La noche se extendía sobre el mundo como un manto rasgado, sus hilos de plata temblando entre las copas de los árboles. A lo lejos, los cuervos trazaban sombras en el cielo, pero su voz se apagaba aquí, donde solo la brisa y el crujir de las hojas susurraban secretos olvidados.
Me detuve en el claro, sintiendo la humedad de la tierra bajo mis pies. El humo que escapaba de mi máscara se mezclaba con la niebla que reptaba sobre el suelo, enredándose en las raíces y en los troncos retorcidos de los árboles centenarios. Cerré los ojos un instante. El silencio tenía peso aquí. Y en ese silencio, escuché el deslizamiento casi imperceptible sobre la hojarasca.
Ahí estaba ella.
Emergió de la penumbra como un hilo de sombra líquida, su cuerpo ondulando con una gracia inhumana. Su piel era oscura y brillante como la obsidiana, y sus ojos, dos esferas de ámbar incandescente, se fijaron en mí con una calma absoluta. No hubo miedo en su mirada, solo un entendimiento antiguo, profundo.
—Te esperaba. —Murmuré, aunque no supe por qué.
La serpiente alzó la cabeza, su lengua hendida probando el aire. Parecía saber algo que yo aún no comprendía.
—Vienes de lejos. —Dije, observando la cicatriz pálida que surcaba su lomo, una herida vieja, sanada con el tiempo pero nunca olvidada.
Ella no respondió, pero no necesitaba hacerlo. La historia estaba en su piel, en la forma en que su cuerpo se movía con cautela, en la manera en que su mirada no titubeaba. Había sobrevivido a algo. A alguien.
La entendí.
Porque yo también había sido herida. Yo también había deslizado mi cuerpo por la noche, lejos de manos que intentaban atraparme, de cuchillas que buscaban partirme en dos. Yo también había aprendido a moverse en la penumbra, a esperar el momento exacto para morder.
Un cuervo graznó en la distancia. La serpiente parpadeó lentamente y, con la misma quietud con la que había llegado, comenzó a alejarse.
—No... —Quise decir. Quédate. Enséñame qué hacer con las cicatrices. Enséñame a recordar sin convertirme en lo que me hirió.
Pero las serpientes no enseñan con palabras. Enseñan con su existencia, con la forma en que continúan deslizándose, con la certeza de que la piel rota se abandona y una nueva emerge en su lugar.
La observé desaparecer entre las raíces, su silueta fundiéndose con la tierra.
Me detuve en el claro, sintiendo la humedad de la tierra bajo mis pies. El humo que escapaba de mi máscara se mezclaba con la niebla que reptaba sobre el suelo, enredándose en las raíces y en los troncos retorcidos de los árboles centenarios. Cerré los ojos un instante. El silencio tenía peso aquí. Y en ese silencio, escuché el deslizamiento casi imperceptible sobre la hojarasca.
Ahí estaba ella.
Emergió de la penumbra como un hilo de sombra líquida, su cuerpo ondulando con una gracia inhumana. Su piel era oscura y brillante como la obsidiana, y sus ojos, dos esferas de ámbar incandescente, se fijaron en mí con una calma absoluta. No hubo miedo en su mirada, solo un entendimiento antiguo, profundo.
—Te esperaba. —Murmuré, aunque no supe por qué.
La serpiente alzó la cabeza, su lengua hendida probando el aire. Parecía saber algo que yo aún no comprendía.
—Vienes de lejos. —Dije, observando la cicatriz pálida que surcaba su lomo, una herida vieja, sanada con el tiempo pero nunca olvidada.
Ella no respondió, pero no necesitaba hacerlo. La historia estaba en su piel, en la forma en que su cuerpo se movía con cautela, en la manera en que su mirada no titubeaba. Había sobrevivido a algo. A alguien.
La entendí.
Porque yo también había sido herida. Yo también había deslizado mi cuerpo por la noche, lejos de manos que intentaban atraparme, de cuchillas que buscaban partirme en dos. Yo también había aprendido a moverse en la penumbra, a esperar el momento exacto para morder.
Un cuervo graznó en la distancia. La serpiente parpadeó lentamente y, con la misma quietud con la que había llegado, comenzó a alejarse.
—No... —Quise decir. Quédate. Enséñame qué hacer con las cicatrices. Enséñame a recordar sin convertirme en lo que me hirió.
Pero las serpientes no enseñan con palabras. Enseñan con su existencia, con la forma en que continúan deslizándose, con la certeza de que la piel rota se abandona y una nueva emerge en su lugar.
La observé desaparecer entre las raíces, su silueta fundiéndose con la tierra.
La noche se extendía sobre el mundo como un manto rasgado, sus hilos de plata temblando entre las copas de los árboles. A lo lejos, los cuervos trazaban sombras en el cielo, pero su voz se apagaba aquí, donde solo la brisa y el crujir de las hojas susurraban secretos olvidados.
Me detuve en el claro, sintiendo la humedad de la tierra bajo mis pies. El humo que escapaba de mi máscara se mezclaba con la niebla que reptaba sobre el suelo, enredándose en las raíces y en los troncos retorcidos de los árboles centenarios. Cerré los ojos un instante. El silencio tenía peso aquí. Y en ese silencio, escuché el deslizamiento casi imperceptible sobre la hojarasca.
Ahí estaba ella.
Emergió de la penumbra como un hilo de sombra líquida, su cuerpo ondulando con una gracia inhumana. Su piel era oscura y brillante como la obsidiana, y sus ojos, dos esferas de ámbar incandescente, se fijaron en mí con una calma absoluta. No hubo miedo en su mirada, solo un entendimiento antiguo, profundo.
—Te esperaba. —Murmuré, aunque no supe por qué.
La serpiente alzó la cabeza, su lengua hendida probando el aire. Parecía saber algo que yo aún no comprendía.
—Vienes de lejos. —Dije, observando la cicatriz pálida que surcaba su lomo, una herida vieja, sanada con el tiempo pero nunca olvidada.
Ella no respondió, pero no necesitaba hacerlo. La historia estaba en su piel, en la forma en que su cuerpo se movía con cautela, en la manera en que su mirada no titubeaba. Había sobrevivido a algo. A alguien.
La entendí.
Porque yo también había sido herida. Yo también había deslizado mi cuerpo por la noche, lejos de manos que intentaban atraparme, de cuchillas que buscaban partirme en dos. Yo también había aprendido a moverse en la penumbra, a esperar el momento exacto para morder.
Un cuervo graznó en la distancia. La serpiente parpadeó lentamente y, con la misma quietud con la que había llegado, comenzó a alejarse.
—No... —Quise decir. Quédate. Enséñame qué hacer con las cicatrices. Enséñame a recordar sin convertirme en lo que me hirió.
Pero las serpientes no enseñan con palabras. Enseñan con su existencia, con la forma en que continúan deslizándose, con la certeza de que la piel rota se abandona y una nueva emerge en su lugar.
La observé desaparecer entre las raíces, su silueta fundiéndose con la tierra.
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