𝐏𝐑𝐄𝐋𝐔𝐃𝐈𝐎: 𝐄𝐋 𝐒𝐈𝐋𝐄𝐍𝐂𝐈𝐎 𝐃𝐄 𝐋𝐀 𝐏𝐄́𝐑𝐃𝐈𝐃𝐀
En los juzgados de Baldur’s Gate reinaba el silencio, un silencio que se constituía por las cosas que faltaban, si uno oía atentamente podría escuchar que no había el murmullo de alguien que necesitase ayuda por ser salvado de una acusación injusta, ni tampoco el movimiento apresurado de los becarios, tampoco estaba el sonido de las plumas escribiendo sobre pergaminos, ni el de los jueces debatiendo entre ellos sobre un caso concreto, aquel silencio era el silencio de la pérdida y Rennyn que estaba sentada en su lujosa silla y leía el periódico, era su dueña.
Aquella mañana, que no era especial, ni diferente a las demás, Rennyn sentía todavía más el abrazo de la Dama de la Pérdida. Pocos eran los adoradores de la dama Sharr en Puerta de Baldur, pero… ella había perdido algo demasiado valioso y el consuelo de la dama oscura le había llenado un vacío en el corazón que nadie era capaz de rellenar.
Rennyn revisaba viejos papeles, viejos periódicos rememorando una noche fatídica, aquella en la que perdió su hermosa perla, una perla que era la más valiosa. Era una perla especial.
El silencio se vio interrumpido por alguien que llamaba a la puerta.
— ¿Sí?
Alzó la voz Rennyn que miró por encima de una lupa que tenía en la mano derecha, la puerta se abrió y dio paso a un hombre moreno, que ya algunas canas peinaba de ojos fríos como el hielo y un tanto musculoso, era el carcelero.
— Magistrada, deberíamos hablar.
— ¿Hmpf?
Ella no se metía en los “dominios” del carcelero ni él en los suyos, por lo que aquella interacción le resultó tan extraña como molesta.
— Hay un prisionero que deberías de escuchar, ha pedido la cabeza pero…
— Muchos pierden la cabeza bajo tu mando, y no lo juzgo pero ¿Para qué querría yo escuchar los lamentos de un loco?
— Porque a veces los locos dicen la verdad.
Si bien era cierto aquello que decían, pues los locos no tenían conciencia de lo que estaba “bien” o “mal” o lo que era “correcto contar” o no, Rennyn asintió.
— Bien, pero espero que al menos hoy haya desayunado.
— Como siempre, Magistrada. Alimento mínimo, una vez por día.
— Denigrante.
— Son presos, no merecen dignidad alguna, cometieron crimenes.
— No pienso discutir contigo sobre la reinserción de presos dentro de la sociedad, y menos cuando eres un bruto sin cerebro, llévame ante el preso.
Y así fue, el carcelero y la magistrada bajaron aquellas escaleras de piedra que daban a los calabozos, era un lugar frío y húmedo, no tenía ninguna comodidad, muchos presos habían muerto entre aquellas rocas, ya fuera por los malos tratos, por su vejez o por que sencillamente habían encontrado la forma de quitarse la vida. Los fantasmas de aquellas atrocidades atormentaban a Rennyn, a decir verdad, odiaba aquel lugar oscuro y frío, lo odiaba con toda su alma. Pero un canturreo la sacó de un monólogo obsesivo interno.
“ A los escudos de plata una perla robaron,
ellos se la comieron, ellos se la zamparon.”
Rennyn abrió tanto los ojos que una rabia intensa hizo que de su cintura descolgara su martillo de plata, sin pensarlo, pero fue el carcelero quien con una delicadeza poco propia de un hombre de su tamaño posó la mano sobre el martillo y lentamente lo bajo observando a través de sus pestañas a la magistrada.
— Ahora lo entiendes.
— Mátalo.
Rennyn mostró su rostro más estoico e inexpresivo.
El carcelero se llevó la mano al pecho, sonrió.
— Como ordene, mi señora.
Rennyn era la ley de plata, la ley de la pérdida, la ley. Ella determinaba quién bajo su mirada debía ser juzgado de muerte y quién no… y cuando encontrase a aquel ser que le robó su perla, iba a matarlo con sus propias manos.
Aquella mañana, que no era especial, ni diferente a las demás, Rennyn sentía todavía más el abrazo de la Dama de la Pérdida. Pocos eran los adoradores de la dama Sharr en Puerta de Baldur, pero… ella había perdido algo demasiado valioso y el consuelo de la dama oscura le había llenado un vacío en el corazón que nadie era capaz de rellenar.
Rennyn revisaba viejos papeles, viejos periódicos rememorando una noche fatídica, aquella en la que perdió su hermosa perla, una perla que era la más valiosa. Era una perla especial.
El silencio se vio interrumpido por alguien que llamaba a la puerta.
— ¿Sí?
Alzó la voz Rennyn que miró por encima de una lupa que tenía en la mano derecha, la puerta se abrió y dio paso a un hombre moreno, que ya algunas canas peinaba de ojos fríos como el hielo y un tanto musculoso, era el carcelero.
— Magistrada, deberíamos hablar.
— ¿Hmpf?
Ella no se metía en los “dominios” del carcelero ni él en los suyos, por lo que aquella interacción le resultó tan extraña como molesta.
— Hay un prisionero que deberías de escuchar, ha pedido la cabeza pero…
— Muchos pierden la cabeza bajo tu mando, y no lo juzgo pero ¿Para qué querría yo escuchar los lamentos de un loco?
— Porque a veces los locos dicen la verdad.
Si bien era cierto aquello que decían, pues los locos no tenían conciencia de lo que estaba “bien” o “mal” o lo que era “correcto contar” o no, Rennyn asintió.
— Bien, pero espero que al menos hoy haya desayunado.
— Como siempre, Magistrada. Alimento mínimo, una vez por día.
— Denigrante.
— Son presos, no merecen dignidad alguna, cometieron crimenes.
— No pienso discutir contigo sobre la reinserción de presos dentro de la sociedad, y menos cuando eres un bruto sin cerebro, llévame ante el preso.
Y así fue, el carcelero y la magistrada bajaron aquellas escaleras de piedra que daban a los calabozos, era un lugar frío y húmedo, no tenía ninguna comodidad, muchos presos habían muerto entre aquellas rocas, ya fuera por los malos tratos, por su vejez o por que sencillamente habían encontrado la forma de quitarse la vida. Los fantasmas de aquellas atrocidades atormentaban a Rennyn, a decir verdad, odiaba aquel lugar oscuro y frío, lo odiaba con toda su alma. Pero un canturreo la sacó de un monólogo obsesivo interno.
“ A los escudos de plata una perla robaron,
ellos se la comieron, ellos se la zamparon.”
Rennyn abrió tanto los ojos que una rabia intensa hizo que de su cintura descolgara su martillo de plata, sin pensarlo, pero fue el carcelero quien con una delicadeza poco propia de un hombre de su tamaño posó la mano sobre el martillo y lentamente lo bajo observando a través de sus pestañas a la magistrada.
— Ahora lo entiendes.
— Mátalo.
Rennyn mostró su rostro más estoico e inexpresivo.
El carcelero se llevó la mano al pecho, sonrió.
— Como ordene, mi señora.
Rennyn era la ley de plata, la ley de la pérdida, la ley. Ella determinaba quién bajo su mirada debía ser juzgado de muerte y quién no… y cuando encontrase a aquel ser que le robó su perla, iba a matarlo con sus propias manos.
En los juzgados de Baldur’s Gate reinaba el silencio, un silencio que se constituía por las cosas que faltaban, si uno oía atentamente podría escuchar que no había el murmullo de alguien que necesitase ayuda por ser salvado de una acusación injusta, ni tampoco el movimiento apresurado de los becarios, tampoco estaba el sonido de las plumas escribiendo sobre pergaminos, ni el de los jueces debatiendo entre ellos sobre un caso concreto, aquel silencio era el silencio de la pérdida y Rennyn que estaba sentada en su lujosa silla y leía el periódico, era su dueña.
Aquella mañana, que no era especial, ni diferente a las demás, Rennyn sentía todavía más el abrazo de la Dama de la Pérdida. Pocos eran los adoradores de la dama Sharr en Puerta de Baldur, pero… ella había perdido algo demasiado valioso y el consuelo de la dama oscura le había llenado un vacío en el corazón que nadie era capaz de rellenar.
Rennyn revisaba viejos papeles, viejos periódicos rememorando una noche fatídica, aquella en la que perdió su hermosa perla, una perla que era la más valiosa. Era una perla especial.
El silencio se vio interrumpido por alguien que llamaba a la puerta.
— ¿Sí?
Alzó la voz Rennyn que miró por encima de una lupa que tenía en la mano derecha, la puerta se abrió y dio paso a un hombre moreno, que ya algunas canas peinaba de ojos fríos como el hielo y un tanto musculoso, era el carcelero.
— Magistrada, deberíamos hablar.
— ¿Hmpf?
Ella no se metía en los “dominios” del carcelero ni él en los suyos, por lo que aquella interacción le resultó tan extraña como molesta.
— Hay un prisionero que deberías de escuchar, ha pedido la cabeza pero…
— Muchos pierden la cabeza bajo tu mando, y no lo juzgo pero ¿Para qué querría yo escuchar los lamentos de un loco?
— Porque a veces los locos dicen la verdad.
Si bien era cierto aquello que decían, pues los locos no tenían conciencia de lo que estaba “bien” o “mal” o lo que era “correcto contar” o no, Rennyn asintió.
— Bien, pero espero que al menos hoy haya desayunado.
— Como siempre, Magistrada. Alimento mínimo, una vez por día.
— Denigrante.
— Son presos, no merecen dignidad alguna, cometieron crimenes.
— No pienso discutir contigo sobre la reinserción de presos dentro de la sociedad, y menos cuando eres un bruto sin cerebro, llévame ante el preso.
Y así fue, el carcelero y la magistrada bajaron aquellas escaleras de piedra que daban a los calabozos, era un lugar frío y húmedo, no tenía ninguna comodidad, muchos presos habían muerto entre aquellas rocas, ya fuera por los malos tratos, por su vejez o por que sencillamente habían encontrado la forma de quitarse la vida. Los fantasmas de aquellas atrocidades atormentaban a Rennyn, a decir verdad, odiaba aquel lugar oscuro y frío, lo odiaba con toda su alma. Pero un canturreo la sacó de un monólogo obsesivo interno.
“ A los escudos de plata una perla robaron,
ellos se la comieron, ellos se la zamparon.”
Rennyn abrió tanto los ojos que una rabia intensa hizo que de su cintura descolgara su martillo de plata, sin pensarlo, pero fue el carcelero quien con una delicadeza poco propia de un hombre de su tamaño posó la mano sobre el martillo y lentamente lo bajo observando a través de sus pestañas a la magistrada.
— Ahora lo entiendes.
— Mátalo.
Rennyn mostró su rostro más estoico e inexpresivo.
El carcelero se llevó la mano al pecho, sonrió.
— Como ordene, mi señora.
Rennyn era la ley de plata, la ley de la pérdida, la ley. Ella determinaba quién bajo su mirada debía ser juzgado de muerte y quién no… y cuando encontrase a aquel ser que le robó su perla, iba a matarlo con sus propias manos.
Tipo
Individual
Líneas
Cualquier línea
Estado
Terminado