El murmullo del restaurante era cálido, lleno de voces humanas que hablaban de cosas sencillas: la cosecha, el clima, las familias. Me gustaba escuchar esas conversaciones. Me recordaban lo que nunca tuve, pero que de alguna manera, ahora protegía. La madera crujía bajo el peso de los pasos y el aire olía a pan recién horneado; detalles pequeños que, para mí, valían más que cualquier templo lleno de oro.
Me habían pedido algo más serio esta vez. No era la primera vez que los ancianos del pueblo venían a mí con un encargo, pero la tensión en sus ojos me decía que esta petición era distinta. “Protege al pueblo de lo que viene”, habían dicho. No había detalles, no había explicación… pero yo no necesitaba más. Sentía en mi piel las vibraciones extrañas, una corrupción que se acercaba como neblina.
Mientras esperaba mi comida, Astryl descansaba hecho un ovillo a mis pies, invisible a ojos humanos. Solo yo podía escuchar el leve tintinear de su ronroneo estelar.
El camarero se acercó con un plato, y cuando nuestras miradas se cruzaron, por un instante mis ojos cambiaron de color: el dorado angelical brilló sobre el rojo demoníaco. El joven parpadeó, como si hubiese visto algo que no debía, y se marchó en silencio.
Suspiré. Siempre la misma lucha: esconderme de aquellos a quienes juré proteger.
Un ruido seco resonó fuera del restaurante. Un caballo relinchó de forma violenta y luego el silencio se rompió con un grito. Me puse de pie de inmediato, dejando unas monedas sobre la mesa. Astryl apareció, saltando ágil a mi hombro, su pelaje brillando como constelaciones vivientes.
Al salir, lo vi: una figura envuelta en sombras líquidas, algo entre bestia y espectro, avanzando hacia las casas. La gente corría, aterrada.
Extendí mi mano derecha, y el tatuaje ancestral en mi piel se iluminó con un resplandor pálido. Sentí la mezcla de ambas fuerzas: la sombra infernal se enroscó en mis dedos, mientras la luz celestial surgía desde mi palma. El choque de ambas energías dolía, como siempre… pero era un dolor que aprendí a dominar.
—Retrocede —murmuré, y mi voz resonó con un eco que no pertenecía a este mundo.
El espectro se detuvo, confuso. Aproveché el instante y tracé un símbolo en el aire. Las sombras me obedecieron, envolviendo a la criatura como cadenas negras, mientras un destello dorado descendió sobre ella desde el cielo nocturno.
La fusión de ambos hechizos rasgó su forma, dispersándola en un aullido que se perdió en la nada.
Cuando el silencio regresó, los aldeanos comenzaron a asomarse poco a poco. Algunos hicieron la señal de la cruz. Otros me miraron con miedo, otros con gratitud. Yo simplemente me giré, regresando al restaurante como si nada hubiese ocurrido.
Astryl ronroneó en mi hombro, su voz vibrando en mi mente: “No todos sabrán jamás quién eres realmente… pero eso no importa. El pueblo sigue a salvo.”
Sonreí levemente. —Y eso es suficiente.
Volví a sentarme, tomé la copa de vino y la llevé a mis labios. Afuera, el viento olía a calma otra vez.
El murmullo del restaurante era cálido, lleno de voces humanas que hablaban de cosas sencillas: la cosecha, el clima, las familias. Me gustaba escuchar esas conversaciones. Me recordaban lo que nunca tuve, pero que de alguna manera, ahora protegía. La madera crujía bajo el peso de los pasos y el aire olía a pan recién horneado; detalles pequeños que, para mí, valían más que cualquier templo lleno de oro.
Me habían pedido algo más serio esta vez. No era la primera vez que los ancianos del pueblo venían a mí con un encargo, pero la tensión en sus ojos me decía que esta petición era distinta. “Protege al pueblo de lo que viene”, habían dicho. No había detalles, no había explicación… pero yo no necesitaba más. Sentía en mi piel las vibraciones extrañas, una corrupción que se acercaba como neblina.
Mientras esperaba mi comida, Astryl descansaba hecho un ovillo a mis pies, invisible a ojos humanos. Solo yo podía escuchar el leve tintinear de su ronroneo estelar.
El camarero se acercó con un plato, y cuando nuestras miradas se cruzaron, por un instante mis ojos cambiaron de color: el dorado angelical brilló sobre el rojo demoníaco. El joven parpadeó, como si hubiese visto algo que no debía, y se marchó en silencio.
Suspiré. Siempre la misma lucha: esconderme de aquellos a quienes juré proteger.
Un ruido seco resonó fuera del restaurante. Un caballo relinchó de forma violenta y luego el silencio se rompió con un grito. Me puse de pie de inmediato, dejando unas monedas sobre la mesa. Astryl apareció, saltando ágil a mi hombro, su pelaje brillando como constelaciones vivientes.
Al salir, lo vi: una figura envuelta en sombras líquidas, algo entre bestia y espectro, avanzando hacia las casas. La gente corría, aterrada.
Extendí mi mano derecha, y el tatuaje ancestral en mi piel se iluminó con un resplandor pálido. Sentí la mezcla de ambas fuerzas: la sombra infernal se enroscó en mis dedos, mientras la luz celestial surgía desde mi palma. El choque de ambas energías dolía, como siempre… pero era un dolor que aprendí a dominar.
—Retrocede —murmuré, y mi voz resonó con un eco que no pertenecía a este mundo.
El espectro se detuvo, confuso. Aproveché el instante y tracé un símbolo en el aire. Las sombras me obedecieron, envolviendo a la criatura como cadenas negras, mientras un destello dorado descendió sobre ella desde el cielo nocturno.
La fusión de ambos hechizos rasgó su forma, dispersándola en un aullido que se perdió en la nada.
Cuando el silencio regresó, los aldeanos comenzaron a asomarse poco a poco. Algunos hicieron la señal de la cruz. Otros me miraron con miedo, otros con gratitud. Yo simplemente me giré, regresando al restaurante como si nada hubiese ocurrido.
Astryl ronroneó en mi hombro, su voz vibrando en mi mente: “No todos sabrán jamás quién eres realmente… pero eso no importa. El pueblo sigue a salvo.”
Sonreí levemente. —Y eso es suficiente.
Volví a sentarme, tomé la copa de vino y la llevé a mis labios. Afuera, el viento olía a calma otra vez.