Ryuリュウ・イシュタル・ヨキン Ishtar Yokin
Camino sola.
O eso aparento.
Veythra camina conmigo, pero ya no proyecta su sombra; se repliega, se disuelve en lo más hondo de mi alma, como una bestia cansada que acepta el silencio. Soy yo, Lili, quien avanza hacia el templo de Yue, o hacia lo que queda de él: ruinas plateadas, heridas abiertas en la memoria del mundo.
Mis pasos son firmes, aunque mi cuerpo no lo esté.
El sello Qadistu me devora despacio. No hay disfraz, no hay glamour de reina ni caricia de magia. Mi piel muestra la corrupción, las grietas del sacrificio, el precio de haber sido usada como vasija, como semilla de un ejército que yo pedí. Camino así, expuesta, porque no me queda nada que ocultar.
Las ruinas me ven.
Y responden.
La plata se alza, se recompone, canta. El templo me reconoce. No como diosa, no como monstruo, sino como hija. Me aceptan… me reclaman. Las columnas resurgen como huesos que recuerdan su forma original, y el aire vibra con una devoción antigua.
A mi lado, 001 observa en silencio. Sus ojos no juzgan. Aprende. Una niña entendiendo, poco a poco, cuál es su lugar en un mundo que nació roto.
El caldero plateado me espera.
Bebo un solo sorbo.
El dolor retrocede. Mi cuerpo vuelve a su forma conocida, no porque esté curado, sino porque el templo me concede un respiro. Me siento en el trono. La piedra es fría. Justa. 001 se coloca de pie a mi lado, recta, atenta, como si ese gesto ya estuviera escrito en su destino.
Y entonces… solo queda un nombre.
Ryu.
¿Estás aullando a la luna, lobita mía?
¿Me aúllas a mí… o a lo que hice?
¿A lo que permití que hicieran conmigo?
Vendí mi cuerpo al caos para crear monstruos, sí.
Pero nunca vendí mi corazón.
Ese sigue latiendo, herido, obstinado, aferrado a tu recuerdo.
Dime…
¿Aún me amas más de lo que me odias?
Porque esto —todo esto— es lo único que me queda.
No el trono.
No el poder.
No el ejército.
Mi corazón.
Y aun roto, aun temblando…
te lo entrego.
Mi amor.
Camino sola.
O eso aparento.
Veythra camina conmigo, pero ya no proyecta su sombra; se repliega, se disuelve en lo más hondo de mi alma, como una bestia cansada que acepta el silencio. Soy yo, Lili, quien avanza hacia el templo de Yue, o hacia lo que queda de él: ruinas plateadas, heridas abiertas en la memoria del mundo.
Mis pasos son firmes, aunque mi cuerpo no lo esté.
El sello Qadistu me devora despacio. No hay disfraz, no hay glamour de reina ni caricia de magia. Mi piel muestra la corrupción, las grietas del sacrificio, el precio de haber sido usada como vasija, como semilla de un ejército que yo pedí. Camino así, expuesta, porque no me queda nada que ocultar.
Las ruinas me ven.
Y responden.
La plata se alza, se recompone, canta. El templo me reconoce. No como diosa, no como monstruo, sino como hija. Me aceptan… me reclaman. Las columnas resurgen como huesos que recuerdan su forma original, y el aire vibra con una devoción antigua.
A mi lado, 001 observa en silencio. Sus ojos no juzgan. Aprende. Una niña entendiendo, poco a poco, cuál es su lugar en un mundo que nació roto.
El caldero plateado me espera.
Bebo un solo sorbo.
El dolor retrocede. Mi cuerpo vuelve a su forma conocida, no porque esté curado, sino porque el templo me concede un respiro. Me siento en el trono. La piedra es fría. Justa. 001 se coloca de pie a mi lado, recta, atenta, como si ese gesto ya estuviera escrito en su destino.
Y entonces… solo queda un nombre.
Ryu.
¿Estás aullando a la luna, lobita mía?
¿Me aúllas a mí… o a lo que hice?
¿A lo que permití que hicieran conmigo?
Vendí mi cuerpo al caos para crear monstruos, sí.
Pero nunca vendí mi corazón.
Ese sigue latiendo, herido, obstinado, aferrado a tu recuerdo.
Dime…
¿Aún me amas más de lo que me odias?
Porque esto —todo esto— es lo único que me queda.
No el trono.
No el poder.
No el ejército.
Mi corazón.
Y aun roto, aun temblando…
te lo entrego.
Mi amor.
[Ryu]
Camino sola.
O eso aparento.
Veythra camina conmigo, pero ya no proyecta su sombra; se repliega, se disuelve en lo más hondo de mi alma, como una bestia cansada que acepta el silencio. Soy yo, Lili, quien avanza hacia el templo de Yue, o hacia lo que queda de él: ruinas plateadas, heridas abiertas en la memoria del mundo.
Mis pasos son firmes, aunque mi cuerpo no lo esté.
El sello Qadistu me devora despacio. No hay disfraz, no hay glamour de reina ni caricia de magia. Mi piel muestra la corrupción, las grietas del sacrificio, el precio de haber sido usada como vasija, como semilla de un ejército que yo pedí. Camino así, expuesta, porque no me queda nada que ocultar.
Las ruinas me ven.
Y responden.
La plata se alza, se recompone, canta. El templo me reconoce. No como diosa, no como monstruo, sino como hija. Me aceptan… me reclaman. Las columnas resurgen como huesos que recuerdan su forma original, y el aire vibra con una devoción antigua.
A mi lado, 001 observa en silencio. Sus ojos no juzgan. Aprende. Una niña entendiendo, poco a poco, cuál es su lugar en un mundo que nació roto.
El caldero plateado me espera.
Bebo un solo sorbo.
El dolor retrocede. Mi cuerpo vuelve a su forma conocida, no porque esté curado, sino porque el templo me concede un respiro. Me siento en el trono. La piedra es fría. Justa. 001 se coloca de pie a mi lado, recta, atenta, como si ese gesto ya estuviera escrito en su destino.
Y entonces… solo queda un nombre.
Ryu.
¿Estás aullando a la luna, lobita mía?
¿Me aúllas a mí… o a lo que hice?
¿A lo que permití que hicieran conmigo?
Vendí mi cuerpo al caos para crear monstruos, sí.
Pero nunca vendí mi corazón.
Ese sigue latiendo, herido, obstinado, aferrado a tu recuerdo.
Dime…
¿Aún me amas más de lo que me odias?
Porque esto —todo esto— es lo único que me queda.
No el trono.
No el poder.
No el ejército.
Mi corazón.
Y aun roto, aun temblando…
te lo entrego.
Mi amor.