:
Giselle Miller
El sol del pequeño pueblito perdido en Australia golpeaba la piel de Ezra con una calidez abrasadora, cargada de ese brillo casi blanco que solo existía en las costas remotas. El castaño entrecerró los ojos, acostumbrándose a la intensidad mientras contemplaba lo que sería su hogar durante aquel verano.
La casa se alzaba frente a él como una mezcla deliciosa entre sencillez y capricho: paredes claras, líneas limpias, y un aire silencioso que prometía privacidad. Pero en su interior… En su interior había exactamente todo lo que alguien como él necesitaba.
Wifi estable —indispensable—, una biblioteca llena de libros polvorientos y nuevos, una vista al mar que parecía pintada, cocina equipada con más artefactos de los que usaría, una cafetera de última generación que casi lo hizo sonreír… Y un mini bar que ya estaba imaginando explorar por las noches.
Y por supuesto…
Una cama de dos plazas y media.
Porque Ezra Hamilton no sabía habitar espacios pequeños.
Dejó las maletas en la sala de estar con un golpe suave, dejando que rodaran apenas sobre la alfombra antes de enderezarse y mirar alrededor como si evaluara una joya recién encontrada. Había silencio, brisa, luz… Y un encanto rústico que no esperaba pero que lo conquistaba sin pedir permiso.
—¿Y bien, qué le parece, señor Hamilton? —preguntó el guía, un hombre fornido y amable, juntando las manos para frotarlas con ese entusiasmo nervioso de quien espera aprobación.
Ezra giró apenas el rostro, una sonrisa frívola curvándole los labios mientras se quitaba las gafas de sol para colgarlas del cuello de la camisa.
—¿Dónde puedo rentar un coche?
El guía soltó una risa breve, como si hubiera adivinado que esa sería su primera preocupación.
Pero Ezra ya estaba otra vez mirando la casa, imaginándola llena de su presencia.
୧‿̩͙ ˖︵ ꕀ⠀ 𔔀 ꉂ
𒀭࣪⠀ ꕀ ︵˖ ‿̩͙୨
El muchacho avanzaba por las calles polvorientas del pueblito con el papel arrugado entre los dedos, la tinta ligeramente corrida por el sudor del calor australiano. Cada esquina parecía idéntica a la anterior, cada calle un reflejo de la anterior, hasta el punto de que empezó a preguntarse si estaba caminando en círculos. Casas bajas, veredas irregulares, un par de bicicletas apoyadas contra postes de madera… Y un silencio que solo interrumpía el canto de los pájaros y el viento arrastrando arena.
Miró su móvil, esperando que el mapa cargara esta vez. Nada.
El círculo cargando, girando eternamente.
—Carajo. Maldita señal de mierda —murmuró, guardándolo en el bolsillo con fastidio.
Perfecto. A un hombre como él, acostumbrado a moverse con chofer y ubicaciones precisas, no le quedaba otra que… Hablar con gente.
Suspiró, irónico con su propia suerte, y se encaminó hacia la única tienda que veía abierta: una pequeña construcción de madera pintada de verde claro, con macetas desbordadas de flores en la entrada y un letrero hecho a mano que colgaba torcido.
Al empujar la puerta, una campanilla tintineó con suavidad. El aroma a eucalipto y pan caliente lo envolvió enseguida. La dueña —una anciana de cabello blanco recogido en un moño alto— levantó la vista desde detrás del mostrador y le regaló una sonrisa cálida. Los pocos clientes que vagaban entre las góndolas apenas le prestaron atención.
Ezra se acercó, recuperando su compostura, la postura erguida, la sonrisa práctica que usaba para el mundo.
—Buen día, disculpe la molestia…
La mujer inclinó ligeramente la cabeza, invitándolo a continuar.
Ezra extendió el papel, su sonrisa volviéndose un poco más genuina.
—¿Sabe dónde queda esta dirección?
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El sol del pequeño pueblito perdido en Australia golpeaba la piel de Ezra con una calidez abrasadora, cargada de ese brillo casi blanco que solo existía en las costas remotas. El castaño entrecerró los ojos, acostumbrándose a la intensidad mientras contemplaba lo que sería su hogar durante aquel verano.
La casa se alzaba frente a él como una mezcla deliciosa entre sencillez y capricho: paredes claras, líneas limpias, y un aire silencioso que prometía privacidad. Pero en su interior… En su interior había exactamente todo lo que alguien como él necesitaba.
Wifi estable —indispensable—, una biblioteca llena de libros polvorientos y nuevos, una vista al mar que parecía pintada, cocina equipada con más artefactos de los que usaría, una cafetera de última generación que casi lo hizo sonreír… Y un mini bar que ya estaba imaginando explorar por las noches.
Y por supuesto…
Una cama de dos plazas y media.
Porque Ezra Hamilton no sabía habitar espacios pequeños.
Dejó las maletas en la sala de estar con un golpe suave, dejando que rodaran apenas sobre la alfombra antes de enderezarse y mirar alrededor como si evaluara una joya recién encontrada. Había silencio, brisa, luz… Y un encanto rústico que no esperaba pero que lo conquistaba sin pedir permiso.
—¿Y bien, qué le parece, señor Hamilton? —preguntó el guía, un hombre fornido y amable, juntando las manos para frotarlas con ese entusiasmo nervioso de quien espera aprobación.
Ezra giró apenas el rostro, una sonrisa frívola curvándole los labios mientras se quitaba las gafas de sol para colgarlas del cuello de la camisa.
—¿Dónde puedo rentar un coche?
El guía soltó una risa breve, como si hubiera adivinado que esa sería su primera preocupación.
Pero Ezra ya estaba otra vez mirando la casa, imaginándola llena de su presencia.
୧‿̩͙ ˖︵ ꕀ⠀ 𔔀 ꉂ 🥼 𒀭࣪⠀ ꕀ ︵˖ ‿̩͙୨
El muchacho avanzaba por las calles polvorientas del pueblito con el papel arrugado entre los dedos, la tinta ligeramente corrida por el sudor del calor australiano. Cada esquina parecía idéntica a la anterior, cada calle un reflejo de la anterior, hasta el punto de que empezó a preguntarse si estaba caminando en círculos. Casas bajas, veredas irregulares, un par de bicicletas apoyadas contra postes de madera… Y un silencio que solo interrumpía el canto de los pájaros y el viento arrastrando arena.
Miró su móvil, esperando que el mapa cargara esta vez. Nada.
El círculo cargando, girando eternamente.
—Carajo. Maldita señal de mierda —murmuró, guardándolo en el bolsillo con fastidio.
Perfecto. A un hombre como él, acostumbrado a moverse con chofer y ubicaciones precisas, no le quedaba otra que… Hablar con gente.
Suspiró, irónico con su propia suerte, y se encaminó hacia la única tienda que veía abierta: una pequeña construcción de madera pintada de verde claro, con macetas desbordadas de flores en la entrada y un letrero hecho a mano que colgaba torcido.
Al empujar la puerta, una campanilla tintineó con suavidad. El aroma a eucalipto y pan caliente lo envolvió enseguida. La dueña —una anciana de cabello blanco recogido en un moño alto— levantó la vista desde detrás del mostrador y le regaló una sonrisa cálida. Los pocos clientes que vagaban entre las góndolas apenas le prestaron atención.
Ezra se acercó, recuperando su compostura, la postura erguida, la sonrisa práctica que usaba para el mundo.
—Buen día, disculpe la molestia…
La mujer inclinó ligeramente la cabeza, invitándolo a continuar.
Ezra extendió el papel, su sonrisa volviéndose un poco más genuina.
—¿Sabe dónde queda esta dirección?