Tenlo en cuenta al responder.
En el corazón de una noche sin luna, el dios alado cruzó los ríos del Lethe y del Eunoé, traspasando los límites del mundo onírico. A cada paso, los sueños de mortales se deshilaban tras él como niebla. Al llegar, no encontró templos de mármol, sino pirámides talladas en piedra volcánica, con sangre aún tibia en sus escalones.
Allí lo esperaba Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, dios de la noche, del caos, de la memoria y del destino. Su presencia era una contradicción viva: risa y amenaza, sabiduría y tormenta. No necesitó presentaciones; ambos dioses se reconocieron sin palabras, pues se conocían desde el principio de las eras, cuando el primer sueño se fundió con la primera sombra.
—Morfeo —dijo Tezcatlipoca, sentado sobre un trono de jaguar y obsidiana. —¿Por qué abandonas tu lecho de seda y visiones para venir a una tierra que no teme al insomnio?
—Porque aquí se sueña con los ojos abiertos —respondió el griego, su voz suave como un murmullo entre hojas caídas. — He sentido tus sueños, viejo dios. Arden. Gritan. Pero están vivos. Quise entenderlos.
El mexica se irguió, y el humo de su espejo flotó entre ambos como un puente. En él, Morfeo vio guerras rituales, corazones ofrecidos al sol, ciudades flotantes y rostros pintados de añil. Pero también vio sueños: hombres que se convertían en jaguares, niños que hablaban con estrellas, sacerdotisas que caminaban entre los muertos sin temor.
—Aquí los sueños no son consuelo —dijo Tezcatlipoca con tono de voz molesto. —Son visión, son poder. Son presagios.
—Y sin embargo, siguen siendo sueños. —replicó Morfeo sin miedo alguno, alzando una flor de amapola negra entre sus dedos. —Aún tú, con todo tu poder, los necesitas. ¿Acaso no me has llamado tú, en secreto?
Tezcatlipoca bajó la mirada un instante, algo poco común en un dios cuya soberbia era tan antigua como los calendarios que él mismo había roto y vuelto a escribir. La imagen del sueño perdido parpadeó en su espejo de obsidiana, como si dudara entre permanecer o desvanecerse...
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Allí lo esperaba Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, dios de la noche, del caos, de la memoria y del destino. Su presencia era una contradicción viva: risa y amenaza, sabiduría y tormenta. No necesitó presentaciones; ambos dioses se reconocieron sin palabras, pues se conocían desde el principio de las eras, cuando el primer sueño se fundió con la primera sombra.
—Morfeo —dijo Tezcatlipoca, sentado sobre un trono de jaguar y obsidiana. —¿Por qué abandonas tu lecho de seda y visiones para venir a una tierra que no teme al insomnio?
—Porque aquí se sueña con los ojos abiertos —respondió el griego, su voz suave como un murmullo entre hojas caídas. — He sentido tus sueños, viejo dios. Arden. Gritan. Pero están vivos. Quise entenderlos.
El mexica se irguió, y el humo de su espejo flotó entre ambos como un puente. En él, Morfeo vio guerras rituales, corazones ofrecidos al sol, ciudades flotantes y rostros pintados de añil. Pero también vio sueños: hombres que se convertían en jaguares, niños que hablaban con estrellas, sacerdotisas que caminaban entre los muertos sin temor.
—Aquí los sueños no son consuelo —dijo Tezcatlipoca con tono de voz molesto. —Son visión, son poder. Son presagios.
—Y sin embargo, siguen siendo sueños. —replicó Morfeo sin miedo alguno, alzando una flor de amapola negra entre sus dedos. —Aún tú, con todo tu poder, los necesitas. ¿Acaso no me has llamado tú, en secreto?
Tezcatlipoca bajó la mirada un instante, algo poco común en un dios cuya soberbia era tan antigua como los calendarios que él mismo había roto y vuelto a escribir. La imagen del sueño perdido parpadeó en su espejo de obsidiana, como si dudara entre permanecer o desvanecerse...
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En el corazón de una noche sin luna, el dios alado cruzó los ríos del Lethe y del Eunoé, traspasando los límites del mundo onírico. A cada paso, los sueños de mortales se deshilaban tras él como niebla. Al llegar, no encontró templos de mármol, sino pirámides talladas en piedra volcánica, con sangre aún tibia en sus escalones.
Allí lo esperaba Tezcatlipoca, el Espejo Humeante, dios de la noche, del caos, de la memoria y del destino. Su presencia era una contradicción viva: risa y amenaza, sabiduría y tormenta. No necesitó presentaciones; ambos dioses se reconocieron sin palabras, pues se conocían desde el principio de las eras, cuando el primer sueño se fundió con la primera sombra.
—Morfeo —dijo Tezcatlipoca, sentado sobre un trono de jaguar y obsidiana. —¿Por qué abandonas tu lecho de seda y visiones para venir a una tierra que no teme al insomnio?
—Porque aquí se sueña con los ojos abiertos —respondió el griego, su voz suave como un murmullo entre hojas caídas. — He sentido tus sueños, viejo dios. Arden. Gritan. Pero están vivos. Quise entenderlos.
El mexica se irguió, y el humo de su espejo flotó entre ambos como un puente. En él, Morfeo vio guerras rituales, corazones ofrecidos al sol, ciudades flotantes y rostros pintados de añil. Pero también vio sueños: hombres que se convertían en jaguares, niños que hablaban con estrellas, sacerdotisas que caminaban entre los muertos sin temor.
—Aquí los sueños no son consuelo —dijo Tezcatlipoca con tono de voz molesto. —Son visión, son poder. Son presagios.
—Y sin embargo, siguen siendo sueños. —replicó Morfeo sin miedo alguno, alzando una flor de amapola negra entre sus dedos. —Aún tú, con todo tu poder, los necesitas. ¿Acaso no me has llamado tú, en secreto?
Tezcatlipoca bajó la mirada un instante, algo poco común en un dios cuya soberbia era tan antigua como los calendarios que él mismo había roto y vuelto a escribir. La imagen del sueño perdido parpadeó en su espejo de obsidiana, como si dudara entre permanecer o desvanecerse...
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