• "Una rosa, aunque la llames por otro nombre, una rosa aún será.”

    La frase quedó suspendida en el aire como un perfume rancio, como si alguien hubiera arrancado los pétalos y dejado solo las espinas.
    La niña de cabellos negros, tan largos que casi tocaban el suelo, parpadeó lentamente; sus ojos parecían dos pozos de tinta.

    —¿Qué hay de los esclavos? —preguntó con un hilo de voz, tan pequeño que no parecía salir de un ser vivo.

    La sombra detrás de ella sonrió sin boca.

    “Es lo mismo, tontita. No importa cuánto te ocultes… no importa cuántos nombres inventes para engañarte. Siempre irás con la cabeza agachada, esperando una orden, un premio… o un castigo.”

    La niña tragó saliva. Las paredes crujieron como huesos rotos.

    “Porque un esclavo, mi pequeña, nunca deja de serlo.
    Aunque corra, aunque se arrastre en la oscuridad más profunda, aunque rece a dioses que jamás escuchan.
    Su alma ya está marcada.
    Como la rosa tiene espinas, el esclavo tiene cadenas.”

    La sombra se inclinó sobre ella, larga, imposible, deformada como un cuerpo quebrado en demasiados lugares.

    “Y lo más triste…”
    Susurró con una voz que era más viento que sonido, “Es que a veces las cadenas no están en las muñecas… sino aquí.”

    Un dedo invisible, frío como el mármol, tocó la frente de la niña. Ella sintió algo moverse bajo su piel.
    Algo que no era suyo.
    Algo que despertaba.

    “¿Lo ves? Siempre fuiste una esclava… incluso antes de nacer.”

    La vela a su lado se apagó sin soplido alguno. Y en la oscuridad absoluta, la niña juraría haber escuchado un susurro más:
    “Las rosas no eligen florecer, pequeña. Y los esclavos… tampoco eligen obedecer, solo lo hacen y ya.”

    "Una rosa, aunque la llames por otro nombre, una rosa aún será.” La frase quedó suspendida en el aire como un perfume rancio, como si alguien hubiera arrancado los pétalos y dejado solo las espinas. La niña de cabellos negros, tan largos que casi tocaban el suelo, parpadeó lentamente; sus ojos parecían dos pozos de tinta. —¿Qué hay de los esclavos? —preguntó con un hilo de voz, tan pequeño que no parecía salir de un ser vivo. La sombra detrás de ella sonrió sin boca. “Es lo mismo, tontita. No importa cuánto te ocultes… no importa cuántos nombres inventes para engañarte. Siempre irás con la cabeza agachada, esperando una orden, un premio… o un castigo.” La niña tragó saliva. Las paredes crujieron como huesos rotos. “Porque un esclavo, mi pequeña, nunca deja de serlo. Aunque corra, aunque se arrastre en la oscuridad más profunda, aunque rece a dioses que jamás escuchan. Su alma ya está marcada. Como la rosa tiene espinas, el esclavo tiene cadenas.” La sombra se inclinó sobre ella, larga, imposible, deformada como un cuerpo quebrado en demasiados lugares. “Y lo más triste…” Susurró con una voz que era más viento que sonido, “Es que a veces las cadenas no están en las muñecas… sino aquí.” Un dedo invisible, frío como el mármol, tocó la frente de la niña. Ella sintió algo moverse bajo su piel. Algo que no era suyo. Algo que despertaba. “¿Lo ves? Siempre fuiste una esclava… incluso antes de nacer.” La vela a su lado se apagó sin soplido alguno. Y en la oscuridad absoluta, la niña juraría haber escuchado un susurro más: “Las rosas no eligen florecer, pequeña. Y los esclavos… tampoco eligen obedecer, solo lo hacen y ya.”
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  • *Calli se encontraba entre las penumbras de su recuerdos dónde revivió el inició de todo*

    "Aún recuerdo ese día… aunque quisiera olvidarlo. Yo era tan pequeña que mis manos apenas podían sostener la máscara que llevaba colgando. Caminaba detrás de él… de la Parca Mayor. Su manto arrastraba un sonido áspero en el suelo, como si anunciara el final de todo lo que conocía."

    "No me dijo que me había adoptado. No usó esa palabra. Solo extendió su mano huesuda hacia mí… y yo la tomé porque no tenía a nadie más. Me temblaban las piernas. Me temblaba la voz. Incluso ahora, cuando cierro los ojos, siento ese miedo apretándome el pecho."

    "En ese momento pensé: ‘¿Por qué yo? ¿Por qué alguien como él querría a alguien tan… insignificante?’ Y aun así, ahí estaba yo, siguiendo su sombra enorme, sintiendo que si me alejaba un solo paso… desaparecería para siempre."

    "No era un hogar lo que me prometía. No eran sonrisas. Pero era algo que nunca había tenido: un lugar donde no me miraran como si fuera un error. Él no me habló con dulzura, pero tampoco me rechazó. Y para una niña que solo conocía el silencio… eso dolió más de lo que alivió."

    "Esa noche, cuando llegamos al dominio de la muerte, él solo dijo: ‘Aquí no estarás sola si no quieres estarlo.’ Y esa frase… se me clavó. No sabía si era una promesa o una advertencia."

    "A veces todavía me pregunto si lo seguí porque quería vivir… o porque ya estaba demasiado cansada para huir."


    *Calli se encontraba entre las penumbras de su recuerdos dónde revivió el inició de todo* "Aún recuerdo ese día… aunque quisiera olvidarlo. Yo era tan pequeña que mis manos apenas podían sostener la máscara que llevaba colgando. Caminaba detrás de él… de la Parca Mayor. Su manto arrastraba un sonido áspero en el suelo, como si anunciara el final de todo lo que conocía." "No me dijo que me había adoptado. No usó esa palabra. Solo extendió su mano huesuda hacia mí… y yo la tomé porque no tenía a nadie más. Me temblaban las piernas. Me temblaba la voz. Incluso ahora, cuando cierro los ojos, siento ese miedo apretándome el pecho." "En ese momento pensé: ‘¿Por qué yo? ¿Por qué alguien como él querría a alguien tan… insignificante?’ Y aun así, ahí estaba yo, siguiendo su sombra enorme, sintiendo que si me alejaba un solo paso… desaparecería para siempre." "No era un hogar lo que me prometía. No eran sonrisas. Pero era algo que nunca había tenido: un lugar donde no me miraran como si fuera un error. Él no me habló con dulzura, pero tampoco me rechazó. Y para una niña que solo conocía el silencio… eso dolió más de lo que alivió." "Esa noche, cuando llegamos al dominio de la muerte, él solo dijo: ‘Aquí no estarás sola si no quieres estarlo.’ Y esa frase… se me clavó. No sabía si era una promesa o una advertencia." "A veces todavía me pregunto si lo seguí porque quería vivir… o porque ya estaba demasiado cansada para huir."
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  • ── ¿Fingir un duelo?
    No. ella no hubiese querido verme llorar, ella estaría salivando del enojo colérico al saber que uno de los nuestros fue asesinado.
    Lloraré cuando logre vengar su muerte. No antes.
    ── ¿Fingir un duelo? No. ella no hubiese querido verme llorar, ella estaría salivando del enojo colérico al saber que uno de los nuestros fue asesinado. Lloraré cuando logre vengar su muerte. No antes.
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    Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre.
    Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano.

    Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse.

    Los ojos de mi madre se ponen en blanco.
    Su respiración se serena.
    Se duerme.

    Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.”

    Su voz resuena como el eco de un templo antiguo.
    Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí.

    Desaparezco.

    Y entonces estoy… en nada.
    Una sala eterna.
    Blanca.
    Sin principio ni fin.
    Sin sonido.
    Sin vida.
    Sin color.

    Camino, pero mis pasos no suenan.
    Grito, pero mi voz muere antes de nacer.

    La soledad es tan profunda que parece una criatura viva.
    Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra.

    Y por fin, a lo lejos…

    Un cubo.
    Suspendido en la nada.

    Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña.
    Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio.

    La chica allí dentro juega con mundos diminutos.
    Sonríe.
    Brilla.

    Me acerco.
    Toco el cubo.

    Y aparezco dentro.

    Pero no es lo que había visto desde fuera.
    No hay paredes.
    No hay techo.
    Todo es infinito.
    Galaxias vivas.
    Nebulosas que respiran.
    Constelaciones que parpadean como criaturas reales.

    La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí.
    Sus ojos contienen sistemas solares enteros.

    Sonríe.

    Tsukumo Sana:
    “¿De dónde sales tú, niña?”

    Trago saliva.
    Mis manos tiemblan.
    La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro.

    Lili:
    “Yo… de…”
    La miro, incapaz de comprenderla del todo.
    “¿Eres la muerte?”

    Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara.

    Su risa hace vibrar estrellas.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre. Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano. Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse. Los ojos de mi madre se ponen en blanco. Su respiración se serena. Se duerme. Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.” Su voz resuena como el eco de un templo antiguo. Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí. Desaparezco. Y entonces estoy… en nada. Una sala eterna. Blanca. Sin principio ni fin. Sin sonido. Sin vida. Sin color. Camino, pero mis pasos no suenan. Grito, pero mi voz muere antes de nacer. La soledad es tan profunda que parece una criatura viva. Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra. Y por fin, a lo lejos… Un cubo. Suspendido en la nada. Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña. Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio. La chica allí dentro juega con mundos diminutos. Sonríe. Brilla. Me acerco. Toco el cubo. Y aparezco dentro. Pero no es lo que había visto desde fuera. No hay paredes. No hay techo. Todo es infinito. Galaxias vivas. Nebulosas que respiran. Constelaciones que parpadean como criaturas reales. La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí. Sus ojos contienen sistemas solares enteros. Sonríe. Tsukumo Sana: “¿De dónde sales tú, niña?” Trago saliva. Mis manos tiemblan. La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro. Lili: “Yo… de…” La miro, incapaz de comprenderla del todo. “¿Eres la muerte?” Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara. Su risa hace vibrar estrellas.
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    Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre.
    Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano.

    Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse.

    Los ojos de mi madre se ponen en blanco.
    Su respiración se serena.
    Se duerme.

    Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.”

    Su voz resuena como el eco de un templo antiguo.
    Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí.

    Desaparezco.

    Y entonces estoy… en nada.
    Una sala eterna.
    Blanca.
    Sin principio ni fin.
    Sin sonido.
    Sin vida.
    Sin color.

    Camino, pero mis pasos no suenan.
    Grito, pero mi voz muere antes de nacer.

    La soledad es tan profunda que parece una criatura viva.
    Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra.

    Y por fin, a lo lejos…

    Un cubo.
    Suspendido en la nada.

    Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña.
    Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio.

    La chica allí dentro juega con mundos diminutos.
    Sonríe.
    Brilla.

    Me acerco.
    Toco el cubo.

    Y aparezco dentro.

    Pero no es lo que había visto desde fuera.
    No hay paredes.
    No hay techo.
    Todo es infinito.
    Galaxias vivas.
    Nebulosas que respiran.
    Constelaciones que parpadean como criaturas reales.

    La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí.
    Sus ojos contienen sistemas solares enteros.

    Sonríe.

    Tsukumo Sana:
    “¿De dónde sales tú, niña?”

    Trago saliva.
    Mis manos tiemblan.
    La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro.

    Lili:
    “Yo… de…”
    La miro, incapaz de comprenderla del todo.
    “¿Eres la muerte?”

    Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara.

    Su risa hace vibrar estrellas.
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    Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano.

    Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse.

    Los ojos de mi madre se ponen en blanco.
    Su respiración se serena.
    Se duerme.

    Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.”

    Su voz resuena como el eco de un templo antiguo.
    Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí.

    Desaparezco.

    Y entonces estoy… en nada.
    Una sala eterna.
    Blanca.
    Sin principio ni fin.
    Sin sonido.
    Sin vida.
    Sin color.

    Camino, pero mis pasos no suenan.
    Grito, pero mi voz muere antes de nacer.

    La soledad es tan profunda que parece una criatura viva.
    Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra.

    Y por fin, a lo lejos…

    Un cubo.
    Suspendido en la nada.

    Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña.
    Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio.

    La chica allí dentro juega con mundos diminutos.
    Sonríe.
    Brilla.

    Me acerco.
    Toco el cubo.

    Y aparezco dentro.

    Pero no es lo que había visto desde fuera.
    No hay paredes.
    No hay techo.
    Todo es infinito.
    Galaxias vivas.
    Nebulosas que respiran.
    Constelaciones que parpadean como criaturas reales.

    La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí.
    Sus ojos contienen sistemas solares enteros.

    Sonríe.

    Tsukumo Sana:
    “¿De dónde sales tú, niña?”

    Trago saliva.
    Mis manos tiemblan.
    La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro.

    Lili:
    “Yo… de…”
    La miro, incapaz de comprenderla del todo.
    “¿Eres la muerte?”

    Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara.

    Su risa hace vibrar estrellas.
    Relato en Post y comentario de la imagen 🩷 Me empiezo a desvanecer lentamente en los brazos de mi madre. Su abrazo se vuelve luz, su luz se vuelve sueño. Mis dedos atraviesan su espalda como si ya no habitara el mismo plano. Arc se acerca en silencio y coloca su mano sobre la cabeza de Jennifer, como quien toca una reliquia sagrada… o una herida que necesita cerrarse. Los ojos de mi madre se ponen en blanco. Su respiración se serena. Se duerme. Arc: “Es necesario que olvide lo sucedido… pero dejaré una semilla implantada en su mente para que recuerde… a su debido tiempo.” Su voz resuena como el eco de un templo antiguo. Yo intento moverme, tocar a mi madre una vez más, pero mi forma ya no pertenece ahí. Desaparezco. Y entonces estoy… en nada. Una sala eterna. Blanca. Sin principio ni fin. Sin sonido. Sin vida. Sin color. Camino, pero mis pasos no suenan. Grito, pero mi voz muere antes de nacer. La soledad es tan profunda que parece una criatura viva. Avanzo sin saber si estoy moviéndome o si es la eternidad la que me arrastra. Y por fin, a lo lejos… Un cubo. Suspendido en la nada. Dentro, parece haber una habitación de niña: planetas de papel, móviles espaciales, juguetes que orbitan alrededor de una cama pequeña. Una estrella fugaz cruza el espacio reducido de su techo como si la habitación fuese un cosmos propio. La chica allí dentro juega con mundos diminutos. Sonríe. Brilla. Me acerco. Toco el cubo. Y aparezco dentro. Pero no es lo que había visto desde fuera. No hay paredes. No hay techo. Todo es infinito. Galaxias vivas. Nebulosas que respiran. Constelaciones que parpadean como criaturas reales. La niña —no tan niña— se vuelve hacia mí. Sus ojos contienen sistemas solares enteros. Sonríe. Tsukumo Sana: “¿De dónde sales tú, niña?” Trago saliva. Mis manos tiemblan. La presencia es tan inmensa que mi alma parece reducirse a un susurro. Lili: “Yo… de…” La miro, incapaz de comprenderla del todo. “¿Eres la muerte?” Ella se ríe suavemente, como si la pregunta la acariciara. Su risa hace vibrar estrellas.
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  • -¿Que soy una estafa-QUÉ?

    -pone sus manos en sus mejillas, expresión de ultrajada virtud-

    -¡Soy una excelente persona! ¡UNA CIUDADANA MODELO! ¡HASTA LAS ANCIANITAS ME ADORAN! Les ayudo a cruzar la calle, y a veces su cartera llega un poquito más liviana al otro lado, ¡PERO ES PARA QUE NO LES DE DOLOR DE ESPALDA! ¡Yo soy un verdadero ENCANTO!
    -¿Que soy una estafa-QUÉ? -pone sus manos en sus mejillas, expresión de ultrajada virtud- -¡Soy una excelente persona! ¡UNA CIUDADANA MODELO! ¡HASTA LAS ANCIANITAS ME ADORAN! Les ayudo a cruzar la calle, y a veces su cartera llega un poquito más liviana al otro lado, ¡PERO ES PARA QUE NO LES DE DOLOR DE ESPALDA! ¡Yo soy un verdadero ENCANTO!
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  • Juro que me esfuerzo por pasar de largo, pero a veces es difícil...

    *Clive va cabalgando en su caballo negro, adentrándose en un campo desconocido para él.*

    -Suprimir el impulso de morder me es difícil, pero...

    *Nota una especie de meseta en la lejanía, lo que llama su atención.*

    -Ese lugar no me parece...

    *Se siente curioso, porque recuerda a una mujer que tenía un árbol de mandarinas, la cual existió en un lugar similar. Entonces se encamina ahí.*

    -Al menos esto me ayudará a pasar de largo...
    Juro que me esfuerzo por pasar de largo, pero a veces es difícil... *Clive va cabalgando en su caballo negro, adentrándose en un campo desconocido para él.* -Suprimir el impulso de morder me es difícil, pero... *Nota una especie de meseta en la lejanía, lo que llama su atención.* -Ese lugar no me parece... *Se siente curioso, porque recuerda a una mujer que tenía un árbol de mandarinas, la cual existió en un lugar similar. Entonces se encamina ahí.* -Al menos esto me ayudará a pasar de largo...
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    —𝕿𝖍𝖊 𝕶𝖎𝖓𝖌'𝖘 𝕭𝖚𝖗𝖉𝖊𝖓.

    El aire en Camlann era pesado, no por la lluvia que pronto caería, sino por el peso de las vidas que había tomado y el peso del futuro que yo, como Rey, debía cargar.
    Me llamaron el "Rey de los Caballeros". No era un título que buscara, sino una carga que acepté. Desde el momento en que saqué a Caliburn de la piedra, dejé de ser una persona. Dejé de ser una niña, una mujer, o cualquier cosa que pudiera sentir calidez. Me convertí en un símbolo, en la espada. Y la espada no tiene emociones.
    Mi primer sentimiento fue la soledad. Al tomar la corona, el mundo de los humanos se cerró para mí. Los vi sonreír, amar, llorar por cosas pequeñas, y yo solo podía mirarlos desde la distancia, envuelta en mi armadura plateada. Debía ser fuerte, inquebrantable, por ellos. Si yo mostraba debilidad, el reino caería. Por eso, enterré mi corazón bajo promesas de hierro.
    Luego vino la esperanza. Cuando reuní a mis Caballeros de la Mesa Redonda, pensé que mi sueño era posible. Lancelot, Gawain, Bedivere... eran los pilares de Camelot, la prueba de que la nobleza existía. Por un tiempo, creí que ese momento dorado duraría para siempre. Creí que podríamos crear una utopía donde la gente no sufriera.
    Pero la esperanza dio paso al dolor. Vi a Lancelot caer, a Gawain perder la fe, y, finalmente, vi la traición de Mordred, mi propia sangre. Me esforcé tanto en ser el rey perfecto, en seguir cada norma, en no cometer ni un solo error, que fallé en lo más importante: la humanidad. Fui un rey, pero nunca fui un padre, ni una amiga, ni una esposa. Solo fui una máquina para dirigir.
    Enfrentar a Mordred en Camlann no fue una batalla; fue la ejecución de mi propio ideal. Mientras alzaba a Excalibur, no sentía ira, solo una profunda y desgarradora tristeza. La luz de mi espada era la luz que borraba mi error, el error de haber creído que podía negar mi propia naturaleza para salvar a otros.

    《("El deseo de ganar ya no estaba allí. Solo la necesidad de terminar. De pagar el precio por el sueño roto.")》


    Cuando la luz de Excalibur se desvaneció, y yo caí, herida de muerte, sentí, por primera y última vez bajo la armadura, una punzada de alivio. Alivio de que el trabajo había terminado. Alivio de poder devolver la espada, el símbolo de mi carga, al lago.

    Y al final, mientras Bedivere me veía morir, no lamenté la muerte. Lamenté mi vida. Mi último pensamiento no fue para el reino o la gloria, sino un simple y vano deseo:

    —Ojalá nunca hubiera sido Rey. Ojalá hubiera podido vivir como una persona normal, y no como una espada.—

    Morí en paz, al menos, sabiendo que, aunque mi sueño fue una tragedia, cumplí mi juramento. Y ese es el único consuelo que un rey puede llevarse.
    —𝕿𝖍𝖊 𝕶𝖎𝖓𝖌'𝖘 𝕭𝖚𝖗𝖉𝖊𝖓. El aire en Camlann era pesado, no por la lluvia que pronto caería, sino por el peso de las vidas que había tomado y el peso del futuro que yo, como Rey, debía cargar. Me llamaron el "Rey de los Caballeros". No era un título que buscara, sino una carga que acepté. Desde el momento en que saqué a Caliburn de la piedra, dejé de ser una persona. Dejé de ser una niña, una mujer, o cualquier cosa que pudiera sentir calidez. Me convertí en un símbolo, en la espada. Y la espada no tiene emociones. Mi primer sentimiento fue la soledad. Al tomar la corona, el mundo de los humanos se cerró para mí. Los vi sonreír, amar, llorar por cosas pequeñas, y yo solo podía mirarlos desde la distancia, envuelta en mi armadura plateada. Debía ser fuerte, inquebrantable, por ellos. Si yo mostraba debilidad, el reino caería. Por eso, enterré mi corazón bajo promesas de hierro. Luego vino la esperanza. Cuando reuní a mis Caballeros de la Mesa Redonda, pensé que mi sueño era posible. Lancelot, Gawain, Bedivere... eran los pilares de Camelot, la prueba de que la nobleza existía. Por un tiempo, creí que ese momento dorado duraría para siempre. Creí que podríamos crear una utopía donde la gente no sufriera. Pero la esperanza dio paso al dolor. Vi a Lancelot caer, a Gawain perder la fe, y, finalmente, vi la traición de Mordred, mi propia sangre. Me esforcé tanto en ser el rey perfecto, en seguir cada norma, en no cometer ni un solo error, que fallé en lo más importante: la humanidad. Fui un rey, pero nunca fui un padre, ni una amiga, ni una esposa. Solo fui una máquina para dirigir. Enfrentar a Mordred en Camlann no fue una batalla; fue la ejecución de mi propio ideal. Mientras alzaba a Excalibur, no sentía ira, solo una profunda y desgarradora tristeza. La luz de mi espada era la luz que borraba mi error, el error de haber creído que podía negar mi propia naturaleza para salvar a otros. 《("El deseo de ganar ya no estaba allí. Solo la necesidad de terminar. De pagar el precio por el sueño roto.")》 Cuando la luz de Excalibur se desvaneció, y yo caí, herida de muerte, sentí, por primera y última vez bajo la armadura, una punzada de alivio. Alivio de que el trabajo había terminado. Alivio de poder devolver la espada, el símbolo de mi carga, al lago. Y al final, mientras Bedivere me veía morir, no lamenté la muerte. Lamenté mi vida. Mi último pensamiento no fue para el reino o la gloria, sino un simple y vano deseo: —Ojalá nunca hubiera sido Rey. Ojalá hubiera podido vivir como una persona normal, y no como una espada.— Morí en paz, al menos, sabiendo que, aunque mi sueño fue una tragedia, cumplí mi juramento. Y ese es el único consuelo que un rey puede llevarse.
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  • 𝐌𝐚𝐠𝐢𝐜𝐨𝐧𝐠𝐫𝐞𝐬𝐨 𝐔́𝐧𝐢𝐜𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐒𝐨𝐜𝐢𝐞𝐝𝐚𝐝 𝐀𝐦𝐞𝐫𝐢𝐜𝐚𝐧𝐚.
    Fandom Harry Potter
    Categoría Romance
    STARTER PARA ───── 𝑸𝑼𝑬𝑬𝑵𝑰𝑬 𝐆𝐎𝐋𝐃𝐒𝐓𝐄𝐈𝐍


    Edificio Woolworth.
    Nueva York, Estados Unidos de América.

    El cómo había llegado hasta allí era una pregunta que llevaba planteándose incluso desde antes de que se iniciara su viaje. Sabía bien que debería dirigirse hacia el MACUSA para realizar un par de trámites que a él le parecían desde luego innecesarios.

    La seguridad se había extremado aquellos días dado el actual peligro en el mundo mágico. Las cosas no estaban tan bien como el Ministro aseguraba, y el pueblo lo sabía. ¿Cómo no saberlo?

    El Ministerio de Magia Británico también estaba al tanto del peligro que representaban aquellos que deseaban presentarse próximamente a las elecciones generales para liderar el mundo mágico. Grindelwald estaba entre ellos, y aunque la inmensa mayoría deseaba que gobernara puesto que sus ideales eran compartidos por gran parte de la comunidad mágica, sus ideas eran descabelladas para muchos. La pureza de la sangre, los no-mags (gente no mágica) y muchas otras cosas más tenían al mundo patas arriba. El miedo los dominaba, claro; era comprensible.

    Pero por suerte, Abraxas pertenecía a ese bando al que no le preocupaba lo que sucediera con los derechos de las personas no mágicas. La pureza de sangre siempre había existido en su familia, era parte de esa gran mayoría que apoyaba la causa. Aunque, para ser sinceros, a él poco le importaban esas luchas.

    Había oído hablar de Grindelwald y se había interesado en formar parte de sus filas. Dado su poder como cambiaformas, podría resultar de gran utilidad como espía. Cambiando su aspecto a voluntad —ya fuese un animal, una persona (incluyendo géneros diversos)—, Abraxas era capaz de adquirir la forma que quisiera en su propio beneficio.

    Su familia había apoyado y defendido con suma satisfacción su decisión de viajar hasta Nueva York para presentarse ante Grindelwald y servir a sus propósitos. Lo que en absoluto le apetecía era tener que presentarse al MACUSA y entregar toda aquella información sobre él.

    Allí todos lo observaban de cerca, su apellido era bien conocido y aunque, precisamente, una Lestrange trabajara para el Ministerio Británico de Magia como ayudante del Jefe del Departamento de Seguridad Mágica, el rostro de Abraxas ya despertaba ciertas sospechas de que sus intenciones podrían no llegar a ser las esperadas.

    —¿Queda algo más? ¿O ya puedo visitar su hermoso país? —preguntó, después de firmar el que creyó (y esperó) que fuese el último pergamino de permisos del MACUSA.
    —Oficina del permiso de varitas. Una planta más abajo.
    —¿Permiso de varitas?

    Pero la ventanilla del servicio en el que se encontraba se cerró de malas formas. Abraxas apretó los dientes, marcándose su mandíbula bajo los pómulos. Tragó saliva y removió sus cabellos, apartándolos de su rostro. Si había algo que no soportaba era que tocaran sus cosas, y su varita era tal vez lo más preciado que tenía en posesión. Podría resultar extraño que alguien se aferrara tanto a su varita, pero para él simbolizaba demasiado como para que un funcionario estúpido se dedicara a toquetearla sin más.

    De alguna forma era como que alguien toqueteara a tu esposa, a tu hija, y tú no pudieras hacer nada. Su varita era una extensión de sí mismo, una de sus fuentes de poder. Si alguien la tocaba con sus malditas manos podría apropiarse de ese poder o incluso mermarlo de alguna forma. No, no permitiría que nadie tocara su varita.

    Abraxas no era especialmente conocido por su buen comportamiento con respecto a la ley. Así que no tuvo que lidiar demasiado con la duda de si marcharse de allí sin presentar el último trámite o quedarse y ser un ciudadano ejemplar.

    Lestrange bajó, cruzó la entrada principal y en seguida alguien lo detuvo. Un tipo de uniforme policial llamó su atención. Era un sujeto corpulento, calvo y de piel más roja que blanca. En su camisa había restos del desayuno, migas de rosquilla. Y si se acercaba lo suficiente, su boca desprendería el olor del café que había ingerido horas antes.

    —Caballero.
    Abraxas se detuvo en seco, girándose.
    —La Oficina del permiso de varitas está por aquí.

    No era de extrañar que lo supiera. Allí todo el mundo lo sabía todo. La seguridad se había extremado y algo tan simple como revisar una varita parecía ser de especial importancia aquellos días. Menuda estupidez, pensó.

    Pero no pudo hacer mucho: el guardia lo llevó hasta la oficina y, para cuando quiso darse cuenta, estaba esperando para ser atendido.

    Su mirada repasó por completo todo el lugar y a las personas que allí se encontraban. No podía imaginarse a ninguna de ellas tocando su varita. ¿Deberían hacerlo? ¿Formaba acaso eso parte del procedimiento?

    —¿Sr. Lestrange? —preguntó una voz femenina tan dulce que logró confundirlo.

    Su mirada buscó en dirección a la voz, hacia su derecha. Una mujer rubia, con aspecto reluciente, aguardaba con una dulce sonrisa.

    —Sí.
    —Está en el lugar indicado. Venga conmigo.

    ¿Contigo?

    Lestrange volvió a mirar al resto de mesas; nadie allí se había levantado para recibir a nadie, así que supuso que era simplemente una funcionaria que se dedicaba a distribuir a los clientes a las mesas asignadas. Pero los pasos seguían avanzando y las mesas vacías se iban alejando. Entonces ella tomó asiento tras un escritorio. “Queenie Goldstein”, rezaba el cartel sobre la madera de roble.

    —Por favor, siéntese.

    Una sonrisa por cada palabra. Pero en el gesto de él no había ninguna sonrisa, sino más bien desconfianza; una evidente desconfianza y una clara incomodidad que ni siquiera se molestó en ocultar.

    —Tranquilo, no le robaré mucho tiempo, tan solo necesito un par de documentos y su varita. Será rápido, ya lo verá…
    —No voy a darle mi varita.

    Quizá aquella fue la primera vez en toda su vida que alguien se negaba a algo tan sencillo como mostrar su varita. Normalmente solían presentarse más molestos cuando les solicitaba que les entregara todos los documentos que eran necesarios, ¿pero aquello?

    La mirada de Abraxas se mantenía fija en los ojos de la bruja de manera severa. Bien sabía él que la cosa no se terminaba ahí, pero seguiría firme en su respuesta.
    STARTER PARA [L3GEREMENS] Edificio Woolworth. Nueva York, Estados Unidos de América. El cómo había llegado hasta allí era una pregunta que llevaba planteándose incluso desde antes de que se iniciara su viaje. Sabía bien que debería dirigirse hacia el MACUSA para realizar un par de trámites que a él le parecían desde luego innecesarios. La seguridad se había extremado aquellos días dado el actual peligro en el mundo mágico. Las cosas no estaban tan bien como el Ministro aseguraba, y el pueblo lo sabía. ¿Cómo no saberlo? El Ministerio de Magia Británico también estaba al tanto del peligro que representaban aquellos que deseaban presentarse próximamente a las elecciones generales para liderar el mundo mágico. Grindelwald estaba entre ellos, y aunque la inmensa mayoría deseaba que gobernara puesto que sus ideales eran compartidos por gran parte de la comunidad mágica, sus ideas eran descabelladas para muchos. La pureza de la sangre, los no-mags (gente no mágica) y muchas otras cosas más tenían al mundo patas arriba. El miedo los dominaba, claro; era comprensible. Pero por suerte, Abraxas pertenecía a ese bando al que no le preocupaba lo que sucediera con los derechos de las personas no mágicas. La pureza de sangre siempre había existido en su familia, era parte de esa gran mayoría que apoyaba la causa. Aunque, para ser sinceros, a él poco le importaban esas luchas. Había oído hablar de Grindelwald y se había interesado en formar parte de sus filas. Dado su poder como cambiaformas, podría resultar de gran utilidad como espía. Cambiando su aspecto a voluntad —ya fuese un animal, una persona (incluyendo géneros diversos)—, Abraxas era capaz de adquirir la forma que quisiera en su propio beneficio. Su familia había apoyado y defendido con suma satisfacción su decisión de viajar hasta Nueva York para presentarse ante Grindelwald y servir a sus propósitos. Lo que en absoluto le apetecía era tener que presentarse al MACUSA y entregar toda aquella información sobre él. Allí todos lo observaban de cerca, su apellido era bien conocido y aunque, precisamente, una Lestrange trabajara para el Ministerio Británico de Magia como ayudante del Jefe del Departamento de Seguridad Mágica, el rostro de Abraxas ya despertaba ciertas sospechas de que sus intenciones podrían no llegar a ser las esperadas. —¿Queda algo más? ¿O ya puedo visitar su hermoso país? —preguntó, después de firmar el que creyó (y esperó) que fuese el último pergamino de permisos del MACUSA. —Oficina del permiso de varitas. Una planta más abajo. —¿Permiso de varitas? Pero la ventanilla del servicio en el que se encontraba se cerró de malas formas. Abraxas apretó los dientes, marcándose su mandíbula bajo los pómulos. Tragó saliva y removió sus cabellos, apartándolos de su rostro. Si había algo que no soportaba era que tocaran sus cosas, y su varita era tal vez lo más preciado que tenía en posesión. Podría resultar extraño que alguien se aferrara tanto a su varita, pero para él simbolizaba demasiado como para que un funcionario estúpido se dedicara a toquetearla sin más. De alguna forma era como que alguien toqueteara a tu esposa, a tu hija, y tú no pudieras hacer nada. Su varita era una extensión de sí mismo, una de sus fuentes de poder. Si alguien la tocaba con sus malditas manos podría apropiarse de ese poder o incluso mermarlo de alguna forma. No, no permitiría que nadie tocara su varita. Abraxas no era especialmente conocido por su buen comportamiento con respecto a la ley. Así que no tuvo que lidiar demasiado con la duda de si marcharse de allí sin presentar el último trámite o quedarse y ser un ciudadano ejemplar. Lestrange bajó, cruzó la entrada principal y en seguida alguien lo detuvo. Un tipo de uniforme policial llamó su atención. Era un sujeto corpulento, calvo y de piel más roja que blanca. En su camisa había restos del desayuno, migas de rosquilla. Y si se acercaba lo suficiente, su boca desprendería el olor del café que había ingerido horas antes. —Caballero. Abraxas se detuvo en seco, girándose. —La Oficina del permiso de varitas está por aquí. No era de extrañar que lo supiera. Allí todo el mundo lo sabía todo. La seguridad se había extremado y algo tan simple como revisar una varita parecía ser de especial importancia aquellos días. Menuda estupidez, pensó. Pero no pudo hacer mucho: el guardia lo llevó hasta la oficina y, para cuando quiso darse cuenta, estaba esperando para ser atendido. Su mirada repasó por completo todo el lugar y a las personas que allí se encontraban. No podía imaginarse a ninguna de ellas tocando su varita. ¿Deberían hacerlo? ¿Formaba acaso eso parte del procedimiento? —¿Sr. Lestrange? —preguntó una voz femenina tan dulce que logró confundirlo. Su mirada buscó en dirección a la voz, hacia su derecha. Una mujer rubia, con aspecto reluciente, aguardaba con una dulce sonrisa. —Sí. —Está en el lugar indicado. Venga conmigo. ¿Contigo? Lestrange volvió a mirar al resto de mesas; nadie allí se había levantado para recibir a nadie, así que supuso que era simplemente una funcionaria que se dedicaba a distribuir a los clientes a las mesas asignadas. Pero los pasos seguían avanzando y las mesas vacías se iban alejando. Entonces ella tomó asiento tras un escritorio. “Queenie Goldstein”, rezaba el cartel sobre la madera de roble. —Por favor, siéntese. Una sonrisa por cada palabra. Pero en el gesto de él no había ninguna sonrisa, sino más bien desconfianza; una evidente desconfianza y una clara incomodidad que ni siquiera se molestó en ocultar. —Tranquilo, no le robaré mucho tiempo, tan solo necesito un par de documentos y su varita. Será rápido, ya lo verá… —No voy a darle mi varita. Quizá aquella fue la primera vez en toda su vida que alguien se negaba a algo tan sencillo como mostrar su varita. Normalmente solían presentarse más molestos cuando les solicitaba que les entregara todos los documentos que eran necesarios, ¿pero aquello? La mirada de Abraxas se mantenía fija en los ojos de la bruja de manera severa. Bien sabía él que la cosa no se terminaba ahí, pero seguiría firme en su respuesta.
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  • Dagny Hansen
    𝖺𝗇𝗇𝗒𝖾𝗈𝗇𝗀𝗁𝖺𝗌𝖾𝗒𝗈﹗
    𝖻𝗂𝖾𝗇𝗏𝖾𝗇𝗂𝖽𝖺﹗
    [meteor_olive_giraffe_464] 𝖺𝗇𝗇𝗒𝖾𝗈𝗇𝗀𝗁𝖺𝗌𝖾𝗒𝗈﹗ 𝖻𝗂𝖾𝗇𝗏𝖾𝗇𝗂𝖽𝖺﹗
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