El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo.
Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida.
Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba.
—¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro.
Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía.
El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida.
—¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla.
—En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo.
Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades.
Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura.
Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano.
Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más.
Y eso bastaba.
El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo.
Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida.
Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba.
—¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro.
Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía.
El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida.
—¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla.
—En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo.
Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades.
Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura.
Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano.
Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más.
Y eso bastaba.