*Preparación para la Tormenta*
Takeru sabía que esta pelea no se parecería a ninguna de las que había tenido antes. Erick Strauss no era un peleador técnico, ni un infighter puro, ni un counterpuncher. Era algo peor: un boxeador sucio. Golpes ilegales ocultos al ojo del árbitro, empujones, codazos disfrazados de movimientos naturales, clinches eternos que desgastaban la paciencia y la energía del rival. Enfrentar a alguien así era un desafío mental tanto como físico.
Por eso, su entrenamiento debía ser diferente.
El gimnasio estaba vacío a esa hora de la noche. Solo se escuchaba el sonido de sus golpes rompiendo el aire. Frente a él, su entrenador vestía un peto acolchonado y unos guantes de foco, pero no solo se limitaba a recibir los golpes. Lo empujaba, le pisaba los pies, le jalaba el brazo después de cada combinación.
—¡Concéntrate! —rugía su entrenador mientras lo desequilibraba con un empujón sutil.
Takeru apretó los dientes y lanzó un recto al mentón, pero el entrenador lo atrapó en un clinch antes de que el golpe conectara.
—¡No basta con ser rápido! ¡Va a tratar de sacarte de tu juego! ¡Necesitas calma!
Takeru respiró profundo. Golpeó el saco de boxeo, pero cada vez que se acercaba demasiado, su entrenador lo golpeaba con los codos o lo empujaba. Aprendió a no desesperarse, a no morder el anzuelo. A usar su velocidad no solo para atacar, sino para mantener la distancia y esperar el momento adecuado.
El golpe que había estado perfeccionando para este combate era el golpe sacacorchos, un puñetazo giratorio que sumaba la potencia del cuerpo entero en el impacto. Si podía conectar ese golpe en el momento adecuado, acabaría con la pelea.
Pero primero tenía que sobrevivir a la tormenta de Strauss.
*La Pelea: Guerra Psicológica*
El estadio estaba dividido. Strauss, el inglés de aspecto rudo, con su sonrisa confiada y mirada desafiante, tenía su propio grupo de seguidores. Takeru, con su estilo limpio y elegante, tenía los suyos. Pero el favoritismo no importaba cuando sonaba la campana.
Desde el primer asalto, la pelea se volvió un desastre.
Strauss lo empujó con el hombro antes de lanzar su primer golpe. Lo atrapó en un clinch cada vez que intentaba lanzar combinaciones. Usaba la cabeza para rozar su rostro, lo golpeaba con la muñeca en vez del puño, lanzaba ganchos al hígado con el pulgar mal colocado para aumentar el dolor.
El árbitro advertía, pero nunca lo suficiente.
Takeru intentó mantener la compostura, pero su precisión comenzó a fallar. Sus jabs no salían con la misma rapidez, su juego de pies se entorpecía porque estaba más enfocado en evitar las trampas que en atacar.
Rondas pasaron y Strauss no dejaba de sonreír.
En el sexto asalto, Takeru sintió el cansancio acumulado. Su respiración era más pesada de lo habitual. Strauss seguía fuerte, sucio, implacable.
Y entonces entendió.
Si seguía jugando a la defensiva, si seguía permitiendo que Strauss dictara el ritmo de la pelea con su caos, nunca lo vencería.
Cambió de táctica.
En el octavo asalto, comenzó a atacar con más ferocidad. Pero no de cualquier manera. Se adelantó a los trucos de Strauss, manteniéndose apenas fuera de alcance. En lugar de pelear con frustración, peleó con paciencia. Esperó la apertura perfecta.
Y llegó.
En el décimo asalto, Strauss cometió un error: intentó meter un golpe corto dentro de un clinch, pero Takeru lo anticipó y se zafó antes. Retrocedió medio paso y giró su cuerpo entero.
El puño derecho viajó en un arco perfecto.
¡Golpe tirabuzón directo al mentón!
Strauss cayó como si alguien le hubiera apagado un interruptor. Su cuerpo golpeó la lona con un estruendo seco. El público se puso de pie.
El árbitro contó hasta diez.
¡Knockout!
Takeru levantó los brazos, exhausto pero victorioso. Había sido una pelea sucia, larga, agotadora. Pero al final, el boxeo limpio, la paciencia y la técnica habían vencido.
Strauss nunca volvió a sonreír después de ese golpe.
Takeru sabía que esta pelea no se parecería a ninguna de las que había tenido antes. Erick Strauss no era un peleador técnico, ni un infighter puro, ni un counterpuncher. Era algo peor: un boxeador sucio. Golpes ilegales ocultos al ojo del árbitro, empujones, codazos disfrazados de movimientos naturales, clinches eternos que desgastaban la paciencia y la energía del rival. Enfrentar a alguien así era un desafío mental tanto como físico.
Por eso, su entrenamiento debía ser diferente.
El gimnasio estaba vacío a esa hora de la noche. Solo se escuchaba el sonido de sus golpes rompiendo el aire. Frente a él, su entrenador vestía un peto acolchonado y unos guantes de foco, pero no solo se limitaba a recibir los golpes. Lo empujaba, le pisaba los pies, le jalaba el brazo después de cada combinación.
—¡Concéntrate! —rugía su entrenador mientras lo desequilibraba con un empujón sutil.
Takeru apretó los dientes y lanzó un recto al mentón, pero el entrenador lo atrapó en un clinch antes de que el golpe conectara.
—¡No basta con ser rápido! ¡Va a tratar de sacarte de tu juego! ¡Necesitas calma!
Takeru respiró profundo. Golpeó el saco de boxeo, pero cada vez que se acercaba demasiado, su entrenador lo golpeaba con los codos o lo empujaba. Aprendió a no desesperarse, a no morder el anzuelo. A usar su velocidad no solo para atacar, sino para mantener la distancia y esperar el momento adecuado.
El golpe que había estado perfeccionando para este combate era el golpe sacacorchos, un puñetazo giratorio que sumaba la potencia del cuerpo entero en el impacto. Si podía conectar ese golpe en el momento adecuado, acabaría con la pelea.
Pero primero tenía que sobrevivir a la tormenta de Strauss.
*La Pelea: Guerra Psicológica*
El estadio estaba dividido. Strauss, el inglés de aspecto rudo, con su sonrisa confiada y mirada desafiante, tenía su propio grupo de seguidores. Takeru, con su estilo limpio y elegante, tenía los suyos. Pero el favoritismo no importaba cuando sonaba la campana.
Desde el primer asalto, la pelea se volvió un desastre.
Strauss lo empujó con el hombro antes de lanzar su primer golpe. Lo atrapó en un clinch cada vez que intentaba lanzar combinaciones. Usaba la cabeza para rozar su rostro, lo golpeaba con la muñeca en vez del puño, lanzaba ganchos al hígado con el pulgar mal colocado para aumentar el dolor.
El árbitro advertía, pero nunca lo suficiente.
Takeru intentó mantener la compostura, pero su precisión comenzó a fallar. Sus jabs no salían con la misma rapidez, su juego de pies se entorpecía porque estaba más enfocado en evitar las trampas que en atacar.
Rondas pasaron y Strauss no dejaba de sonreír.
En el sexto asalto, Takeru sintió el cansancio acumulado. Su respiración era más pesada de lo habitual. Strauss seguía fuerte, sucio, implacable.
Y entonces entendió.
Si seguía jugando a la defensiva, si seguía permitiendo que Strauss dictara el ritmo de la pelea con su caos, nunca lo vencería.
Cambió de táctica.
En el octavo asalto, comenzó a atacar con más ferocidad. Pero no de cualquier manera. Se adelantó a los trucos de Strauss, manteniéndose apenas fuera de alcance. En lugar de pelear con frustración, peleó con paciencia. Esperó la apertura perfecta.
Y llegó.
En el décimo asalto, Strauss cometió un error: intentó meter un golpe corto dentro de un clinch, pero Takeru lo anticipó y se zafó antes. Retrocedió medio paso y giró su cuerpo entero.
El puño derecho viajó en un arco perfecto.
¡Golpe tirabuzón directo al mentón!
Strauss cayó como si alguien le hubiera apagado un interruptor. Su cuerpo golpeó la lona con un estruendo seco. El público se puso de pie.
El árbitro contó hasta diez.
¡Knockout!
Takeru levantó los brazos, exhausto pero victorioso. Había sido una pelea sucia, larga, agotadora. Pero al final, el boxeo limpio, la paciencia y la técnica habían vencido.
Strauss nunca volvió a sonreír después de ese golpe.
*Preparación para la Tormenta*
Takeru sabía que esta pelea no se parecería a ninguna de las que había tenido antes. Erick Strauss no era un peleador técnico, ni un infighter puro, ni un counterpuncher. Era algo peor: un boxeador sucio. Golpes ilegales ocultos al ojo del árbitro, empujones, codazos disfrazados de movimientos naturales, clinches eternos que desgastaban la paciencia y la energía del rival. Enfrentar a alguien así era un desafío mental tanto como físico.
Por eso, su entrenamiento debía ser diferente.
El gimnasio estaba vacío a esa hora de la noche. Solo se escuchaba el sonido de sus golpes rompiendo el aire. Frente a él, su entrenador vestía un peto acolchonado y unos guantes de foco, pero no solo se limitaba a recibir los golpes. Lo empujaba, le pisaba los pies, le jalaba el brazo después de cada combinación.
—¡Concéntrate! —rugía su entrenador mientras lo desequilibraba con un empujón sutil.
Takeru apretó los dientes y lanzó un recto al mentón, pero el entrenador lo atrapó en un clinch antes de que el golpe conectara.
—¡No basta con ser rápido! ¡Va a tratar de sacarte de tu juego! ¡Necesitas calma!
Takeru respiró profundo. Golpeó el saco de boxeo, pero cada vez que se acercaba demasiado, su entrenador lo golpeaba con los codos o lo empujaba. Aprendió a no desesperarse, a no morder el anzuelo. A usar su velocidad no solo para atacar, sino para mantener la distancia y esperar el momento adecuado.
El golpe que había estado perfeccionando para este combate era el golpe sacacorchos, un puñetazo giratorio que sumaba la potencia del cuerpo entero en el impacto. Si podía conectar ese golpe en el momento adecuado, acabaría con la pelea.
Pero primero tenía que sobrevivir a la tormenta de Strauss.
*La Pelea: Guerra Psicológica*
El estadio estaba dividido. Strauss, el inglés de aspecto rudo, con su sonrisa confiada y mirada desafiante, tenía su propio grupo de seguidores. Takeru, con su estilo limpio y elegante, tenía los suyos. Pero el favoritismo no importaba cuando sonaba la campana.
Desde el primer asalto, la pelea se volvió un desastre.
Strauss lo empujó con el hombro antes de lanzar su primer golpe. Lo atrapó en un clinch cada vez que intentaba lanzar combinaciones. Usaba la cabeza para rozar su rostro, lo golpeaba con la muñeca en vez del puño, lanzaba ganchos al hígado con el pulgar mal colocado para aumentar el dolor.
El árbitro advertía, pero nunca lo suficiente.
Takeru intentó mantener la compostura, pero su precisión comenzó a fallar. Sus jabs no salían con la misma rapidez, su juego de pies se entorpecía porque estaba más enfocado en evitar las trampas que en atacar.
Rondas pasaron y Strauss no dejaba de sonreír.
En el sexto asalto, Takeru sintió el cansancio acumulado. Su respiración era más pesada de lo habitual. Strauss seguía fuerte, sucio, implacable.
Y entonces entendió.
Si seguía jugando a la defensiva, si seguía permitiendo que Strauss dictara el ritmo de la pelea con su caos, nunca lo vencería.
Cambió de táctica.
En el octavo asalto, comenzó a atacar con más ferocidad. Pero no de cualquier manera. Se adelantó a los trucos de Strauss, manteniéndose apenas fuera de alcance. En lugar de pelear con frustración, peleó con paciencia. Esperó la apertura perfecta.
Y llegó.
En el décimo asalto, Strauss cometió un error: intentó meter un golpe corto dentro de un clinch, pero Takeru lo anticipó y se zafó antes. Retrocedió medio paso y giró su cuerpo entero.
El puño derecho viajó en un arco perfecto.
¡Golpe tirabuzón directo al mentón!
Strauss cayó como si alguien le hubiera apagado un interruptor. Su cuerpo golpeó la lona con un estruendo seco. El público se puso de pie.
El árbitro contó hasta diez.
¡Knockout!
Takeru levantó los brazos, exhausto pero victorioso. Había sido una pelea sucia, larga, agotadora. Pero al final, el boxeo limpio, la paciencia y la técnica habían vencido.
Strauss nunca volvió a sonreír después de ese golpe.
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