• [imagen recortada]

    ¿Que estas mirando?
    Tengo un poco de calor, asi que desvía tu mirada, además ando irritada.
    [imagen recortada] ¿Que estas mirando? Tengo un poco de calor, asi que desvía tu mirada, además ando irritada.
    Me encocora
    Me endiabla
    Me shockea
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  • Ciudad pentagrama se sintió más lúgubre de lo habitual. Aquella escalofriante sensación que producía la paranoia de sentirse observado aún si al darte la vuelta nada encontrabas, un escalofrío, un sentimiento, que cada alma putrefacta de aquel basurero que llamaban infierno sintió en aquel momento. Aunque no estaban equivocados. Pues mientras no eran observadas las sombras se movían, se reían y volvían a escabullirse entre oscuros callejones.
    La ciudad entera en la que todos los pecadores habitada se habían visto repentinamente invadidos por las sombras escurridizas, títeres de su amo que, calmadamente, aguantaba desde su morada por la obtención de Información que tanto buscaba. Una ubicación. Un lugar. Un ángel que hacía mucho había allí caído y ahora, sabedor de sus debilidades, tenía casi a su merced.

    Lucifer no podía estar muy lejos. No debía estario. No después de haberlo provocado de aquella forma hasta el punto de hacerlo arrastrarse como lombriz y es que, aunque le constaba que había usado sus alas para escapar, dudaba que tuviera la fuerza suficiente como para poder huir hasta algún otro anillo al cual él no podría acceder. Sin mencionar a Charlie y su hotel. Amaba demasiado a la absurdamente positiva de su hija como para dejarla atrás sólo porque él le había tocado el nervio.
    Aún se encontraba de pie frente al gran ventanal de su estación de radio, erguido, estoico. Con sus manos detrás de la espalda mientras esperaba novedades. Algo por lo que no debió esperar demasiado tiempo.

    Escurridizas, silenciosas y cautelosas. Tan discretas que más allá de la sensación de ser observados eran prácticamente imperceptibles, sus sombras volvieron a aparecer detrás de él

    —¿Y bien?— Cuestionó sin mirar, su vista aún perdida en la vasta ciudad que, ahora sabía, estaba destruida en comparación a sus inicios. Silencio, un silencio que, salvo él, nadie hubiese comprendido. Y es que él no necesitaba palabras para entender. Su sombra asomándose desde un costado suyo a lo que él desvió la mirada para observarle de reojo, aún sin moverse de su posición.

    La sombra sonrió victoriosa, tendiéndole con una mano una blanca pluma que tanto contrarrestaba con el ambiente oscuro y pesado que él mismo generaba. Una luz en medio de la oscuridad parecía simular aquella blanquecina plumilla. Extendió una mano, tomándola, llevándola a sus labios y apoyándola con satisfecha sonrisa.
    La penumbra desapareció tan de repente como él al escabullirse entre las sombras, fundiéndose en ellas y desapareciendo de la vista de cualquiera. Viajando por el infierno de una forma que nadie podría percatarse de su presencia a menos que así lo deseara, tan solo emergiendo por un momento, de pie, delante de un edificio. Un palacio. Una risa suave, grave, maliciosa, emanando desde lo profundo de su pecho.

    —Ni creas que terminé contigo, pequeño ángel — Se aseguró a sí mismo, volviendo a escabullirse entre las sombras mientras se colaba entre los muros del palacio, un hogar y de Lucifer 𝕾𝖆𝖒𝖆𝖊𝖑 𝕸𝖔𝖗𝖓𝖎𝖓𝖌𝖘𝖙𝖆𝖗 ni más ni menos.
    Ahora habiendo conocido la manzana de la tentación, estaba negado a no probar su dulzura. A no morder el fruto y embriagarse con su sabor quién sabía si incluso más adictivo que la came humana que él por mucho había consumido. Pero no iba a quedarse con la intriga ni tampoco con los deseos de volver a someter a quien se decía intocable, de volverlo suyo de maneras que, hasta entonces, jamás imaginó. De romper aquel espíritu combativo, quebrar su orgullo, y, por la fuerza de ser necesario, quien por fin obtuviera el control de absolutamente todo.
    Ciudad pentagrama se sintió más lúgubre de lo habitual. Aquella escalofriante sensación que producía la paranoia de sentirse observado aún si al darte la vuelta nada encontrabas, un escalofrío, un sentimiento, que cada alma putrefacta de aquel basurero que llamaban infierno sintió en aquel momento. Aunque no estaban equivocados. Pues mientras no eran observadas las sombras se movían, se reían y volvían a escabullirse entre oscuros callejones. La ciudad entera en la que todos los pecadores habitada se habían visto repentinamente invadidos por las sombras escurridizas, títeres de su amo que, calmadamente, aguantaba desde su morada por la obtención de Información que tanto buscaba. Una ubicación. Un lugar. Un ángel que hacía mucho había allí caído y ahora, sabedor de sus debilidades, tenía casi a su merced. Lucifer no podía estar muy lejos. No debía estario. No después de haberlo provocado de aquella forma hasta el punto de hacerlo arrastrarse como lombriz y es que, aunque le constaba que había usado sus alas para escapar, dudaba que tuviera la fuerza suficiente como para poder huir hasta algún otro anillo al cual él no podría acceder. Sin mencionar a Charlie y su hotel. Amaba demasiado a la absurdamente positiva de su hija como para dejarla atrás sólo porque él le había tocado el nervio. Aún se encontraba de pie frente al gran ventanal de su estación de radio, erguido, estoico. Con sus manos detrás de la espalda mientras esperaba novedades. Algo por lo que no debió esperar demasiado tiempo. Escurridizas, silenciosas y cautelosas. Tan discretas que más allá de la sensación de ser observados eran prácticamente imperceptibles, sus sombras volvieron a aparecer detrás de él —¿Y bien?— Cuestionó sin mirar, su vista aún perdida en la vasta ciudad que, ahora sabía, estaba destruida en comparación a sus inicios. Silencio, un silencio que, salvo él, nadie hubiese comprendido. Y es que él no necesitaba palabras para entender. Su sombra asomándose desde un costado suyo a lo que él desvió la mirada para observarle de reojo, aún sin moverse de su posición. La sombra sonrió victoriosa, tendiéndole con una mano una blanca pluma que tanto contrarrestaba con el ambiente oscuro y pesado que él mismo generaba. Una luz en medio de la oscuridad parecía simular aquella blanquecina plumilla. Extendió una mano, tomándola, llevándola a sus labios y apoyándola con satisfecha sonrisa. La penumbra desapareció tan de repente como él al escabullirse entre las sombras, fundiéndose en ellas y desapareciendo de la vista de cualquiera. Viajando por el infierno de una forma que nadie podría percatarse de su presencia a menos que así lo deseara, tan solo emergiendo por un momento, de pie, delante de un edificio. Un palacio. Una risa suave, grave, maliciosa, emanando desde lo profundo de su pecho. —Ni creas que terminé contigo, pequeño ángel — Se aseguró a sí mismo, volviendo a escabullirse entre las sombras mientras se colaba entre los muros del palacio, un hogar y de [LuciHe11] ni más ni menos. Ahora habiendo conocido la manzana de la tentación, estaba negado a no probar su dulzura. A no morder el fruto y embriagarse con su sabor quién sabía si incluso más adictivo que la came humana que él por mucho había consumido. Pero no iba a quedarse con la intriga ni tampoco con los deseos de volver a someter a quien se decía intocable, de volverlo suyo de maneras que, hasta entonces, jamás imaginó. De romper aquel espíritu combativo, quebrar su orgullo, y, por la fuerza de ser necesario, quien por fin obtuviera el control de absolutamente todo.
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  • 𝐄𝐋 𝐔𝐋𝐓𝐈𝐌𝐎 𝐇𝐄𝐑𝐎𝐄 - 𝐈
    𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬

    Los cielos sangraban por debajo. El humo se elevaba en ondas continuas, manchando las nubes de rojo y gris, las cenizas encendidas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la oscuridad. Fuego y noche fusionados en uno solo. Victoria y muerte.

    Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando los límites de una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor.

    Las llamas recortaron la silueta de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo tormentoso al absorber el impacto. El héroe apretó la mandíbula y gruñó. Entonces, Eneas, príncipe de Dardania, empujó con fuerza su antebrazo hacia arriba, elevando el escudo que llevaba atado al brazo junto a la espada de su adversario, y dejando el espacio suficiente para que el filo de Rompeviento abriera el abdomen desprotegido del jinete, hueso y carne crujieron alrededor del metal, y el jinete cayó desplomado de su montura.

    ────¡Rápido! –dijo a Pándaro, que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí.

    Crispó los dedos en el borde del carro y soltó una maldición por debajo al inspeccionar el estado de su pantorrilla; la herida de flecha que había recibido previamente volvió a abrirse. Intentó balancear su peso para mantenerse estable, pero con cada minuto que pasaba se volvía una labor difícil. La sangre caliente escurrió hasta su pie, y la lesión en su cadera que aún no terminaba de curarse del todo, le produjo un dolor lacerante debajo del peto.

    ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. ¿Te encuentras bien?

    ────He estado en peores situaciones –masculló al incorporarse–, no es nada. Vámonos…

    Eneas se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, los ojos le escocían a casusa del humo. A lo lejos, rodeándolos, la muralla se erigió sobre la ciudad de Ilión. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. La muralla había sido construida hacia tanto tiempo para proteger a la población de las amenazas del exterior, era tan alta y ancha en la parte superior que las patrullas que montaban guardia día y noche se veían reducidas por la distancia al tamaño de una hormiga. Y, sin embargo, sus paredes inmensas y sus torres de vigilancia fueron incapaces de resguardar desde dentro. Su principal protector, se había convertido en una prisión de muerte.

    Ese pensamiento sombrío bastó para amargar cualquier atisbo de consuelo en Eneas.

    No había podido salvar a su gente. Ellos, los helenos, los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. El ejercito dárdano, aliado de sus vecinos teucros, apenas consiguió reaccionar a tiempo para crear una distracción y movilizar a tantos ciudadanos como les fue posible para que huyeran de ahí. Y, sin embargo, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar el derramamiento de sangre esa noche. Familias enteras destruidas… inocentes desvaneciéndose en las calles… y las hermanas de su amigo Héctor, maldición, no encontró rastro alguno de ellas.

    La sangre le hirvió de impotencia. Habían sido demasiado ingenuos al creer que, después de diez años de guerra, sus enemigos finalmente aceptarían su derrota así sin más. No. Ellos lucharían hasta que el último de los aqueos muriera de pie.

    «Huye y no mires atrás», resonaron en sus pensamientos las palabras de su amigo, de quién consideraba un hermano. «Mi brazo habría podido defender la ciudad, juntos lo habríamos hecho. Pero yo caí antes. Ahora solo quedas tú. Quizás no puedas salvar a toda la ciudad, llévate contigo a tantos como puedas. Nuestra gente depende de ti».

    El dolor punzante en su pierna lo atravesó.

    «Más rápido».

    Las enormes puertas del oeste estaban abiertas de par en par. Al forzar la vista, Eneas alcanzó a divisar a los últimos ciudadanos que consiguieron rescatar siendo movilizados en carretas. Detrás de ellos, los carros de guerra del ejercito dárdano marchaban levantando nubes de polvo, cubriéndoles las espaldas en su huida. Frunció los labios en una línea recta, lo más cercano a una sonrisa que consiguió dibujar para decir: «Bien, bien».

    ────Algunos consiguieron escapar por las aguas de Escamandro –informó Pándaro. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. No tardaran mucho en reunirse con los demás, si todo sale bien, entonces…

    El aire silbó. Un destello de hierro.

    Los ojos del color del cielo del amanecer de Eneas se abrieron y una galaxia de diminutas gotas rojas salpicó su campo de visión. Palideció. Su compañero de armas no pudo terminar de hablar. Una lanza afilada atravesó su pecho. Armadura, carne y hueso crujieron y su grito se quebró en los hilos de sangre que le brotaron por las comisuras de los labios. El cuerpo de Pándaro trastabilló hacia atrás y rodó sin vida fuera del carro.

    «No. No, no…»

    Los caballos relincharon y se encabritaron por la ausencia de su auriga. El carro tembló sobre los escombros. Eneas se lanzó sobre las riendas, pero la flecha incrustada en su pantorrilla y la situación de su cadera no le permitieron el equilibrio que necesitaba para tirar de estas con la fuerza suficiente para evitar que el carro se estrellara contra un enorme bloque de piedra que se derrumbaba sobre él. Las ruedas no respondieron a tiempo, madera y piedra impactaron.

    El mundo giró. El carro volcó y Eneas fue arrojado a un lado. Su cabeza dio contra una piedra y la luz desapareció del mundo por un instante, dejándolo desorientado, tembloroso.

    En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El rey Diomedes, contemplaba la escena, erguido sobre un bloque de muralla destruida, con una calma cruel, mortal. En la piel le brillaba un patrón enraizado de angulosas líneas cristalinas, surcado por destellos de color iridiscentes, como los reflejos de rayos de luz bailando sobre el agua.

    De haberlo visto, Eneas habría sabido de inmediato de qué se trataba; una bendición. Su protectora, la diosa de ojos brillantes, la doncella indomable, le había concedido su favor, y ahora Diomedes era una fuerza imparable. Su capa roja ondeaba detrás de sus poderosos hombros; un agila majestuosa extendiendo sus alas, vigilando desde lo alto, aguardando el momento preciso para descender sobre su presa.

    ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada de Eneas –. El chico es mío.

    Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal.

    ────¡Ah! No temas príncipe –dijo con falsa dulzura, cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos.

    La lanza voló de su mano. Diomedes la arrojó con precisión quirúrgica, sus ojos brillaron con deleite depredador mientras observaba al príncipe que luchaba por incorporarse en el suelo.

    Un zumbido ensordecedor perforó los oídos de Eneas. Abrió un ojo, jadeó y luchó contra el dolor en su cabeza. Sus dedos, manchados de lodo y barro, se crisparon en la tierra y los escombros, esforzándose por arrastrarse debajo del carro volcado, pero era incapaz de conectar con sus propias fuerzas. Algo caliente y liquido le acarició la sien y el costado de su rostro… sangre.

    Maldición, maldición…

    ────¡Eneas!

    Una voz dulce como la miel tibia lo llamó desde más allá de la niebla densa. Al principio, le costó reconocerla, sus oídos no dejaban de zumbar y, tal vez, también se le escapaba su capacidad de razonamiento, olvidó cómo usar sus extremidades, olvidó cómo reconocer su alrededor. La voz insistió, le pareció tan imposible que algo tan dulce y puro pudiera resonar en ese campo de muerte.

    El corazón de Eneas latió con fuerza.

    La lanza cortó el aire, su punta afilada de bronce reflejó la legendaria ciudad de Ilión sangrando en ruinas. Nada la detenía. La lanza estaba destinada a llegar a su objetivo.

    ────¡Eneas!

    Eneas alzó la mirada. Entre la bruma espesa y las partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba hacia él. La habría reconocido incluso en la más densa oscuridad, entre esa niebla naranja de muerte y desgracia.

    ¿Cómo no podría hacerlo?

    Pequeña, grácil, delicada. Con su cabello color vino flotando con cada paso, y ese par de ojos que eran una copia exacta de los suyos. Siempre con esa manía suya de aparecer en el momento menos esperado, como un espíritu travieso del viento que, de repente, decide materializarse para jugar y reconfortar con su presencia a quién lo necesita.

    Era ella.

    Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. Su nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo y lo acompañó; a veces con palabras que esa mente afilada suya lograba estructurar para hacerlo reír, otras, bastaba con su presencia para hacer que el sol iluminara el día más gris. La mujer que siempre creyó en él.

    Su confidente. Su guardiana. Su protectora.

    ────Afro...

    Ahora ella corría hacia él sin pensar en el peligro, su rostro celestial estaba pálido del terror y él, en su estado, fue consciente del impulso irrefrenable de querer alcanzarla, de tomar su mano para tranquilizarla. Lo agitaba verla así. Odió a cualquier cosa y a todo lo que se atreviera a provocar en ella esa mirada.

    El perfil herido de Eneas apareció en el bronce de la punta de la lanza.

    Entre el espacio de los dedos de Afro, un tejido de energía azul, matizado con tonos rosas, comenzó a resplandecer.

    Su madre, la diosa del amor, había llegado para salvarlo.
    𝐄𝐋 𝐔𝐋𝐓𝐈𝐌𝐎 𝐇𝐄𝐑𝐎𝐄 - 𝐈 𝐄𝐧 𝐥𝐚 𝐞𝐫𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐡é𝐫𝐨𝐞𝐬 𝐲 𝐦𝐨𝐧𝐬𝐭𝐫𝐮𝐨𝐬 Los cielos sangraban por debajo. El humo se elevaba en ondas continuas, manchando las nubes de rojo y gris, las cenizas encendidas ascendían hasta perderse en la noche, mientras los gritos de guerra resonaban como ecos que rasgaban la oscuridad. Fuego y noche fusionados en uno solo. Victoria y muerte. Entre las ruinas, un carro de guerra se abría paso entre los escombros, atravesando los límites de una ciudad que estaba condenada y que pronto, lo único que quedaría de ella era un nombre y un recuerdo distante. El suelo temblaba bajo sus ruedas, que esquivaban espadas, cuerpos y piedras que caían a su alrededor. Las llamas recortaron la silueta de un jinete que se abalanzó por el costado del carro. Su espada descendió con furia contra el escudo del héroe abordo, haciéndolo vibrar como un trueno cruzando en el cielo tormentoso al absorber el impacto. El héroe apretó la mandíbula y gruñó. Entonces, Eneas, príncipe de Dardania, empujó con fuerza su antebrazo hacia arriba, elevando el escudo que llevaba atado al brazo junto a la espada de su adversario, y dejando el espacio suficiente para que el filo de Rompeviento abriera el abdomen desprotegido del jinete, hueso y carne crujieron alrededor del metal, y el jinete cayó desplomado de su montura. ────¡Rápido! –dijo a Pándaro, que sujetaba las riendas– Tenemos que salir de aquí. Crispó los dedos en el borde del carro y soltó una maldición por debajo al inspeccionar el estado de su pantorrilla; la herida de flecha que había recibido previamente volvió a abrirse. Intentó balancear su peso para mantenerse estable, pero con cada minuto que pasaba se volvía una labor difícil. La sangre caliente escurrió hasta su pie, y la lesión en su cadera que aún no terminaba de curarse del todo, le produjo un dolor lacerante debajo del peto. ────No falta mucho para que lleguemos. Acates nos está esperando del otro lado. ¿Te encuentras bien? ────He estado en peores situaciones –masculló al incorporarse–, no es nada. Vámonos… Eneas se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano, los ojos le escocían a casusa del humo. A lo lejos, rodeándolos, la muralla se erigió sobre la ciudad de Ilión. Un gigante imperturbable a la masacre que se suscitó en el interior de sus muros. La muralla había sido construida hacia tanto tiempo para proteger a la población de las amenazas del exterior, era tan alta y ancha en la parte superior que las patrullas que montaban guardia día y noche se veían reducidas por la distancia al tamaño de una hormiga. Y, sin embargo, sus paredes inmensas y sus torres de vigilancia fueron incapaces de resguardar desde dentro. Su principal protector, se había convertido en una prisión de muerte. Ese pensamiento sombrío bastó para amargar cualquier atisbo de consuelo en Eneas. No había podido salvar a su gente. Ellos, los helenos, los habían abordado durante la noche, arrancándoles la vida en medio de sus sueños. El ejercito dárdano, aliado de sus vecinos teucros, apenas consiguió reaccionar a tiempo para crear una distracción y movilizar a tantos ciudadanos como les fue posible para que huyeran de ahí. Y, sin embargo, sus esfuerzos no fueron suficientes para evitar el derramamiento de sangre esa noche. Familias enteras destruidas… inocentes desvaneciéndose en las calles… y las hermanas de su amigo Héctor, maldición, no encontró rastro alguno de ellas. La sangre le hirvió de impotencia. Habían sido demasiado ingenuos al creer que, después de diez años de guerra, sus enemigos finalmente aceptarían su derrota así sin más. No. Ellos lucharían hasta que el último de los aqueos muriera de pie. «Huye y no mires atrás», resonaron en sus pensamientos las palabras de su amigo, de quién consideraba un hermano. «Mi brazo habría podido defender la ciudad, juntos lo habríamos hecho. Pero yo caí antes. Ahora solo quedas tú. Quizás no puedas salvar a toda la ciudad, llévate contigo a tantos como puedas. Nuestra gente depende de ti». El dolor punzante en su pierna lo atravesó. «Más rápido». Las enormes puertas del oeste estaban abiertas de par en par. Al forzar la vista, Eneas alcanzó a divisar a los últimos ciudadanos que consiguieron rescatar siendo movilizados en carretas. Detrás de ellos, los carros de guerra del ejercito dárdano marchaban levantando nubes de polvo, cubriéndoles las espaldas en su huida. Frunció los labios en una línea recta, lo más cercano a una sonrisa que consiguió dibujar para decir: «Bien, bien». ────Algunos consiguieron escapar por las aguas de Escamandro –informó Pándaro. Las ruedas saltaron sobre los escombros–. No tardaran mucho en reunirse con los demás, si todo sale bien, entonces… El aire silbó. Un destello de hierro. Los ojos del color del cielo del amanecer de Eneas se abrieron y una galaxia de diminutas gotas rojas salpicó su campo de visión. Palideció. Su compañero de armas no pudo terminar de hablar. Una lanza afilada atravesó su pecho. Armadura, carne y hueso crujieron y su grito se quebró en los hilos de sangre que le brotaron por las comisuras de los labios. El cuerpo de Pándaro trastabilló hacia atrás y rodó sin vida fuera del carro. «No. No, no…» Los caballos relincharon y se encabritaron por la ausencia de su auriga. El carro tembló sobre los escombros. Eneas se lanzó sobre las riendas, pero la flecha incrustada en su pantorrilla y la situación de su cadera no le permitieron el equilibrio que necesitaba para tirar de estas con la fuerza suficiente para evitar que el carro se estrellara contra un enorme bloque de piedra que se derrumbaba sobre él. Las ruedas no respondieron a tiempo, madera y piedra impactaron. El mundo giró. El carro volcó y Eneas fue arrojado a un lado. Su cabeza dio contra una piedra y la luz desapareció del mundo por un instante, dejándolo desorientado, tembloroso. En el borde de la plaza central, una figura gloriosa se alzó entre las sombras y el fuego. El rey Diomedes, contemplaba la escena, erguido sobre un bloque de muralla destruida, con una calma cruel, mortal. En la piel le brillaba un patrón enraizado de angulosas líneas cristalinas, surcado por destellos de color iridiscentes, como los reflejos de rayos de luz bailando sobre el agua. De haberlo visto, Eneas habría sabido de inmediato de qué se trataba; una bendición. Su protectora, la diosa de ojos brillantes, la doncella indomable, le había concedido su favor, y ahora Diomedes era una fuerza imparable. Su capa roja ondeaba detrás de sus poderosos hombros; un agila majestuosa extendiendo sus alas, vigilando desde lo alto, aguardando el momento preciso para descender sobre su presa. ────Ustedes vayan por los demás –ordenó a sus hombres, sin apartar la mirada de Eneas –. El chico es mío. Diomedes se inclinó y arrancó una lanza enemiga del suelo, con un movimiento elegante, solemne. La sostuvo como si fuera el cetro de un heraldo de la muerte y sus labios se curvaron en una sonrisa fría, letal. ────¡Ah! No temas príncipe –dijo con falsa dulzura, cada palabra destilando burla–. No sufrirás mucho. Pronto te reunirás con tu pobre amigo en el mundo de los muertos. La lanza voló de su mano. Diomedes la arrojó con precisión quirúrgica, sus ojos brillaron con deleite depredador mientras observaba al príncipe que luchaba por incorporarse en el suelo. Un zumbido ensordecedor perforó los oídos de Eneas. Abrió un ojo, jadeó y luchó contra el dolor en su cabeza. Sus dedos, manchados de lodo y barro, se crisparon en la tierra y los escombros, esforzándose por arrastrarse debajo del carro volcado, pero era incapaz de conectar con sus propias fuerzas. Algo caliente y liquido le acarició la sien y el costado de su rostro… sangre. Maldición, maldición… ────¡Eneas! Una voz dulce como la miel tibia lo llamó desde más allá de la niebla densa. Al principio, le costó reconocerla, sus oídos no dejaban de zumbar y, tal vez, también se le escapaba su capacidad de razonamiento, olvidó cómo usar sus extremidades, olvidó cómo reconocer su alrededor. La voz insistió, le pareció tan imposible que algo tan dulce y puro pudiera resonar en ese campo de muerte. El corazón de Eneas latió con fuerza. La lanza cortó el aire, su punta afilada de bronce reflejó la legendaria ciudad de Ilión sangrando en ruinas. Nada la detenía. La lanza estaba destinada a llegar a su objetivo. ────¡Eneas! Eneas alzó la mirada. Entre la bruma espesa y las partículas ardientes de cenizas, una figura avanzaba hacia él. La habría reconocido incluso en la más densa oscuridad, entre esa niebla naranja de muerte y desgracia. ¿Cómo no podría hacerlo? Pequeña, grácil, delicada. Con su cabello color vino flotando con cada paso, y ese par de ojos que eran una copia exacta de los suyos. Siempre con esa manía suya de aparecer en el momento menos esperado, como un espíritu travieso del viento que, de repente, decide materializarse para jugar y reconfortar con su presencia a quién lo necesita. Era ella. Aquella mujer que lo crío bajo el disfraz de una dulce nodriza. Su nodriza. La que lo escuchó en sus noches más oscuras. La que sostuvo su mano cuando nadie más lo hizo y lo acompañó; a veces con palabras que esa mente afilada suya lograba estructurar para hacerlo reír, otras, bastaba con su presencia para hacer que el sol iluminara el día más gris. La mujer que siempre creyó en él. Su confidente. Su guardiana. Su protectora. ────Afro... Ahora ella corría hacia él sin pensar en el peligro, su rostro celestial estaba pálido del terror y él, en su estado, fue consciente del impulso irrefrenable de querer alcanzarla, de tomar su mano para tranquilizarla. Lo agitaba verla así. Odió a cualquier cosa y a todo lo que se atreviera a provocar en ella esa mirada. El perfil herido de Eneas apareció en el bronce de la punta de la lanza. Entre el espacio de los dedos de Afro, un tejido de energía azul, matizado con tonos rosas, comenzó a resplandecer. Su madre, la diosa del amor, había llegado para salvarlo.
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  • ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ
    ​Irina tosió, el aire rancio del pasado raspándole la garganta, mientras se arrodillaba sobre la tierra seca y agrietada. La aparición había sido violenta - como siempre-
    Un estallido de luz fría en medio del día, seguido por el silencio ensordecedor de la nada.

    ​Se llevó la muñeca al rostro, el guante de cuero negro absorbiendo el hilo de sangre caliente que resbalaba de su nariz...Mareo, náuseas, visión borrosa el precio por viajar a través del espacio-tiempo. Pero esta vez la sensación era más profunda, un frío pegajoso que no provenía de la fatiga, sino de la misión. Sus clientes ya no pedían la mera recuperación de artefactos, ahora la exigencia era más siniestra, más… final.

    ​Levantó la cabeza. El sol se cernía como un ojo amarillo y enfermizo sobre un paisaje monocromático de tonos ocres y pardos. A cien metros de distancia, la granja o un intento de ella, era un esqueleto de madera una choza tambaleante, un granero inclinado y un molino de viento estático que parecía un crucifijo roto.

    ​Entonces los notó.
    ​Una bandada inmensa de cuervos se levantó del tejado desvencijado de la choza. No volaron hacia el cielo. En su lugar, comenzaron a describir círculos lentos y metódicos justo sobre la cabeza de Irina.
    Eran más de veinte, plumas negras como obsidiana, y sus graznidos no eran los sonidos casuales de las aves. Eran gritos roncos profundos que resonaban en el pecho de Irina, un coro de advertencia primitiva.

    ​Se detuvo en medio de la explanada, sin fuerzas ni convicción para dar el siguiente paso. La angustia le oprimía el pecho como una prensa de hierro fundido. Sabía que los cuervos no la estaban ahuyentando a ella estaban avisándole a él...​El viejo granjero, el objetivo.

    ​Mientras observaba a los cuervos girar, sintiendo sus ojos avizores sobre su nuca. ​Uno descendió y se posó en el hombro de Irina, sus pequeñas garras penetrando el tejido de su chaqueta de viaje. El pájaro no picoteó; simplemente la miró fijamente con un ojo brillante y maligno.

    ​En ese instante, la puerta de la choza se abrió lentamente, con el gemido de unas bisagras oxidadas. Un hombre de silueta curvada y piel curtida por el sol se asomó, sosteniendo una escopeta de doble cañón. No había sorpresa en sus ojos viejos, solo una paciencia infinita.

    ​──Sabía que venías —dijo el granjero. Su voz era un susurro seco, apenas audible por encima del graznido de la bandada—. Mis guardianes te trajeron el mensaje.
    ​Irina sintió cómo el corazón se le encogía, los clientes siempre le habían dicho que el objetivo no sabría que venía. Que sería un golpe limpio. El granjero, su víctima, no solo lo sabía, sino que la estaba esperando.
    ​El cuervo en su hombro levantó el pico y soltó un último y estridente graznido, como si estuviera dando la señal de ataque justo cuando el granjero levantaba lentamente la escopeta.
    Irina no se movió la repentina y punzante claridad chocaba contra su cara... había fallado antes de empezar. La misión estaba contaminada. El objetivo no era un peón ignorante, sino alguien que estaba, de alguna manera, conectado al flujo temporal, quizás incluso protegido por él.

    ​La vida de Irina dependía de ser eficiente, invisible y letal. En este momento, era visible, acorralada y completamente sin intención de cumplir la orden.
    ​El granjero dio un paso fuera de la choza. A pesar de su postura encorvada, su movimiento era deliberado.

    ​Irina sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el viento frío de ese desolado páramo. Sus clientes le habían mentido. Omitieron que este hombre era consciente de su destino y de los intentos por alterarlo. Matarlo ahora sería un acto sucio, un asesinato innecesario de un hombre que ya estaba viviendo bajo una condena.
    ​La mujer tomó una decisión en una fracción de segundo, una que equivaldría a su propia sentencia de muerte si sus empleadores la descubrían

    ​──No vengo a hacerte daño —logró decir Irina, su voz era ronca por la sequedad y la tensión.
    ​Una risa seca y breve salió de la garganta del granjero.

    ​──Ya lo sé. Pero la intención no limpia la sangre, viajera. Y tú ya tienes suficiente en la nariz.

    ​Ignorando el cañón del arma que la apuntaba, Irina Intentó correr, dar la espalda al granjero, pero la desorientación fue inmediata. Dio un paso hacia adelante y se encontró girando, tropezando con una roca inexistente en la tierra. Cayó de rodillas, el impacto enviando un chispazo de dolor por sus rótulas. Los cuervos, que habían estado sobre ellos, se elevaron en el aire graznando con más intensidad, como un coro de despedida infernal.
    ​Irina se levantó tambaleante, la cabeza latiéndole al ritmo de una máquina averiada.

    ​Escuchó el sonido distante del granjero gritando algo, quizás una advertencia, pero ella ya estaba muy lejos, la voz del hombre se deshacía en la distancia

    ​Corrió ciegamente hacia ninguna parte, apenas consciente de que sus pies golpeaban el suelo. Cada zancada era un acto de voluntad bruta contra el cuerpo que había colpasado por el viaje, no supo como pero logró alejarse lo suficiente para no ver la choza desde su ubicación actual. Irina deshidratada y cansada se dejó caer en tierra seca, no había sombra ni agua, sólo el intenso sol quemando sus retinas aún desenfocadas

    ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀⠀ ⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀ ⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀⠀ 》ᴿᵒˡ ᵃᵇⁱᵉʳᵗᵒ ​Irina tosió, el aire rancio del pasado raspándole la garganta, mientras se arrodillaba sobre la tierra seca y agrietada. La aparición había sido violenta - como siempre- Un estallido de luz fría en medio del día, seguido por el silencio ensordecedor de la nada. ​Se llevó la muñeca al rostro, el guante de cuero negro absorbiendo el hilo de sangre caliente que resbalaba de su nariz...Mareo, náuseas, visión borrosa el precio por viajar a través del espacio-tiempo. Pero esta vez la sensación era más profunda, un frío pegajoso que no provenía de la fatiga, sino de la misión. Sus clientes ya no pedían la mera recuperación de artefactos, ahora la exigencia era más siniestra, más… final. ​Levantó la cabeza. El sol se cernía como un ojo amarillo y enfermizo sobre un paisaje monocromático de tonos ocres y pardos. A cien metros de distancia, la granja o un intento de ella, era un esqueleto de madera una choza tambaleante, un granero inclinado y un molino de viento estático que parecía un crucifijo roto. ​Entonces los notó. ​Una bandada inmensa de cuervos se levantó del tejado desvencijado de la choza. No volaron hacia el cielo. En su lugar, comenzaron a describir círculos lentos y metódicos justo sobre la cabeza de Irina. Eran más de veinte, plumas negras como obsidiana, y sus graznidos no eran los sonidos casuales de las aves. Eran gritos roncos profundos que resonaban en el pecho de Irina, un coro de advertencia primitiva. ​Se detuvo en medio de la explanada, sin fuerzas ni convicción para dar el siguiente paso. La angustia le oprimía el pecho como una prensa de hierro fundido. Sabía que los cuervos no la estaban ahuyentando a ella estaban avisándole a él...​El viejo granjero, el objetivo. ​Mientras observaba a los cuervos girar, sintiendo sus ojos avizores sobre su nuca. ​Uno descendió y se posó en el hombro de Irina, sus pequeñas garras penetrando el tejido de su chaqueta de viaje. El pájaro no picoteó; simplemente la miró fijamente con un ojo brillante y maligno. ​En ese instante, la puerta de la choza se abrió lentamente, con el gemido de unas bisagras oxidadas. Un hombre de silueta curvada y piel curtida por el sol se asomó, sosteniendo una escopeta de doble cañón. No había sorpresa en sus ojos viejos, solo una paciencia infinita. ​──Sabía que venías —dijo el granjero. Su voz era un susurro seco, apenas audible por encima del graznido de la bandada—. Mis guardianes te trajeron el mensaje. ​Irina sintió cómo el corazón se le encogía, los clientes siempre le habían dicho que el objetivo no sabría que venía. Que sería un golpe limpio. El granjero, su víctima, no solo lo sabía, sino que la estaba esperando. ​El cuervo en su hombro levantó el pico y soltó un último y estridente graznido, como si estuviera dando la señal de ataque justo cuando el granjero levantaba lentamente la escopeta. Irina no se movió la repentina y punzante claridad chocaba contra su cara... había fallado antes de empezar. La misión estaba contaminada. El objetivo no era un peón ignorante, sino alguien que estaba, de alguna manera, conectado al flujo temporal, quizás incluso protegido por él. ​La vida de Irina dependía de ser eficiente, invisible y letal. En este momento, era visible, acorralada y completamente sin intención de cumplir la orden. ​El granjero dio un paso fuera de la choza. A pesar de su postura encorvada, su movimiento era deliberado. ​ ​Irina sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el viento frío de ese desolado páramo. Sus clientes le habían mentido. Omitieron que este hombre era consciente de su destino y de los intentos por alterarlo. Matarlo ahora sería un acto sucio, un asesinato innecesario de un hombre que ya estaba viviendo bajo una condena. ​La mujer tomó una decisión en una fracción de segundo, una que equivaldría a su propia sentencia de muerte si sus empleadores la descubrían ​──No vengo a hacerte daño —logró decir Irina, su voz era ronca por la sequedad y la tensión. ​Una risa seca y breve salió de la garganta del granjero. ​──Ya lo sé. Pero la intención no limpia la sangre, viajera. Y tú ya tienes suficiente en la nariz. ​Ignorando el cañón del arma que la apuntaba, Irina Intentó correr, dar la espalda al granjero, pero la desorientación fue inmediata. Dio un paso hacia adelante y se encontró girando, tropezando con una roca inexistente en la tierra. Cayó de rodillas, el impacto enviando un chispazo de dolor por sus rótulas. Los cuervos, que habían estado sobre ellos, se elevaron en el aire graznando con más intensidad, como un coro de despedida infernal. ​Irina se levantó tambaleante, la cabeza latiéndole al ritmo de una máquina averiada. ​Escuchó el sonido distante del granjero gritando algo, quizás una advertencia, pero ella ya estaba muy lejos, la voz del hombre se deshacía en la distancia ​Corrió ciegamente hacia ninguna parte, apenas consciente de que sus pies golpeaban el suelo. Cada zancada era un acto de voluntad bruta contra el cuerpo que había colpasado por el viaje, no supo como pero logró alejarse lo suficiente para no ver la choza desde su ubicación actual. Irina deshidratada y cansada se dejó caer en tierra seca, no había sombra ni agua, sólo el intenso sol quemando sus retinas aún desenfocadas ​ ​
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  • 𝑰𝑵𝑺𝑻𝑨𝑮𝑹𝑨𝑴 ↷ 𝐮𝐩𝐝𝐚𝐭𝐞

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    ❝Empezando el día con un poco de spinning antes de que comiencen las obligaciones.
    El cuerpo despierta primero.
    La mente le sigue.
    El control… siempre está ahí.❞
    #MorningRoutine #SpinningSession #ThePerverseMuse
    #DisciplineIsPower #PurpleEnergy #MindAndBody

    https://youtu.be/jf0_fwHYAbE?si=SvZFTQ7MniCxefYn
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  • *Despertando finalmente, anoche se desvelo viendo noticias en la red y viendo en la red proxy, aceptado algunos pues debía recuperar todo lo que perdió en aquel hackeo hace tiempo atrás *

    Menos mal que Hugo no ne vio despertar...

    *Dijo mirando al espejo frente a ella, suspira suavemente *

    Aveces me pregunto
    ¿Como fue que lo termine enamorado?
    Esta carita de ahorita no es nada sexy.

    *Comentó entre pequeñas risas*
    *Despertando finalmente, anoche se desvelo viendo noticias en la red y viendo en la red proxy, aceptado algunos pues debía recuperar todo lo que perdió en aquel hackeo hace tiempo atrás * Menos mal que Hugo no ne vio despertar... *Dijo mirando al espejo frente a ella, suspira suavemente * Aveces me pregunto ¿Como fue que lo termine enamorado? Esta carita de ahorita no es nada sexy. *Comentó entre pequeñas risas*
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    En 2023, contando con los personajes del trasvase de Open Roleplay a FicRol, traje: 21 personajes
    En 2024 traje: 11
    En 2025 he traído: 20 xd
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  • -La emisión nocturna resonó una vez más a través de todos los círculos infernales. Al compás de la música, elevé mi copa con estudiada coquetería y acaricié el micrófono con sensualidad. Justo antes de que empezara mi canto, mis sombras me vistieron con un traje atrevido, mientras otras asumían el papel de coristas. Hicimos vibrar todo el estudio con mi interpretación, que incluía la canción solicitada por una dama de cabellos de oro.-

    Espero que disfrutes esta actuación, querida dama.

    https://youtu.be/uPp9rkSvuDQ?si=C_63fiDgk4fim3Eh

    -La emisión nocturna resonó una vez más a través de todos los círculos infernales. Al compás de la música, elevé mi copa con estudiada coquetería y acaricié el micrófono con sensualidad. Justo antes de que empezara mi canto, mis sombras me vistieron con un traje atrevido, mientras otras asumían el papel de coristas. Hicimos vibrar todo el estudio con mi interpretación, que incluía la canción solicitada por una dama de cabellos de oro.- Espero que disfrutes esta actuación, querida dama. https://youtu.be/uPp9rkSvuDQ?si=C_63fiDgk4fim3Eh
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  • *Para una de las pocas veces que decidía dormir para descansar la mente esa noche comencé a soñar y no sabía bien si era un sueño, una pesadilla o algo premonitorio, pues lo único que pude soñar era que caía al mismo vacío, oscuro y silencioso, viendo como las plumas de mis alas se caían una a una rápidamente desvaneciéndose a la lejanía de la caída revelando otras totalmente distintas, a lo lejos durante unos segundos que parecieron minutos podía ver una silueta que pese estar difuminada sabía quién era y por mucho que quería aletear mis alas no respondían, la silueta me echo una mirada para luego darse la vuelta e irse despacio hasta desaparecer y fue en ese entonces que la caída volvió su curso hasta que desperté sobresaltado.

    Me incorpore en la cama hasta quedar sentado llevándome una mano agarrándome la camisa del pijama donde el pecho, por unos segundos el corazón me iba a mil hasta que poco a poco me iba calmando, recordando lo que paso en el sueño le di vueltas varios minutos hasta que negué con la cabeza y me levante de la cama, fui al cuarto de baño hasta llegar al lavabo echándome agua fría y después mirarme al espejo*

    - Tengo que dejar de comer comida picante antes de irme a dormir…
    *Para una de las pocas veces que decidía dormir para descansar la mente esa noche comencé a soñar y no sabía bien si era un sueño, una pesadilla o algo premonitorio, pues lo único que pude soñar era que caía al mismo vacío, oscuro y silencioso, viendo como las plumas de mis alas se caían una a una rápidamente desvaneciéndose a la lejanía de la caída revelando otras totalmente distintas, a lo lejos durante unos segundos que parecieron minutos podía ver una silueta que pese estar difuminada sabía quién era y por mucho que quería aletear mis alas no respondían, la silueta me echo una mirada para luego darse la vuelta e irse despacio hasta desaparecer y fue en ese entonces que la caída volvió su curso hasta que desperté sobresaltado. Me incorpore en la cama hasta quedar sentado llevándome una mano agarrándome la camisa del pijama donde el pecho, por unos segundos el corazón me iba a mil hasta que poco a poco me iba calmando, recordando lo que paso en el sueño le di vueltas varios minutos hasta que negué con la cabeza y me levante de la cama, fui al cuarto de baño hasta llegar al lavabo echándome agua fría y después mirarme al espejo* - Tengo que dejar de comer comida picante antes de irme a dormir…
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  • Meredith ya sabía que Billy estaría ahí.

    No porque alguien se lo hubiera dicho, sino porque el aire alrededor del estacionamiento se sentía distinto: cargado, tenso, como cuando una tormenta se queda suspendida sin decidirse a caer. Él siempre venía acompañado de esa sensación.

    Se apoyó contra la baranda, el cuaderno abierto sobre las piernas, dibujando sin mirar demasiado el papel. No necesitaba hacerlo. Sus manos sabían qué trazar solas. A unos metros, el Camaro rugía bajo el peso del silencio, y Meredith podía sentir la presencia de Billy incluso sin voltearse.

    —Estás haciendo mucho ruido —comentó, sin alzar la voz, como si continuara una conversación que nunca había terminado.

    Sus ojos se desviaron hacia ese punto vacío, apenas a la derecha del auto. El murmullo volvió, suave, insistente. Meredith frunció el ceño y apoyó el lápiz contra la hoja, marcando una línea más fuerte de lo necesario.

    —Hoy están inquietos —añadió, sin explicarse. Billy nunca pedía explicaciones, y por eso ella hablaba.

    Cerró el cuaderno al fin y levantó la vista hacia él, expresión serena, curiosa, completamente libre de interés romántico. Con Billy no necesitaba fingir. No intentaba impresionarlo ni esquivarlo. Era una rareza compartida, un acuerdo tácito.

    —¿Tú también lo sientes?—preguntó, ladeando la cabeza—. O sólo estás de mal humor otra vez.

    La pregunta quedó flotando entre ambos, junto con el ruido lejano de Hawkins fingiendo normalidad.

    Meredith esperó, paciente, mientras algo invisible parecía moverse justo detrás de él.


    Billy Hargrove
    Meredith ya sabía que Billy estaría ahí. No porque alguien se lo hubiera dicho, sino porque el aire alrededor del estacionamiento se sentía distinto: cargado, tenso, como cuando una tormenta se queda suspendida sin decidirse a caer. Él siempre venía acompañado de esa sensación. Se apoyó contra la baranda, el cuaderno abierto sobre las piernas, dibujando sin mirar demasiado el papel. No necesitaba hacerlo. Sus manos sabían qué trazar solas. A unos metros, el Camaro rugía bajo el peso del silencio, y Meredith podía sentir la presencia de Billy incluso sin voltearse. —Estás haciendo mucho ruido —comentó, sin alzar la voz, como si continuara una conversación que nunca había terminado. Sus ojos se desviaron hacia ese punto vacío, apenas a la derecha del auto. El murmullo volvió, suave, insistente. Meredith frunció el ceño y apoyó el lápiz contra la hoja, marcando una línea más fuerte de lo necesario. —Hoy están inquietos —añadió, sin explicarse. Billy nunca pedía explicaciones, y por eso ella hablaba. Cerró el cuaderno al fin y levantó la vista hacia él, expresión serena, curiosa, completamente libre de interés romántico. Con Billy no necesitaba fingir. No intentaba impresionarlo ni esquivarlo. Era una rareza compartida, un acuerdo tácito. —¿Tú también lo sientes?—preguntó, ladeando la cabeza—. O sólo estás de mal humor otra vez. La pregunta quedó flotando entre ambos, junto con el ruido lejano de Hawkins fingiendo normalidad. Meredith esperó, paciente, mientras algo invisible parecía moverse justo detrás de él. [Billy_Hargrove]
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