[ 𝑴𝒆 π’…π’†π’Žπ’π’”π’•π’“π’‚π’”π’•π’† π’„π’π’Žπ’ 𝒆𝒓𝒂 𝒆𝒍 π’„π’Šπ’†π’π’, 𝒂𝒉𝒐𝒓𝒂 𝒅éπ’‹π’‚π’Žπ’† 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒂 π’Žπ’Š π’Šπ’π’‡π’Šπ’†π’“π’π’ — 𝐁𝐄𝐋𝐋𝐀 π‚πˆπ€πŽ. | 𝟎𝟎 ]





Mucho antes de nacer, su vida había dejado de pertenecerle. El destino del hombre que sería estaba escrito, marcado en su piel como un animal antes incluso de respirar, antes de que pudiera si quiera abrir los ojos.

A los veinte años, su padre terminó de forjarlo. Aquella maldita bestia sin alma.
La más mínima molestia desaparecía de su camino con la facilidad de un suspiro. No había pena, no existía culpa; la vida ajena no valía nada. Eran sacos de carne desechables, basura humana. Y él había aprendido a tratarlos así.

Se rodeaba únicamente de perros amaestrados, piezas útiles que podía controlar a voluntad. El resto no merecía ni una mirada. Nadie osaba cuestionarlo, ni siquiera dentro de su propia familia, porque quien lo hacía estaba condenado al mismo infierno que él sabía construir con sus propias manos. Matar dejó de ser un acto aislado: se volvió rutina. Un hábito tedioso, otro labor más de su existencia.

Ese brillo en los ojos, esa arrogancia cruel, no eran rasgos humanos. La manipulación, el engaño, la máscara de caballerosidad que lo hacía parecer inofensivo, todo estaba incrustado en su carne y en sus huesos. Sostener cabezas aún calientes, con la sangre escurriéndose entre sus dedos, se volvió casi natural. No podía ser de otra forma: había sido moldeado para ello, convertido en un arma desde el primer día. El primogénito de los Di Conti. Ese era su mundo, su condena.

Nunca soñó con felicidad, ni con ternura, ni con misericordia. Esos conceptos no existían en su diccionario. Solo había un hueco, un vacío incapaz de llenarse. Un muñeco sin alma, un instrumento de obediencia. Incluso al renunciar al apellido, incluso al huir y forjarse un nuevo nombre, la redención nunca llegó. Solo encontró nuevas máscaras, nuevas culpas, nuevas sombras que lo siguieron siempre. Y en esa huida arrastró a todos los que se acercaron demasiado: Rubí, Kiev… nadie escapó limpio de su mancha, mucho menos ahora Vanya.

Pero algo cambió. Algo que jamás esperaba.
La muerte llegó para reclamarlo y, aun así, no lo aceptó. Fue condenado de otra manera ¿Qué tan maldito debía estar para que incluso la muerte lo negara?

Entonces lo sintió. Por primera vez. La conciencia. Ese peso en el pecho que ardía y quemaba como un fuego lento. Lo odiaba. Sentir era debilidad. Pero en las noches la pregunta volvía, implacable, como un cuchillo girando en lo hondo. Durante el último año había probado emociones que lo desgarraban y lo embriagaban a la vez volviéndose casi adicto a sentirlo de varias formas. Había sentido, aunque fuese por segundos, algo parecido a la vida. Algo parecido a ser humano.

¿Podía ser feliz? ¿Podía robarle a su condena un instante de paz, aunque efímero?

No era un santo ni lo sería jamás, lo sabía. Pero esos ojos… esos malditos ojos no veían al monstruo. Lo miraban con ternura, con esperanza, como si aún hubiese algo digno de salvarse. Y eso dolía. Dolía más que cualquier bala, más que cualquier herida. Porque en el fondo temía que lo que más odiaba fuese, justamente, la posibilidad de que todavía quedara un hombre debajo de toda esa sangre.



[ ... ]


π”π§πš 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐒𝐧𝐚 𝐦𝐒 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠π₯𝐒𝐚𝐭𝐨…

Fue una de esas mañanas en que el sol se empeñó en iluminar incluso lo que uno preferiría mantener en la sombra. La claridad entró sin permiso, molestándole los párpados hasta obligarlo a cubrirse el rostro con la mano. Sus ojos dorados se abrieron con desgano; Ryan solía levantarse sin problemas, pero esa vez no había dormido bien por los últimos informes que había recibido sobre la situación del ruso y la próxima reunión que esperaba que calmará todo. De igual manera, la cita que tenía lo valía todo.

𝐎𝐑 π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, 𝐜𝐒𝐚𝐨, 𝐜𝐒𝐚𝐨…

Guardaba en secreto lo más frágil y lo más peligroso que tenía: ella. Una leona que había logrado colarse en su cabeza, rompiendo poco a poco la dureza que siempre lo había acompañado. No supo en qué momento pasó, solo sabía que entre salidas, miradas cómplices, sonrisas robadas y esa forma en que lo miraba, terminó desarmado frente a ella.

π”π§πš 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐒𝐧𝐚 𝐦𝐒 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠π₯𝐒𝐚𝐭𝐨… 𝐞 𝐑𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐯𝐚𝐭𝐨 π₯’𝐒𝐧𝐯𝐚𝐬𝐨𝐫.

En su teléfono aún guardaba una foto, la prueba de que no lo había soñado. Una imagen capaz de arrancarle una sonrisa incluso en medio de la sangre y los informes de la guerra contra el ruso. Cada domingo, cada instante, cada recuerdo: ahí estaba ella.

Ese día, al terminar de abotonarse la camisa, sus hombros tensos parecieron ceder un poco. El punto de encuentro era una plaza tranquila, casi inocente. No faltaron las bromas, las miradas que quemaban bajo la piel, ni ese beso robado que un niño interrumpió al pasar cerca.

𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐒𝐠𝐒𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐒 𝐯𝐒𝐚… 𝐨𝐑 π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨…

El viaje en auto los llevó a un sitio apartado, demasiado silencioso. La calma parecía tan perfecta que resultaba sospechosa. Ella sonreía, pero en sus ojos había un nerviosismo imposible de ocultar. Bastó el crujido de una rama para romper la paz, y el silencio se volvió pesado, casi insoportable, con esa presencia invisible de enemigos que siempre parecían acecharlo.

𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐒𝐠𝐒𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐒 𝐯𝐒𝐚… ché 𝐦𝐒 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐒 𝐦𝐨𝐫𝐒𝐫.

La distancia se hizo enorme en un segundo. Un instante la tenía en sus brazos y al siguiente estaba más cerca del enemigo que de él. Buscó su mirada, queriendo encontrar miedo o desconcierto en ella, pero en su lugar apareció la puntería de varias armas. Los hombres armados lo obligaron a retroceder, a mantenerse lejos. Lo que más lo golpeó no fue el arma, sino verla sin sorpresa en el rostro, como si lo hubiera sabido desde antes. Entonces escuchó la voz de su primo, dulce y venenosa, confirmando lo que ya intuía: una traición. Y las palabras de ella terminaron por firmar su condena.

Intentó reaccionar, pero fue tarde.

La primera bala le atravesó el pecho con un estallido seco, directo al ventrículo izquierdo. El golpe lo hizo arquearse hacia atrás, el aire se le escapó de golpe en un jadeo áspero y metálico. Sintió el corazón estallar dentro de su caja torácica, cada latido convertido en un espasmo inútil que expulsaba sangre a borbotones. La camisa blanca se manchó de inmediato, tiñéndose en rojo oscuro mientras sus dedos temblorosos intentaban cubrir la herida, inútilmente. El dolor no era solo físico; era como si lo hubieran arrancado de raíz, como si su propia vida se desangrara en cuestión de segundos.

Apenas logró inhalar, el segundo disparo llegó. La bala le atravesó el cráneo con un estruendo sordo, despojándolo del mundo en un destello blanco. Por un instante lo invadió un zumbido absoluto, como si el universo entero se partiera en dos, y después vino la nada: helada e impecable.

Y la última figura que alcanzó a ver, justo antes de que todo se apagara, fue la de ella.


❝ - π‘¨π’šπ’π’‚ ❞


El cuerpo del italiano se desplomó con un golpe sordo contra la hierba húmeda. El silencio que siguió fue más cruel que el propio disparo, como si el mundo entero contuviera el aliento para contemplar su caída.

La sangre brotó al principio en un hilo fino, tímido… pero pronto se desbordó, oscura y espesa, extendiéndose sobre el césped como un manto carmesí. El contraste con el verde fresco resultaba casi obsceno, un cuadro grotesco pintado por la muerte misma.


❝ - ¿π‘·π’–𝒆𝒅𝒆𝒔 π’‘π’“π’π’Žπ’†π’•π’†π’“π’Žπ’† 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 π’•π’“π’‚π’Šπ’„π’Šπ’π’π’‚π’“π’Žπ’†? ❞


La camisa blanca, elegida aquella mañana, se tiñó lentamente, manchándose de rojo como si la tela hubiera esperado ese destino desde siempre. Cada pliegue, cada costura, absorbía la sangre hasta volverse una segunda piel marcada por la violencia.

El aire olía a hierro. Y mientras los segundos se alargaban, la quietud del cadáver se volvía más aterradora que el estruendo de la bala que lo había derribado.


❝ - 𝑷𝒐𝒓𝒒𝒖𝒆 π’”π’Š 𝒍𝒐 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒔... ❞


Los ojos quedaron abiertos, vacíos, mirando hacia ninguna parte. El brillo que alguna vez desafiaba al mundo entero se había apagado para siempre. El pecho, inmóvil, sin señal de vida. Una respiración que nunca volvió.


❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂...❞


La canasta del picnic rodó hasta volcarse, derramando pan, frutas y vino sobre la tierra como una ofrenda rota a los dioses crueles del destino. El líquido carmesí se mezcló con la sangre en el suelo, confundiendo vida y muerte en una misma mancha.

A un costado, los lentes de sol yacían olvidados, inútiles, como si aún pretendieran protegerlo de un sol que ya no podía ver.

—Está muerto —anunció uno de los hombres, la voz áspera, definitiva. Había rodeado a ambos junto con los demás, y al tocar el cuello de Ryan no encontró pulso alguno..


❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒒𝒖𝒆 π’Žπ’‚π’•π’‚π’“π’•π’†.❞


Pero entonces, una mano emergió de la hierba ensangrentada y detuvo el movimiento de aquel hombre antes de que pensaran en irse, un agarre firme, con un peso que desafiaba el mismo silencio que habia reinado el lugar.


— ¿A dónde vas, hijo de puta? — gruñó una voz familiar, rota por el dolor pero mezclada con rabia. Ryan miro a este hombre antes de jalarlo hacia el, escasos centímetros antes de tomar su cuello y romperlo.
[ 𝑴𝒆 π’…π’†π’Žπ’π’”π’•π’“π’‚π’”π’•π’† π’„π’π’Žπ’ 𝒆𝒓𝒂 𝒆𝒍 π’„π’Šπ’†π’π’, 𝒂𝒉𝒐𝒓𝒂 𝒅éπ’‹π’‚π’Žπ’† 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓𝒕𝒆 𝒂 π’Žπ’Š π’Šπ’π’‡π’Šπ’†π’“π’π’ — 𝐁𝐄𝐋𝐋𝐀 π‚πˆπ€πŽ. | 𝟎𝟎 ] Mucho antes de nacer, su vida había dejado de pertenecerle. El destino del hombre que sería estaba escrito, marcado en su piel como un animal antes incluso de respirar, antes de que pudiera si quiera abrir los ojos. A los veinte años, su padre terminó de forjarlo. Aquella maldita bestia sin alma. La más mínima molestia desaparecía de su camino con la facilidad de un suspiro. No había pena, no existía culpa; la vida ajena no valía nada. Eran sacos de carne desechables, basura humana. Y él había aprendido a tratarlos así. Se rodeaba únicamente de perros amaestrados, piezas útiles que podía controlar a voluntad. El resto no merecía ni una mirada. Nadie osaba cuestionarlo, ni siquiera dentro de su propia familia, porque quien lo hacía estaba condenado al mismo infierno que él sabía construir con sus propias manos. Matar dejó de ser un acto aislado: se volvió rutina. Un hábito tedioso, otro labor más de su existencia. Ese brillo en los ojos, esa arrogancia cruel, no eran rasgos humanos. La manipulación, el engaño, la máscara de caballerosidad que lo hacía parecer inofensivo, todo estaba incrustado en su carne y en sus huesos. Sostener cabezas aún calientes, con la sangre escurriéndose entre sus dedos, se volvió casi natural. No podía ser de otra forma: había sido moldeado para ello, convertido en un arma desde el primer día. El primogénito de los Di Conti. Ese era su mundo, su condena. Nunca soñó con felicidad, ni con ternura, ni con misericordia. Esos conceptos no existían en su diccionario. Solo había un hueco, un vacío incapaz de llenarse. Un muñeco sin alma, un instrumento de obediencia. Incluso al renunciar al apellido, incluso al huir y forjarse un nuevo nombre, la redención nunca llegó. Solo encontró nuevas máscaras, nuevas culpas, nuevas sombras que lo siguieron siempre. Y en esa huida arrastró a todos los que se acercaron demasiado: Rubí, Kiev… nadie escapó limpio de su mancha, mucho menos ahora Vanya. Pero algo cambió. Algo que jamás esperaba. La muerte llegó para reclamarlo y, aun así, no lo aceptó. Fue condenado de otra manera ¿Qué tan maldito debía estar para que incluso la muerte lo negara? Entonces lo sintió. Por primera vez. La conciencia. Ese peso en el pecho que ardía y quemaba como un fuego lento. Lo odiaba. Sentir era debilidad. Pero en las noches la pregunta volvía, implacable, como un cuchillo girando en lo hondo. Durante el último año había probado emociones que lo desgarraban y lo embriagaban a la vez volviéndose casi adicto a sentirlo de varias formas. Había sentido, aunque fuese por segundos, algo parecido a la vida. Algo parecido a ser humano. ¿Podía ser feliz? ¿Podía robarle a su condena un instante de paz, aunque efímero? No era un santo ni lo sería jamás, lo sabía. Pero esos ojos… esos malditos ojos no veían al monstruo. Lo miraban con ternura, con esperanza, como si aún hubiese algo digno de salvarse. Y eso dolía. Dolía más que cualquier bala, más que cualquier herida. Porque en el fondo temía que lo que más odiaba fuese, justamente, la posibilidad de que todavía quedara un hombre debajo de toda esa sangre. [ ... ] π”π§πš 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐒𝐧𝐚 𝐦𝐒 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠π₯𝐒𝐚𝐭𝐨… Fue una de esas mañanas en que el sol se empeñó en iluminar incluso lo que uno preferiría mantener en la sombra. La claridad entró sin permiso, molestándole los párpados hasta obligarlo a cubrirse el rostro con la mano. Sus ojos dorados se abrieron con desgano; Ryan solía levantarse sin problemas, pero esa vez no había dormido bien por los últimos informes que había recibido sobre la situación del ruso y la próxima reunión que esperaba que calmará todo. De igual manera, la cita que tenía lo valía todo. 𝐎𝐑 π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, 𝐜𝐒𝐚𝐨, 𝐜𝐒𝐚𝐨… Guardaba en secreto lo más frágil y lo más peligroso que tenía: ella. Una leona que había logrado colarse en su cabeza, rompiendo poco a poco la dureza que siempre lo había acompañado. No supo en qué momento pasó, solo sabía que entre salidas, miradas cómplices, sonrisas robadas y esa forma en que lo miraba, terminó desarmado frente a ella. π”π§πš 𝐦𝐚𝐭𝐭𝐒𝐧𝐚 𝐦𝐒 𝐬𝐨𝐧' 𝐬𝐯𝐞𝐠π₯𝐒𝐚𝐭𝐨… 𝐞 𝐑𝐨 𝐭𝐫𝐨𝐯𝐚𝐭𝐨 π₯’𝐒𝐧𝐯𝐚𝐬𝐨𝐫. En su teléfono aún guardaba una foto, la prueba de que no lo había soñado. Una imagen capaz de arrancarle una sonrisa incluso en medio de la sangre y los informes de la guerra contra el ruso. Cada domingo, cada instante, cada recuerdo: ahí estaba ella. Ese día, al terminar de abotonarse la camisa, sus hombros tensos parecieron ceder un poco. El punto de encuentro era una plaza tranquila, casi inocente. No faltaron las bromas, las miradas que quemaban bajo la piel, ni ese beso robado que un niño interrumpió al pasar cerca. 𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐒𝐠𝐒𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐒 𝐯𝐒𝐚… 𝐨𝐑 π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨, π›πžπ₯π₯𝐚 𝐜𝐒𝐚𝐨… El viaje en auto los llevó a un sitio apartado, demasiado silencioso. La calma parecía tan perfecta que resultaba sospechosa. Ella sonreía, pero en sus ojos había un nerviosismo imposible de ocultar. Bastó el crujido de una rama para romper la paz, y el silencio se volvió pesado, casi insoportable, con esa presencia invisible de enemigos que siempre parecían acecharlo. 𝐎 𝐩𝐚𝐫𝐭𝐒𝐠𝐒𝐚𝐧𝐨, 𝐩𝐨𝐫𝐭𝐚𝐦𝐒 𝐯𝐒𝐚… ché 𝐦𝐒 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐒 𝐦𝐨𝐫𝐒𝐫. La distancia se hizo enorme en un segundo. Un instante la tenía en sus brazos y al siguiente estaba más cerca del enemigo que de él. Buscó su mirada, queriendo encontrar miedo o desconcierto en ella, pero en su lugar apareció la puntería de varias armas. Los hombres armados lo obligaron a retroceder, a mantenerse lejos. Lo que más lo golpeó no fue el arma, sino verla sin sorpresa en el rostro, como si lo hubiera sabido desde antes. Entonces escuchó la voz de su primo, dulce y venenosa, confirmando lo que ya intuía: una traición. Y las palabras de ella terminaron por firmar su condena. Intentó reaccionar, pero fue tarde. La primera bala le atravesó el pecho con un estallido seco, directo al ventrículo izquierdo. El golpe lo hizo arquearse hacia atrás, el aire se le escapó de golpe en un jadeo áspero y metálico. Sintió el corazón estallar dentro de su caja torácica, cada latido convertido en un espasmo inútil que expulsaba sangre a borbotones. La camisa blanca se manchó de inmediato, tiñéndose en rojo oscuro mientras sus dedos temblorosos intentaban cubrir la herida, inútilmente. El dolor no era solo físico; era como si lo hubieran arrancado de raíz, como si su propia vida se desangrara en cuestión de segundos. Apenas logró inhalar, el segundo disparo llegó. La bala le atravesó el cráneo con un estruendo sordo, despojándolo del mundo en un destello blanco. Por un instante lo invadió un zumbido absoluto, como si el universo entero se partiera en dos, y después vino la nada: helada e impecable. Y la última figura que alcanzó a ver, justo antes de que todo se apagara, fue la de ella. ❝ - π‘¨π’šπ’π’‚ ❞ El cuerpo del italiano se desplomó con un golpe sordo contra la hierba húmeda. El silencio que siguió fue más cruel que el propio disparo, como si el mundo entero contuviera el aliento para contemplar su caída. La sangre brotó al principio en un hilo fino, tímido… pero pronto se desbordó, oscura y espesa, extendiéndose sobre el césped como un manto carmesí. El contraste con el verde fresco resultaba casi obsceno, un cuadro grotesco pintado por la muerte misma. ❝ - ¿π‘·π’–𝒆𝒅𝒆𝒔 π’‘π’“π’π’Žπ’†π’•π’†π’“π’Žπ’† 𝒏𝒖𝒏𝒄𝒂 π’•π’“π’‚π’Šπ’„π’Šπ’π’π’‚π’“π’Žπ’†? ❞ La camisa blanca, elegida aquella mañana, se tiñó lentamente, manchándose de rojo como si la tela hubiera esperado ese destino desde siempre. Cada pliegue, cada costura, absorbía la sangre hasta volverse una segunda piel marcada por la violencia. El aire olía a hierro. Y mientras los segundos se alargaban, la quietud del cadáver se volvía más aterradora que el estruendo de la bala que lo había derribado. ❝ - 𝑷𝒐𝒓𝒒𝒖𝒆 π’”π’Š 𝒍𝒐 𝒉𝒂𝒄𝒆𝒔... ❞ Los ojos quedaron abiertos, vacíos, mirando hacia ninguna parte. El brillo que alguna vez desafiaba al mundo entero se había apagado para siempre. El pecho, inmóvil, sin señal de vida. Una respiración que nunca volvió. ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂...❞ La canasta del picnic rodó hasta volcarse, derramando pan, frutas y vino sobre la tierra como una ofrenda rota a los dioses crueles del destino. El líquido carmesí se mezcló con la sangre en el suelo, confundiendo vida y muerte en una misma mancha. A un costado, los lentes de sol yacían olvidados, inútiles, como si aún pretendieran protegerlo de un sol que ya no podía ver. —Está muerto —anunció uno de los hombres, la voz áspera, definitiva. Había rodeado a ambos junto con los demás, y al tocar el cuello de Ryan no encontró pulso alguno.. ❝ - 𝑴𝒆 𝒅𝒐𝒍𝒆𝒓í𝒂 𝒕𝒆𝒏𝒆𝒓 𝒒𝒖𝒆 π’Žπ’‚π’•π’‚π’“π’•π’†.❞ Pero entonces, una mano emergió de la hierba ensangrentada y detuvo el movimiento de aquel hombre antes de que pensaran en irse, un agarre firme, con un peso que desafiaba el mismo silencio que habia reinado el lugar. — ¿A dónde vas, hijo de puta? — gruñó una voz familiar, rota por el dolor pero mezclada con rabia. Ryan miro a este hombre antes de jalarlo hacia el, escasos centímetros antes de tomar su cuello y romperlo.
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