• [ 𝑴𝒆 𝒅𝒆𝒎𝒐𝒔𝒕𝒓𝒂𝒔𝒕𝒆 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒆𝒓𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒊𝒆𝒍𝒐, 𝒂𝒉𝒐𝒓𝒂 𝒅é𝒋𝒂𝒎𝒆 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒂 𝒎𝒊 𝒊𝒏𝒇𝒊𝒆𝒓𝒏𝒐 — 𝐁𝐄𝐋𝐋𝐀 𝐂𝐈𝐀𝐎. | 𝟎𝟎 ]





    Mucho antes de nacer, su vida había dejado de pertenecerle. El destino del hombre que sería estaba escrito, marcado en su piel como un animal antes incluso de respirar, antes de que pudiera si quiera abrir los ojos.

    A los veinte años, su padre terminó de forjarlo. Aquella maldita bestia sin alma.
    La más mínima molestia desaparecía de su camino con la facilidad de un suspiro. No había pena, no existía culpa; la vida ajena no valía nada. Eran sacos de carne desechables, basura humana. Y él había aprendido a tratarlos así.

    Se rodeaba únicamente de perros amaestrados, piezas útiles que podía controlar a voluntad. El resto no merecía ni una mirada. Nadie osaba cuestionarlo, ni siquiera dentro de su propia familia, porque quien lo hacía estaba condenado al mismo infierno que él sabía construir con sus propias manos. Matar dejó de ser un acto aislado: se volvió rutina. Un hábito tedioso, otro labor más de su existencia.

    Ese brillo en los ojos, esa arrogancia cruel, no eran rasgos humanos. La manipulación, el engaño, la máscara de caballerosidad que lo hacía parecer inofensivo, todo estaba incrustado en su carne y en sus huesos. Sostener cabezas aún calientes, con la sangre escurriéndose entre sus dedos, se volvió casi natural. No podía ser de otra forma: había sido moldeado para ello, convertido en un arma desde el primer día. El primogénito de los Di Conti. Ese era su mundo, su condena.

    Nunca soñó con felicidad, ni con ternura, ni con misericordia. Esos conceptos no existían en su diccionario. Solo había un hueco, un vacío incapaz de llenarse. Un muñeco sin alma, un instrumento de obediencia. Incluso al renunciar al apellido, incluso al huir y forjarse un nuevo nombre, la redención nunca llegó. Solo encontró nuevas máscaras, nuevas culpas, nuevas sombras que lo siguieron siempre. Y en esa huida arrastró a todos los que se acercaron demasiado: Rubí, Kiev… nadie escapó limpio de su mancha, mucho menos ahora Vanya.

    Pero algo cambió. Algo que jamás esperaba.
    La muerte llegó para reclamarlo y, aun así, no lo aceptó. Fue condenado de otra manera ¿Qué tan maldito debía estar para que incluso la muerte lo negara?

    Entonces lo sintió. Por primera vez. La conciencia. Ese peso en el pecho que ardía y quemaba como un fuego lento. Lo odiaba. Sentir era debilidad. Pero en las noches la pregunta volvía, implacable, como un cuchillo girando en lo hondo. Durante el último año había probado emociones que lo desgarraban y lo embriagaban a la vez volviéndose casi adicto a sentirlo de varias formas. Había sentido, aunque fuese por segundos, algo parecido a la vida. Algo parecido a ser humano.

    ¿Podía ser feliz? ¿Podía robarle a su condena un instante de paz, aunque efímero?

    No era un santo ni lo sería jamás, lo sabía. Pero esos ojos… esos malditos ojos no veían al monstruo. Lo miraban con ternura, con esperanza, como si aún hubiese algo digno de salvarse. Y eso dolía. Dolía más que cualquier bala, más que cualquier herida. Porque en el fondo temía que lo que más odiaba fuese, justamente, la posibilidad de que todavía quedara un hombre debajo de toda esa sangre.



    [ ... ]


    𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨…

    Fue una de esas mañanas en que el sol se empeñó en iluminar incluso lo que uno preferiría mantener en la sombra. La claridad entró sin permiso, molestándole los párpados hasta obligarlo a cubrirse el rostro con la mano. Sus ojos dorados se abrieron con desgano; Ryan solía levantarse sin problemas, pero esa vez no había dormido bien por los últimos informes que había recibido sobre la situación del ruso y la próxima reunión que esperaba que calmará todo. De igual manera, la cita que tenía lo valía todo.

    𝐎𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨…

    Guardaba en secreto lo más frágil y lo más peligroso que tenía: ella. Una leona que había logrado colarse en su cabeza, rompiendo poco a poco la dureza que siempre lo había acompañado. No supo en qué momento pasó, solo sabía que entre salidas, miradas cómplices, sonrisas robadas y esa forma en que lo miraba, terminó desarmado frente a ella.

    𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨… 𝐞 𝐡𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐯𝐚𝐭𝐨 𝐥’𝐢𝐧𝐯𝐚𝐬𝐨𝐫.

    En su teléfono aún guardaba una foto, la prueba de que no lo había soñado. Una imagen capaz de arrancarle una sonrisa incluso en medio de la sangre y los informes de la guerra contra el ruso. Cada domingo, cada instante, cada recuerdo: ahí estaba ella.

    Ese día, al terminar de abotonarse la camisa, sus hombros tensos parecieron ceder un poco. El punto de encuentro era una plaza tranquila, casi inocente. No faltaron las bromas, las miradas que quemaban bajo la piel, ni ese beso robado que un niño interrumpió al pasar cerca.

    𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… 𝐨𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨…

    El viaje en auto los llevó a un sitio apartado, demasiado silencioso. La calma parecía tan perfecta que resultaba sospechosa. Ella sonreía, pero en sus ojos había un nerviosismo imposible de ocultar. Bastó el crujido de una rama para romper la paz, y el silencio se volvió pesado, casi insoportable, con esa presencia invisible de enemigos que siempre parecían acecharlo.

    𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… ché 𝐦𝐢 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐢 𝐦𝐨𝐫𝐢𝐫.

    La distancia se hizo enorme en un segundo. Un instante la tenía en sus brazos y al siguiente estaba más cerca del enemigo que de él. Buscó su mirada, queriendo encontrar miedo o desconcierto en ella, pero en su lugar apareció la puntería de varias armas. Los hombres armados lo obligaron a retroceder, a mantenerse lejos. Lo que más lo golpeó no fue el arma, sino verla sin sorpresa en el rostro, como si lo hubiera sabido desde antes. Entonces escuchó la voz de su primo, dulce y venenosa, confirmando lo que ya intuía: una traición. Y las palabras de ella terminaron por firmar su condena.

    Intentó reaccionar, pero fue tarde.

    La primera bala le atravesó el pecho con un estallido seco, directo al ventrículo izquierdo. El golpe lo hizo arquearse hacia atrás, el aire se le escapó de golpe en un jadeo áspero y metálico. Sintió el corazón estallar dentro de su caja torácica, cada latido convertido en un espasmo inútil que expulsaba sangre a borbotones. La camisa blanca se manchó de inmediato, tiñéndose en rojo oscuro mientras sus dedos temblorosos intentaban cubrir la herida, inútilmente. El dolor no era solo físico; era como si lo hubieran arrancado de raíz, como si su propia vida se desangrara en cuestión de segundos.

    Apenas logró inhalar, el segundo disparo llegó. La bala le atravesó el cráneo con un estruendo sordo, despojándolo del mundo en un destello blanco. Por un instante lo invadió un zumbido absoluto, como si el universo entero se partiera en dos, y después vino la nada: helada e impecable.

    Y la última figura que alcanzó a ver, justo antes de que todo se apagara, fue la de ella.


    ❝ - 𝑨𝒚𝒍𝒂 ❞


    El cuerpo del italiano se desplomó con un golpe sordo contra la hierba húmeda. El silencio que siguió fue más cruel que el propio disparo, como si el mundo entero contuviera el aliento para contemplar su caída.

    La sangre brotó al principio en un hilo fino, tímido… pero pronto se desbordó, oscura y espesa, extendiéndose sobre el césped como un manto carmesí. El contraste con el verde fresco resultaba casi obsceno, un cuadro grotesco pintado por la muerte misma.


    ❝ - ¿𝑷𝒖𝒆𝒅𝒆𝒔 𝒑𝒓𝒐𝒎𝒆𝒕𝒆𝒓𝒎𝒆 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 𝒕𝒓𝒂𝒊𝒄𝒊𝒐𝒏𝒂𝒓𝒎𝒆? ❞


    La camisa blanca, elegida aquella mañana, se tiñó lentamente, manchándose de rojo como si la tela hubiera esperado ese destino desde siempre. Cada pliegue, cada costura, absorbía la sangre hasta volverse una segunda piel marcada por la violencia.

    El aire olía a hierro. Y mientras los segundos se alargaban, la quietud del cadáver se volvía más aterradora que el estruendo de la bala que lo había derribado.


    ❝ - 𝑷𝒐𝒓𝒒𝒖𝒆 𝒔𝒊 𝒍𝒐 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒔... ❞


    Los ojos quedaron abiertos, vacíos, mirando hacia ninguna parte. El brillo que alguna vez desafiaba al mundo entero se había apagado para siempre. El pecho, inmóvil, sin señal de vida. Una respiración que nunca volvió.


    ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂...❞


    La canasta del picnic rodó hasta volcarse, derramando pan, frutas y vino sobre la tierra como una ofrenda rota a los dioses crueles del destino. El líquido carmesí se mezcló con la sangre en el suelo, confundiendo vida y muerte en una misma mancha.

    A un costado, los lentes de sol yacían olvidados, inútiles, como si aún pretendieran protegerlo de un sol que ya no podía ver.

    —Está muerto —anunció uno de los hombres, la voz áspera, definitiva. Había rodeado a ambos junto con los demás, y al tocar el cuello de Ryan no encontró pulso alguno..


    ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒒𝒖𝒆 𝒎𝒂𝒕𝒂𝒓𝒕𝒆.❞


    Pero entonces, una mano emergió de la hierba ensangrentada y detuvo el movimiento de aquel hombre antes de que pensaran en irse, un agarre firme, con un peso que desafiaba el mismo silencio que habia reinado el lugar.


    — ¿A dónde vas, hijo de puta? — gruñó una voz familiar, rota por el dolor pero mezclada con rabia. Ryan miro a este hombre antes de jalarlo hacia el, escasos centímetros antes de tomar su cuello y romperlo.
    [ 𝑴𝒆 𝒅𝒆𝒎𝒐𝒔𝒕𝒓𝒂𝒔𝒕𝒆 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒆𝒓𝒂 𝒆𝒍 𝒄𝒊𝒆𝒍𝒐, 𝒂𝒉𝒐𝒓𝒂 𝒅é𝒋𝒂𝒎𝒆 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒂 𝒎𝒊 𝒊𝒏𝒇𝒊𝒆𝒓𝒏𝒐 — 𝐁𝐄𝐋𝐋𝐀 𝐂𝐈𝐀𝐎. | 𝟎𝟎 ] Mucho antes de nacer, su vida había dejado de pertenecerle. El destino del hombre que sería estaba escrito, marcado en su piel como un animal antes incluso de respirar, antes de que pudiera si quiera abrir los ojos. A los veinte años, su padre terminó de forjarlo. Aquella maldita bestia sin alma. La más mínima molestia desaparecía de su camino con la facilidad de un suspiro. No había pena, no existía culpa; la vida ajena no valía nada. Eran sacos de carne desechables, basura humana. Y él había aprendido a tratarlos así. Se rodeaba únicamente de perros amaestrados, piezas útiles que podía controlar a voluntad. El resto no merecía ni una mirada. Nadie osaba cuestionarlo, ni siquiera dentro de su propia familia, porque quien lo hacía estaba condenado al mismo infierno que él sabía construir con sus propias manos. Matar dejó de ser un acto aislado: se volvió rutina. Un hábito tedioso, otro labor más de su existencia. Ese brillo en los ojos, esa arrogancia cruel, no eran rasgos humanos. La manipulación, el engaño, la máscara de caballerosidad que lo hacía parecer inofensivo, todo estaba incrustado en su carne y en sus huesos. Sostener cabezas aún calientes, con la sangre escurriéndose entre sus dedos, se volvió casi natural. No podía ser de otra forma: había sido moldeado para ello, convertido en un arma desde el primer día. El primogénito de los Di Conti. Ese era su mundo, su condena. Nunca soñó con felicidad, ni con ternura, ni con misericordia. Esos conceptos no existían en su diccionario. Solo había un hueco, un vacío incapaz de llenarse. Un muñeco sin alma, un instrumento de obediencia. Incluso al renunciar al apellido, incluso al huir y forjarse un nuevo nombre, la redención nunca llegó. Solo encontró nuevas máscaras, nuevas culpas, nuevas sombras que lo siguieron siempre. Y en esa huida arrastró a todos los que se acercaron demasiado: Rubí, Kiev… nadie escapó limpio de su mancha, mucho menos ahora Vanya. Pero algo cambió. Algo que jamás esperaba. La muerte llegó para reclamarlo y, aun así, no lo aceptó. Fue condenado de otra manera ¿Qué tan maldito debía estar para que incluso la muerte lo negara? Entonces lo sintió. Por primera vez. La conciencia. Ese peso en el pecho que ardía y quemaba como un fuego lento. Lo odiaba. Sentir era debilidad. Pero en las noches la pregunta volvía, implacable, como un cuchillo girando en lo hondo. Durante el último año había probado emociones que lo desgarraban y lo embriagaban a la vez volviéndose casi adicto a sentirlo de varias formas. Había sentido, aunque fuese por segundos, algo parecido a la vida. Algo parecido a ser humano. ¿Podía ser feliz? ¿Podía robarle a su condena un instante de paz, aunque efímero? No era un santo ni lo sería jamás, lo sabía. Pero esos ojos… esos malditos ojos no veían al monstruo. Lo miraban con ternura, con esperanza, como si aún hubiese algo digno de salvarse. Y eso dolía. Dolía más que cualquier bala, más que cualquier herida. Porque en el fondo temía que lo que más odiaba fuese, justamente, la posibilidad de que todavía quedara un hombre debajo de toda esa sangre. [ ... ] 𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨… Fue una de esas mañanas en que el sol se empeñó en iluminar incluso lo que uno preferiría mantener en la sombra. La claridad entró sin permiso, molestándole los párpados hasta obligarlo a cubrirse el rostro con la mano. Sus ojos dorados se abrieron con desgano; Ryan solía levantarse sin problemas, pero esa vez no había dormido bien por los últimos informes que había recibido sobre la situación del ruso y la próxima reunión que esperaba que calmará todo. De igual manera, la cita que tenía lo valía todo. 𝐎𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐜𝐢𝐚𝐨… Guardaba en secreto lo más frágil y lo más peligroso que tenía: ella. Una leona que había logrado colarse en su cabeza, rompiendo poco a poco la dureza que siempre lo había acompañado. No supo en qué momento pasó, solo sabía que entre salidas, miradas cómplices, sonrisas robadas y esa forma en que lo miraba, terminó desarmado frente a ella. 𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐢𝐧𝐚 𝐦𝐢 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠𝐥𝐢𝐚𝐭𝐨… 𝐞 𝐡𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐯𝐚𝐭𝐨 𝐥’𝐢𝐧𝐯𝐚𝐬𝐨𝐫. En su teléfono aún guardaba una foto, la prueba de que no lo había soñado. Una imagen capaz de arrancarle una sonrisa incluso en medio de la sangre y los informes de la guerra contra el ruso. Cada domingo, cada instante, cada recuerdo: ahí estaba ella. Ese día, al terminar de abotonarse la camisa, sus hombros tensos parecieron ceder un poco. El punto de encuentro era una plaza tranquila, casi inocente. No faltaron las bromas, las miradas que quemaban bajo la piel, ni ese beso robado que un niño interrumpió al pasar cerca. 𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… 𝐨𝐡 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨, 𝐛𝐞𝐥𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐚𝐨… El viaje en auto los llevó a un sitio apartado, demasiado silencioso. La calma parecía tan perfecta que resultaba sospechosa. Ella sonreía, pero en sus ojos había un nerviosismo imposible de ocultar. Bastó el crujido de una rama para romper la paz, y el silencio se volvió pesado, casi insoportable, con esa presencia invisible de enemigos que siempre parecían acecharlo. 𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐢𝐠𝐢𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐢 𝐯𝐢𝐚… ché 𝐦𝐢 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐢 𝐦𝐨𝐫𝐢𝐫. La distancia se hizo enorme en un segundo. Un instante la tenía en sus brazos y al siguiente estaba más cerca del enemigo que de él. Buscó su mirada, queriendo encontrar miedo o desconcierto en ella, pero en su lugar apareció la puntería de varias armas. Los hombres armados lo obligaron a retroceder, a mantenerse lejos. Lo que más lo golpeó no fue el arma, sino verla sin sorpresa en el rostro, como si lo hubiera sabido desde antes. Entonces escuchó la voz de su primo, dulce y venenosa, confirmando lo que ya intuía: una traición. Y las palabras de ella terminaron por firmar su condena. Intentó reaccionar, pero fue tarde. La primera bala le atravesó el pecho con un estallido seco, directo al ventrículo izquierdo. El golpe lo hizo arquearse hacia atrás, el aire se le escapó de golpe en un jadeo áspero y metálico. Sintió el corazón estallar dentro de su caja torácica, cada latido convertido en un espasmo inútil que expulsaba sangre a borbotones. La camisa blanca se manchó de inmediato, tiñéndose en rojo oscuro mientras sus dedos temblorosos intentaban cubrir la herida, inútilmente. El dolor no era solo físico; era como si lo hubieran arrancado de raíz, como si su propia vida se desangrara en cuestión de segundos. Apenas logró inhalar, el segundo disparo llegó. La bala le atravesó el cráneo con un estruendo sordo, despojándolo del mundo en un destello blanco. Por un instante lo invadió un zumbido absoluto, como si el universo entero se partiera en dos, y después vino la nada: helada e impecable. Y la última figura que alcanzó a ver, justo antes de que todo se apagara, fue la de ella. ❝ - 𝑨𝒚𝒍𝒂 ❞ El cuerpo del italiano se desplomó con un golpe sordo contra la hierba húmeda. El silencio que siguió fue más cruel que el propio disparo, como si el mundo entero contuviera el aliento para contemplar su caída. La sangre brotó al principio en un hilo fino, tímido… pero pronto se desbordó, oscura y espesa, extendiéndose sobre el césped como un manto carmesí. El contraste con el verde fresco resultaba casi obsceno, un cuadro grotesco pintado por la muerte misma. ❝ - ¿𝑷𝒖𝒆𝒅𝒆𝒔 𝒑𝒓𝒐𝒎𝒆𝒕𝒆𝒓𝒎𝒆 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 𝒕𝒓𝒂𝒊𝒄𝒊𝒐𝒏𝒂𝒓𝒎𝒆? ❞ La camisa blanca, elegida aquella mañana, se tiñó lentamente, manchándose de rojo como si la tela hubiera esperado ese destino desde siempre. Cada pliegue, cada costura, absorbía la sangre hasta volverse una segunda piel marcada por la violencia. El aire olía a hierro. Y mientras los segundos se alargaban, la quietud del cadáver se volvía más aterradora que el estruendo de la bala que lo había derribado. ❝ - 𝑷𝒐𝒓𝒒𝒖𝒆 𝒔𝒊 𝒍𝒐 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒔... ❞ Los ojos quedaron abiertos, vacíos, mirando hacia ninguna parte. El brillo que alguna vez desafiaba al mundo entero se había apagado para siempre. El pecho, inmóvil, sin señal de vida. Una respiración que nunca volvió. ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂...❞ La canasta del picnic rodó hasta volcarse, derramando pan, frutas y vino sobre la tierra como una ofrenda rota a los dioses crueles del destino. El líquido carmesí se mezcló con la sangre en el suelo, confundiendo vida y muerte en una misma mancha. A un costado, los lentes de sol yacían olvidados, inútiles, como si aún pretendieran protegerlo de un sol que ya no podía ver. —Está muerto —anunció uno de los hombres, la voz áspera, definitiva. Había rodeado a ambos junto con los demás, y al tocar el cuello de Ryan no encontró pulso alguno.. ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒒𝒖𝒆 𝒎𝒂𝒕𝒂𝒓𝒕𝒆.❞ Pero entonces, una mano emergió de la hierba ensangrentada y detuvo el movimiento de aquel hombre antes de que pensaran en irse, un agarre firme, con un peso que desafiaba el mismo silencio que habia reinado el lugar. — ¿A dónde vas, hijo de puta? — gruñó una voz familiar, rota por el dolor pero mezclada con rabia. Ryan miro a este hombre antes de jalarlo hacia el, escasos centímetros antes de tomar su cuello y romperlo.
    Me shockea
    Me gusta
    Me entristece
    Me encocora
    26
    6 turnos 0 maullidos
  • La batalla contra mi hermana Albedo Qᵘᵉᵉⁿ Ishtar comenzó como un juego de provocaciones, pero pronto el acero y la sangre hablaron en serio. Su cuerpo se transformó en una colosal máquina de guerra orca, piel verde, músculos tensados como hierro, colmillos y una sonrisa de fiera que jamás se apagó. Su fuerza era aplastante: me hizo crujir costillas contra el suelo, escupir sangre y perder el aliento, mientras Arc, la dragóna ligada a mí, reía desde dentro como quien contempla un castigo justo.

    Pero en mi agonía, Veythra —la hermana de Jennifer, la espada de Elune— habló por primera vez con claridad: “Tú eres la espada”. Esa revelación rompió el sello y liberó la verdadera esencia que ardía en mí. La energía me devolvió de entre las ruinas y la regeneración me sostuvo. Me puse en pie y juré someter a mi hermana.

    Albedo no se detuvo; con una velocidad sobrehumana descargó una tormenta de puños que me arrojó lejos, su cuerpo cubierto por un aura implacable. Entonces invoqué el poder de la luna creciente: su luz hizo alzarse su propia sombra contra ella. Se enfrentó a sí misma en un duelo imposible, destrozando su reflejo entre rugidos, mientras yo aguardaba el momento justo.

    Cuando creyó haberme atravesado —ilusión mía, nada más—, fue mi espada la que de verdad se hundió en su espalda. Atrapé su cabello, doblé su cuello y posé el filo en su garganta bajo la mirada helada de la luna. “¿Querías matarme, hermanita? Puede que te la devuelva…” susurré.

    Pero Albedo no cedió. Con brutalidad me apartó de un golpe devastador, cerrando su herida lentamente con runas mientras reía con la sangre escurriendo por su piel. Me llamó mocosa y me desafió a levantarme, sedienta de supremacía, de forjar el legado de las Queen con sangre y sudor.

    Y entonces comprendí que ya no podía luchar con golpes. La luna, testigo implacable, me dio las palabras: le hablé de madre, de Selin, de Arc, de lo que fuimos de niñas, de lo que aún podíamos ser. Le pregunté: “¿Qué tipo de Reina quieres ser cuando las historias canten tu nombre?”

    Y le prometí que, si algún día madre nos deja, yo misma la llamaré con orgullo mi Reina: la auténtica heredera del Vacío y del Caos.
    La batalla contra mi hermana [Albedo1] comenzó como un juego de provocaciones, pero pronto el acero y la sangre hablaron en serio. Su cuerpo se transformó en una colosal máquina de guerra orca, piel verde, músculos tensados como hierro, colmillos y una sonrisa de fiera que jamás se apagó. Su fuerza era aplastante: me hizo crujir costillas contra el suelo, escupir sangre y perder el aliento, mientras Arc, la dragóna ligada a mí, reía desde dentro como quien contempla un castigo justo. Pero en mi agonía, Veythra —la hermana de Jennifer, la espada de Elune— habló por primera vez con claridad: “Tú eres la espada”. Esa revelación rompió el sello y liberó la verdadera esencia que ardía en mí. La energía me devolvió de entre las ruinas y la regeneración me sostuvo. Me puse en pie y juré someter a mi hermana. Albedo no se detuvo; con una velocidad sobrehumana descargó una tormenta de puños que me arrojó lejos, su cuerpo cubierto por un aura implacable. Entonces invoqué el poder de la luna creciente: su luz hizo alzarse su propia sombra contra ella. Se enfrentó a sí misma en un duelo imposible, destrozando su reflejo entre rugidos, mientras yo aguardaba el momento justo. Cuando creyó haberme atravesado —ilusión mía, nada más—, fue mi espada la que de verdad se hundió en su espalda. Atrapé su cabello, doblé su cuello y posé el filo en su garganta bajo la mirada helada de la luna. “¿Querías matarme, hermanita? Puede que te la devuelva…” susurré. Pero Albedo no cedió. Con brutalidad me apartó de un golpe devastador, cerrando su herida lentamente con runas mientras reía con la sangre escurriendo por su piel. Me llamó mocosa y me desafió a levantarme, sedienta de supremacía, de forjar el legado de las Queen con sangre y sudor. Y entonces comprendí que ya no podía luchar con golpes. La luna, testigo implacable, me dio las palabras: le hablé de madre, de Selin, de Arc, de lo que fuimos de niñas, de lo que aún podíamos ser. Le pregunté: “¿Qué tipo de Reina quieres ser cuando las historias canten tu nombre?” Y le prometí que, si algún día madre nos deja, yo misma la llamaré con orgullo mi Reina: la auténtica heredera del Vacío y del Caos.
    Me encocora
    Me gusta
    3
    0 turnos 0 maullidos
  • mi hermano siempre esta ansioso de que algun dia pueda encontrar a mi compañero de guerra.... saber el echo de que no es una chica lo que deseo... tal vez lo enloquezca un poco de rabia. Pero nada mas con el intricado deseo de mi felicidad.. seguro entendería que mi chico ideal llegaria a mi...

    estará mas que deacuerdo y con calma al saber que tengo alguien que me cuide y tambien le cuide... no hay duda que algun dia un guerrero... sabrá escoger un chamán como yo... frajil en sus sentidos. fuerte en sus deseos y constante, admirable y determinado en su dia a dia sin rendirse.

    ...no lo crees?.. bah, tal vez hablo demasiado... disfruta de la compañía conmigo si?
    mi hermano siempre esta ansioso de que algun dia pueda encontrar a mi compañero de guerra.... saber el echo de que no es una chica lo que deseo... tal vez lo enloquezca un poco de rabia. Pero nada mas con el intricado deseo de mi felicidad.. seguro entendería que mi chico ideal llegaria a mi... estará mas que deacuerdo y con calma al saber que tengo alguien que me cuide y tambien le cuide... no hay duda que algun dia un guerrero... sabrá escoger un chamán como yo... frajil en sus sentidos. fuerte en sus deseos y constante, admirable y determinado en su dia a dia sin rendirse. ...no lo crees?.. bah, tal vez hablo demasiado... disfruta de la compañía conmigo si?
    Me gusta
    Me encocora
    2
    0 turnos 0 maullidos
  • Soy difícil de matar así que seguiré dando guerra
    Soy difícil de matar así que seguiré dando guerra
    Me gusta
    Me endiabla
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • Un recuerdo: hubo un momento donde los cielos permanecieron negros y los conflictos políticos acallaron una guerra excéntrica. ¿Qué los evocó? ¿Será la necesidad de narrarlos?
    Un recuerdo: hubo un momento donde los cielos permanecieron negros y los conflictos políticos acallaron una guerra excéntrica. ¿Qué los evocó? ¿Será la necesidad de narrarlos?
    Me encocora
    Me gusta
    5
    0 turnos 0 maullidos
  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
    Esto se ha publicado como Out Of Character.
    Tenlo en cuenta al responder.
    no saben la enorme felicidad que me da ver esta cantidad de personajes que tenemos

    Apesar de todo lo que hemos pasado , hemos podido seguir adelante, y muy pronto, podremos pasar a interpretar la guerra de troya

    todo gracias a mis 2 maravillosas admin

    Hebe y Melinoë las cuales quiero mucho y quienes, sin ellas no habria llegado a donde estamos

    //
    no saben la enorme felicidad que me da ver esta cantidad de personajes que tenemos Apesar de todo lo que hemos pasado , hemos podido seguir adelante, y muy pronto, podremos pasar a interpretar la guerra de troya todo gracias a mis 2 maravillosas admin [God_greek_hebe] y [Mel_Infra] las cuales quiero mucho y quienes, sin ellas no habria llegado a donde estamos //
    Me gusta
    1
    3 comentarios 2 compartidos
  • El mundo es sólo para los que luchan por él... soñar, amar, odiar... esas emociones quedaron en el pasado, en mi pasado humano, ahora me dedico sólo a hacer la guerra, a disfrutarla, no lo niego soy belicista por afición
    El mundo es sólo para los que luchan por él... soñar, amar, odiar... esas emociones quedaron en el pasado, en mi pasado humano, ahora me dedico sólo a hacer la guerra, a disfrutarla, no lo niego soy belicista por afición
    Me gusta
    2
    0 turnos 0 maullidos
  • La verdad siempre pensé que había , cambiado todo después de la guerra santa de hace 16 años
    La verdad siempre pensé que había , cambiado todo después de la guerra santa de hace 16 años
    Me gusta
    Me encocora
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • Las luces del pasillo parpadeaban, lanzando destellos irregulares sobre las paredes metálicas. El aire estaba cargado de tensión y el olor a sangre fresca aún flotaba en el ambiente.

    Blade avanzaba con calma, cada paso resonando con un eco metálico en el suelo. Sus lentes ocultaban la mirada, pero el gesto serio en su rostro bastaba para helar la sangre de cualquiera. La gabardina, con bordes teñidos de rojo por la reciente batalla, se agitaba con el movimiento de su andar.

    Entre las sombras, una silueta se arrastraba. Una criatura a medio transformar, víctima de la caza. Intentó levantarse, pero antes de que pudiera siquiera pronunciar palabra, el filo de la espada de Blade brilló bajo la tenue luz.
    El cazador se detuvo, apoyando un puño cerrado contra la reja a su lado. Con voz grave y firme, Blade murmuró.

    — Ya tuve suficiente de tus juegos… y de tus amos. La diferencia entre tú y yo es que yo elegí en qué lado estar.

    La criatura gritó, tratando de defenderse, pero un movimiento certero bastó. La katana silbó en el aire, y el silencio volvió a apoderarse del lugar.

    Blade limpió el arma con calma, la enfundó en su espalda y siguió caminando sin mirar atrás. Para él, era solo otro día… otra noche más en la interminable guerra contra la oscuridad.

    — 𝐁𝐋𝐀𝐃𝐄
    𝐓𝐡𝐞 𝐃𝐚𝐲𝐰𝐚𝐥𝐤𝐞𝐫
    刃影 · 인영
    Las luces del pasillo parpadeaban, lanzando destellos irregulares sobre las paredes metálicas. El aire estaba cargado de tensión y el olor a sangre fresca aún flotaba en el ambiente. Blade avanzaba con calma, cada paso resonando con un eco metálico en el suelo. Sus lentes ocultaban la mirada, pero el gesto serio en su rostro bastaba para helar la sangre de cualquiera. La gabardina, con bordes teñidos de rojo por la reciente batalla, se agitaba con el movimiento de su andar. Entre las sombras, una silueta se arrastraba. Una criatura a medio transformar, víctima de la caza. Intentó levantarse, pero antes de que pudiera siquiera pronunciar palabra, el filo de la espada de Blade brilló bajo la tenue luz. El cazador se detuvo, apoyando un puño cerrado contra la reja a su lado. Con voz grave y firme, Blade murmuró. — Ya tuve suficiente de tus juegos… y de tus amos. La diferencia entre tú y yo es que yo elegí en qué lado estar. La criatura gritó, tratando de defenderse, pero un movimiento certero bastó. La katana silbó en el aire, y el silencio volvió a apoderarse del lugar. Blade limpió el arma con calma, la enfundó en su espalda y siguió caminando sin mirar atrás. Para él, era solo otro día… otra noche más en la interminable guerra contra la oscuridad. — 𝐁𝐋𝐀𝐃𝐄 𝐓𝐡𝐞 𝐃𝐚𝐲𝐰𝐚𝐥𝐤𝐞𝐫 刃影 · 인영
    Me gusta
    4
    0 turnos 0 maullidos
  • 𝙇𝙖 𝙖𝙥𝙖𝙧𝙞𝙘𝙞𝙤́𝙣 𝙙𝙚 𝙡𝙖 𝙨𝙤𝙢𝙗𝙧𝙖.
    Fandom Kimetsu no Yaiba
    Categoría Acción
    -El portón del cuartel chirrió apenas cuando se abrió, dejando entrar un haz de luz anaranjada del atardecer. Entre esa claridad apareció la silueta de un hombre alto, envuelto en un haori oscuro y una bufanda carmesí que parecía absorber la última calidez del día.

    Mumyou avanzó despacio, cada paso resonando con un eco seco en el pasillo. Sus ojos, parcialmente cubiertos por el cabello, no buscaban nada en particular; parecían más acostumbrados a la penumbra que a la compañía. Sus manos descansaban cerca de las vainas de sus katanas gemelas, no por desconfianza, sino por costumbre.

    Al entrar en la sala donde podrían aguardarse los demás pilares, dejó escapar un suspiro áspero, casi un gruñido.-

    Otra reunión, otro plan para una guerra que nunca cambia... -Murmuró, sin molestarse en suavizar el tono sarcástico. Sus labios se curvaron apenas en una media sonrisa seca.-
    Creí que ya había dejado atrás estas paredes... y, sin embargo, aquí me tienen otra vez.

    -Se acomodó la bufanda con un gesto distraído, como si tratara de ocultar algo más que su cuello. Su mirada recorrió a los presentes, uno a uno, sin hostilidad, pero con ese aire incómodo de quien carga demasiados recuerdos.-

    No esperen discursos grandilocuentes de mi parte. Vine porque... alguien tiene que estar aquí cuando las luces se apaguen. Y si nadie más lo hace, será mi sombra la que cubra sus espaldas.

    -Mumyou se dejó caer en un rincón, cruzando los brazos, observando con el mismo cansancio áspero que lo define. No parecía un héroe, ni quería serlo. Pero estaba allí.-
    -El portón del cuartel chirrió apenas cuando se abrió, dejando entrar un haz de luz anaranjada del atardecer. Entre esa claridad apareció la silueta de un hombre alto, envuelto en un haori oscuro y una bufanda carmesí que parecía absorber la última calidez del día. Mumyou avanzó despacio, cada paso resonando con un eco seco en el pasillo. Sus ojos, parcialmente cubiertos por el cabello, no buscaban nada en particular; parecían más acostumbrados a la penumbra que a la compañía. Sus manos descansaban cerca de las vainas de sus katanas gemelas, no por desconfianza, sino por costumbre. Al entrar en la sala donde podrían aguardarse los demás pilares, dejó escapar un suspiro áspero, casi un gruñido.- Otra reunión, otro plan para una guerra que nunca cambia... -Murmuró, sin molestarse en suavizar el tono sarcástico. Sus labios se curvaron apenas en una media sonrisa seca.- Creí que ya había dejado atrás estas paredes... y, sin embargo, aquí me tienen otra vez. -Se acomodó la bufanda con un gesto distraído, como si tratara de ocultar algo más que su cuello. Su mirada recorrió a los presentes, uno a uno, sin hostilidad, pero con ese aire incómodo de quien carga demasiados recuerdos.- No esperen discursos grandilocuentes de mi parte. Vine porque... alguien tiene que estar aquí cuando las luces se apaguen. Y si nadie más lo hace, será mi sombra la que cubra sus espaldas. -Mumyou se dejó caer en un rincón, cruzando los brazos, observando con el mismo cansancio áspero que lo define. No parecía un héroe, ni quería serlo. Pero estaba allí.-
    Tipo
    Grupal
    Líneas
    7
    Estado
    Disponible
    Me encocora
    Me emputece
    2
    0 turnos 0 maullidos
Ver más resultados
Patrocinados