• La Flor de Ébano

    Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo.

    Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él:

    “En la era cuando el grano muera sin pena,
    y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano,
    brotará del ébano una flor sin temblor,
    cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.”

    La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo.

    Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento.

    Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos.

    "Cuando el grano muera sin pena…"

    El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler?

    Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella.

    "Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…"

    Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad?

    Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino.

    Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora?

    "Brotará del ébano una flor sin temblor…"

    Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento.
    Sin temblor. Imperturbable.

    Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido.

    Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse?

    "Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto."

    Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico.
    Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades.

    ¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención?

    Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio.
    Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro.

    Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable.

    Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija.
    No.
    Esa flor sería del mundo.
    O del destino.

    Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían?

    Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable.
    Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar.
    Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote.
    Y ese brote no era odio.
    Era amor.

    Silencioso, incierto, pero real.

    Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos.
    Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor.

    Y Perséfone, con el alma dividida, entendió:
    El mayor acto de amor no es engendrar.
    Es dejar florecer lo que debe ser.
    Aunque eso signifique dejarlo ir.






    La Flor de Ébano Perséfone emergió del templo de Apolo con la mirada perdida entre el mármol y los ecos de la profecía. El sol brillaba alto, indiferente a su inquietud. A lo lejos, los olivos danzaban con el viento, ajenos a la sombra que se había posado sobre ella. No fue la profecía lo que la había sacudido, sino la certeza de haberla comprendido, aunque no quisiera admitirlo. Apolo la había recibido con su sonrisa habitual, esa mezcla de arrogancia y afecto, pero su rostro se desfiguró al recibir la visión. Sus ojos y boca se encendieron con una luz verde imposible, una claridad ajena incluso a su divinidad solar. Y entonces habló, o mejor dicho, algo habló a través de él: “En la era cuando el grano muera sin pena, y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano, brotará del ébano una flor sin temblor, cuyo paso dará descanso a las almas sin canto.” La voz había sido firme, inapelable. Las palabras, poesía del destino. Apolo regresó a sí mismo con un movimiento de cabeza, sacudiéndose la tensión. Y con una mirada de resignación casi humana, le entregó la hoja escrita. “Ahí tienes tu profecía, diosa de la Primavera”, dijo. Pero Perséfone ya no se sentía primavera. No en ese momento. Mientras descendía hacia el Inframundo, su reino, pensaba en cada línea con una mezcla de temor, intuición y una tristeza difícil de nombrar. Ella conocía bien los símbolos. Los había pronunciado antes, para otros. Sabía cómo disfrazaba el destino sus designios con metáforas que, una vez cumplidas, se volvían obvias. Era el juego cruel de los oráculos. "Cuando el grano muera sin pena…" El grano. Su madre, Deméter, lo encarnaba. El alimento del mundo, el ritmo de la vida y la cosecha. Si el grano muere sin pena, ¿qué significa? ¿Una era donde ya no se valora la vida que se siembra y cosecha? ¿O una en la que la muerte ha dejado de doler? Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La indiferencia era peor que la muerte. Era olvido. El mundo olvidando a Deméter… olvidándola a ella. "Y la Reina de Dos Mundos siembre sin mano…" Esa línea la dolía en lo más íntimo. Ella era esa Reina. Dividida entre la luz de la superficie y la sombra del Inframundo, sembradora de vida en un mundo condenado a morir. ¿Sembrar sin mano? ¿Una creación sin su intervención? ¿Un ser nacido de su esencia, pero no de su voluntad? Quizás… una hija. No una engendrada por deseo, sino por destino. Se detuvo en medio del corredor de obsidiana, su reflejo oscuro devolviéndole una imagen descompuesta. ¿Una hija nacida de su poder, pero sin su amor? ¿Una flor envenenada o redentora? "Brotará del ébano una flor sin temblor…" Ébano. El árbol de madera oscura, símbolo de lo oculto, lo eterno, lo duro. Una flor nacida del ébano no sería frágil. No se rompería con el viento. Sin temblor. Imperturbable. Eso la asustó más que cualquier visión. Porque Perséfone, aun en su fuerza, había temblado. Cuando fue raptada, cuando eligió quedarse, cuando sostuvo en sus brazos a las almas errantes que no querían cruzar el río. Ella había temblado, había sentido. Una flor que no tiembla… ¿puede amar? ¿Puede compadecerse? "Cuyo paso dará descanso a las almas sin canto." Ese último verso le pareció el más bello… y el más trágico. Las almas sin canto eran las que no habían sido honradas, las que murieron sin nombre, sin ritual, sin memoria. Vagaban sin rumbo, sin fuerza para cruzar al olvido. Ella las conocía bien. Las escuchaba llorar en las grietas del Hades. ¿Esa flor las hará descansar? ¿O las dormirá eternamente, sin redención? Se sentó en su trono, las manos entrelazadas, los ojos clavados en el vacío. Las sombras del Inframundo se arremolinaron a su alrededor, inquietas por su silencio. Ni Hades se atrevía a interrumpirla. Él conocía ese gesto: Perséfone estaba recordando el futuro. Sintió una punzada en el vientre. No física, no tangible. Era como un eco que aún no había nacido. Una presencia lejana, pero inevitable. Algo vendría. Algo o alguien crecería en ella, o a través de ella, o desde ella. Una flor sin miedo, nacida del ébano. Y esa flor no sería suya. No en el modo en que una madre posee a su hija. No. Esa flor sería del mundo. O del destino. Perséfone apretó los labios, conteniendo la oleada de emoción que pugnaba por salir. ¿Y si la profecía hablaba de una nueva era? ¿De un cambio tan grande que ni los dioses estarían preparados? ¿Y si esa flor era el final de una era donde los dioses gobernaban… y el inicio de una donde solo observarían? Por un instante se sintió pequeña. Pequeña ante algo inmenso, algo que se aproximaba como una ola silenciosa, pero imparable. Y por primera vez en siglos, no supo si debía temer… o prepararse para amar. Porque, aunque no lo dijera en voz alta, en lo más profundo de su pecho, ya sentía el brote. Y ese brote no era odio. Era amor. Silencioso, incierto, pero real. Una flor de ébano, nacida de la Reina de los Muertos. Una criatura destinada a cambiar el equilibrio, a poner fin al canto del dolor. Y Perséfone, con el alma dividida, entendió: El mayor acto de amor no es engendrar. Es dejar florecer lo que debe ser. Aunque eso signifique dejarlo ir.
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  • Se encontraba mirando el paisaje del mundo terrenal con un rostro pacífico, mientras sus dedos se deslizaban suaves y delicados por su pequeña lira, recostada en una rama gruesa y tronco de un árbol, mientras había dejado el caos del Olimpo atrás por hoy. Afrodita había empezado a jugar a ser cupido, tirando flechas de amor a todos. Algunos dioses menores disfrutan del juego de la Diosa mayor, tales como Heracles y Melinoë, pero a Zagreus se lo veía viajar con discreción entre las sombras, Persefone estaba por enterarse de que Afrodita le tiró como cinco flechas a Hades, hoy si era un juego loco de "escóndete si puedes."

    «Morfeo se había escapado a tiempo de todo el loquero, mientras que al pobrecito de Than, ya le habían embaucado con otra Diosa.»pensó con una mirada desanimada«Soy la única Diosa que su corazón ahora lo tiene inmune para estas cosas...»sonríe con desgana.

    —En un momento creí que era buen juego, ahora lo veo como la dinámica hace enloquecer a todos como hormigas antes de ser fumigadas —comentó al aire, como si fuera otra travesura hecha con resultados para nada esperados.
    Se encontraba mirando el paisaje del mundo terrenal con un rostro pacífico, mientras sus dedos se deslizaban suaves y delicados por su pequeña lira, recostada en una rama gruesa y tronco de un árbol, mientras había dejado el caos del Olimpo atrás por hoy. Afrodita había empezado a jugar a ser cupido, tirando flechas de amor a todos. Algunos dioses menores disfrutan del juego de la Diosa mayor, tales como Heracles y Melinoë, pero a Zagreus se lo veía viajar con discreción entre las sombras, Persefone estaba por enterarse de que Afrodita le tiró como cinco flechas a Hades, hoy si era un juego loco de "escóndete si puedes." «Morfeo se había escapado a tiempo de todo el loquero, mientras que al pobrecito de Than, ya le habían embaucado con otra Diosa.»pensó con una mirada desanimada«Soy la única Diosa que su corazón ahora lo tiene inmune para estas cosas...»sonríe con desgana. —En un momento creí que era buen juego, ahora lo veo como la dinámica hace enloquecer a todos como hormigas antes de ser fumigadas —comentó al aire, como si fuera otra travesura hecha con resultados para nada esperados.
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  • Melioë, diosa de mentira y verdad, de odio y amor, de locura y cordura, de luz y oscuridad, de vida y muerte... Una mujer de hermosa e irresistible belleza y de un poder incontenible e inestable, hija de la primavera misma, era como un capullo oscuro que florecía en la penumbra, completamente hermoso, con un aroma dulce y de granate intenso, una flor rodeada de espinas muy afiladas capaces de atravesar incluso almas.
    Melinoë, forjada en el fuego del inframundo, como una flor que crece en la adversidad, hija no solo de nombre de Hades, sino también en espíritu del dios más temido por mortales, almas y dioses. Aunque no corría la sangre del dios de la muerte por sus venas, el fuego implacable de este sí lo hacía, y la había vuelto una mujer fuerte e imponente. Su madre, la diosa que florece incluso en el fuego del inframundo, la mujer que llevó vida al lugar más muerto de todo el mundo, la había vuelto dulce, bondadosa y completamente capaz de llorar por los que vagaban sin rumbo y por aquellos a quienes ella corrompía.
    La diosa se encontraba sentada en la sala del trono, sola, mirando cada detalle como si sus ojos no fueran a ver de nuevo aquello. Lo miró sin parar: las molduras, el color de las paredes, cada textura de estas, cada pequeña línea en el mármol negro del piso, cada adorno en las columnas, hasta que llegó al candelabro en la esquina de la pared. Una vela solitaria brillaba arrogante, iluminando la oscuridad de la sala con fuerza, como si ella sola pudiera hacer desaparecer toda la tiniebla del Hades.
    La diosa, que siempre había carecido de la capacidad de sentir dolor cuando estaba dentro de aquel castillo, se vio tentada en tocarla, en sentir el irradiado calor en su piel, en tener entre sus dedos esa llama arrogante que luchaba contra la adversidad tal como ella luchaba por no iluminar el inframundo como siempre lo hacía. Tocó la cera caliente que escurría por el torso alargado de la vela, y la sensación le agradó, cedosa, como si un aceite se esparciera por sus dedos. El aroma también era adictivo, dulce y carbonizado, como los árboles quemados por los ríos de lava en el Tártaro. No lo pudo resistir y tomó la vela entre sus manos, llenándolas de cera. Aferrada al calor que apenas si la rozaba, que apenas si la hacía sentir abrigada, y entonces, con la luz titilando entre sus manos y la cera bañándolas, la apagó, cerrando sus manos sobre el pabilo como quien quita una vida de tajo, apagándola de golpe sin preguntar ni dar explicaciones.


    #desafiodivino #misiondiarialunes ─⁠──⁠─ ☾
    Melioë, diosa de mentira y verdad, de odio y amor, de locura y cordura, de luz y oscuridad, de vida y muerte... Una mujer de hermosa e irresistible belleza y de un poder incontenible e inestable, hija de la primavera misma, era como un capullo oscuro que florecía en la penumbra, completamente hermoso, con un aroma dulce y de granate intenso, una flor rodeada de espinas muy afiladas capaces de atravesar incluso almas. Melinoë, forjada en el fuego del inframundo, como una flor que crece en la adversidad, hija no solo de nombre de Hades, sino también en espíritu del dios más temido por mortales, almas y dioses. Aunque no corría la sangre del dios de la muerte por sus venas, el fuego implacable de este sí lo hacía, y la había vuelto una mujer fuerte e imponente. Su madre, la diosa que florece incluso en el fuego del inframundo, la mujer que llevó vida al lugar más muerto de todo el mundo, la había vuelto dulce, bondadosa y completamente capaz de llorar por los que vagaban sin rumbo y por aquellos a quienes ella corrompía. La diosa se encontraba sentada en la sala del trono, sola, mirando cada detalle como si sus ojos no fueran a ver de nuevo aquello. Lo miró sin parar: las molduras, el color de las paredes, cada textura de estas, cada pequeña línea en el mármol negro del piso, cada adorno en las columnas, hasta que llegó al candelabro en la esquina de la pared. Una vela solitaria brillaba arrogante, iluminando la oscuridad de la sala con fuerza, como si ella sola pudiera hacer desaparecer toda la tiniebla del Hades. La diosa, que siempre había carecido de la capacidad de sentir dolor cuando estaba dentro de aquel castillo, se vio tentada en tocarla, en sentir el irradiado calor en su piel, en tener entre sus dedos esa llama arrogante que luchaba contra la adversidad tal como ella luchaba por no iluminar el inframundo como siempre lo hacía. Tocó la cera caliente que escurría por el torso alargado de la vela, y la sensación le agradó, cedosa, como si un aceite se esparciera por sus dedos. El aroma también era adictivo, dulce y carbonizado, como los árboles quemados por los ríos de lava en el Tártaro. No lo pudo resistir y tomó la vela entre sus manos, llenándolas de cera. Aferrada al calor que apenas si la rozaba, que apenas si la hacía sentir abrigada, y entonces, con la luz titilando entre sus manos y la cera bañándolas, la apagó, cerrando sus manos sobre el pabilo como quien quita una vida de tajo, apagándola de golpe sin preguntar ni dar explicaciones. #desafiodivino #misiondiarialunes ─⁠──⁠─ ☾
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  • El Jardín de los Umbrales
    Fandom Mitología Olimpica, Misión del lunes
    Categoría Otros
    Perséfone, hija de Deméter, nacida bajo el sol primaveral, caminaba entre flores con la ligereza de quien no conoce el dolor. Su risa despertaba brotes y los pájaros afinaban sus cantos para acompañar su paso. Era símbolo de inocencia, de la vida que comienza. Pero incluso la luz más pura proyecta sombra.

    Un día, en medio de un prado aislado, descubrió una grieta oculta entre las raíces. No fue arrastrada al Inframundo, como los relatos simplifican. Fue una elección. Sintió un tirón profundo, un eco en el alma que la invitaba a descubrir lo que yacía más allá del mundo visible.

    Al descender, el reino de Hades no la recibió con cadenas, sino con silencio. Oscuro, vasto y ajeno. Al principio temió. Pero luego escuchó los susurros: voces de almas que no habían sido escuchadas, memorias que pedían descanso. Perséfone, movida por compasión, comenzó a plantar.

    Flores negras brotaron de sus manos: no eran flores de muerte, sino de memoria. Cada una contenía un recuerdo, una despedida inconclusa, una historia que merecía ser contada. Su jardín se volvió sagrado. Un espacio entre mundos. No de desesperanza, sino de tránsito.

    Hades la observaba en silencio. No la gobernó, la respetó. Le ofreció el trono, no como esposa forzada, sino como igual. Perséfone aceptó, no por sumisión, sino por decisión. Se convirtió en reina, no solo del Inframundo, sino del cambio.

    Cada año, regresaba a la superficie. Al hacerlo, la tierra florecía. No por simple alegría, sino porque traía consigo la experiencia del abismo. Su primavera era más profunda: llevaba consigo la comprensión de la pérdida, del regreso, del renacimiento.

    Deméter, al principio desgarrada por su ausencia, aprendió a comprender. No había perdido a su hija. Había ganado a una mujer completa. Una que abrazaba la luz y la oscuridad, que caminaba con firmeza entre los extremos de la existencia.

    Así, Perséfone dejó de ser la joven raptada. Fue reconocida como lo que realmente era: guardiana de los umbrales, mediadora entre la vida y la muerte, entre la siembra y la cosecha, entre lo que fue y lo que será.

    Su jardín, oculto bajo la tierra, florece eternamente. No se marchita, porque está hecho de lo eterno: la memoria. Y en cada equinoccio, cuando el velo entre mundos se hace tenue, se dice que puede verse su figura entre las flores oscuras. Ni del todo sombra, ni del todo luz. Simplemente Perséfone.

    Un símbolo de que incluso en los lugares más oscuros puede nacer belleza. De que la dualidad no es debilidad, sino poder. Y que toda caída es también una puerta a lo que aún está por florecer.
    Perséfone, hija de Deméter, nacida bajo el sol primaveral, caminaba entre flores con la ligereza de quien no conoce el dolor. Su risa despertaba brotes y los pájaros afinaban sus cantos para acompañar su paso. Era símbolo de inocencia, de la vida que comienza. Pero incluso la luz más pura proyecta sombra. Un día, en medio de un prado aislado, descubrió una grieta oculta entre las raíces. No fue arrastrada al Inframundo, como los relatos simplifican. Fue una elección. Sintió un tirón profundo, un eco en el alma que la invitaba a descubrir lo que yacía más allá del mundo visible. Al descender, el reino de Hades no la recibió con cadenas, sino con silencio. Oscuro, vasto y ajeno. Al principio temió. Pero luego escuchó los susurros: voces de almas que no habían sido escuchadas, memorias que pedían descanso. Perséfone, movida por compasión, comenzó a plantar. Flores negras brotaron de sus manos: no eran flores de muerte, sino de memoria. Cada una contenía un recuerdo, una despedida inconclusa, una historia que merecía ser contada. Su jardín se volvió sagrado. Un espacio entre mundos. No de desesperanza, sino de tránsito. Hades la observaba en silencio. No la gobernó, la respetó. Le ofreció el trono, no como esposa forzada, sino como igual. Perséfone aceptó, no por sumisión, sino por decisión. Se convirtió en reina, no solo del Inframundo, sino del cambio. Cada año, regresaba a la superficie. Al hacerlo, la tierra florecía. No por simple alegría, sino porque traía consigo la experiencia del abismo. Su primavera era más profunda: llevaba consigo la comprensión de la pérdida, del regreso, del renacimiento. Deméter, al principio desgarrada por su ausencia, aprendió a comprender. No había perdido a su hija. Había ganado a una mujer completa. Una que abrazaba la luz y la oscuridad, que caminaba con firmeza entre los extremos de la existencia. Así, Perséfone dejó de ser la joven raptada. Fue reconocida como lo que realmente era: guardiana de los umbrales, mediadora entre la vida y la muerte, entre la siembra y la cosecha, entre lo que fue y lo que será. Su jardín, oculto bajo la tierra, florece eternamente. No se marchita, porque está hecho de lo eterno: la memoria. Y en cada equinoccio, cuando el velo entre mundos se hace tenue, se dice que puede verse su figura entre las flores oscuras. Ni del todo sombra, ni del todo luz. Simplemente Perséfone. Un símbolo de que incluso en los lugares más oscuros puede nacer belleza. De que la dualidad no es debilidad, sino poder. Y que toda caída es también una puerta a lo que aún está por florecer.
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  • "Moras al amanecer"
    Fandom Mitología
    Categoría Slice of Life
    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo.

    Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida.

    Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba.

    —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro.

    Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía.

    El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida.

    —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla.

    —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo.

    Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades.

    Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura.

    Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano.

    Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más.

    Y eso bastaba.

    El amanecer llegaba lento sobre los campos de Eleusis. Perséfone caminaba descalza, sintiendo la frescura del rocío sobre la tierra. La túnica ligera se le pegaba a los tobillos, manchada por el polvo dorado del camino. En una mano llevaba una pequeña cesta vacía; en la otra, sostenía un racimo de moras que arrancaba directamente de los arbustos. El zumo oscuro teñía sus dedos, como si el inframundo no la dejara del todo. Cada paso entre las higueras y olivos era una caricia del mundo que siempre debía abandonar. Había aprendido a no contar los días. Lo que se vive con intensidad no necesita calendario. En la superficie, todo era sol, tierra fértil, risas suaves al fondo del templo. Allá abajo, todo era eco, silencio y la eternidad detenida. Hoy era uno de esos días simples que tanto atesoraba. —¿Ya te fuiste a perder entre los matorrales otra vez? —preguntó Deméter desde la linde del campo, con una sonrisa indulgente y una trenza mal hecha cayéndole sobre el hombro. Perséfone alzó la cesta, orgullosa. Moras, higos y algunas flores de azafrán. Ingredientes para el pan dulce que tanto gustaba a las niñas del templo. Su madre tomó la cesta sin decir más y juntas regresaron al hogar de piedra y arcilla, donde el fuego ya ardía. El interior olía a levadura, a madera quemada, a vida doméstica. Perséfone molía las moras con un mortero de bronce. El jugo, oscuro como el vino, se escurrió entre sus dedos otra vez. Por un momento, su mente volvió al Inframundo. A las granadas que Hades le ofrecía con esos ojos que nunca parpadeaban. A los jardines fríos donde florecían lirios negros. No era tristeza lo que sentía… era pertenencia dividida. —¿En qué piensas, hija? —preguntó Deméter sin mirarla. —En que el sabor de las moras no cambia, arriba o abajo. Deméter no respondió. Ambas sabían que la separación era inevitable, que el mundo la reclamaba en dos mitades. Al mediodía, el pan de moras se servía bajo la higuera más vieja del jardín. Las sacerdotisas se sentaban alrededor, como niñas, con los pies descalzos y las faldas recogidas. Reían por cualquier cosa. Perséfone las observaba con una sonrisa pequeña. No participaba mucho, pero las miraba con ternura. Cuando la sombra del árbol se alargó, supo que quedaba menos tiempo. El otoño ya la esperaba, como un susurro lejano. Pero mientras la última rebanada de pan aún se calentaba entre sus manos, mientras la brisa le traía el olor de la lavanda, pensó: todavía no. Hoy aún podía pertenecer al mundo de los vivos. Aunque fuera solo por un día más. Y eso bastaba.
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  • #desafiodivino #misiondiarialunes

    En la ribera gris y silenciosa del río Aqueronte, donde las almas errantes susurraban en un coro lúgubre, él emergió de las sombras con paso firme y ojos inquisitivos. Frente a él, el flujo constante de ánimas se movía con un ritmo frenético, atrapado en un orden caótico que tensaba la paciencia del joven príncipe del Inframundo. Con una ceja alzada y una sonrisa irónica, no pudo evitar comentar, con su habitual tono de ligera burla, que el río parecía más una procesión caótica en Atenas que el paso ordenado de las almas al juicio.

    Desde las sombras, la figura imponente de Hades apareció, respondiendo con un estoicismo profundo y una pizca de humor en su voz grave. Tras un breve intercambio cargado de sarcasmo, el dios aceptó acompañar a su hijo en aquella caminata inusual, una oportunidad para hablar después de siglos de silencio.

    Caminaron juntos, en medio del espeso aire donde las voces de los muertos formaban un tapiz de murmullos eternos. Por un instante, el flujo del Aqueronte se detuvo para ser testigo de una conversación largamente postergada. Hades, rompiendo el silencio con una pregunta aparentemente mundana, quiso saber si su hijo había encontrado ya a alguien con quien compartir su vida.

    Él no se detuvo ni desvió la mirada. Su respuesta, envuelta en desdén y burla, fue que no necesitaba esposa para cumplir sus obligaciones. Pero detrás de su indiferencia se ocultaba una verdad más profunda: no huía del compromiso, simplemente no había hallado ese amor capaz de conmoverlo.

    Hades, con su voz cargada de amargura disfrazada de humor, le recordó a su hijo que, aunque corría desafiando la muerte, evitaba los lazos afectivos, como si eligiera la soledad por sobre todo. Él replicó con firmeza, negando que huyera, defendiendo su derecho a caminar un sendero solitario hasta que apareciera algo que realmente moviera su alma.

    Entonces, una única lágrima escapó de sus ojos, revelando más que mil palabras. Por primera vez en mucho tiempo, Hades bajó su guardia y confesó que veía en su hijo el reflejo de su propio pasado, marcado por el miedo a amar y la soledad elegida.

    Con una mano firme sobre el hombro de su hijo, Hades le dijo: “No tienes que cargar con todo solo”. Él permaneció en silencio, pero no se alejó. Y en ese gesto callado, ambos encontraron un puente para sanar las heridas del tiempo.


    ⧘⃟⁕ Moraleja:
    ‹A veces, lo que más nos distancia de aquellos que amamos no son los desacuerdos, sino los reflejos que tememos ver en ellos. Reconocer el dolor compartido es el primer paso para sanar las heridas del silencio.›
    #desafiodivino #misiondiarialunes En la ribera gris y silenciosa del río Aqueronte, donde las almas errantes susurraban en un coro lúgubre, él emergió de las sombras con paso firme y ojos inquisitivos. Frente a él, el flujo constante de ánimas se movía con un ritmo frenético, atrapado en un orden caótico que tensaba la paciencia del joven príncipe del Inframundo. Con una ceja alzada y una sonrisa irónica, no pudo evitar comentar, con su habitual tono de ligera burla, que el río parecía más una procesión caótica en Atenas que el paso ordenado de las almas al juicio. Desde las sombras, la figura imponente de Hades apareció, respondiendo con un estoicismo profundo y una pizca de humor en su voz grave. Tras un breve intercambio cargado de sarcasmo, el dios aceptó acompañar a su hijo en aquella caminata inusual, una oportunidad para hablar después de siglos de silencio. Caminaron juntos, en medio del espeso aire donde las voces de los muertos formaban un tapiz de murmullos eternos. Por un instante, el flujo del Aqueronte se detuvo para ser testigo de una conversación largamente postergada. Hades, rompiendo el silencio con una pregunta aparentemente mundana, quiso saber si su hijo había encontrado ya a alguien con quien compartir su vida. Él no se detuvo ni desvió la mirada. Su respuesta, envuelta en desdén y burla, fue que no necesitaba esposa para cumplir sus obligaciones. Pero detrás de su indiferencia se ocultaba una verdad más profunda: no huía del compromiso, simplemente no había hallado ese amor capaz de conmoverlo. Hades, con su voz cargada de amargura disfrazada de humor, le recordó a su hijo que, aunque corría desafiando la muerte, evitaba los lazos afectivos, como si eligiera la soledad por sobre todo. Él replicó con firmeza, negando que huyera, defendiendo su derecho a caminar un sendero solitario hasta que apareciera algo que realmente moviera su alma. Entonces, una única lágrima escapó de sus ojos, revelando más que mil palabras. Por primera vez en mucho tiempo, Hades bajó su guardia y confesó que veía en su hijo el reflejo de su propio pasado, marcado por el miedo a amar y la soledad elegida. Con una mano firme sobre el hombro de su hijo, Hades le dijo: “No tienes que cargar con todo solo”. Él permaneció en silencio, pero no se alejó. Y en ese gesto callado, ambos encontraron un puente para sanar las heridas del tiempo. ⧘⃟⁕ Moraleja: ‹A veces, lo que más nos distancia de aquellos que amamos no son los desacuerdos, sino los reflejos que tememos ver en ellos. Reconocer el dolor compartido es el primer paso para sanar las heridas del silencio.›
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  • 𝐸𝑙 𝐺𝑜𝑙𝑝𝑒 𝑑𝑒 𝑉𝑖𝑑𝑎.
    𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜 𝑑𝑒𝑙 𝑐𝑖𝑟𝑢𝑗𝑎𝑛𝑜 𝑑𝑖𝑣𝑖𝑛𝑜, 𝑒𝑛 𝑙𝑜𝑠 𝑚𝑎́𝑟𝑚𝑜𝑙𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝐸𝑝𝑖𝑑𝑎𝑢𝑟𝑜.

    “Sus dedos se movían como si tejieran destino con hilo de oro. Y en su palma, el pulso del universo.”

    En la antesala del templo, el enfermo yacía ya más allá del velo. Un guerrero tebano, perforado en batalla, su corazón latía solo como un eco. Los sacerdotes oraban. Las madres lloraban. Pero él, el hijo del arte médico, Asclepius, llegó envuelto en un manto oscuro que desafiaba las formas y épocas.

    Vestía con ropajes que no pertenecían a Grecia ni a ningún reino conocido: túnica ceñida, una capa sujeta al viento, y sobre su rostro, una máscara negra donde el símbolo del infinito descansaba, como si la eternidad le hubiera prestado su aliento.

    No usó escalpelo.
    No invocó a su padre Apolo.
    No esperó el juicio de los dioses.

    Con un movimiento veloz, extendió su brazo y golpeó el pecho del moribundo con una fuerza que no buscaba destruir, sino reactivar.
    El golpe no era físico. Era ritual, era principio vital. Una técnica que ningún mortal entendería, y que ni siquiera Esculapio enseñó a sus discípulos más devotos.

    “Lo extrajo del umbral entre Hades y los sueños. Con un puño, espantó a la muerte como a una sombra en el ocaso.”

    El cuerpo tembló. El aire volvió a entrar. Y entre lágrimas, el guerrero abrió los ojos.
    Nadie aplaudió.
    Nadie gritó.

    Sólo un silencio de mármol, testigo del prodigio.

    Asclepius volvió a guardar su brazo en su túnica, se giró sin decir palabra, y caminó hacia la neblina del amanecer, como si nunca hubiera estado allí. Como si la muerte se hubiera arrepentido a tiempo.

    𝐸𝑙 𝐺𝑜𝑙𝑝𝑒 𝑑𝑒 𝑉𝑖𝑑𝑎. 𝑇𝑒𝑠𝑡𝑖𝑚𝑜𝑛𝑖𝑜 𝑑𝑒𝑙 𝑐𝑖𝑟𝑢𝑗𝑎𝑛𝑜 𝑑𝑖𝑣𝑖𝑛𝑜, 𝑒𝑛 𝑙𝑜𝑠 𝑚𝑎́𝑟𝑚𝑜𝑙𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝐸𝑝𝑖𝑑𝑎𝑢𝑟𝑜. “Sus dedos se movían como si tejieran destino con hilo de oro. Y en su palma, el pulso del universo.” En la antesala del templo, el enfermo yacía ya más allá del velo. Un guerrero tebano, perforado en batalla, su corazón latía solo como un eco. Los sacerdotes oraban. Las madres lloraban. Pero él, el hijo del arte médico, Asclepius, llegó envuelto en un manto oscuro que desafiaba las formas y épocas. Vestía con ropajes que no pertenecían a Grecia ni a ningún reino conocido: túnica ceñida, una capa sujeta al viento, y sobre su rostro, una máscara negra donde el símbolo del infinito descansaba, como si la eternidad le hubiera prestado su aliento. No usó escalpelo. No invocó a su padre Apolo. No esperó el juicio de los dioses. Con un movimiento veloz, extendió su brazo y golpeó el pecho del moribundo con una fuerza que no buscaba destruir, sino reactivar. El golpe no era físico. Era ritual, era principio vital. Una técnica que ningún mortal entendería, y que ni siquiera Esculapio enseñó a sus discípulos más devotos. “Lo extrajo del umbral entre Hades y los sueños. Con un puño, espantó a la muerte como a una sombra en el ocaso.” El cuerpo tembló. El aire volvió a entrar. Y entre lágrimas, el guerrero abrió los ojos. Nadie aplaudió. Nadie gritó. Sólo un silencio de mármol, testigo del prodigio. Asclepius volvió a guardar su brazo en su túnica, se giró sin decir palabra, y caminó hacia la neblina del amanecer, como si nunca hubiera estado allí. Como si la muerte se hubiera arrepentido a tiempo.
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  • El Silencio de las Granadas

    Persefone caminaba entre los campos dorados del verano, hija de Deméter, libre como el viento que peinaba las espigas. Cada flor que tocaba se abría, y la tierra cantaba con su risa. Pero el destino tejía en secreto otro sendero, oscuro y profundo.

    Hades, desde las sombras del Inframundo, la observaba. No era el deseo lo que lo movía, sino una soledad milenaria. Cuando la tierra se abrió bajo los pies de Persefone, no hubo grito, solo el temblor de una flor marchita.

    En el reino de los muertos, Persefone no lloró. Escuchó el lamento de las almas, el murmullo eterno de los que esperan, y poco a poco su corazón se transformó. Aprendió a gobernar con firmeza serena, con una compasión que helaba más que el Estigia.

    Hades le ofreció una granada. Siete semillas. Siete decisiones inevitables.

    Las comió sabiendo que su destino quedaba atado al inframundo, pero no con resignación. Lo hizo por elección. Así, nacía no solo la Reina del Hades, sino el puente entre la vida y la muerte.

    Cada año, cuando regresaba a la superficie, la primavera brotaba tras sus pasos. Y cuando descendía, el mundo dormía con ella. Su madre lloraba, sí, pero la tierra sabía que Persefone no era prisionera: era la guardiana de dos mundos.

    Desde entonces, su silencio no fue tristeza. Fue poder.

    Fue equilibrio.

    Fue eternidad.
    El Silencio de las Granadas Persefone caminaba entre los campos dorados del verano, hija de Deméter, libre como el viento que peinaba las espigas. Cada flor que tocaba se abría, y la tierra cantaba con su risa. Pero el destino tejía en secreto otro sendero, oscuro y profundo. Hades, desde las sombras del Inframundo, la observaba. No era el deseo lo que lo movía, sino una soledad milenaria. Cuando la tierra se abrió bajo los pies de Persefone, no hubo grito, solo el temblor de una flor marchita. En el reino de los muertos, Persefone no lloró. Escuchó el lamento de las almas, el murmullo eterno de los que esperan, y poco a poco su corazón se transformó. Aprendió a gobernar con firmeza serena, con una compasión que helaba más que el Estigia. Hades le ofreció una granada. Siete semillas. Siete decisiones inevitables. Las comió sabiendo que su destino quedaba atado al inframundo, pero no con resignación. Lo hizo por elección. Así, nacía no solo la Reina del Hades, sino el puente entre la vida y la muerte. Cada año, cuando regresaba a la superficie, la primavera brotaba tras sus pasos. Y cuando descendía, el mundo dormía con ella. Su madre lloraba, sí, pero la tierra sabía que Persefone no era prisionera: era la guardiana de dos mundos. Desde entonces, su silencio no fue tristeza. Fue poder. Fue equilibrio. Fue eternidad.
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  • La creación de Melinoe era un secreto a voces, uno que se le escondió incluso a ella misma. Fue en aquella época en la que el mismo inframundo esperaba la llegada de un nuevo hijo, expectante, ansioso, desesperado por la llegada de aquel ser que engendraba la misma primavera en sus entrañas. No fue una noche cualquiera. Fue un instante fuera del tiempo, donde incluso los relojes divinos dejaron de girar. En lo profundo del Inframundo, en la cámara sagrada donde Perséfone se recogía en su dualidad eterna, la semilla de algo imposible crecía en su fértil ser.

    Hades lo supo. Lo sintió. La intuición de los dioses no necesita pruebas.
    La oscuridad que gobernaba no podía ignorar aquella luz temblorosa que comenzaba a latir en el vientre de su reina, pero no era suya, no llevaba su esencia, no danzaba con su sombra y eso lo desgarró.

    Una joven Perséfone vio llegar a su amado esposo hecho una tempestad de dolor, enojo, duda. El lo sabia, sabia lo que ella había descubierto muy tarde como para evitarlo. —¿De quién es? —rugió Hades, con una furia que hacía temblar hasta a los espectros del Lete—. ¿Qué dios se atrevió a dejar su marca donde solo yo debo reinar?

    Perséfone no respondió con miedo. Solo con una mirada. Triste. Inquebrantable. Sabía que no podía mentirle, pero también sabía que la verdad no le salvaría. Entonces, Hades hizo lo impensable, se arrodilló, su mano, de rey, de verdugo, de amante y carcelero se posó sobre el vientre de Perséfone, con la intención de arrancar aquello que lo desafiaba, arrancar el retoño que alguien se había atrevido a plantar en su jardín. No por odio a la criatura, sino por el abismo que se abría en su pecho al saberse traicionado por el destino mismo. Pero al tocarla se detuvo, no por culpa, no por piedad, sino porque algo le habló desde dentro del cálido vientre de Perséfone.

    Aquello que crecía desafiando al rey del Inframundo, le hablo, no con palabras, sino con una resonancia primitiva, pura, que atravesó hueso, furia, orgullo y divinidad. Una chispa que no le temía. Una conciencia que lo tocó desde dentro del vientre de Perséfone como si ya supiera su nombre, su alma, su condena y Hades, dios de la muerte, señor de los juramentos y el olvido, supo en ese instante que aquella niña, aún sin rostro, aún sin aliento era suya, era mas suya que las aguas del estigia, que las almas del tártaro, que los ladridos de Cerbero, era mas suya que el mismo Inframundo. No por sangre, no por destino, sino por algo más poderoso que ambos. Por un lazo inexplicable, tejido por una fuerza que ni los dioses podían nombrar sin estremecerse: el vínculo del alma.

    Su mano, que antes temblaba de rabia, tembló entonces de ternura.
    —Melinoe… Mi pequeña sombra...—susurró, como si al decirlo sellara un pacto eterno—. No naciste de mí… pero me has elegido, haz elegido ser mía, tan mía como yo seré tuyo, tu padre mi pequeña hija.

    Y así fue como aquella luz que desafiaba al señor de las sombras, lo doblego, lo lleno de un amor imposible de rebatir, desde ese día, Hades no volvió a cuestionarla porque entendió que algunos vínculos no se forjan con la carne ni con la sangre, sino con esa llama sagrada que ni la muerte puede apagar.

    Y Melinoe, nacida del cruce entre lo prohibido y lo sagrado, entre la traición y el milagro, fue amada. No por obligación. Sino porque hasta el mismísimo rey del Inframundo fue incapaz de negarse a su luz.

    hades Greek Mitology
    Persefone Reina del Inframundo Spring
    La creación de Melinoe era un secreto a voces, uno que se le escondió incluso a ella misma. Fue en aquella época en la que el mismo inframundo esperaba la llegada de un nuevo hijo, expectante, ansioso, desesperado por la llegada de aquel ser que engendraba la misma primavera en sus entrañas. No fue una noche cualquiera. Fue un instante fuera del tiempo, donde incluso los relojes divinos dejaron de girar. En lo profundo del Inframundo, en la cámara sagrada donde Perséfone se recogía en su dualidad eterna, la semilla de algo imposible crecía en su fértil ser. Hades lo supo. Lo sintió. La intuición de los dioses no necesita pruebas. La oscuridad que gobernaba no podía ignorar aquella luz temblorosa que comenzaba a latir en el vientre de su reina, pero no era suya, no llevaba su esencia, no danzaba con su sombra y eso lo desgarró. Una joven Perséfone vio llegar a su amado esposo hecho una tempestad de dolor, enojo, duda. El lo sabia, sabia lo que ella había descubierto muy tarde como para evitarlo. —¿De quién es? —rugió Hades, con una furia que hacía temblar hasta a los espectros del Lete—. ¿Qué dios se atrevió a dejar su marca donde solo yo debo reinar? Perséfone no respondió con miedo. Solo con una mirada. Triste. Inquebrantable. Sabía que no podía mentirle, pero también sabía que la verdad no le salvaría. Entonces, Hades hizo lo impensable, se arrodilló, su mano, de rey, de verdugo, de amante y carcelero se posó sobre el vientre de Perséfone, con la intención de arrancar aquello que lo desafiaba, arrancar el retoño que alguien se había atrevido a plantar en su jardín. No por odio a la criatura, sino por el abismo que se abría en su pecho al saberse traicionado por el destino mismo. Pero al tocarla se detuvo, no por culpa, no por piedad, sino porque algo le habló desde dentro del cálido vientre de Perséfone. Aquello que crecía desafiando al rey del Inframundo, le hablo, no con palabras, sino con una resonancia primitiva, pura, que atravesó hueso, furia, orgullo y divinidad. Una chispa que no le temía. Una conciencia que lo tocó desde dentro del vientre de Perséfone como si ya supiera su nombre, su alma, su condena y Hades, dios de la muerte, señor de los juramentos y el olvido, supo en ese instante que aquella niña, aún sin rostro, aún sin aliento era suya, era mas suya que las aguas del estigia, que las almas del tártaro, que los ladridos de Cerbero, era mas suya que el mismo Inframundo. No por sangre, no por destino, sino por algo más poderoso que ambos. Por un lazo inexplicable, tejido por una fuerza que ni los dioses podían nombrar sin estremecerse: el vínculo del alma. Su mano, que antes temblaba de rabia, tembló entonces de ternura. —Melinoe… Mi pequeña sombra...—susurró, como si al decirlo sellara un pacto eterno—. No naciste de mí… pero me has elegido, haz elegido ser mía, tan mía como yo seré tuyo, tu padre mi pequeña hija. Y así fue como aquella luz que desafiaba al señor de las sombras, lo doblego, lo lleno de un amor imposible de rebatir, desde ese día, Hades no volvió a cuestionarla porque entendió que algunos vínculos no se forjan con la carne ni con la sangre, sino con esa llama sagrada que ni la muerte puede apagar. Y Melinoe, nacida del cruce entre lo prohibido y lo sagrado, entre la traición y el milagro, fue amada. No por obligación. Sino porque hasta el mismísimo rey del Inframundo fue incapaz de negarse a su luz. [quasar_yellow_whale_469] [legend_orange_eagle_209]
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  • La diosa del amor se encontraba en sus jardínes lo más hermosos del lugar, sin embargo había recibido una visita inesperada de alguien perteneciente al Inframundo y este mismo era el principe.... Zᴀɢʀᴇᴜs hijo de Hades lo cual era su sobrino lejano.

    —Así que veniste para un consejo ¿Eh?

    Dijo la mujer con una voz suave que estaba dispuesta a escuchar, mientras tanto sostenía al principe del Inframundo con ambas manos.

    Afrodita había cambiado su forma a una mas alta o gigante, entre tanto alrededor de ella crecía una niebla de color rosado que perfumaba el lugar a olor de rosas.

    #mitologia #hadesgame #rol
    La diosa del amor se encontraba en sus jardínes lo más hermosos del lugar, sin embargo había recibido una visita inesperada de alguien perteneciente al Inframundo y este mismo era el principe.... [InferZ96] hijo de Hades lo cual era su sobrino lejano. —Así que veniste para un consejo ¿Eh? Dijo la mujer con una voz suave que estaba dispuesta a escuchar, mientras tanto sostenía al principe del Inframundo con ambas manos. Afrodita había cambiado su forma a una mas alta o gigante, entre tanto alrededor de ella crecía una niebla de color rosado que perfumaba el lugar a olor de rosas. #mitologia #hadesgame #rol
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