[ 𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐 𝒊𝒏𝒇𝒆𝒍𝒊𝒛. ── 𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 . . . ¡𝐌𝐈𝐄𝐑𝐃𝐀! ]
El estruendo fue brutal. El golpe sobre el escritorio retumbó por toda la oficina, desparramando papeles como si el aire mismo hubiese estallado. En una esquina, los restos de un vaso roto brillaban bajo la luz tenue, fragmentos de vidrio que parecían ecos del caos. El italiano respiraba con dificultad, como si el simple acto de contenerse fuera una carga demasiado pesada.
Había perdido el control. Por completo.
La sangre aún manchaba su camisa. Un rastro imborrable de la reunión que había tenido con el ruso.
Una reunión que, evidentemente, no había terminado bien.
El rubio permanecía de pie. Inmóvil. Pero sus nudillos, endurecidos por la tensión, hablaban por él. Sus hombros rígidos, el semblante encendido por una ira contenida que no era habitual en él.
Su habitual aire despreocupado, parecía lejano, diluido en la atmósfera viciada de la oficina. Se pasó una mano por el cabello, un gesto breve, cargado de frustración. Pero no era la escena, ni siquiera el recuerdo de la sangre, lo que lo carcomía por dentro.
Era Marcos.
Detrás de él, cabizbajo, en silencio.
—¿Tú lo sabías? —preguntó sin girarse del todo, apenas ladeando el rostro. Su voz era baja, afilada. La mirada dorada lo alcanzó con una frialdad.
No hubo respuesta. Solo el silencio cobarde de una cabeza que se hundía aún más.
Ryan no lo toleró.
Se giró de golpe y lo tomó por la camisa.
—Responde —espetó, la voz tensa, quebrada por la furia.
—Señor Ryan… él tiene que irse. Es… por su bien.
Ryan soltó una carcajada breve, amarga, sin humor.
—¿Por su bien? —repitió, casi con desprecio—. Va a desatar una puta guerra si se cruza con el hermano de Elisabetta. Ese imbécil está completamente fuera de sí… ¿y me dices que lo hace por su bien? Una cosa es ir a Rusia para reclamar la herencia de su padre. Otra muy distinta… es expandirse sin control.
Solo hubo silencio por parte del pelinegro.
Ryan no pudo soportar verlo más.
Lo soltó de golpe, como si su sola cercanía lo asqueara, y se dio la vuelta. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro denso, frustrado. Uno que no solo cargaba ira, sino hartazgo.
No era solo su familia.
Ni los rostros conocidos que ahora se desdibujaban entre traiciones. Ni siquiera los que buscaban su cabeza desde las sombras, uno por uno, como perros hambrientos.
Era todo.
Los amigos que preguntaban por Kiev.
Las llamadas, los mensajes.
“¿Se puede hablar con él?”
“¿Cómo está?”
“¿Volverá pronto?”
¿Y qué debía responder?
¿Que Kiev los había borrado a todos sin mirar atrás?
¿Que no quería lazos? ¿Que ni siquiera fingía interés por conservar lo que alguna vez fue parte de su mundo?
¿Que a él, a Ryan, lo había dejado de lado como si fuera uno más entre sus trabajadores y lo engaño de esa manera?
Su mirada cayó sobre Marcos, aún ahí. Dudoso. Indeciso.
Ese gesto solo aumentó la rabia que le carcomía por dentro.
—Lárgate. No quiero volver a verte por aquí —espetó con voz seca. Tomó una botella de whisky, se sirvió lentamente en un vaso. Iba a beber, pero se detuvo al verlo todavía allí.
—Dije que te largues.
Pero el pelinegro, en lugar de retroceder, avanzó. Sacó una carta del bolsillo interior del saco y la dejó sobre el escritorio, en silencio.
—¿Qué es esto? —preguntó Ryan, sin tocarla aún. Su tono ya no era airado, sino frío. Dejó el vaso sobre el escritorio.
—La razón, señor. El señor Kiev nunca la vio. Intercepté la carta antes de que llegara a sus manos… y la escondí. No tiene remitente.
El italiano frunció el ceño, miró la carta con desconfianza. Luego la tomó con cautela, como si ya sospechara que lo que iba a leer no le gustaría. La abrió. Sacó el contenido.
Y entonces su mano tembló.
Las palabras escritas lo helaron. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el peso del pasado caía sobre él de golpe.
—¿Es de esa mujer? —preguntó sin mirar a Marcos.
—No lo sé. Creí que era una mentira más… pero luego recordé ciertas cosas, de antes del secuestro de mi señor.
Parece que… ella volvió.
Esto lo molesto aún más. ¿Qué quería?
El contenido de la carta era evidentemente falso. O al menos eso quiso creer. Kiev simplemente no podría ...
Era absurdo. Imposible.
Pero las palabras resonaban.
Le recordaban una conversación lejana, olvidada casi a propósito. Una noche en la que Rubí lo había rescatado de los Di Conti.
Y entonces, lo entendió.
—Maldita sea… —murmuró, casi para sí.
Ryan sostuvo la mirada de Marcos unos segundos más. Fría. Inquebrantable.
—Vete —dijo finalmente, sin levantar la voz.
El pelinegro abrió la boca, como si aún quisiera explicar algo, pero la expresión de Ryan fue suficiente. No había espacio para disculpas. Ni para excusas.
Lo observó marcharse.
El sonido de la puerta al cerrarse fue como un disparo seco en el silencio de la oficina.
Entonces Ryan se dejó caer hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Se cubrió la cabeza con ambas manos.
Y por un momento… solo respiró.
Temblaba. Esto lo estaba matando.
La carta seguía sobre la mesa, no lo volvió a mirar. Simplemente la arrugó y lo tiró a la basura.
Llamo a uno de sus hombres y dió una orden.
Nadie debía acercarse.
No quería ver a ninguno de sus hombres.
A ninguno de sus amigos.
Ni siquiera una sombra.
Nada.
Mucho menos nada de ruido.
Quería estar solo.
Porque si alguien entraba... Iba a descargar su ira sobre el.
[ 𝑴𝒂𝒍𝒅𝒊𝒕𝒐 𝒊𝒏𝒇𝒆𝒍𝒊𝒛. ── 𝐇𝐢𝐣𝐨 𝐝𝐞 . . . ¡𝐌𝐈𝐄𝐑𝐃𝐀! ]
El estruendo fue brutal. El golpe sobre el escritorio retumbó por toda la oficina, desparramando papeles como si el aire mismo hubiese estallado. En una esquina, los restos de un vaso roto brillaban bajo la luz tenue, fragmentos de vidrio que parecían ecos del caos. El italiano respiraba con dificultad, como si el simple acto de contenerse fuera una carga demasiado pesada.
Había perdido el control. Por completo.
La sangre aún manchaba su camisa. Un rastro imborrable de la reunión que había tenido con el ruso.
Una reunión que, evidentemente, no había terminado bien.
El rubio permanecía de pie. Inmóvil. Pero sus nudillos, endurecidos por la tensión, hablaban por él. Sus hombros rígidos, el semblante encendido por una ira contenida que no era habitual en él.
Su habitual aire despreocupado, parecía lejano, diluido en la atmósfera viciada de la oficina. Se pasó una mano por el cabello, un gesto breve, cargado de frustración. Pero no era la escena, ni siquiera el recuerdo de la sangre, lo que lo carcomía por dentro.
Era Marcos.
Detrás de él, cabizbajo, en silencio.
—¿Tú lo sabías? —preguntó sin girarse del todo, apenas ladeando el rostro. Su voz era baja, afilada. La mirada dorada lo alcanzó con una frialdad.
No hubo respuesta. Solo el silencio cobarde de una cabeza que se hundía aún más.
Ryan no lo toleró.
Se giró de golpe y lo tomó por la camisa.
—Responde —espetó, la voz tensa, quebrada por la furia.
—Señor Ryan… él tiene que irse. Es… por su bien.
Ryan soltó una carcajada breve, amarga, sin humor.
—¿Por su bien? —repitió, casi con desprecio—. Va a desatar una puta guerra si se cruza con el hermano de Elisabetta. Ese imbécil está completamente fuera de sí… ¿y me dices que lo hace por su bien? Una cosa es ir a Rusia para reclamar la herencia de su padre. Otra muy distinta… es expandirse sin control.
Solo hubo silencio por parte del pelinegro.
Ryan no pudo soportar verlo más.
Lo soltó de golpe, como si su sola cercanía lo asqueara, y se dio la vuelta. Caminó hacia su escritorio y se dejó caer en la silla con un suspiro denso, frustrado. Uno que no solo cargaba ira, sino hartazgo.
No era solo su familia.
Ni los rostros conocidos que ahora se desdibujaban entre traiciones. Ni siquiera los que buscaban su cabeza desde las sombras, uno por uno, como perros hambrientos.
Era todo.
Los amigos que preguntaban por Kiev.
Las llamadas, los mensajes.
“¿Se puede hablar con él?”
“¿Cómo está?”
“¿Volverá pronto?”
¿Y qué debía responder?
¿Que Kiev los había borrado a todos sin mirar atrás?
¿Que no quería lazos? ¿Que ni siquiera fingía interés por conservar lo que alguna vez fue parte de su mundo?
¿Que a él, a Ryan, lo había dejado de lado como si fuera uno más entre sus trabajadores y lo engaño de esa manera?
Su mirada cayó sobre Marcos, aún ahí. Dudoso. Indeciso.
Ese gesto solo aumentó la rabia que le carcomía por dentro.
—Lárgate. No quiero volver a verte por aquí —espetó con voz seca. Tomó una botella de whisky, se sirvió lentamente en un vaso. Iba a beber, pero se detuvo al verlo todavía allí.
—Dije que te largues.
Pero el pelinegro, en lugar de retroceder, avanzó. Sacó una carta del bolsillo interior del saco y la dejó sobre el escritorio, en silencio.
—¿Qué es esto? —preguntó Ryan, sin tocarla aún. Su tono ya no era airado, sino frío. Dejó el vaso sobre el escritorio.
—La razón, señor. El señor Kiev nunca la vio. Intercepté la carta antes de que llegara a sus manos… y la escondí. No tiene remitente.
El italiano frunció el ceño, miró la carta con desconfianza. Luego la tomó con cautela, como si ya sospechara que lo que iba a leer no le gustaría. La abrió. Sacó el contenido.
Y entonces su mano tembló.
Las palabras escritas lo helaron. Sintió cómo el aire se volvía más denso, cómo el peso del pasado caía sobre él de golpe.
—¿Es de esa mujer? —preguntó sin mirar a Marcos.
—No lo sé. Creí que era una mentira más… pero luego recordé ciertas cosas, de antes del secuestro de mi señor.
Parece que… ella volvió.
Esto lo molesto aún más. ¿Qué quería?
El contenido de la carta era evidentemente falso. O al menos eso quiso creer. Kiev simplemente no podría ...
Era absurdo. Imposible.
Pero las palabras resonaban.
Le recordaban una conversación lejana, olvidada casi a propósito. Una noche en la que Rubí lo había rescatado de los Di Conti.
Y entonces, lo entendió.
—Maldita sea… —murmuró, casi para sí.
Ryan sostuvo la mirada de Marcos unos segundos más. Fría. Inquebrantable.
—Vete —dijo finalmente, sin levantar la voz.
El pelinegro abrió la boca, como si aún quisiera explicar algo, pero la expresión de Ryan fue suficiente. No había espacio para disculpas. Ni para excusas.
Lo observó marcharse.
El sonido de la puerta al cerrarse fue como un disparo seco en el silencio de la oficina.
Entonces Ryan se dejó caer hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio. Se cubrió la cabeza con ambas manos.
Y por un momento… solo respiró.
Temblaba. Esto lo estaba matando.
La carta seguía sobre la mesa, no lo volvió a mirar. Simplemente la arrugó y lo tiró a la basura.
Llamo a uno de sus hombres y dió una orden.
Nadie debía acercarse.
No quería ver a ninguno de sus hombres.
A ninguno de sus amigos.
Ni siquiera una sombra.
Nada.
Mucho menos nada de ruido.
Quería estar solo.
Porque si alguien entraba... Iba a descargar su ira sobre el.