#DespertarEnLaCasa
La humedad me cubre, una cobija pegajosa que me aplasta, debilita y somete. Se arrastra por mis costillas, se mete entre mis dedos, me respira en la nuca, se estaciona tras mis orejas como el aliento de un amante gordo y flácido jadeando en un burdo esfuerzo por alcanzar el clímax antes que un infarto.
No sé cuánto tiempo llevo aquí.
Las sábanas están enredadas a mis tobillos, grilletes de algodón egipcio que me retienen en el lecho.
El colchón está frío, mojado.
¿He sangrado? ¿Llorado? ¿Muerto?
No.
Estoy despierto. Despierto en esa forma en que no deseo estarlo.
Despierto.
Y sobrio.
El techo se descascara. Las paredes lucen empañadas. Hay flores… flores creciendo desde la piedra, como si el ladrillo hubiera nutrido alguna semilla errante.
Bufo. Maldigo el simbolismo.
¿Qué puta mierda significa? ¿Qué intenta decirme?
La cabeza me pesa una tonelada.
No puedo pensar.
Me arde la piel.
Me arde el pecho.
Me pesa la cabeza.
Me pesan los brazos y las piernas.
Estoy atrapado.
Huele a encierro. No puedo respirar.
El cuarto está vivo y soy la cena cubierta de ácido estomacal.
Me digiere con parsimonia.
Me ablanda. Me vuelve barro.
¡No voy a nutrir las jodidas flores!
Siento que grité. No tengo voz.
Tomo todo de mi para incorporarme. Las sábanas se desprenden como piel muerta.
Mi cuaderno está a mi lado. Abierto. Hay tinta fresca en la página, aunque yo no escribí nada.
“Estás a salvo aquí.”
Mientes.
Me tiemblan las manos.
Y entonces… Una rendija.
Una fisura en la pared, una herida en la piedra.
Luz. Fría, pálida, tímida.
Un suspiro en medio de la asfixia.
Respiro profundo observando la ventana.
Antes no estaba allí.
— Maldita sea… —la brisa nocturna me regresó la voz y, en un último esfuerzo, logro salir de la habitación.
La humedad me cubre, una cobija pegajosa que me aplasta, debilita y somete. Se arrastra por mis costillas, se mete entre mis dedos, me respira en la nuca, se estaciona tras mis orejas como el aliento de un amante gordo y flácido jadeando en un burdo esfuerzo por alcanzar el clímax antes que un infarto.
No sé cuánto tiempo llevo aquí.
Las sábanas están enredadas a mis tobillos, grilletes de algodón egipcio que me retienen en el lecho.
El colchón está frío, mojado.
¿He sangrado? ¿Llorado? ¿Muerto?
No.
Estoy despierto. Despierto en esa forma en que no deseo estarlo.
Despierto.
Y sobrio.
El techo se descascara. Las paredes lucen empañadas. Hay flores… flores creciendo desde la piedra, como si el ladrillo hubiera nutrido alguna semilla errante.
Bufo. Maldigo el simbolismo.
¿Qué puta mierda significa? ¿Qué intenta decirme?
La cabeza me pesa una tonelada.
No puedo pensar.
Me arde la piel.
Me arde el pecho.
Me pesa la cabeza.
Me pesan los brazos y las piernas.
Estoy atrapado.
Huele a encierro. No puedo respirar.
El cuarto está vivo y soy la cena cubierta de ácido estomacal.
Me digiere con parsimonia.
Me ablanda. Me vuelve barro.
¡No voy a nutrir las jodidas flores!
Siento que grité. No tengo voz.
Tomo todo de mi para incorporarme. Las sábanas se desprenden como piel muerta.
Mi cuaderno está a mi lado. Abierto. Hay tinta fresca en la página, aunque yo no escribí nada.
“Estás a salvo aquí.”
Mientes.
Me tiemblan las manos.
Y entonces… Una rendija.
Una fisura en la pared, una herida en la piedra.
Luz. Fría, pálida, tímida.
Un suspiro en medio de la asfixia.
Respiro profundo observando la ventana.
Antes no estaba allí.
— Maldita sea… —la brisa nocturna me regresó la voz y, en un último esfuerzo, logro salir de la habitación.
#DespertarEnLaCasa
La humedad me cubre, una cobija pegajosa que me aplasta, debilita y somete. Se arrastra por mis costillas, se mete entre mis dedos, me respira en la nuca, se estaciona tras mis orejas como el aliento de un amante gordo y flácido jadeando en un burdo esfuerzo por alcanzar el clímax antes que un infarto.
No sé cuánto tiempo llevo aquí.
Las sábanas están enredadas a mis tobillos, grilletes de algodón egipcio que me retienen en el lecho.
El colchón está frío, mojado.
¿He sangrado? ¿Llorado? ¿Muerto?
No.
Estoy despierto. Despierto en esa forma en que no deseo estarlo.
Despierto.
Y sobrio.
El techo se descascara. Las paredes lucen empañadas. Hay flores… flores creciendo desde la piedra, como si el ladrillo hubiera nutrido alguna semilla errante.
Bufo. Maldigo el simbolismo.
¿Qué puta mierda significa? ¿Qué intenta decirme?
La cabeza me pesa una tonelada.
No puedo pensar.
Me arde la piel.
Me arde el pecho.
Me pesa la cabeza.
Me pesan los brazos y las piernas.
Estoy atrapado.
Huele a encierro. No puedo respirar.
El cuarto está vivo y soy la cena cubierta de ácido estomacal.
Me digiere con parsimonia.
Me ablanda. Me vuelve barro.
¡No voy a nutrir las jodidas flores!
Siento que grité. No tengo voz.
Tomo todo de mi para incorporarme. Las sábanas se desprenden como piel muerta.
Mi cuaderno está a mi lado. Abierto. Hay tinta fresca en la página, aunque yo no escribí nada.
“Estás a salvo aquí.”
Mientes.
Me tiemblan las manos.
Y entonces… Una rendija.
Una fisura en la pared, una herida en la piedra.
Luz. Fría, pálida, tímida.
Un suspiro en medio de la asfixia.
Respiro profundo observando la ventana.
Antes no estaba allí.
— Maldita sea… —la brisa nocturna me regresó la voz y, en un último esfuerzo, logro salir de la habitación.
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