Dicen que todo hombre necesita paz. Que cerrar los ojos frente a un altar trae redención. Pero yo no creo en redención. Solo en silencio… y en la muerte.
Había pasado semanas haciéndome pasar por un hombre de fe. Una sotana, un collar al cuello, el tono correcto de voz… y de pronto, todos se inclinaban, confiaban, abrían sus pecados frente a mí. Ironía pura, el lobo con piel de pastor.
Cada confesión era una pista, un mapa que me llevaba directo al objetivo. Escuchaba pecados que no me importaban, historias de adulterios, robos, miedos… pero en medio de esas voces débiles estaba la que buscaba, un nombre, una dirección, un secreto que solo un “siervo del Señor” podía obtener.
Esa noche, frente al altar vacío, cerré los ojos. No rezaba. No buscaba perdón. Solo repasaba la misión en mi mente, cada movimiento ya medido, cada sombra que usaría como cobertura.
Cuando el objetivo entró al confesionario, esperaba un hombre santo… pero lo que encontró fue la oscuridad. Con un susurro bastó.
—Hijo mío, tus pecados ya no tienen absolución.
Lo demás fue rápido, preciso, como siempre. Un destello metálico, un cuerpo desplomado, y el silencio volvió a llenar la capilla.
Al salir, la sotana aún cubría mis cicatrices, pero yo sabía la verdad, no hay fe capaz de ocultar lo que soy. Un asesino. Un soldado. Un fantasma.
Dicen que todo hombre necesita paz. Que cerrar los ojos frente a un altar trae redención. Pero yo no creo en redención. Solo en silencio… y en la muerte.
Había pasado semanas haciéndome pasar por un hombre de fe. Una sotana, un collar al cuello, el tono correcto de voz… y de pronto, todos se inclinaban, confiaban, abrían sus pecados frente a mí. Ironía pura, el lobo con piel de pastor.
Cada confesión era una pista, un mapa que me llevaba directo al objetivo. Escuchaba pecados que no me importaban, historias de adulterios, robos, miedos… pero en medio de esas voces débiles estaba la que buscaba, un nombre, una dirección, un secreto que solo un “siervo del Señor” podía obtener.
Esa noche, frente al altar vacío, cerré los ojos. No rezaba. No buscaba perdón. Solo repasaba la misión en mi mente, cada movimiento ya medido, cada sombra que usaría como cobertura.
Cuando el objetivo entró al confesionario, esperaba un hombre santo… pero lo que encontró fue la oscuridad. Con un susurro bastó.
—Hijo mío, tus pecados ya no tienen absolución.
Lo demás fue rápido, preciso, como siempre. Un destello metálico, un cuerpo desplomado, y el silencio volvió a llenar la capilla.
Al salir, la sotana aún cubría mis cicatrices, pero yo sabía la verdad, no hay fe capaz de ocultar lo que soy. Un asesino. Un soldado. Un fantasma.