El paseo había sido engañosamente tranquilo.
Desde la playa, la brisa salada había acariciado mi piel como un falso consuelo, y Caceus caminaba a mi lado sin saber que cada paso despertaba algo en mi vientre. Al adentrarnos en el barrio gótico antiguo, las piedras ennegrecidas parecían reconocerme. Los muros susurraban, las sombras se estiraban un poco más de lo normal… como si supieran qué estaba creciendo dentro de mí.
Al llegar al centro, el hambre ya no era mía.
En el restaurante pedí sushi sin pensar:
bandejas y bandejas, nigiris, makis, sashimi…
el arroz desaparecía, el pescado también,
y aun así no había alivio.
Nada.
Comí hasta que el último plato quedó vacío, hasta que el camarero evitó mirarme a los ojos, hasta que Caceus guardó silencio, incómodo, percibiendo que aquello no era un simple antojo de embarazada.
Entonces lo sentí.
En mi interior, las bestias del Caos se retorcían, inquietas, hambrientas. No pedían alimento:
pedían sustento.
Mi vientre se tensó, no por dolor, sino por presión. Como si algo empujara desde dentro, probando la realidad, arañando los límites de mi cuerpo. No eran uno. No eran pocos.
Eran muchos.
Y todos querían nacer.
Apoyé una mano sobre mi abdomen, respirando hondo, intentando imponer orden donde solo hay hambre ancestral.
—Aún no… —susurré, más para mí que para ellos—. Aún no es el momento.
Pero el Caos no escucha.
Solo espera.
Y mientras salíamos del restaurante, con la ciudad latiendo alrededor, supe una verdad incómoda y terrible:
> No importa cuánto coma.
No importa cuánto me esfuerce.
Nada saciará a lo que estoy gestando.
Sólo las amas...
Caceus Mori Naamah Eisheth Zenunim Agrat El paseo había sido engañosamente tranquilo.
Desde la playa, la brisa salada había acariciado mi piel como un falso consuelo, y Caceus caminaba a mi lado sin saber que cada paso despertaba algo en mi vientre. Al adentrarnos en el barrio gótico antiguo, las piedras ennegrecidas parecían reconocerme. Los muros susurraban, las sombras se estiraban un poco más de lo normal… como si supieran qué estaba creciendo dentro de mí.
Al llegar al centro, el hambre ya no era mía.
En el restaurante pedí sushi sin pensar:
bandejas y bandejas, nigiris, makis, sashimi…
el arroz desaparecía, el pescado también,
y aun así no había alivio.
Nada.
Comí hasta que el último plato quedó vacío, hasta que el camarero evitó mirarme a los ojos, hasta que Caceus guardó silencio, incómodo, percibiendo que aquello no era un simple antojo de embarazada.
Entonces lo sentí.
En mi interior, las bestias del Caos se retorcían, inquietas, hambrientas. No pedían alimento:
pedían sustento.
Mi vientre se tensó, no por dolor, sino por presión. Como si algo empujara desde dentro, probando la realidad, arañando los límites de mi cuerpo. No eran uno. No eran pocos.
Eran muchos.
Y todos querían nacer.
Apoyé una mano sobre mi abdomen, respirando hondo, intentando imponer orden donde solo hay hambre ancestral.
—Aún no… —susurré, más para mí que para ellos—. Aún no es el momento.
Pero el Caos no escucha.
Solo espera.
Y mientras salíamos del restaurante, con la ciudad latiendo alrededor, supe una verdad incómoda y terrible:
> No importa cuánto coma.
No importa cuánto me esfuerce.
Nada saciará a lo que estoy gestando.
Sólo las amas...
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