• No entiendo el miedo de los mortales como por ejemplo lo mas pequeños a la oscuridad. Si la oscuridad es tranquilidad absoluta un lugar donde puedes soñar sin molestias, un manto sutil de los sueños.
    No entiendo el miedo de los mortales como por ejemplo lo mas pequeños a la oscuridad. Si la oscuridad es tranquilidad absoluta un lugar donde puedes soñar sin molestias, un manto sutil de los sueños.
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  • "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella)

    El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos.

    Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino.

    Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo.

    Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente.

    Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar.

    Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras.

    Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor.

    Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto.

    Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado.

    Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser.

    El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
    "El primer paso de Zagreus en la luz" (todos son recuerdos de ella) El aire, espeso y enrarecido por siglos de sombra, se disolvió con el primer suspiro de la madre. Perséfone, en su eterno silencio entre la luz y la oscuridad, sintió la pulsación de su hijo a su lado. Zagreus, el joven dios nacido del inframundo, caminaba a su lado como quien se enfrenta a lo inexplorado, sin temor ni duda, pero con esa curiosidad contenida propia de quien tiene el peso de ser el hijo de dos mundos. Salieron del palacio donde la oscuridad se dilataba en columnas de mármol negro, y el aire se volvió más ligero a medida que ascendían. Perséfone, serena y firme, no habló, pero su presencia era suficiente. Cada paso suyo era un acto de realeza tranquila, la seguridad de quien conoce el curso del mundo, de quien lo ve florecer y marchitarse en la misma respiración. Su hija, como testigo de los muertos, llevaba consigo la marca de lo eterno, y su hijo, como sangre de su misma carne, llevaba ya en su pecho la promesa de su destino. Zagreus, joven y despierto, no sentía el desconcierto que los hombres sentirían al estar fuera del Inframundo. Era un dios, y el mundo era suyo por derecho. Lo caminaba como quien se sabe parte de un ciclo sin fin. Pero todo a su alrededor era nuevo: la luz del sol le bañaba la piel, una luz que no conocía más allá de las sombras, y el viento, cargado con los aromas del mundo de los vivos, le erizaba los sentidos. El canto de los pájaros lo hizo detenerse un momento, pues sonaba distinto al eco muerto de las almas, como una vibración irrepetible, de esas que surgen solo en el tiempo. Perséfone no se volvió. Ella lo había visto nacer, pero no había esperado que su hijo sintiera el peso del mundo en ese instante. Ya lo había sentido ella, en su juventud, cuando abandonó la tierra de los dioses para unirse a Hades. Sabía lo que el sol podía hacer, cómo la luz invade cada rincón de la memoria, despertando recuerdos que dormían profundamente. Y en ese momento, la joven divinidad miró a su madre. No era una mirada de súplica ni de pregunta. Era simplemente un cruce de miradas entre ellos, un reconocimiento tácito de todo lo que el uno significaba para el otro. No hacía falta nada más. No hacía falta hablar. Caminaron sin prisa entre los vivos, y los caminos se llenaron de cosas nuevas para él: una anciana que se aferraba a la imagen de su hijo fallecido, los niños que reían sin miedo, las flores que brotaban de la tierra, humildes pero hermosas. Perséfone caminaba por entre ellos, en un suave equilibrio, como si ella misma aún estuviera en la franja entre lo vivo y lo muerto. Y su hijo la seguía, observando, aprendiendo, sin el peso de las palabras. Un hombre en el mercado, al ver a Perséfone, la reconoció y se arrodilló sin decir palabra. A su lado, Zagreus lo observó con una calma feroz. No necesitaba preguntar quién era él. Sabía que su madre había sido reina aquí, en la luz del mundo que tanto amaba y tanto odiaba, un lugar donde la vida nunca había sido tan fácil. La gente le temía, le deseaba y la veneraba, sin comprender del todo su origen ni el precio de su amor. Sin embargo, el hijo no era como ella. Aunque su esencia venía del mismo reino que su madre había abrazado, su forma, su paso por el mundo, era diferente. La luz no le quemaba, pero no era ella quien le llamaba; en él, el aire de los vivos se volvía una melodía extraña, una que ni siquiera su madre podría comprender completamente. Él estaba destinado a ser algo distinto. Al final de ese primer día, cuando el sol se retiró por detrás de las montañas y el cielo tomó un tono violeta, Perséfone posó su mirada en Zagreus. No era una mirada de aprobación o consuelo. No había necesidad de tales gestos. Era una mirada de conocimiento, de esa sabiduría ancestral que sólo puede venir de quien ha estado entre dos mundos y los ha dominado. Zagreus, sin apartar los ojos de su madre, supo lo que había aprendido, y lo que aún debía aprender. Ese paso entre los vivos no era más que el principio de un viaje mucho más largo, uno donde la luz y la oscuridad se entrelazarían constantemente, desdibujando los límites de lo que era, lo que sería y lo que podría ser. El regreso fue igual de callado. Perséfone no necesitaba mirar atrás, pues sabía que su hijo nunca dejaría de caminar, ni de aprender, ni de descubrir su lugar en el vasto e implacable círculo del destino.
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  • "El día que los muertos caminaron con la primavera"

    Melinoë

    La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía.

    La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje.

    Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado.

    Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar.

    Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde.

    El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo.

    Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro.

    Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final.

    No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte.

    Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia.

    Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste.

    Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
    "El día que los muertos caminaron con la primavera" [Mel_Infra] La tierra crujió al abrirse. No fue un estruendo, ni un rugido; fue un suspiro hondo, húmedo, como el sonido de una herida que no cierra. De esa fisura emergió Perséfone, reina de lo que yace bajo los pies del mundo, vestida con los jirones del invierno y el olor dulce del olvido. Detrás de ella, en silencio absoluto, Melíone ascendía. La hija venía como una sombra que no busca luz. No tocaba nada, pero todo en su presencia se helaba un poco. Ninguna palabra brotó de su boca. Era una criatura hecha del eco de los partos malogrados, de las velas apagadas antes del deseo, del miedo que nadie pronuncia pero todos cargan. Melíone no preguntaba. No necesitaba hacerlo. Todo en ella era comprensión sin lenguaje. Perséfone no miraba atrás. No debía. Si lo hacía, se arriesgaba a ver en los ojos de su hija la verdad cruda de lo que había creado. Salieron al mundo cuando la primera brisa del equinoccio aún dormía en las ramas más altas. Perséfone pisó la tierra como quien reclama una deuda. Cada paso suyo sembraba vida, sí, pero una vida enferma, ambigua, que florecía con un temblor de fiebre. Las flores brotaban de golpe, con un estallido que parecía dolor más que gozo, y se marchitaban en segundos, como si entendieran que no debían durar. Atravesaron campos en barbecho, donde los cuervos vigilaban desde postes torcidos. Perséfone no acarició ningún tallo ni saludó a criatura alguna. Su andar era el de una madre que no espera gratitud. La tierra la reconocía, pero no la amaba. Le temía, porque sabía que cada año venía a recordar el precio del verde. El mundo de los vivos se estremecía a su paso. Las aguas se detenían apenas un segundo. Las madres sentían un escalofrío en la espalda mientras peinaban a sus hijos. Los perros dejaban de ladrar y miraban al vacío, con el hocico bajo. Algo antiguo y sin nombre estaba entre ellos, pero ninguno se atrevía a nombrarlo. Melíone caminaba detrás, sin tocar nada. No necesitaba hacerlo. Su sola presencia ya era impacto. Allí donde posaba los ojos, el metal se oxidaba más rápido, los relojes perdían segundos y las frutas en los mercados se ennegrecían desde dentro. No dejaba huellas. No olía a nada. Y, sin embargo, los vivos sentían que alguien los miraba con el peso de una eternidad sin rostro. Perséfone avanzaba sin mirar a su hija, pero sabía que ella absorbía todo: el dolor de los nacimientos, la torpeza de los besos apresurados, la desesperación de los cuerpos que envejecen sin sentido. Era un viaje de iniciación, pero no hacia la vida. Era el bautismo lento y cruel de quien debe entender la existencia para gobernar su final. No hubo palabras. No las había entre ellas. Solo el crujido de la hierba, el silbido lejano de un gallo, el sol temblando en el horizonte como una promesa podrida. Perséfone guió a su hija por pueblos que olvidarán esa mañana para siempre. Por iglesias donde los santos lloraban sangre reseca. Por cementerios donde las lápidas se estremecieron, reconociendo una presencia más profunda que la muerte. Cuando el recorrido terminó, Perséfone se detuvo frente a un rosal seco. No lo tocó. Lo miró. Y al instante, floreció con una belleza grotesca: pétalos gruesos, rojo casi negro, espinas como dientes. Era una ofrenda. O una advertencia. Sin mirar a Melíone, volvió al camino hacia abajo. El descenso era lento. Los vivos no la vieron irse. Pero durante días, el aire tuvo ese sabor raro, entre sangre y tierra mojada. Durante semanas, los niños soñaron con mujeres vestidas de luto y fuego. Y durante años, cada primavera se volvió un poco más triste. Así fue el primer viaje de madre e hija. No se habló de él. Pero el mundo, desde entonces, recuerda.
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  • Esto se ha publicado como Out Of Character. Tenlo en cuenta al responder.
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    No hay mejor verdad, como un relato de la propia madre y raíz, que vio nacer, lo sintió y creó mi existencia. En lo único que estoy agradecido infinitamente es tener una madre como ella, solo una vez lo diré: Gracias padre, por haber caído al sublime encanto de Madre.
    No hay mejor verdad, como un relato de la propia madre y raíz, que vio nacer, lo sintió y creó mi existencia. En lo único que estoy agradecido infinitamente es tener una madre como ella, solo una vez lo diré: Gracias padre, por haber caído al sublime encanto de Madre.
    “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”

    A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
    El día en que nació nuestro hijo.

    Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.

    Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.

    Y entonces, llegó el momento.

    Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.

    Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.

    Y cuando nuestro hijo nació…
    no lloró.
    Rugió.

    Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.

    Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.

    —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.

    Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
    El Olimpo despertó inquieto.
    Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.

    Zagreus había llegado.

    No era solo un niño.

    Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
    Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
    Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
    Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.

    Él fue mi renacer.
    Mi hijo.
    Mi legado.
    La fusión de lo salvaje y lo tierno.
    Del fin y del comienzo.

    Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.

    Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
    Dormía esperanza.
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  • Recuerdo del nacimiento de Melínoe

    Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia.
    Mi hija.
    La más silenciosa.
    La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos.
    La que nació de lo invisible.

    No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo.
    Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas.
    Porque los muertos me miraban con otros ojos.
    Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido.

    Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí.

    Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil.
    Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida.

    Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta.
    Mi cuerpo no dolía.
    Solo se abría.
    Como si un velo fuera retirado entre mundos.

    Y entonces la tuve en brazos.

    Tan pequeña.
    Tan callada.
    Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto.
    Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna.
    Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada.

    —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina.
    La heredera de los susurros.
    La guía de los que no descansan.

    Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar.
    No de miedo.
    De reconocimiento.

    —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver.

    La envolvimos en telas de sombra.
    La bañamos en aguas del Leteo.
    La protegimos de la mirada del Olimpo.

    Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses.
    No vino a reclamar tronos ni venganzas.

    Ella nació para caminar entre lo invisible.
    Para tocar los límites del alma.
    Para visitar a los vivos en sueños…
    y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera.

    La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír.

    Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz.

    Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento.

    Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí…
    sé que es ella.
    Mi hija.
    La que nunca lloró.
    La que nació del silencio.
    La que camina entre los velos y nunca se pierde.

    Recuerdo del nacimiento de Melínoe Hay noches tan densas en el Inframundo, tan llenas de presencias calladas, que siento a Melínoe caminar entre los límites del sueño y la vigilia. Mi hija. La más silenciosa. La que nació sin un grito, sin fuego, sin caos. La que nació de lo invisible. No fue como con Zagreus. No hubo temblores, ni visiones, ni cielos que se desgarraran. Su llegada fue como un susurro en medio del abismo. Supe que venía porque mis sombras se volvían más largas. Porque los muertos me miraban con otros ojos. Porque soñaba con cosas que aún no habían sucedido. Melínoe creció en mi vientre como la bruma crece en los bosques: sin prisa, sin peso, como si siempre hubiera estado allí. Hades no decía nada. Me observaba con respeto, como si presintiera que esta vez no se trataba de fuego, sino de algo más sutil. Un alma antigua. Una presencia que no buscaba ser adorada, sino temida. Cuando la hora llegó, no supe si estaba dormida o despierta. Mi cuerpo no dolía. Solo se abría. Como si un velo fuera retirado entre mundos. Y entonces la tuve en brazos. Tan pequeña. Tan callada. Sus ojos no eran oscuros como los de su hermano… eran pálidos, casi traslúcidos, como los de los espíritus que aún no saben que han muerto. Su piel era fría, pero no incómoda. Era como la piedra bajo la luna. Y sus dedos se aferraron a los míos con una fuerza inesperada. —Melínoe —susurré—. Eres la hija de la noche que camina. La heredera de los susurros. La guía de los que no descansan. Hades se acercó, la tomó con cuidado y por un momento, por único instante, lo vi temblar. No de miedo. De reconocimiento. —Ella ve cosas —murmuró— que ni los dioses deberíamos ver. La envolvimos en telas de sombra. La bañamos en aguas del Leteo. La protegimos de la mirada del Olimpo. Porque Melínoe no vino a desafiar a los dioses. No vino a reclamar tronos ni venganzas. Ella nació para caminar entre lo invisible. Para tocar los límites del alma. Para visitar a los vivos en sueños… y recordarles que todos somos sombra, por dentro y por fuera. La crié entre los rincones más secretos del Inframundo, allí donde ni siquiera los ecos se atreven a quedarse. Le enseñé a escuchar las voces de los que murmuran desde el otro lado del velo, a distinguir entre el lamento y el deseo, entre la pena y el engaño. Caminábamos de la mano por pasadizos que solo nosotras conocíamos, donde los sueños de los vivos cruzaban sin saberlo, y los muertos olvidados susurraban nombres que nadie más podía oír. Le enseñé a moverse sin ser vista, a tocar un corazón dormido sin perturbarlo, a hablar con los que aún no aceptan que han partido. Le mostré cómo el mundo está lleno de almas errantes que solo necesitan una guía suave, una presencia que no imponga miedo, sino paz. Y ella aprendía. Siempre en silencio. Siempre con esa mirada distante y serena. No buscaba respuestas, solo entendimiento. Ahora, cuando las lámparas parpadean sin causa, cuando escucho pasos suaves detrás de mí sin que nadie esté allí… sé que es ella. Mi hija. La que nunca lloró. La que nació del silencio. La que camina entre los velos y nunca se pierde.
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  • “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus”

    A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día.
    El día en que nació nuestro hijo.

    Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba.

    Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos.

    Y entonces, llegó el momento.

    Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo.

    Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro.

    Y cuando nuestro hijo nació…
    no lloró.
    Rugió.

    Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto.

    Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse.

    —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino.

    Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo.
    El Olimpo despertó inquieto.
    Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos.

    Zagreus había llegado.

    No era solo un niño.

    Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril.
    Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida.
    Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo.
    Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola.

    Él fue mi renacer.
    Mi hijo.
    Mi legado.
    La fusión de lo salvaje y lo tierno.
    Del fin y del comienzo.

    Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía.

    Porque en mis brazos dormía algo más que poder.
    Dormía esperanza.
    “Recuerdo del Nacimiento de Zagreus” A veces, cuando el silencio me envuelve en los pasillos del Inframundo, me detengo a recordar aquel día. El día en que nació nuestro hijo. Mi cuerpo no se transformó como el de una mortal. Cambió con lentitud y poder, como si el universo mismo estuviera dentro de mí, latiendo con un pulso antiguo y profundo. La energía que me habitaba alteró todo a mi alrededor: el aire se volvió denso, los jardines florecían sin control, y las sombras murmuraban a cada paso que daba. Hades no me dejó sola ni un instante. Estaba conmigo en cada respiración, en cada estremecimiento de mi piel. Me cuidaba con manos firmes y ojos llenos de una ternura que rara vez mostraba a otros. Sentía cómo cada noche, entre palabras y caricias, fortalecíamos lo que habíamos creado juntos. Y entonces, llegó el momento. Recuerdo el temblor del suelo bajo mis pies. Recuerdo el grito que brotó de lo más profundo de mí, no de dolor, sino de vida. Un llamado primitivo, antiguo, que hizo eco en cada rincón del Inframundo. Hades llegó a mi lado cubierto en ceniza, como si él también hubiese ardido en la espera. Me sostuvo con fuerza, y nuestros ojos se encontraron. En ese instante, no éramos rey y reina. Éramos simplemente dos almas esperando recibir un milagro. Y cuando nuestro hijo nació… no lloró. Rugió. Un sonido profundo, ancestral, como si la esencia del Inframundo tomara forma en su voz. Tenía el cabello oscuro como la noche sin luna y ojos que parecían hechos de estrellas muertas. En su piel brillaba un fuego que no quemaba, pero que imponía respeto. Lo sostuve en brazos, y el mundo pareció detenerse. —Nuestro hijo —dije, con lágrimas en los ojos—. Nacido del amor, del poder… del destino. Hades lo alzó al cielo oscuro del Inframundo, y en ese preciso instante, algo cambió en el universo. El Olimpo despertó inquieto. Los dioses sintieron que un nuevo poder caminaba entre los suyos. Zagreus había llegado. No era solo un niño. Era la prueba viviente de que el Inframundo no era estéril. Que incluso en la oscuridad más absoluta puede florecer la vida. Que el amor no necesita la luz del sol para ser fecundo. Que una reina de primavera puede dar a luz entre las cenizas y el fuego, sin perder su esencia, sino transformándola. Él fue mi renacer. Mi hijo. Mi legado. La fusión de lo salvaje y lo tierno. Del fin y del comienzo. Y mientras los dioses se agitaban en sus tronos, temiendo lo que aún no entendían, yo sonreía. Porque en mis brazos dormía algo más que poder. Dormía esperanza.
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  • El Rapto de Perséfone
    Fandom Mitologica
    Categoría Fantasía
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas.

    Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan.

    Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija.

    Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido.

    Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad.

    Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí.

    Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho.

    Pero ella no iba a quedarse en silencio.

    En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago.

    —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera?

    Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico.

    Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón.

    —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad.

    Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas. Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan. Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija. Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido. Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad. Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí. Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho. Pero ella no iba a quedarse en silencio. En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago. —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera? Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico. Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón. —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad. Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
    Tipo
    Grupal
    Líneas
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  • "La Casa Negra".

    Los días se están volviendo más largos y el frío se va quedando atrás, el invierno se despide poco a poco y con ello se aleja la estación del año favorita del brujo. El anochecer ha llegado más tarde, la temperatura se mantiene agradable, ni siquiera tuvo que encender la calefacción del bar.

    — Tengo que irme y puede que esté perdido por un par de días. No te comas toda la plantita, por favor...

    El bar queda en buenas manos.

    Tolek se dirige a la trastienda donde una habitación sellada por medios mágicos le espera, sólo él es capaz de abrir la puerta que le abre paso directo al único mueble en la estancia: un diván. El brujo gruñe por lo bajo antes de darle la espalda al condenado mueble y cierra la puerta antes de abrir el portal que le lleva a las coordenadas que le ha facilitado su primo.

    Aparece un bosque del otro lado, Tolek puede sentir la vibra perturbadora tan propia de Los Apalaches, pero al contrario de la mayoría, a él no le incomoda en lo más mínimo. Pero aquí, dicha vibra se siente con mayor intensidad, como si las venas mágicas que circulan en el ambiente bombearan de forma errática y distorsionada, una sensación que sólo ha sentido en las backroom.

    Recuerda las palabras de Raffaele: "es la primera vez que me enfrento a espacios liminales".

    — Van a necesitar una guía —concluye, pensando en voz alta y hablándole a la nada.

    "La nada", que en realidad es un todo y algo más. Mientras camina por los alrededores va sondeando la intensidad de la energía que dejó la brecha que trajo la casa hasta aquí en primer lugar. Tras alrededor de media hora de sólo caminar alrededor, Tolek puede establecer un epicentro que debe haber sido el núcleo de la vivienda cuando estuvo aquí, aunque ya solo quedan rastros, potentes, pero con una carga caótica mucho menos significativa.

    Observando a su alrededor, el brujo da cuenta de lo que parece un árbol más pequeño que el resto cuya apariencia le resulta tan familiar como antinatural. Mirando más de cerca, Tolek nota que se trata de un pino de plástico, un árbol de navidad sintético.

    — A Thomas no le gustaba que usáramos árboles de verdad... —murmura, mientras sus dedos acarician tiernamente las hojitas ficticias.

    Ese es el residuo liminal que estaba buscando.

    El brujo clava su bastón justo al costado del pino de plástico.

    — Muéstrame la vena que te alimenta —dice, ordenándole.

    El bastón gana temperatura, la primera señal de que se ha conectado a la fuente de magia más cercana y que, seguramente, sea la que alimenta también al pino.

    Tolek no necesita tocar el bastón para saberlo, pero sí necesita que la vena sea visible para sus ojos humanos, de alguna manera. Para ello, se lleva la mano al bolsillo para sacar un puñado de pequeñas pelotitas similares a pelusas de polvo, de color blanquecino y casi transparente, frágiles como copos de nieve, pero no se derriten. Se acerca la mano a la boca para susurrarles el conjuro que despertará a las pelusas de su letargo, con voz cálida las llama a la vida.

    Las pelusas se sacuden suave y perezosamente hasta desenrollarse como quien extiende el hilo de diminutas madejas de lana clara, van tomando forma de cientos de minúsculas criaturitas largas y aladas, como si a una lombriz le hubieran crecido una docena de pequeñas alitas.

    — Enséñenme el camino —les susurra, antes de liberarlas al viento.

    Las criaturitas, para las que la gente común ha adoptado el nombre de "rods", se dejan llevar con el soplo del aliento del brujo antes de remontar el vuelo. Se vuelven invisibles de lo rápido que son capaces de volar, así que Tolek ya sólo puede esperar a que los pequeños gusanitos con alas puedan cumplirle su petición.

    #ElBrujoCojo ꧁ঔৣ☬✞ 𝕮𝖗𝖔𝖜 ✞☬ঔৣ꧂
    "La Casa Negra". Los días se están volviendo más largos y el frío se va quedando atrás, el invierno se despide poco a poco y con ello se aleja la estación del año favorita del brujo. El anochecer ha llegado más tarde, la temperatura se mantiene agradable, ni siquiera tuvo que encender la calefacción del bar. — Tengo que irme y puede que esté perdido por un par de días. No te comas toda la plantita, por favor... El bar queda en buenas manos. Tolek se dirige a la trastienda donde una habitación sellada por medios mágicos le espera, sólo él es capaz de abrir la puerta que le abre paso directo al único mueble en la estancia: un diván. El brujo gruñe por lo bajo antes de darle la espalda al condenado mueble y cierra la puerta antes de abrir el portal que le lleva a las coordenadas que le ha facilitado su primo. Aparece un bosque del otro lado, Tolek puede sentir la vibra perturbadora tan propia de Los Apalaches, pero al contrario de la mayoría, a él no le incomoda en lo más mínimo. Pero aquí, dicha vibra se siente con mayor intensidad, como si las venas mágicas que circulan en el ambiente bombearan de forma errática y distorsionada, una sensación que sólo ha sentido en las backroom. Recuerda las palabras de Raffaele: "es la primera vez que me enfrento a espacios liminales". — Van a necesitar una guía —concluye, pensando en voz alta y hablándole a la nada. "La nada", que en realidad es un todo y algo más. Mientras camina por los alrededores va sondeando la intensidad de la energía que dejó la brecha que trajo la casa hasta aquí en primer lugar. Tras alrededor de media hora de sólo caminar alrededor, Tolek puede establecer un epicentro que debe haber sido el núcleo de la vivienda cuando estuvo aquí, aunque ya solo quedan rastros, potentes, pero con una carga caótica mucho menos significativa. Observando a su alrededor, el brujo da cuenta de lo que parece un árbol más pequeño que el resto cuya apariencia le resulta tan familiar como antinatural. Mirando más de cerca, Tolek nota que se trata de un pino de plástico, un árbol de navidad sintético. — A Thomas no le gustaba que usáramos árboles de verdad... —murmura, mientras sus dedos acarician tiernamente las hojitas ficticias. Ese es el residuo liminal que estaba buscando. El brujo clava su bastón justo al costado del pino de plástico. — Muéstrame la vena que te alimenta —dice, ordenándole. El bastón gana temperatura, la primera señal de que se ha conectado a la fuente de magia más cercana y que, seguramente, sea la que alimenta también al pino. Tolek no necesita tocar el bastón para saberlo, pero sí necesita que la vena sea visible para sus ojos humanos, de alguna manera. Para ello, se lleva la mano al bolsillo para sacar un puñado de pequeñas pelotitas similares a pelusas de polvo, de color blanquecino y casi transparente, frágiles como copos de nieve, pero no se derriten. Se acerca la mano a la boca para susurrarles el conjuro que despertará a las pelusas de su letargo, con voz cálida las llama a la vida. Las pelusas se sacuden suave y perezosamente hasta desenrollarse como quien extiende el hilo de diminutas madejas de lana clara, van tomando forma de cientos de minúsculas criaturitas largas y aladas, como si a una lombriz le hubieran crecido una docena de pequeñas alitas. — Enséñenme el camino —les susurra, antes de liberarlas al viento. Las criaturitas, para las que la gente común ha adoptado el nombre de "rods", se dejan llevar con el soplo del aliento del brujo antes de remontar el vuelo. Se vuelven invisibles de lo rápido que son capaces de volar, así que Tolek ya sólo puede esperar a que los pequeños gusanitos con alas puedan cumplirle su petición. #ElBrujoCojo [TheCrow]
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  • - Se escuchaba el ruido de la televisión de fondo mientras ella se estaba vistiendo con pantalón negro , camisa negra y un cinturon del mismo tono.

    " Noticias internacionales, el día de ayer en el lado oeste de Londres, la policía encontró, en el departamento de uno de los integrantes de la familia Carbone, una escena escalofriante.
    Aún se está investigando para saber si Paul Carbone que podría ser el cuerpo descuartizado que se encontró, junto a más de 8 de su equipo de seguridad.
    Las cámaras de seguridad no captaron nada solo hubo interferencia en ciertos puntos.
    Los vecinos del lugar tampoco vieron a nadie salir , ¿Será un asesinato perfectamente ejecutado, o un ataque de ira por parte del integrante de la familia Carbone?
    Lo sabremos dentro de los días "

    La mujer escucho la noticia mientras se preparaba un mokaccino, el café se había vuelto su mejor amigo estos meses para mantenerse despierta. En eso su teléfono suena , mira el número y reconoce el prefijo, Turquía -

    Aló..

    : En que diablos pensabas mujer!. Por esa razón mandaste a tu hijo conmigo?

    También es un gusto escucharte Asla, tanto tiempo.

    : no me cambies el tema, toma el primer vuelo y ven a casa. Necesito los detalles de lo que ocurre ... Hermana

    - esa palabra no la había escuchado en más de 20 años cuando a los 15 se fue de la protección de los Soykan.-

    Bien iré pero te responderé solo lo que puedas saber

    : Enviaré a Ati para que vaya a recogerte al aeropuerto.

    -del otro lado colgaron el teléfono, y la joven solo suspiro, Aslan era astuto pero impulsivo, no podía contarle todo si lo hacía podía involucrarlos en una guerra estúpida. Tomo su chaqueta , miro un momento la televisión y luego la apagó, saliendo de la habitación en dirección al aeropuerto -
    - Se escuchaba el ruido de la televisión de fondo mientras ella se estaba vistiendo con pantalón negro , camisa negra y un cinturon del mismo tono. " Noticias internacionales, el día de ayer en el lado oeste de Londres, la policía encontró, en el departamento de uno de los integrantes de la familia Carbone, una escena escalofriante. Aún se está investigando para saber si Paul Carbone que podría ser el cuerpo descuartizado que se encontró, junto a más de 8 de su equipo de seguridad. Las cámaras de seguridad no captaron nada solo hubo interferencia en ciertos puntos. Los vecinos del lugar tampoco vieron a nadie salir , ¿Será un asesinato perfectamente ejecutado, o un ataque de ira por parte del integrante de la familia Carbone? Lo sabremos dentro de los días " La mujer escucho la noticia mientras se preparaba un mokaccino, el café se había vuelto su mejor amigo estos meses para mantenerse despierta. En eso su teléfono suena , mira el número y reconoce el prefijo, Turquía - Aló.. 📱: En que diablos pensabas mujer!. Por esa razón mandaste a tu hijo conmigo? También es un gusto escucharte Asla, tanto tiempo. 📱: no me cambies el tema, toma el primer vuelo y ven a casa. Necesito los detalles de lo que ocurre ... Hermana - esa palabra no la había escuchado en más de 20 años cuando a los 15 se fue de la protección de los Soykan.- Bien iré pero te responderé solo lo que puedas saber 📱: Enviaré a Ati para que vaya a recogerte al aeropuerto. -del otro lado colgaron el teléfono, y la joven solo suspiro, Aslan era astuto pero impulsivo, no podía contarle todo si lo hacía podía involucrarlos en una guerra estúpida. Tomo su chaqueta , miro un momento la televisión y luego la apagó, saliendo de la habitación en dirección al aeropuerto -
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  • Hay gente que muere por ser vista…
    pero no mueve un maldito dedo para lograrlo.
    Se plantan ahí, con la cara bonita y la autoestima inflada,
    esperando que el mundo les aplauda solo por existir.

    Spoiler: no funciona así.

    Se creen especiales porque alguien, alguna vez, les dijo que lo eran.
    Pero no tienen ideas, no tienen chispa,
    y cuando intentan acercarse a alguien,
    repiten el mismo guion barato que ya fracasó en otro lado.

    No es encanto, es copia.
    No es presencia, es ruido vacío.

    Dicen querer conexiones reales,
    pero no saben ni sostener una mirada sin fingir.
    Quieren ser inolvidables,
    pero no dejan nada que valga la pena recordar.

    Son como canciones sin letra:
    bonitas al principio, pero te olvidás de ellas en cinco minutos.
    Y claro, luego lloran porque nadie las ve.
    Pero… ¿qué quieren que vea uno? ¿La pose? ¿El filtro?

    No son invisibles por injusticia.
    Lo son porque no tienen nada que decir.
    Porque no queman, no muerden, no vibran.

    Y el mundo no gira para quien no late.
    Hay gente que muere por ser vista… pero no mueve un maldito dedo para lograrlo. Se plantan ahí, con la cara bonita y la autoestima inflada, esperando que el mundo les aplauda solo por existir. Spoiler: no funciona así. Se creen especiales porque alguien, alguna vez, les dijo que lo eran. Pero no tienen ideas, no tienen chispa, y cuando intentan acercarse a alguien, repiten el mismo guion barato que ya fracasó en otro lado. No es encanto, es copia. No es presencia, es ruido vacío. Dicen querer conexiones reales, pero no saben ni sostener una mirada sin fingir. Quieren ser inolvidables, pero no dejan nada que valga la pena recordar. Son como canciones sin letra: bonitas al principio, pero te olvidás de ellas en cinco minutos. Y claro, luego lloran porque nadie las ve. Pero… ¿qué quieren que vea uno? ¿La pose? ¿El filtro? No son invisibles por injusticia. Lo son porque no tienen nada que decir. Porque no queman, no muerden, no vibran. Y el mundo no gira para quien no late.
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