Donde las Sombras Terminan
Con el paso de los días, Ekkora comenzó a entender lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba. Las texturas del mundo, sus olores, sus ruidos, sus silencios.
El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente.
Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba.
La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo.
Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió.
Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad.
Se alejaba más cada vez.
Solo un poco.
Solo unos pasos más allá.
Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear.
La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo.
La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor.
Después vino el fuego.
La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial.
Gritó.
El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso.
Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo.
Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente.
Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba.
La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo.
Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió.
Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad.
Se alejaba más cada vez.
Solo un poco.
Solo unos pasos más allá.
Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear.
La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo.
La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor.
Después vino el fuego.
La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial.
Gritó.
El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso.
Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo.
Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
Con el paso de los días, Ekkora comenzó a entender lo que veía, lo que sentía, lo que escuchaba. Las texturas del mundo, sus olores, sus ruidos, sus silencios.
El lenguaje dejó de ser un obstáculo. Ya podía hablar. A su manera, torpe aún, con palabras desordenadas, mal encajadas, pero suficiente.
Sus movimientos mejoraron. Más estables, aunque lentos, cada paso como si aún fuera una prueba. O como si supiera que algo faltaba.
La casa de Tolek no era una jaula. Era más bien un santuario extraño: una mezcla de refugio, laboratorio y patio de juegos. Allí aprendía, observaba, probaba, sin reglas estrictas ni vigilancia constante. Pero no se alejaba, podría haberlo hecho cuando quisiera, pero no lo sentía necesario, no hasta haber recorrido cada rincón, abierto cada puerta, olido cada frasco, cada libro, rincón húmedo de madera y polvo.
Y cuando la cabaña ya no ofrecía secretos, salió.
Deambulaba por el bosque como una sombra sin rumbo. Rozaba la corteza de los árboles con los dedos, escuchaba los susurros del viento entre las hojas como si fueran palabras dichas solo para sus oídos. Observaba los animales sin hambre, sin miedo, solo con una curiosidad.
Se alejaba más cada vez.
Solo un poco.
Solo unos pasos más allá.
Hasta esa mañana. Hasta ese instante exacto en que el cielo comenzó a clarear.
La luz del sol se filtró entre las copas de los árboles. Fina, dorada, suave. Y Ekkora no lo notó a tiempo.
La primera caricia de luz directa sobre su piel la hizo estremecerse. La segunda la obligó a cerrar los ojos, de puro dolor.
Después vino el fuego.
La carne se le contrajo al contacto. No ardía como el fuego común: la luz le quemaba por dentro, como si intentara arrancarle algo esencial.
Gritó.
El sonido fue breve, un sollozo más que un grito real. Y echó a correr, pero ya no sabía dónde estaba. El bosque se cerraba sobre sí mismo, el sol subía. Sombras temblaban a su alrededor, encogiéndose. No eran refugio, no podían protegerla. Era un laberinto, vivo, denso, inmenso.
Ekkora se arrojó hacia una mancha de sombra más espesa, jadeando, la piel agrietada por el resplandor. Humo oscuro salía de sus hombros. Y la luz la buscaba. El bosque ya no parecía tan inofensivo.
Ahora estaba atrapada; Un animal nocturno, nacida del barro, enfrentando por primera vez el juicio del sol.
Tipo
Grupal
Líneas
Cualquier línea
Estado
Disponible
