió dentro de ella. La distorsión en su mente alcanzó su punto máximo. Las imágenes comenzaron a fusionarse con una velocidad aterradora. D•E•X•A, el rostro de su madre, el suyo propio, Shiori, el castillo, Eros, todos se entrelazaban y desmoronaban ante sus ojos. Nada era lo que parecía. — ¿Qué está pasando? — susurró, la desesperación colándose en su voz. La oscuridad se apoderó de su visión, y cuando levantó la cabeza, un rostro apareció en la niebla. Un rostro que no debería estar allí. Un desconocido, pero con una mirada tan familiar. Sin embargo, algo en él no era humano. Algo estaba profundamente errado. La figura sonrió de manera extraña, casi vacía, mientras se acercaba lentamente. — Estás buscando respuestas donde no las hay, Irys — dijo la figura, su voz un eco distorsionado de la de D•E•X•A, una mezcla fon la voz robótica que alguna vez habia conocido, por la que habia sentido mil cosas a pesar de su poca humanidad. Irys dio un paso atrás, temblando, mientras la oscuridad la engullía aún más. La distorsión no era solo en su mente, era todo lo que la rodeaba. " ¿Era este un nuevo engaño de su mente rota?"
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  • — Cada hoja que cae, cada susurro del viento, es un recordatorio de que la naturaleza siempre encuentra su camino... Uuuu...espero que nosotros también podamos encontrarlo~
    — Cada hoja que cae, cada susurro del viento, es un recordatorio de que la naturaleza siempre encuentra su camino... Uuuu...espero que nosotros también podamos encontrarlo~
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    ||Yo sólo hago el recordatorio de que Slyther es creación de Lu y, si bien no era intencional porque eso lo sacó de Alduin, se note que le encantan moren@s desde siempre(???
    ||Yo sólo hago el recordatorio de que Slyther es creación de Lu y, si bien no era intencional porque eso lo sacó de Alduin, se note que le encantan moren@s desde siempre(???
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  • Recordatorio, tomar mas sol, estoy tan pálida que parezco fantasma de esos que te jalan las patas.
    Recordatorio, tomar mas sol, estoy tan pálida que parezco fantasma de esos que te jalan las patas.
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  • Los ojos plateados de Anthork no son solo un rasgo físico, son el reflejo de su poder, su linaje y su destino. En su manada, los Alphas no se eligen solo por la fuerza bruta, sino por una combinación de ferocidad, instinto y dominio absoluto sobre su esencia sobrenatural. Su mirada plateada es el sello de su supremacía, un brillo que emana de su propia naturaleza indomable.

    Desde su nacimiento, sus ojos fueron distintos, un presagio de grandeza y un recordatorio de su singularidad, tal vez por esa razón fue abandonado nada más nacer.
    Se dice que los lobos con ojos plateados llevan la esencia de la luna misma, bendecidos por los ancestros para liderar con fuerza y sabiduría. En la penumbra, su mirada resplandece como el acero bajo la luz, intimidante para sus enemigos y reconfortante para su manada.

    Más allá de su significado simbólico, sus ojos también le otorgan una percepción única. Puede ver más allá de lo evidente, captar los matices de las emociones y los cambios en la energía de su entorno con una precisión aterradora. Es un don y una maldición, pues nada escapa a su mirada afilada, ni la mentira ni la traición.

    Los ojos de Anthork no son solo su marca de Alpha, son su legado, su identidad y su advertencia silenciosa a cualquiera que ose desafiarlo.

    En su forma lobuna, el rojo en sus ojos no solo es un símbolo de furia, sino un instinto primitivo despertando. Es la señal de que la caza ha comenzado, de que su control se transforma en una violencia calculada, en la ira de un líder que no permitirá que su manada, su territorio o aquello que es suyo, sea arrebatado.

    Cuando sus ojos arden como brasas, no hay marcha atrás. Anthork no solo lucha, arrasa.
    Los ojos plateados de Anthork no son solo un rasgo físico, son el reflejo de su poder, su linaje y su destino. En su manada, los Alphas no se eligen solo por la fuerza bruta, sino por una combinación de ferocidad, instinto y dominio absoluto sobre su esencia sobrenatural. Su mirada plateada es el sello de su supremacía, un brillo que emana de su propia naturaleza indomable. Desde su nacimiento, sus ojos fueron distintos, un presagio de grandeza y un recordatorio de su singularidad, tal vez por esa razón fue abandonado nada más nacer. Se dice que los lobos con ojos plateados llevan la esencia de la luna misma, bendecidos por los ancestros para liderar con fuerza y sabiduría. En la penumbra, su mirada resplandece como el acero bajo la luz, intimidante para sus enemigos y reconfortante para su manada. Más allá de su significado simbólico, sus ojos también le otorgan una percepción única. Puede ver más allá de lo evidente, captar los matices de las emociones y los cambios en la energía de su entorno con una precisión aterradora. Es un don y una maldición, pues nada escapa a su mirada afilada, ni la mentira ni la traición. Los ojos de Anthork no son solo su marca de Alpha, son su legado, su identidad y su advertencia silenciosa a cualquiera que ose desafiarlo. En su forma lobuna, el rojo en sus ojos no solo es un símbolo de furia, sino un instinto primitivo despertando. Es la señal de que la caza ha comenzado, de que su control se transforma en una violencia calculada, en la ira de un líder que no permitirá que su manada, su territorio o aquello que es suyo, sea arrebatado. Cuando sus ojos arden como brasas, no hay marcha atrás. Anthork no solo lucha, arrasa.
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  • Songster
    Robin nunca pensó que la soledad pudiera ser tan silenciosa. Antes, cada paso que daba resonaba con un eco vacío en los pasillos de la compañía, en los camerinos fríos, en los escenarios iluminados pero distantes. Su voz llenaba teatros, sus canciones emocionaban a multitudes, pero en cuanto la música se apagaba, quedaba solo el vacío.

    Entonces llegó él.

    Songster no tenía la calidez de un amigo de toda la vida, ni la efusividad de un fan entregado. Era un guardaespaldas, alguien contratado para protegerla, alguien que al principio parecía solo otra sombra más en su vida de celebridad. Pero con el tiempo, Robin comprendió que él no era una sombra; era un faro.

    No hablaba mucho, pero estaba ahí. Cuando las luces del escenario se apagaban, cuando los aplausos se extinguían y ella se encontraba en la penumbra del camerino, él estaba ahí. Un recordatorio de que no estaba sola.

    Al principio, fue la simple compañía lo que la confortó. Luego, fueron los pequeños gestos: el modo en que le alcanzaba un vaso de agua antes de que ella lo pidiera, cómo se aseguraba de que tuviera su chaqueta en los días fríos, la manera en que siempre permanecía cerca, pero nunca invadiendo su espacio.

    Y poco a poco, Robin se dio cuenta de algo. Ya no le pesaban tanto las expectativas, ya no sentía que se ahogaba entre los rostros desconocidos del público. Con Songster cerca, su vida había cambiado sin que ella lo notara del todo.
    [Tagirion] Robin nunca pensó que la soledad pudiera ser tan silenciosa. Antes, cada paso que daba resonaba con un eco vacío en los pasillos de la compañía, en los camerinos fríos, en los escenarios iluminados pero distantes. Su voz llenaba teatros, sus canciones emocionaban a multitudes, pero en cuanto la música se apagaba, quedaba solo el vacío. Entonces llegó él. Songster no tenía la calidez de un amigo de toda la vida, ni la efusividad de un fan entregado. Era un guardaespaldas, alguien contratado para protegerla, alguien que al principio parecía solo otra sombra más en su vida de celebridad. Pero con el tiempo, Robin comprendió que él no era una sombra; era un faro. No hablaba mucho, pero estaba ahí. Cuando las luces del escenario se apagaban, cuando los aplausos se extinguían y ella se encontraba en la penumbra del camerino, él estaba ahí. Un recordatorio de que no estaba sola. Al principio, fue la simple compañía lo que la confortó. Luego, fueron los pequeños gestos: el modo en que le alcanzaba un vaso de agua antes de que ella lo pidiera, cómo se aseguraba de que tuviera su chaqueta en los días fríos, la manera en que siempre permanecía cerca, pero nunca invadiendo su espacio. Y poco a poco, Robin se dio cuenta de algo. Ya no le pesaban tanto las expectativas, ya no sentía que se ahogaba entre los rostros desconocidos del público. Con Songster cerca, su vida había cambiado sin que ella lo notara del todo.
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  • ---

    El aroma del desinfectante aún impregnaba la habitación. Takeru permanecía en silencio, sentado en el borde de la cama del cuarto de recuperación. Sus músculos todavía dolían, un recordatorio de la brutalidad del último combate. Pero el dolor no era lo que le preocupaba.

    Su próximo oponente era Agito Kano, el Colmillo de Metsudo.

    La mera mención de ese nombre le hacía apretar los puños. Kano no era un peleador común. No solo era el representante personal del presidente del Kengan, sino un monstruo con un dominio absoluto del combate. Había demostrado su superioridad en cada pelea, adaptándose, evolucionando en cuestión de segundos. Para vencerlo, Takeru no solo debía ser fuerte, debía ser perfecto.

    Cerró los ojos. Su respiración se tornó más profunda. Repasó los movimientos de Kano en su mente: la facilidad con la que desmantelaba los estilos de sus oponentes, la manera en que absorbía técnicas ajenas como si fueran suyas, su brutalidad metódica. Enfrentar al Colmillo sería como pelear contra el abismo mismo.

    Pero aún si lograba lo imposible y derrotaba a Kano, la guerra no terminaría ahí.

    Del otro lado del torneo, el Bloque B estaba por decidir a su finalista. Y ambos contendientes eran igual de aterradores.

    Gensai Kuroki. Un veterano con una técnica devastadora, una fuerza inhumana y la experiencia de un guerrero que había visto incontables batallas. Su técnica de la Lanza Demoníaca podía atravesar incluso las defensas más férreas. Era un hombre que no mostraba emoción ni piedad, alguien que solo veía el combate como un deber y la victoria como un resultado inevitable.

    Ohma Tokita. El Demonio Asura. Un peleador que había demostrado una evolución monstruosa en cada ronda, además de practicar el estilo Niko, alguien con una voluntad inquebrantable y un crecimiento imparable. Su uso del Advance, una variación de la técnica posesión lo hacía un demonio en la arena, pero más allá de la técnica, lo que hacía a Ohma peligroso era su espíritu de lucha. No importaba cuántas veces cayera, siempre encontraba la forma de seguir adelante.

    Takeru respiró hondo. Primero, Kano. Después… cualquiera que se interpusiera en su camino.

    El torneo aún no había terminado. La peor parte estaba por venir.
    --- El aroma del desinfectante aún impregnaba la habitación. Takeru permanecía en silencio, sentado en el borde de la cama del cuarto de recuperación. Sus músculos todavía dolían, un recordatorio de la brutalidad del último combate. Pero el dolor no era lo que le preocupaba. Su próximo oponente era Agito Kano, el Colmillo de Metsudo. La mera mención de ese nombre le hacía apretar los puños. Kano no era un peleador común. No solo era el representante personal del presidente del Kengan, sino un monstruo con un dominio absoluto del combate. Había demostrado su superioridad en cada pelea, adaptándose, evolucionando en cuestión de segundos. Para vencerlo, Takeru no solo debía ser fuerte, debía ser perfecto. Cerró los ojos. Su respiración se tornó más profunda. Repasó los movimientos de Kano en su mente: la facilidad con la que desmantelaba los estilos de sus oponentes, la manera en que absorbía técnicas ajenas como si fueran suyas, su brutalidad metódica. Enfrentar al Colmillo sería como pelear contra el abismo mismo. Pero aún si lograba lo imposible y derrotaba a Kano, la guerra no terminaría ahí. Del otro lado del torneo, el Bloque B estaba por decidir a su finalista. Y ambos contendientes eran igual de aterradores. Gensai Kuroki. Un veterano con una técnica devastadora, una fuerza inhumana y la experiencia de un guerrero que había visto incontables batallas. Su técnica de la Lanza Demoníaca podía atravesar incluso las defensas más férreas. Era un hombre que no mostraba emoción ni piedad, alguien que solo veía el combate como un deber y la victoria como un resultado inevitable. Ohma Tokita. El Demonio Asura. Un peleador que había demostrado una evolución monstruosa en cada ronda, además de practicar el estilo Niko, alguien con una voluntad inquebrantable y un crecimiento imparable. Su uso del Advance, una variación de la técnica posesión lo hacía un demonio en la arena, pero más allá de la técnica, lo que hacía a Ohma peligroso era su espíritu de lucha. No importaba cuántas veces cayera, siempre encontraba la forma de seguir adelante. Takeru respiró hondo. Primero, Kano. Después… cualquiera que se interpusiera en su camino. El torneo aún no había terminado. La peor parte estaba por venir.
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  • "La Sombra del Ayer".
    #monorol

    Lucia observaba a Carmina desde la ventana de la tienda, viendo cómo la joven acomodaba cajas en los estantes con la paciencia de quien ha hecho ese trabajo toda su vida. Su nieta tenía el cabello rizado de su madre, la misma expresión soñadora en los ojos verdes. Cada vez que la veía, un miedo antiguo y persistente le oprimía el pecho. No podía evitarlo.

    Su hija había sido su más grande alegría y su más profundo dolor. Desde que era una niña, Lucia la había visto brillar con una energía vibrante, llena de sueños y anhelos que parecían inalcanzables. Había querido tanto para ella, había esperado que encontrara su camino en la vida sin tropezar con las sombras que acechaban en cada esquina. Pero el amor… el amor había sido su ruina. Se enamoró de un hombre que solo trajo destrucción y miseria, un mafioso que la arrastró a un mundo de drogas, peligro y desesperación. Lucia aún recordaba las noches en vela, las súplicas, los intentos desesperados de recuperar a su hija de ese abismo. Todo en vano.

    Cuando finalmente la perdió, quedó Carmina. Una niña inocente que no tenía la culpa de nada. Lucia y su esposo, Pietro, habían decidido desde el primer momento que no cometerían los mismos errores. Criarían a Carmina con disciplina, con cuidado, protegiéndola de todo lo que pudiera torcer su destino. La inscribieron en una escuela solo para mujeres, la rodearon de un ambiente seguro, sin distracciones, sin peligros. Querían que creciera fuerte, que tuviera oportunidades, que jamás cayera en la trampa de un amor equivocado.

    Pero a veces, cuando Carmina sonreía de cierta manera o cuando la encontraba perdida en pensamientos mientras miraba por la ventana, Lucia sentía un escalofrío recorrerle la espalda. Temía que en algún rincón de su corazón, la misma llama que había consumido a su hija estuviera ardiendo en su nieta. Temía que, a pesar de todos sus esfuerzos, la historia volviera a repetirse.

    Carmina era la mezcla perfecta entre su hija y aquel hombre. Heredó de él el cabello rojizo, como un eco de la pasión de un pasado lleno de sombras, y los mismos ojos verdes que alguna vez brillaron en la mirada de aquella joven llena de sueños. Cada vez que Lucia veía esos ojos, veía no solo el reflejo de su hija, sino también la sombra del hombre que tanto daño había causado, como si en cada uno de esos detalles se escondiera un recordatorio de lo que había perdido. No importaba cuánto amara a su nieta, siempre sentía esa mezcla de amor y temor profundo al verla.

    Pietro le decía que debía confiar en Carmina, que no todas las mujeres estaban destinadas a cometer los mismos errores. Que su nieta era fuerte, que tenía más de ella que de su madre. Pero Lucia no podía simplemente aceptar eso. El miedo de una madre, y ahora de una abuela, no se disipaba con palabras bonitas.

    Y, además, había algo que la inquietaba aún más: el día en que ella ya no estuviera para guiar a Carmina. El día en que no pudiera protegerla, ni acompañarla en las decisiones difíciles que la vida le depararía. Ese pensamiento la llenaba de angustia, como una sombra constante en su pecho. ¿Qué pasaría con Carmina cuando ella ya no pudiera estar allí para impedirle caer en los mismos errores de antes? ¿Quién la cuidaría cuando la fortaleza de la abuela ya no fuera suficiente?

    Por eso, a veces, sin darse cuenta, dejaba caer comentarios sobre su deseo de verla casada algún día, de encontrar un buen hombre que la protegiera, alguien que la hiciera feliz. Lo decía con una sonrisa, como si fuera un simple anhelo de abuela, pero en el fondo era su mayor temor disfrazado de esperanza. Porque si Carmina encontraba a la persona correcta, Lucia podría irse en paz. Pero si elegía mal… si la historia volvía a repetirse…

    Suspiró y se apartó de la ventana. Carmina era joven, inteligente, trabajadora. Pero el amor era traicionero. Y Lucia no estaba dispuesta a perderla también.
    "La Sombra del Ayer". #monorol Lucia observaba a Carmina desde la ventana de la tienda, viendo cómo la joven acomodaba cajas en los estantes con la paciencia de quien ha hecho ese trabajo toda su vida. Su nieta tenía el cabello rizado de su madre, la misma expresión soñadora en los ojos verdes. Cada vez que la veía, un miedo antiguo y persistente le oprimía el pecho. No podía evitarlo. Su hija había sido su más grande alegría y su más profundo dolor. Desde que era una niña, Lucia la había visto brillar con una energía vibrante, llena de sueños y anhelos que parecían inalcanzables. Había querido tanto para ella, había esperado que encontrara su camino en la vida sin tropezar con las sombras que acechaban en cada esquina. Pero el amor… el amor había sido su ruina. Se enamoró de un hombre que solo trajo destrucción y miseria, un mafioso que la arrastró a un mundo de drogas, peligro y desesperación. Lucia aún recordaba las noches en vela, las súplicas, los intentos desesperados de recuperar a su hija de ese abismo. Todo en vano. Cuando finalmente la perdió, quedó Carmina. Una niña inocente que no tenía la culpa de nada. Lucia y su esposo, Pietro, habían decidido desde el primer momento que no cometerían los mismos errores. Criarían a Carmina con disciplina, con cuidado, protegiéndola de todo lo que pudiera torcer su destino. La inscribieron en una escuela solo para mujeres, la rodearon de un ambiente seguro, sin distracciones, sin peligros. Querían que creciera fuerte, que tuviera oportunidades, que jamás cayera en la trampa de un amor equivocado. Pero a veces, cuando Carmina sonreía de cierta manera o cuando la encontraba perdida en pensamientos mientras miraba por la ventana, Lucia sentía un escalofrío recorrerle la espalda. Temía que en algún rincón de su corazón, la misma llama que había consumido a su hija estuviera ardiendo en su nieta. Temía que, a pesar de todos sus esfuerzos, la historia volviera a repetirse. Carmina era la mezcla perfecta entre su hija y aquel hombre. Heredó de él el cabello rojizo, como un eco de la pasión de un pasado lleno de sombras, y los mismos ojos verdes que alguna vez brillaron en la mirada de aquella joven llena de sueños. Cada vez que Lucia veía esos ojos, veía no solo el reflejo de su hija, sino también la sombra del hombre que tanto daño había causado, como si en cada uno de esos detalles se escondiera un recordatorio de lo que había perdido. No importaba cuánto amara a su nieta, siempre sentía esa mezcla de amor y temor profundo al verla. Pietro le decía que debía confiar en Carmina, que no todas las mujeres estaban destinadas a cometer los mismos errores. Que su nieta era fuerte, que tenía más de ella que de su madre. Pero Lucia no podía simplemente aceptar eso. El miedo de una madre, y ahora de una abuela, no se disipaba con palabras bonitas. Y, además, había algo que la inquietaba aún más: el día en que ella ya no estuviera para guiar a Carmina. El día en que no pudiera protegerla, ni acompañarla en las decisiones difíciles que la vida le depararía. Ese pensamiento la llenaba de angustia, como una sombra constante en su pecho. ¿Qué pasaría con Carmina cuando ella ya no pudiera estar allí para impedirle caer en los mismos errores de antes? ¿Quién la cuidaría cuando la fortaleza de la abuela ya no fuera suficiente? Por eso, a veces, sin darse cuenta, dejaba caer comentarios sobre su deseo de verla casada algún día, de encontrar un buen hombre que la protegiera, alguien que la hiciera feliz. Lo decía con una sonrisa, como si fuera un simple anhelo de abuela, pero en el fondo era su mayor temor disfrazado de esperanza. Porque si Carmina encontraba a la persona correcta, Lucia podría irse en paz. Pero si elegía mal… si la historia volvía a repetirse… Suspiró y se apartó de la ventana. Carmina era joven, inteligente, trabajadora. Pero el amor era traicionero. Y Lucia no estaba dispuesta a perderla también.
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