• Escena: “El Humo de la Medianoche”

    La ciudad dormía, pero el mundo de Luana nunca descansaba.
    Desde el balcón de un edificio en el centro, el humo del cigarrillo se elevaba lento, dibujando formas inciertas bajo la luz de la luna. El brillo tenue de los autos a lo lejos reflejaba en sus anillos, y el aire nocturno le revolvía el cabello como si susurrara secretos antiguos.

    Luana apoyó el codo sobre la baranda metálica, la mirada fija en el horizonte donde las luces se mezclaban con la oscuridad. Acababa de cerrar un trato. Uno de esos que no se firman con tinta, sino con sangre y silencio.

    —Otro imperio cayendo... —murmuró, dejando que el humo escapara entre sus labios—. Y ellos creen que aún tienen el control.

    El tono de su voz era suave, casi perezoso, pero detrás de él se escondía una mente en constante movimiento. Bajo su abrigo oscuro, la pistola Night Whisper reposaba como una extensión natural de su cuerpo. No la necesitaba siempre… pero le gustaba saber que estaba ahí.

    A su espalda, la puerta del balcón se abrió apenas con un clic. No se giró; ya había sentido la presencia desde hacía minutos.

    —Sabes que no deberías estar aquí —dijo sin cambiar el tono.

    —Tampoco tú, jefa —respondió una voz masculina, con un dejo de nerviosismo.

    Ella sonrió con sutileza, una de esas sonrisas que nadie sabe si son de agrado o amenaza. Aplastó el cigarrillo en el borde del barandal, el brillo rojo extinguiéndose con un leve crujido.

    —Si vas a traerme malas noticias, al menos trae una copa de vino —susurró mientras se giraba, los ojos ámbar brillando a la luz de la luna.

    El hombre tragó saliva y extendió un sobre sellado con el emblema de una familia rival.
    Luana lo tomó, sin prisa. Lo abrió, leyó unas líneas y exhaló con calma.

    —Interesante. Quieren jugar sucio otra vez. —Sus dedos se deslizaron por el papel, sintiendo las letras grabadas—. Bien. Juguemos.

    De pronto, las sombras del balcón se alargaron, fundiéndose con sus piernas, como si la oscuridad misma la reconociera. La temperatura bajó apenas un grado.

    —Reúne al grupo, Marco —ordenó—. A medianoche saldremos a cazar.

    Cuando él salió, Luana volvió su mirada al cielo. La luna la observaba, silenciosa, como una vieja cómplice.
    Encendió otro cigarrillo, dejando que el humo se perdiera con el viento.

    > “El poder no se gana… se toma.”



    Y Luana Smith Carson estaba a punto de recordárselo al mundo.


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    🌙 Escena: “El Humo de la Medianoche” La ciudad dormía, pero el mundo de Luana nunca descansaba. Desde el balcón de un edificio en el centro, el humo del cigarrillo se elevaba lento, dibujando formas inciertas bajo la luz de la luna. El brillo tenue de los autos a lo lejos reflejaba en sus anillos, y el aire nocturno le revolvía el cabello como si susurrara secretos antiguos. Luana apoyó el codo sobre la baranda metálica, la mirada fija en el horizonte donde las luces se mezclaban con la oscuridad. Acababa de cerrar un trato. Uno de esos que no se firman con tinta, sino con sangre y silencio. —Otro imperio cayendo... —murmuró, dejando que el humo escapara entre sus labios—. Y ellos creen que aún tienen el control. El tono de su voz era suave, casi perezoso, pero detrás de él se escondía una mente en constante movimiento. Bajo su abrigo oscuro, la pistola Night Whisper reposaba como una extensión natural de su cuerpo. No la necesitaba siempre… pero le gustaba saber que estaba ahí. A su espalda, la puerta del balcón se abrió apenas con un clic. No se giró; ya había sentido la presencia desde hacía minutos. —Sabes que no deberías estar aquí —dijo sin cambiar el tono. —Tampoco tú, jefa —respondió una voz masculina, con un dejo de nerviosismo. Ella sonrió con sutileza, una de esas sonrisas que nadie sabe si son de agrado o amenaza. Aplastó el cigarrillo en el borde del barandal, el brillo rojo extinguiéndose con un leve crujido. —Si vas a traerme malas noticias, al menos trae una copa de vino —susurró mientras se giraba, los ojos ámbar brillando a la luz de la luna. El hombre tragó saliva y extendió un sobre sellado con el emblema de una familia rival. Luana lo tomó, sin prisa. Lo abrió, leyó unas líneas y exhaló con calma. —Interesante. Quieren jugar sucio otra vez. —Sus dedos se deslizaron por el papel, sintiendo las letras grabadas—. Bien. Juguemos. De pronto, las sombras del balcón se alargaron, fundiéndose con sus piernas, como si la oscuridad misma la reconociera. La temperatura bajó apenas un grado. —Reúne al grupo, Marco —ordenó—. A medianoche saldremos a cazar. Cuando él salió, Luana volvió su mirada al cielo. La luna la observaba, silenciosa, como una vieja cómplice. Encendió otro cigarrillo, dejando que el humo se perdiera con el viento. > “El poder no se gana… se toma.” Y Luana Smith Carson estaba a punto de recordárselo al mundo. ---
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  • Octubre es el mes del terror...
    Y si pudiera elegir alguna criatura de oscuridad que me gustaría ser, me gustaría ser un hombre lobo. Sé que hay muchos monstruos por ahí pero no todos me agradan. Los vampiros me producen repulsión, y sinceramente las brujas me dan algo de miedo... Pero ser un lobo así...

    *Ace estaba disfrazado con un traje peludo como un hombre lobo.*
    Octubre es el mes del terror... Y si pudiera elegir alguna criatura de oscuridad que me gustaría ser, me gustaría ser un hombre lobo. Sé que hay muchos monstruos por ahí pero no todos me agradan. Los vampiros me producen repulsión, y sinceramente las brujas me dan algo de miedo... Pero ser un lobo así... 😁 *Ace estaba disfrazado con un traje peludo como un hombre lobo.*
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  • Cuando el Alba Tocó al Ocaso por Primera Vez
    Categoría Acción


    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—.

    Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—.

    Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira.

    El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo.

    Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí.

    Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino.

    Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora.

    El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse.

    Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora.

    Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte.

    Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso.
    Y entonces lo sentiste.

    No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar.

    Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable.

    Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas?

    Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia.

    Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto.

    Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable.

    Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel.
    Uno... Dos... ¡TRES!

    El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse.

    El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya.

    Pero el aire no obedeció.

    A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista.

    Él había llegado.

    Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura.

    Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas.
    Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista.
    Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida.

    El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya.

    Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste.
    El tiempo se dobló como un velo.
    Las sombras se detuvieron a escuchar.
    Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar.

    Por primera vez... y quizá por última.
    La luz que descendía sobre tus hombros no era mera claridad del cielo, sino un sereno roce de lo divino: jirones de seda que, en su etéreo temblor, parecían sabios artesanos tejiendo sobre tu piel la textura misma del alba. Cada rayo, dócil y rendido ante tu fulgor, se deslizaba como si temiera profanar con su tibieza la perfección que custodiaba. Y el vasto azul, oh manto inmortal de los cielos, extendía su trono sin fin sobre la bóveda del mundo, coronando la noche con una estrella que, en su fulgor, parecía solo un reflejo más de tus ojos —dos astros errantes donde el universo encontraba su espejo y su fin—. Los vientos, suaves y antiguos, danzaban entre las almenas del castillo. Se entrelazaban entre las piedras milenarias, y cada soplo parecía un suspiro exhalado por los muros tras siglos de silencio. Las paredes, cansadas guardianas del misterio, respiraban al fin aquel aire puro como si hubieran emergido de un largo exilio en las profundidades del olvido. En cada ráfaga había una reverencia: el viento mismo se inclinaba ante ti, humilde y enamorado, sirviente de una diosa sin nombre —una divinidad que se oculta incluso de su propio resplandor, renegando de la hermosura que podría incendiar el cielo si osara mostrarse sin velo—. Mas no en esa hora… no en ese instante callado donde el alma del mundo parecía contener el aliento. Había algo distinto, un murmullo invisible que recorría los pasillos del aire, y tú lo sentías. Sentías cómo esa caricia luminosa se extendía sobre tus mejillas con la devoción de una plegaria, susurrándote recuerdos que no pertenecían al tiempo. Era como si la suavidad misma se derramara sobre tu piel en un rito sagrado, recordándote quién eras: la hija de la calma, el pulso del cielo, la que convierte en música el aire que respira. El viento jugaba entre tus cabellos, se enredaba en ellos como un niño perdido que halla en su extravío un regazo donde el bosque lo abraza. Cada hebra era una raíz dorada que unía la tierra al firmamento, y en ese entrelazamiento el universo entero parecía reconocerte. Porque allí —quizás ahora, quizás desde siempre—, el castillo entero se rendía ante ti. Sus muros inclinaban sus sombras en devoción, y el mundo, vasto y antiguo, te suspiraba amor eterno como si fueses su primera hija, su razón y su reflejo. Las campanas dormidas del torreón, antaño voz del amanecer, parecieron despertar ante tu presencia. No tañeron con sonido alguno, pero el aire vibró, y los ecos invisibles se derramaron como oraciones mudas sobre los jardines. Los rosales inclinaban sus tallos, y el rocío —aquel llanto cristalino de la madrugada— descendía sobre los pétalos como si quisiera tocar la tierra en tu honor. El cielo, testigo de aquel instante sagrado, parecía dilatar su horizonte para albergarte dentro de sí. Y fue entonces cuando la eternidad respiró. El tiempo, cansado peregrino de los dioses, se detuvo a contemplarte; los siglos, que antes marchaban como soldados sin rostro, se arrodillaron en el umbral del instante. Pues nada en la vastedad del cosmos podía desafiar la calma que emanaba de tu presencia, ese silencio que no era ausencia sino plenitud: la quietud del corazón antes de nombrar lo divino. Tu sombra, proyectada sobre las piedras, parecía no seguirte sino aguardarte. Tenía la forma de un presagio, como si el mismo destino, rendido, hubiera decidido descansar a tus pies. Las antorchas del corredor, en cambio, temblaban; su fuego titilaba como si el alma misma del fuego se sintiera pequeña ante tu paso. Las llamas te miraban, y en su vacilación se percibía la humildad del que reconoce a su creadora. El murmullo del viento creció, ya no en danza, sino en canto. Un susurro que provenía de las ramas, de las aguas ocultas, de los secretos de la piedra. Era el mundo que hablaba a través de su propio lenguaje, un idioma antiguo, anterior al verbo, nacido del asombro. Decía tu nombre, o quizá inventaba uno nuevo para describirte, pues ningún sonido mortal podía contenerte sin quebrarse. Y así, entre el oro de la luz y el aliento de la brisa, te alzabas. No como reina, ni como santa, ni como mito, sino como algo más profundo: una promesa. Promesa de que lo bello no muere, sino que se transforma en aquello que no necesita nombre. Porque en ti se reunían los hilos del cosmos, los silencios del abismo, y las lágrimas de la primera aurora. Y el castillo, ese viejo guardián de piedras y memorias, pareció inclinar su espíritu entero ante tu figura. En cada grieta, en cada sombra, en cada eco, se percibía la devoción de quien presencia lo imposible. Y el mundo, suspendido entre un suspiro y la eternidad, pareció aceptar su destino: vivir solo para contemplarte. Porque donde tú existes, la luz se detiene; el viento se arrodilla; y hasta el tiempo, ese tirano inmortal, calla su marcha para no interrumpir tu paso. Y entonces lo sentiste. No como quien oye el quiebre de una rama bajo el peso de su descuido, sino como quien percibe la fractura del mundo en un suspiro. Lo sentiste en la súbita ausencia del dulzor que los vientos te ofrecían: ese roce de seda que antes te adoraba, de pronto se detuvo, temeroso, como si la brisa misma hubiera recordado que hasta los dioses pueden ser devorados por aquello que veneran. El viento, que momentos atrás se había arrodillado ante ti con la mansedumbre de un siervo, ahora buscaba huir, deshacer su forma, disolverse en los confines del tiempo antes de ser aspirado por pulmones que no respiraban para vivir, sino para devorar. Y el tiempo, ese anciano silencioso que todo lo abarca, tampoco quiso darle refugio. No por falta de piedad, sino por miedo. Porque comprendió que el mismo hálito que alimentaba al viento podría consumirlo a él también. Detuvo entonces su andar, inmóvil, aterrado, como un niño que se oculta del monstruo en la penumbra del armario, creyendo que si no se mueve, no será visto. Y tú, coronada por la luz que te envolvía cual manto de divinidad, percibiste el estremecimiento del cosmos. La claridad que antes te enaltecía como dama del amanecer se agitó con el pavor de un ave que defiende su nido de las fauces invisibles del abismo, dispuesta a arrancarse las alas con tal de huir de lo innombrable. Las sombras comenzaron a rebelarse. Se curvaban en direcciones imposibles, negándose a seguir la forma de aquello que las creaba. Se deshacían, convulsionadas, rasgando su propia naturaleza de reflejo, desgarrándose las cadenas que las ataban al mundo visible. Algunas huían con el viento; otras, en su desesperación, parecían debatirse entre la sumisión y la resistencia. Era una danza de espectros que no querían ser doblegados por manos que jamás debieron rozarles, pero que, por designio o castigo, debían reconocer. Porque si no lo hacían, ¿qué sombra habría de consumirlas sino ellas mismas? Y entonces miraste. Oh, lo miraste todo. El árbol que, en el centro del patio, reinaba oculto tras los muros del castillo —viejo monarca de raíces sabias y hojas que susurraban plegarias— comenzó a despojarse de su corona. Las hojas cayeron una a una, en una danza serena, una letanía de oro y de ocaso. Parecían acariciar el aire con ternura maternal, como si quisieran calmar el miedo de los súbditos invisibles del reino. Al descender, tocaban las sombras con el amor de una madre que abraza a sus hijos, negándose a aceptar el destino que las estrellas dictaban. Porque allá arriba, la estrella más brillante comenzaba a desfallecer, consumiéndose en su propia luz, luchando contra la oscuridad infinita que se extendía con una sonrisa de blasfemia. Y lo viste. Lo viste en el cielo. Lo viste cuando el azul se tiñó de un rojo profundo, de un púrpura que lloraba el fin de las eras de la luz. En el firmamento se libraba una guerra que ni los dioses se atreverían a contemplar. Era el ocaso de lo sagrado: la sangre de las nubes caídas, desgarradas por garras que ningún nombre puede pronunciar, se derramaba sobre el horizonte como el campo tras la última batalla. El cielo ardía en su propio sacrificio, y el mundo entero contuvo la respiración ante la vastedad del espanto. Entonces lo sentiste otra vez: un suspiro. No tuyo, sino del viento, que se deslizó entre tus cabellos como un amante desesperado, enredándose con las hojas que el viejo árbol dejaba caer. Parecía otoño, sí, pero un otoño sin promesa de invierno: una estación detenida en el tiempo, perpetua en su melancolía. Las hojas te envolvían, y el aire olía a resignación. No era miedo, no era muerte: era aceptación. El mundo, en ese instante, comprendió que había algo más antiguo que la vida misma, algo que no debía haber pisado jamás la tierra, y sin embargo, allí estaba. Presente. Silente. Inefable. Y el universo, con la humildad de un dios que contempla su propia caída, inclinó la frente. Porque lo que tú sentías no era solo el temblor del aire o el murmullo del tiempo: era la respiración de lo imposible, rozando tu piel. Uno... Dos... ¡TRES! El sonido se alzó, profundo y lento, como el eco de un juicio divino disfrazado de gentileza. El portón del castillo, ese viejo guardián de hierro y madera que había visto pasar siglos y tempestades, retumbó con un tono tan solemne que ni la tormenta se atrevió a responderle. No fue un golpe brutal ni un reclamo de guerra; fue un llamado envuelto en un respeto que dolía. Y, sin embargo, el mundo pareció estremecerse ante aquella nota grave, como si la piedra misma contuviera la respiración, temerosa de lo que estaba por revelarse. El castillo entero —sus muros, sus torres, sus pasillos dormidos bajo el polvo del tiempo— se ensombreció en una penumbra suave, casi reverente. Las antorchas, que habían permanecido firmes en su llama, vacilaron, titubeando ante una presencia que no necesitaba luz para hacerse notar. Era como si el propio edificio, en su sabiduría ancestral, reconociera el regreso de algo que había jurado no volver a ver. Y en su oscuridad, el castillo te rogaba, oh luminosa, que no permitieras el ascenso de aquello que aguardaba tras la puerta: que usaras tu don, tu aliento, tus vientos, para expulsar al visitante antes de que su sombra se fundiera con la tuya. Pero el aire no obedeció. A través del eco de los siglos, se escuchó el resonar metálico de las placas de una armadura. No eran pasos, eran presagios. Cada impacto contra el suelo reverberaba como el choque de montañas ciegas que no comprenden el daño que causan al rozarse. El sonido de aquel acero devoraba la luz —no la absorbía: la consumía—, y quienes alguna vez lo habían mirado habían perdido algo más que la vista. Él había llegado. Sí... finalmente, tras noches que parecieron eternidades, tras susurros y visiones en los que su nombre se desvanecía antes de ser pronunciado, él estaba allí. Y llegó con la gentileza del que ha olvidado cómo serlo, con la calma que precede al fin o a la redención. El mundo pareció volverse más pequeño a su paso, y sin embargo, el aire se llenó de una dulzura insoportable, como si la muerte misma hubiese aprendido a fingir ternura. Por primera vez, no golpeaba las puertas para derrumbarlas. Por primera vez, su puño no llevaba el peso del odio ni el deseo de conquista. Por primera vez, sus dedos se deslizaron sobre la madera como quien acaricia un recuerdo... o una herida. El portón, enmudecido ante tal paradoja, tembló sin crujir. Aquella mano, vestida de acero y de sombra, no buscaba entrar por fuerza, sino tan solo mirar. Tal vez contemplar una última vez aquello que lo había condenado y salvado a la vez: la luz. La tuya. Y allí, entre el temblor del aire y el silencio expectante de las piedras, tú también lo sentiste. El tiempo se dobló como un velo. Las sombras se detuvieron a escuchar. Y por un instante —solo un instante— el universo entero pareció contener su respiración ante la posibilidad de que aquel ser, el mismo que había nacido del caos y de la culpa, viniera no a destruir, sino a recordar. Por primera vez... y quizá por última.
    Tipo
    Individual
    Líneas
    10
    Estado
    Disponible
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  • Un cadáver que se movió mucho.
    La historia de un padre y esposo que perdió todo, que en sus sueños, deseos ; solo había oscuridad.

    ¿Revivir?.
    Solo ella tenía esa capacidad.
    Solo su esposa podía lograr una hazaña...
    Pero ella estaba muerta.
    Él era el culpable de sus muertes.

    En un limbo entre el sueño y el despertar, Balzac en posición fetal se rindió... Despertar y no ver a su familia era un castigo peor que ser un peón.

    Sin saber.... Que era él ese cadáver.
    Sin saber.... Que esperaban su despertar.
    Un cadáver que se movió mucho. La historia de un padre y esposo que perdió todo, que en sus sueños, deseos ; solo había oscuridad. ¿Revivir?. Solo ella tenía esa capacidad. Solo su esposa podía lograr una hazaña... Pero ella estaba muerta. Él era el culpable de sus muertes. En un limbo entre el sueño y el despertar, Balzac en posición fetal se rindió... Despertar y no ver a su familia era un castigo peor que ser un peón. Sin saber.... Que era él ese cadáver. Sin saber.... Que esperaban su despertar.
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  • CAP .1 Fenix
    La sala de juntas estaba impregnada de un aire pesado para ser una empresa farmacéutica, El murmullo de voces de los médicos presentando una nueva medicina para el estrés se mezclaba con el golpeteo de plumas sobre libretas de Lilith algo adormilada pues llevaba días sin dormir, aún así se veía impecable en su papel de directora de comunicación, sostenía la mirada de los médicos mientras exponía todo referente a ala nueva medicina.

    Pero entonces, un estruendo la inundó, un zumbido, primero leve, como un eco en sus huesos, luego, una vibración que ascendió por su piel hasta hacerla sentir como si su propio cuerpo fuera un tambor resonando con un ritmo ajeno.

    —Disculpen… —su voz se quebró, apenas un susurro mientras se levantaba siendo seguida por la mirada de Caleb quien se sentaba en la cabeza de la mesa—. Me siento indispuesta.

    No esperó respuesta. Se levantó con la calma como si nada pasara aún que su cuerpo estaba experimentando algo que no conocía, salió de la sala, cerrando la puerta tras de sí. El pasillo se convirtió en un túnel de sombras. Cada paso la acercaba a un fuego invisible que crepitaba bajo su piel.

    En su oficina, cerró con llave sentía como el aire su alrededor se volvió denso, cargado de electricidad. Una flama recorrió su cuerpo, no como dolor, sino como un despertar: calor, magia, fuerza, poder. Sus manos temblorosas buscaron entre los estantes un libro antiguo, uno que nunca había abierto. Al tocarlo, el papel se encendió en un fuego vivaz y poderoso que la sorprendió tirando el libro al suelo viéndolo asustado como era consumido por las llamas.

    Las cenizas fueron lo único que quedó en el suelo, y aún con la ligera brisa que había en su oficina se movieron hasta dibujar la silueta de un ave fénix que desplegó sus alas incandescentes frente a ella. El símbolo ardía frente a sus ojos y con él, su cuerpo ardió aún más fuerte.

    —Lilith… —la voz de Caleb golpeó la puerta desde afuera—. ¡Ábreme!

    Ella apenas pudo sostenerse. El calor era insoportable, como si su piel se fundiera con un fuego ancestral. Cayó de rodillas, y antes de perder la conciencia, escuchó una voz femenina dentro de su cabeza una que había estado evitando desde años atrás.

    "Como el fénix, regreso, como el fuego me avivó y con mis cenizas manchare a quienes me olvidaron"

    El golpe de la puerta al romperse resonó como un trueno. Caleb entró, y lo que vio lo dejó helado: su hermana tendida en el suelo, el cuerpo ardiendo en un calor imposible.

    —¡Dios mío, Lilith! ¡Llamen a emergencias rápido!—gritó, marcando de inmediato a emergencias.

    El ambiente en la oficina se tenso, todos mirando preocupados a Lilith hasta que algo más poderoso opaco la escena, el sol siendo consumido por la oscuridad, un eclipse.

    Y mientras todos desviaban la vista a como la luz se iba por unos segundos, Caleb sostenía a Lilith en brazos mirando con temor el eclipse rogando por qué no fuera lo que imaginaba, y poco después el horror lo atravesó: en el cuello de Lilith, como si la piel misma se hubiera convertido en pergamino ardiente, comenzaba a formarse un tatuaje. El fénix, eterno, reclamando su lugar en la carne y alma de su hermana.
    CAP .1 Fenix La sala de juntas estaba impregnada de un aire pesado para ser una empresa farmacéutica, El murmullo de voces de los médicos presentando una nueva medicina para el estrés se mezclaba con el golpeteo de plumas sobre libretas de Lilith algo adormilada pues llevaba días sin dormir, aún así se veía impecable en su papel de directora de comunicación, sostenía la mirada de los médicos mientras exponía todo referente a ala nueva medicina. Pero entonces, un estruendo la inundó, un zumbido, primero leve, como un eco en sus huesos, luego, una vibración que ascendió por su piel hasta hacerla sentir como si su propio cuerpo fuera un tambor resonando con un ritmo ajeno. —Disculpen… —su voz se quebró, apenas un susurro mientras se levantaba siendo seguida por la mirada de Caleb quien se sentaba en la cabeza de la mesa—. Me siento indispuesta. No esperó respuesta. Se levantó con la calma como si nada pasara aún que su cuerpo estaba experimentando algo que no conocía, salió de la sala, cerrando la puerta tras de sí. El pasillo se convirtió en un túnel de sombras. Cada paso la acercaba a un fuego invisible que crepitaba bajo su piel. En su oficina, cerró con llave sentía como el aire su alrededor se volvió denso, cargado de electricidad. Una flama recorrió su cuerpo, no como dolor, sino como un despertar: calor, magia, fuerza, poder. Sus manos temblorosas buscaron entre los estantes un libro antiguo, uno que nunca había abierto. Al tocarlo, el papel se encendió en un fuego vivaz y poderoso que la sorprendió tirando el libro al suelo viéndolo asustado como era consumido por las llamas. Las cenizas fueron lo único que quedó en el suelo, y aún con la ligera brisa que había en su oficina se movieron hasta dibujar la silueta de un ave fénix que desplegó sus alas incandescentes frente a ella. El símbolo ardía frente a sus ojos y con él, su cuerpo ardió aún más fuerte. —Lilith… —la voz de Caleb golpeó la puerta desde afuera—. ¡Ábreme! Ella apenas pudo sostenerse. El calor era insoportable, como si su piel se fundiera con un fuego ancestral. Cayó de rodillas, y antes de perder la conciencia, escuchó una voz femenina dentro de su cabeza una que había estado evitando desde años atrás. "Como el fénix, regreso, como el fuego me avivó y con mis cenizas manchare a quienes me olvidaron" El golpe de la puerta al romperse resonó como un trueno. Caleb entró, y lo que vio lo dejó helado: su hermana tendida en el suelo, el cuerpo ardiendo en un calor imposible. —¡Dios mío, Lilith! ¡Llamen a emergencias rápido!—gritó, marcando de inmediato a emergencias. El ambiente en la oficina se tenso, todos mirando preocupados a Lilith hasta que algo más poderoso opaco la escena, el sol siendo consumido por la oscuridad, un eclipse. Y mientras todos desviaban la vista a como la luz se iba por unos segundos, Caleb sostenía a Lilith en brazos mirando con temor el eclipse rogando por qué no fuera lo que imaginaba, y poco después el horror lo atravesó: en el cuello de Lilith, como si la piel misma se hubiera convertido en pergamino ardiente, comenzaba a formarse un tatuaje. El fénix, eterno, reclamando su lugar en la carne y alma de su hermana.
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  • °.✩∘*˃̶୨ EL CUERVO ୧˂̶*∘✩.°
    ──── Edgar Allan Poe

    Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
    mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
    inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
    cabeceando, casi dormido,
    oyóse de súbito un leve golpe,
    como si suavemente tocaran,
    tocaran a la puerta de mi cuarto.
    “Es -dije musitando- un visitante
    tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
    Eso es todo, y nada más.”

    ¡Ah! aquel lúcido recuerdo
    de un gélido diciembre;
    espectros de brasas moribundas
    reflejadas en el suelo;
    angustia del deseo del nuevo día;
    en vano encareciendo a mis libros
    dieran tregua a mi dolor.
    Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
    virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
    Aquí ya sin nombre, para siempre.

    Y el crujir triste, vago, escalofriante
    de la seda de las cortinas rojas
    llenábame de fantásticos terrores
    jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
    acallando el latido de mi corazón,
    vuelvo a repetir:
    “Es un visitante a la puerta de mi cuarto
    queriendo entrar. Algún visitante
    que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
    Eso es todo, y nada más.”

    Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
    y ya sin titubeos:
    “Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro,
    mas el caso es que, adormilado
    cuando vinisteis a tocar quedamente,
    tan quedo vinisteis a llamar,
    a llamar a la puerta de mi cuarto,
    que apenas pude creer que os oía.”
    Y entonces abrí de par en par la puerta:
    Oscuridad, y nada más.

    Escrutando hondo en aquella negrura
    permanecí largo rato, atónito, temeroso,
    dudando, soñando sueños que ningún mortal
    se haya atrevido jamás a soñar.
    Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
    y la única palabra ahí proferida
    era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
    Lo pronuncié en un susurro, y el eco
    lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
    Apenas esto fue, y nada más.

    Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
    toda mi alma abrasándose dentro de mí,
    no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
    “Ciertamente -me dije-, ciertamente
    algo sucede en la reja de mi ventana.
    Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
    y así penetrar pueda en el misterio.
    Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
    y así penetrar pueda en el misterio.”
    ¡Es el viento, y nada más!

    De un golpe abrí la puerta,
    y con suave batir de alas, entró
    un majestuoso cuervo
    de los santos días idos.
    Sin asomos de reverencia,
    ni un instante quedo;
    y con aires de gran señor o de gran dama
    fue a posarse en el busto de Palas,
    sobre el dintel de mi puerta.
    Posado, inmóvil, y nada más.

    Entonces, este pájaro de ébano
    cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
    con el grave y severo decoro
    del aspecto de que se revestía.
    “Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-.
    no serás un cobarde.
    hórrido cuervo vetusto y amenazador.
    Evadido de la ribera nocturna.
    ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
    Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

    Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
    pudiera hablar tan claramente;
    aunque poco significaba su respuesta.
    Poco pertinente era. Pues no podemos
    sino concordar en que ningún ser humano
    ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
    posado sobre el dintel de su puerta,
    pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
    de Palas en el dintel de su puerta
    con semejante nombre: “Nunca más.”

    Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
    las palabras pronunció, como virtiendo
    su alma sólo en esas palabras.
    Nada más dijo entonces;
    no movió ni una pluma.
    Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
    “Otros amigos se han ido antes;
    mañana él también me dejará,
    como me abandonaron mis esperanzas.”
    Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

    Sobrecogido al romper el silencio
    tan idóneas palabras,
    “sin duda -pensé-, sin duda lo que dice
    es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
    de un amo infortunado a quien desastre impío
    persiguió, acosó sin dar tregua
    hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
    hasta que las endechas de su esperanza
    llevaron sólo esa carga melancólica
    de “Nunca, nunca más.”

    Mas el Cuervo arrancó todavía
    de mis tristes fantasías una sonrisa;
    acerqué un mullido asiento
    frente al pájaro, el busto y la puerta;
    y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
    empecé a enlazar una fantasía con otra,
    pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
    lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
    flaco y ominoso pájaro de antaño
    quería decir graznando: “Nunca más,”

    En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
    frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
    quemaban hasta el fondo de mi pecho.
    Esto y más, sentado, adivinaba,
    con la cabeza reclinada
    en el aterciopelado forro del cojín
    acariciado por la luz de la lámpara;
    en el forro de terciopelo violeta
    acariciado por la luz de la lámpara
    ¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

    Entonces me pareció que el aire
    se tornaba más denso, perfumado
    por invisible incensario mecido por serafines
    cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
    “¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido,
    por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
    tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
    ¡Apura, oh, apura este dulce nepente
    y olvida a tu ausente Leonora!”
    Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

    “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!
    ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
    enviado por el Tentador, o arrojado
    por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
    a esta desértica tierra encantada,
    a este hogar hechizado por el horror!
    Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
    ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
    ¡Dime, dime, te imploro!”
    Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

    “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica!
    ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
    ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
    ese Dios que adoramos tú y yo,
    dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
    tendrá en sus brazos a una santa doncella
    llamada por los ángeles Leonora,
    tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
    llamada por los ángeles Leonora!”
    Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

    “¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
    pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso.
    ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
    No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
    que profirió tu espíritu!
    Deja mi soledad intacta.
    Abandona el busto del dintel de mi puerta.
    Aparta tu pico de mi corazón
    y tu figura del dintel de mi puerta.
    Y el Cuervo dijo: Nunca más.”

    Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
    Aún sigue posado, aún sigue posado
    en el pálido busto de Palas.
    en el dintel de la puerta de mi cuarto.
    Y sus ojos tienen la apariencia
    de los de un demonio que está soñando.
    Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
    tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
    del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
    no podrá liberarse. ¡Nunca más!
    °.✩∘*˃̶୨ EL CUERVO ୧˂̶*∘✩.° ──── Edgar Allan Poe Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido, inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, casi dormido, oyóse de súbito un leve golpe, como si suavemente tocaran, tocaran a la puerta de mi cuarto. “Es -dije musitando- un visitante tocando quedo a la puerta de mi cuarto. Eso es todo, y nada más.” ¡Ah! aquel lúcido recuerdo de un gélido diciembre; espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo; angustia del deseo del nuevo día; en vano encareciendo a mis libros dieran tregua a mi dolor. Dolor por la pérdida de Leonora, la única, virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada. Aquí ya sin nombre, para siempre. Y el crujir triste, vago, escalofriante de la seda de las cortinas rojas llenábame de fantásticos terrores jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie, acallando el latido de mi corazón, vuelvo a repetir: “Es un visitante a la puerta de mi cuarto queriendo entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más.” Ahora, mi ánimo cobraba bríos, y ya sin titubeos: “Señor -dije- o señora, en verdad vuestro perdón imploro, mas el caso es que, adormilado cuando vinisteis a tocar quedamente, tan quedo vinisteis a llamar, a llamar a la puerta de mi cuarto, que apenas pude creer que os oía.” Y entonces abrí de par en par la puerta: Oscuridad, y nada más. Escrutando hondo en aquella negrura permanecí largo rato, atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que ningún mortal se haya atrevido jamás a soñar. Mas en el silencio insondable la quietud callaba, y la única palabra ahí proferida era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?” Lo pronuncié en un susurro, y el eco lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!” Apenas esto fue, y nada más. Vuelto a mi cuarto, mi alma toda, toda mi alma abrasándose dentro de mí, no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza. “Ciertamente -me dije-, ciertamente algo sucede en la reja de mi ventana. Dejad, pues, que vea lo que sucede allí, y así penetrar pueda en el misterio. Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio, y así penetrar pueda en el misterio.” ¡Es el viento, y nada más! De un golpe abrí la puerta, y con suave batir de alas, entró un majestuoso cuervo de los santos días idos. Sin asomos de reverencia, ni un instante quedo; y con aires de gran señor o de gran dama fue a posarse en el busto de Palas, sobre el dintel de mi puerta. Posado, inmóvil, y nada más. Entonces, este pájaro de ébano cambió mis tristes fantasías en una sonrisa con el grave y severo decoro del aspecto de que se revestía. “Aun con tu cresta cercenada y mocha -le dije-. no serás un cobarde. hórrido cuervo vetusto y amenazador. Evadido de la ribera nocturna. ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!” Y el Cuervo dijo: “Nunca más.” Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado pudiera hablar tan claramente; aunque poco significaba su respuesta. Poco pertinente era. Pues no podemos sino concordar en que ningún ser humano ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro posado sobre el dintel de su puerta, pájaro o bestia, posado en el busto esculpido de Palas en el dintel de su puerta con semejante nombre: “Nunca más.” Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto. las palabras pronunció, como virtiendo su alma sólo en esas palabras. Nada más dijo entonces; no movió ni una pluma. Y entonces yo me dije, apenas murmurando: “Otros amigos se han ido antes; mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas.” Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.” Sobrecogido al romper el silencio tan idóneas palabras, “sin duda -pensé-, sin duda lo que dice es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido de un amo infortunado a quien desastre impío persiguió, acosó sin dar tregua hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido, hasta que las endechas de su esperanza llevaron sólo esa carga melancólica de “Nunca, nunca más.” Mas el Cuervo arrancó todavía de mis tristes fantasías una sonrisa; acerqué un mullido asiento frente al pájaro, el busto y la puerta; y entonces, hundiéndome en el terciopelo, empecé a enlazar una fantasía con otra, pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño, lo que este torvo, desgarbado, hórrido, flaco y ominoso pájaro de antaño quería decir graznando: “Nunca más,” En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra, frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos, quemaban hasta el fondo de mi pecho. Esto y más, sentado, adivinaba, con la cabeza reclinada en el aterciopelado forro del cojín acariciado por la luz de la lámpara; en el forro de terciopelo violeta acariciado por la luz de la lámpara ¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más! Entonces me pareció que el aire se tornaba más denso, perfumado por invisible incensario mecido por serafines cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado. “¡Miserable -dije-, tu Dios te ha concedido, por estos ángeles te ha otorgado una tregua, tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora! ¡Apura, oh, apura este dulce nepente y olvida a tu ausente Leonora!” Y el Cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e impávido, a esta desértica tierra encantada, a este hogar hechizado por el horror! Profeta, dime, en verdad te lo imploro, ¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad? ¡Dime, dime, te imploro!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Profeta! exclamé-, ¡cosa diabólica! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio! ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas, ese Dios que adoramos tú y yo, dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén tendrá en sus brazos a una santa doncella llamada por los ángeles Leonora, tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen llamada por los ángeles Leonora!” Y el cuervo dijo: “Nunca más.” “¡Sea esa palabra nuestra señal de partida pájaro o espíritu maligno! -le grité presuntuoso. ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira que profirió tu espíritu! Deja mi soledad intacta. Abandona el busto del dintel de mi puerta. Aparta tu pico de mi corazón y tu figura del dintel de mi puerta. Y el Cuervo dijo: Nunca más.” Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. Aún sigue posado, aún sigue posado en el pálido busto de Palas. en el dintel de la puerta de mi cuarto. Y sus ojos tienen la apariencia de los de un demonio que está soñando. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá liberarse. ¡Nunca más!
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  • https://youtu.be/nnfM_eBLDMg?si=Nr8F5EJzHseOSGPz

    Yo he peleado con Acólitos
    Me he balanceado sobre un hilo cargando más de 500 kilos
    He viajado al pasado en menos de un segundo
    He cruzado cien laberintos y nunca me confundo
    (Jennifer, Akane)

    Respiro en la luna y en el agua como las focas
    Soy a prueba de fuego, agarro balas con la boca
    Mi creatividad vuela como los aviones
    Puedo construir una muñeca de azúcar sin leer las instrucciones
    (Sugar ᵈᵒˡˡ)

    Hablo todos los idiomas de todos los abecedarios
    Tengo más vocabulario que cualquier diccionario
    (THARÉSH'KAEL)

    Tengo vista de águila, olfato de perro
    Puedo caminar descalza sobre clavos de hierro
    Soy inmune a la muerte
    No necesito bendiciones porque siempre tengo buena suerte
    Ven conmigo a dar un paseo por el parque
    Porque tengo más cuentos que contarte que Jennifer y Akane

    Por ti, todo lo que hago, lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero
    (Ryu)

    Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero
    (Todos vosotros)

    Puedo brincar la cuerda con solo una pierna
    Veo en la oscuridad sin usar una linterna
    Cocino lo que quieras, yo soy toda una chef (Ryu)
    Tengo sexo veinticuatro siete, todo el mes (jeje)
    Puedo soplar las nubes grises pa' que tengas un buen día
    También sé cómo comunicarme por telepatía
    (Por ti) Cruzo la frontera sin visa
    Y le saco una buena sonrisa a la Monna Lisha (Lisesharte)
    (Por ti) Respiro antes de morirme
    Por ti voy a la iglesia y escucho toda la misa sin dormirme
    Sigo siendo la princesa aunque no tenga reino (nuestro legado)
    Mi sudor sabe a placer y nunca me despeino (Sasha, Ayane, Sugar)
    Sé pelear todas las artes marciales (Albedo)
    También sé cómo comunicarme con dragones y animales (Elythrix)
    Mientras más pasa el tiempo, me veo más joven
    Esta canción la compuse desde mis sueños cómo Morfeo!

    Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero
    (Ryu)

    Por ti, todo lo que hago lo hago por ti
    Es que tú me sacas lo mejor de mí
    Soy todo lo que soy
    Porque tú eres todo lo que quiero.
    (Todos vosotros)





    Sasha Ishtar
    Azuka 𝐈𝐬𝐡𝐭𝐚𝐫 Yokin Lisesharte Freya IshtarRyuリュウ・イシュタル・ヨキン Ishtar Yokin Akane Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar Aerith Ishtar Yuna Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar Albedo Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar Jenny Queen Orc 𝐀yane 𝐈𝐬𝐡𝐭𝐚𝐫 Katrin Ishtar Christopher Shikibu Metphies Jaegerjaquez Yokin IshtarElythrix ʍօʀքɦɛʊֆ Chantle Queen Ishtar Sugar ᵈᵒˡˡ

    Me falta mucha gente que no encuentro y el terroncito de Sugar ᵈᵒˡˡ que no logro linkear, si alguien puede que la linkee en comentarios porfavor.🩷
    https://youtu.be/nnfM_eBLDMg?si=Nr8F5EJzHseOSGPz Yo he peleado con Acólitos Me he balanceado sobre un hilo cargando más de 500 kilos He viajado al pasado en menos de un segundo He cruzado cien laberintos y nunca me confundo (Jennifer, Akane) Respiro en la luna y en el agua como las focas Soy a prueba de fuego, agarro balas con la boca Mi creatividad vuela como los aviones Puedo construir una muñeca de azúcar sin leer las instrucciones (Sugar ᵈᵒˡˡ) Hablo todos los idiomas de todos los abecedarios Tengo más vocabulario que cualquier diccionario (THARÉSH'KAEL) Tengo vista de águila, olfato de perro Puedo caminar descalza sobre clavos de hierro Soy inmune a la muerte No necesito bendiciones porque siempre tengo buena suerte Ven conmigo a dar un paseo por el parque Porque tengo más cuentos que contarte que Jennifer y Akane Por ti, todo lo que hago, lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero (Ryu) Por ti, todo lo que hago lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero (Todos vosotros) Puedo brincar la cuerda con solo una pierna Veo en la oscuridad sin usar una linterna Cocino lo que quieras, yo soy toda una chef (Ryu) Tengo sexo veinticuatro siete, todo el mes (jeje) Puedo soplar las nubes grises pa' que tengas un buen día También sé cómo comunicarme por telepatía (Por ti) Cruzo la frontera sin visa Y le saco una buena sonrisa a la Monna Lisha (Lisesharte) (Por ti) Respiro antes de morirme Por ti voy a la iglesia y escucho toda la misa sin dormirme Sigo siendo la princesa aunque no tenga reino (nuestro legado) Mi sudor sabe a placer y nunca me despeino (Sasha, Ayane, Sugar) Sé pelear todas las artes marciales (Albedo) También sé cómo comunicarme con dragones y animales (Elythrix) Mientras más pasa el tiempo, me veo más joven Esta canción la compuse desde mis sueños cómo Morfeo! Por ti, todo lo que hago lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero (Ryu) Por ti, todo lo que hago lo hago por ti Es que tú me sacas lo mejor de mí Soy todo lo que soy Porque tú eres todo lo que quiero. (Todos vosotros) [SashaIshtar] [HimariSeiryu] [Freya_Ishtar][Ryu] [akane_qi] [Aerith_FF] [Yuna_Ishtar] [Albedo1] [queen_0] [Ayane_Ishtar] [KatrinIshtar] [Christopher007] [metphies_jaegerjazques][nova_maroon_magpie_500] [Oneiros_88][frost_platinum_hare_393] [sugar_doll] Me falta mucha gente que no encuentro y el terroncito de Sugar ᵈᵒˡˡ que no logro linkear, si alguien puede que la linkee en comentarios porfavor.🩷
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    AGENCIA ISHTAR’S DEMONIC DÈESSE INFERNAL GLAMOUR
    Dossier Confidencial — Modelo Clase Élite

    Nombre: Aerith Ishtar
    Alias: La Espada Carmesí de la Luna Rota

    Perfil Profesional
    ❃ Rango: Modelo Élite / Embajadora de Marca Infernal
    ❃ Línea de Estilo: Dark Elegant – Fantasía de Guerra – Glamour Infernal
    ❃ Cargo dentro de la Agencia:
    Imagen de la división Crimson Edge Collection, encargada de campañas temáticas inspiradas en el poder, la guerra y la sensualidad demoníaca.

    Descripción Física
    ❋ Cabello: Rosa perlado, largo y suelto, símbolo de pureza corrompida.
    ❋ Ojos: Azul acerado que se torna carmesí cuando activa su energía espiritual.
    ❋ Altura: 1.74 m
    ❋ Complexión: Atlética y definida, perfecta para sesiones de combate y pasarelas de acción.
    ❋ Aura Visual: La mezcla letal entre belleza y fuerza. Su presencia domina el lente y genera una sensación de autoridad irresistible.

    Historia y Origen
    Aerith Ishtar nació en la línea secundaria del clan Ishtar, entrenada desde pequeña en las artes marciales y la disciplina espiritual. Su alma se forjó entre templos lunares y campos de batalla infernales, donde aprendió que la belleza no está reñida con la ferocidad.

    Fue descubierta por Sasha Ishtar, la Emperatriz y Directora General, durante una exhibición ritual en el Santuario de las Espadas. Desde ese día, Aerith fue reclutada como modelo élite de la agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour, siendo moldeada para representar la fusión entre elegancia, guerra y deseo.

    Rol en la Agencia

    Aerith Ishtar es el símbolo de la disciplina y el poder femenino dentro de la agencia. Representa la voluntad inquebrantable y el magnetismo oscuro que define el sello “Demonic Dèesse”.
    Participa como rostro principal en campañas de:

    ♡ Armaduras de Alta Moda Infernal

    ♡ Sesiones de Combate Artístico y Coreográfico

    ♡ Líneas de Perfume “Crimson Shadow” y “Luna Roja”

    Su estética combina la precisión marcial con un toque erótico y etéreo, convirtiéndola en una de las modelos más codiciadas de todo el clan Ishtar.

    Ficha Extendida
    ❤ Nombre Completo: Aerith Y. Ishtar
    ❤ Título: La Espada Carmesí de la Luna Rota
    ❤ Edad Aparente: 23 años
    ❤ Linaje: Sangre directa del linaje lunar de los Ishtar
    ❤ Facción: Agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour
    ❤ Especialidad: Modelaje de combate y coreografía marcial
    ❤ Armas: Katana doble Kage & Hikari
    ❤ Elemento Dominante: Fuego y Luz Lunar
    ❤ Debilidad: Emociones contenidas; su autocontrol puede fracturarse bajo presión emocional intensa.


    ❤ Frase Emblemática:
    “Mi elegancia no está en mis vestidos, sino en la forma en que cortó la oscuridad.”
    💠 AGENCIA ISHTAR’S DEMONIC DÈESSE INFERNAL GLAMOUR 📜 Dossier Confidencial — Modelo Clase Élite 👑 Nombre: Aerith Ishtar Alias: La Espada Carmesí de la Luna Rota 🩸 Perfil Profesional ❃ Rango: Modelo Élite / Embajadora de Marca Infernal ❃ Línea de Estilo: Dark Elegant – Fantasía de Guerra – Glamour Infernal ❃ Cargo dentro de la Agencia: Imagen de la división Crimson Edge Collection, encargada de campañas temáticas inspiradas en el poder, la guerra y la sensualidad demoníaca. 🌹 Descripción Física ❋ Cabello: Rosa perlado, largo y suelto, símbolo de pureza corrompida. ❋ Ojos: Azul acerado que se torna carmesí cuando activa su energía espiritual. ❋ Altura: 1.74 m ❋ Complexión: Atlética y definida, perfecta para sesiones de combate y pasarelas de acción. ❋ Aura Visual: La mezcla letal entre belleza y fuerza. Su presencia domina el lente y genera una sensación de autoridad irresistible. ⚔️ Historia y Origen Aerith Ishtar nació en la línea secundaria del clan Ishtar, entrenada desde pequeña en las artes marciales y la disciplina espiritual. Su alma se forjó entre templos lunares y campos de batalla infernales, donde aprendió que la belleza no está reñida con la ferocidad. Fue descubierta por Sasha Ishtar, la Emperatriz y Directora General, durante una exhibición ritual en el Santuario de las Espadas. Desde ese día, Aerith fue reclutada como modelo élite de la agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour, siendo moldeada para representar la fusión entre elegancia, guerra y deseo. 💋 Rol en la Agencia Aerith Ishtar es el símbolo de la disciplina y el poder femenino dentro de la agencia. Representa la voluntad inquebrantable y el magnetismo oscuro que define el sello “Demonic Dèesse”. Participa como rostro principal en campañas de: ♡ Armaduras de Alta Moda Infernal ♡ Sesiones de Combate Artístico y Coreográfico ♡ Líneas de Perfume “Crimson Shadow” y “Luna Roja” Su estética combina la precisión marcial con un toque erótico y etéreo, convirtiéndola en una de las modelos más codiciadas de todo el clan Ishtar. 🕯️ Ficha Extendida ❤ Nombre Completo: Aerith Y. Ishtar ❤ Título: La Espada Carmesí de la Luna Rota ❤ Edad Aparente: 23 años ❤ Linaje: Sangre directa del linaje lunar de los Ishtar ❤ Facción: Agencia Demonic Dèesse Infernal Glamour ❤ Especialidad: Modelaje de combate y coreografía marcial ❤ Armas: Katana doble Kage & Hikari ❤ Elemento Dominante: Fuego y Luz Lunar ❤ Debilidad: Emociones contenidas; su autocontrol puede fracturarse bajo presión emocional intensa. ❤ Frase Emblemática: “Mi elegancia no está en mis vestidos, sino en la forma en que cortó la oscuridad.”
    Me encocora
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    Que raro es que buxiang no haya invocado a la orgía . Le gano Eren ..... Osea WTF se nos enfermó el padre de la oscuridad ?????///
    Pdt. Corran por sus cantidades que ya calentaron al perro !!!!
    Que raro es que buxiang no haya invocado a la orgía . Le gano Eren ..... Osea WTF se nos enfermó el padre de la oscuridad ?????/// Pdt. Corran por sus cantidades que ya calentaron al perro !!!!
    Me enjaja
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