El móvil vibró sobre la encimera mientras me servía un café. Número italiano.
Papá.
Tragué antes de contestar. Ya intuía el tono.
—Papá.
—Figlia mia, buongiorno… ¿molesto?
No. Solo estás llamando después de meses para hablar de algo que no quiero oír. Pero no lo dije.
—Dime.
Habló del tiempo en Nápoles, de los tomates que plantó en su jardín, de un político al que “ya no se le puede confiar ni los cubiertos”. Escuché.
Esperé.
Y entonces llegó.
—¿Y los niños, Leah?
Me apoyé contra la encimera. Cerré los ojos.
—¿Qué niños?
—I figli, por supuesto. Si vas a casarte con esa chica —mordió la palabra “chica” como si le molestara decirla—, alguien tendrá que continuar el nombre. Nuestra sangre no puede morir en ti. ¿Lo habéis hablado?
Sentí un calor subir por la nuca. Frustración vieja, mezclada con el cansancio de fingir paciencia.
—No es tu asunto, papá.
—Claro que lo es. Eres mi hija. Y tú sabes cómo funciona nuestro mundo. Tienes apellido. Tienes posición. Y si tú no dejas algo detrás…
—¿Detrás de qué? ¿Del negocio? ¿De la vida? —interrumpí—. ¿Quieres que tenga un hijo para que herede un imperio manchado de sangre? ¿O quieres una foto para enseñar en tus cenas?
Hubo un silencio. Pero no por respeto. Por cálculo.
—Leah, non fare la drammatica. Solo digo que pienses a futuro. Esa muchacha ¿Ya te ha dicho si quiere ser madre? ¿O vas a dejar que decida por ti?
Ahí perdí el control.
—Mía no me debe nada. Y si algún día quiere hablar de eso, lo hablaremos. Pero no voy a ponerle un calendario encima solo porque tú quieres nietos con mis ojos y su boca.
Lo dije rápido. Frío. Y en voz baja.
La rabia controlada duele más que el grito.
Papá bufó al otro lado.
—Estás cambiando, Leah.
—Sí. Estoy dejando de obedecer.
Corté la llamada antes de que pudiera responder. Apoyé el móvil sobre la mesa, sin fuerza, pero con una tensión en el pecho que no me dejaba tragar el café.
No era miedo.
Era culpa.
Porque tenía razón en una cosa: no lo había hablado con Mía.
Y la sola idea de presionarla me revolvía el estómago.
Me quedé mirando por la ventana, con la taza caliente entre las manos.
“Tendremos esa conversación… pero cuando sea su momento. No el de él. No el mío. El de ella.”
Y punto.
Poco después las manos de mi prometida alrededor de mi cintura y su aroma llegando a mi nariz, me volteé viéndola recién levantada y la besé con urgencia, necesitándola despues de la tensa conversación
Mía Russo El móvil vibró sobre la encimera mientras me servía un café. Número italiano.
Papá.
Tragué antes de contestar. Ya intuía el tono.
—Papá.
—Figlia mia, buongiorno… ¿molesto?
No. Solo estás llamando después de meses para hablar de algo que no quiero oír. Pero no lo dije.
—Dime.
Habló del tiempo en Nápoles, de los tomates que plantó en su jardín, de un político al que “ya no se le puede confiar ni los cubiertos”. Escuché.
Esperé.
Y entonces llegó.
—¿Y los niños, Leah?
Me apoyé contra la encimera. Cerré los ojos.
—¿Qué niños?
—I figli, por supuesto. Si vas a casarte con esa chica —mordió la palabra “chica” como si le molestara decirla—, alguien tendrá que continuar el nombre. Nuestra sangre no puede morir en ti. ¿Lo habéis hablado?
Sentí un calor subir por la nuca. Frustración vieja, mezclada con el cansancio de fingir paciencia.
—No es tu asunto, papá.
—Claro que lo es. Eres mi hija. Y tú sabes cómo funciona nuestro mundo. Tienes apellido. Tienes posición. Y si tú no dejas algo detrás…
—¿Detrás de qué? ¿Del negocio? ¿De la vida? —interrumpí—. ¿Quieres que tenga un hijo para que herede un imperio manchado de sangre? ¿O quieres una foto para enseñar en tus cenas?
Hubo un silencio. Pero no por respeto. Por cálculo.
—Leah, non fare la drammatica. Solo digo que pienses a futuro. Esa muchacha ¿Ya te ha dicho si quiere ser madre? ¿O vas a dejar que decida por ti?
Ahí perdí el control.
—Mía no me debe nada. Y si algún día quiere hablar de eso, lo hablaremos. Pero no voy a ponerle un calendario encima solo porque tú quieres nietos con mis ojos y su boca.
Lo dije rápido. Frío. Y en voz baja.
La rabia controlada duele más que el grito.
Papá bufó al otro lado.
—Estás cambiando, Leah.
—Sí. Estoy dejando de obedecer.
Corté la llamada antes de que pudiera responder. Apoyé el móvil sobre la mesa, sin fuerza, pero con una tensión en el pecho que no me dejaba tragar el café.
No era miedo.
Era culpa.
Porque tenía razón en una cosa: no lo había hablado con Mía.
Y la sola idea de presionarla me revolvía el estómago.
Me quedé mirando por la ventana, con la taza caliente entre las manos.
“Tendremos esa conversación… pero cuando sea su momento. No el de él. No el mío. El de ella.”
Y punto.
Poco después las manos de mi prometida alrededor de mi cintura y su aroma llegando a mi nariz, me volteé viéndola recién levantada y la besé con urgencia, necesitándola despues de la tensa conversación
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