• “Corre el rumor.”

    Aquella noche no era diferente de cualquier otra; Kazuo dormía junto a su prometida. Pero algo lo hizo inquietarse, haciendo que abriera sus brillantes ojos azules, los cuales resplandecían como los de un felino en la oscuridad.

    Se incorporó, sintiendo una leve taquicardia en el pecho. Miró a Elizabeth, cerciorándose de que todo estaba en orden. Su mirada se arrastró lentamente por su figura hasta que se detuvo en su vientre. Habían pasado ya más del primer trimestre, y su embarazo era más que evidente a estas alturas.

    Fue entonces cuando sintió una punzada de miedo. Aún no había encontrado a nadie que pudiera darle información sobre su caso. La descendencia de demonios era muy escasa, y la de humanos con estos, algo muy raro de ver.

    Se deslizó hasta salir del lecho, como una culebra silenciosa, teniendo especial cuidado en no despertar a Elizabeth de su profundo sueño. Como un gato, caminó hacia el exterior sin hacer un solo ruido. Era tan silencioso que ni siquiera la madera protestaba bajo el peso de sus pies.
    Caminó descalzo, sintiendo la hierba y la humedad de la tierra bajo sus pies. La noche estaba bastante iluminada, ya que tan solo faltaban cinco días para que la luna estuviera en su total plenitud.

    Siguió caminando, bajando una pequeña cuesta hasta dar con el torii de madera que daba la bienvenida a su templo. Tras este, un recorrido de escaleras de piedra descendía para permitir bajar del monte.
    Kazuo dirigió sus pasos hasta la estructura de madera, de un rojo desgastado por el paso de los siglos. Soltó un trémulo suspiro antes de flanquear sus columnas. Una luz cálida lo recibió, al igual que un bullicio constante. Había llegado al mundo de los espíritus.

    Se encontraba en una ciudad estancada en una perpetua noche. Yōkais, espíritus y criaturas de todas las clases y reinos deambulaban por sus calles. Puestos de comida, comercios y espectáculos callejeros eran los protagonistas, convirtiendo aquella ciudad en un festival sin intención de tocar fin.

    Así de fácil era para Kazuo caminar entre dos mundos, como si de alguna forma no fuera capaz de pertenecer del todo a ninguno de los dos.

    Caminó por la arteria principal de aquella ciudad nocturna, poniendo especial atención en las conversaciones que lo rodeaban. Su intención no era escuchar lo ajeno, sino buscar respuestas al desasosiego de su corazón.

    Mientras caminaba, no se hicieron esperar los seres que lo invitaban a sus negocios: mercaderes, restaurantes de comida… incluso un burdel que le ofrecía opio y buena compañía. En todas esas ocasiones, Kazuo declinó las ofertas con esa amabilidad que tanto lo caracterizaba.

    Pero el zorro no estaba allí por ocio. Había ido con un claro objetivo: buscar respuestas.
    El yōkai siguió recorriendo las intrincadas calles. Estas estaban tejidas de una forma que parecía que aquella ciudad no tuviese ni un principio ni un fin. Cualquier alma descarriada se habría perdido en la eternidad de estas, sin ser consciente del tiempo que había pasado en ellas. Por suerte, Kazuo no era un mero visitante.

    Frustrado al no obtener respuestas, se dirigió a la parte más alta de la ciudad. Allí observó cómo su luz iluminaba el cielo de una forma que ninguna otra ciudad podía hacer, ni siquiera las modernas que había podido ver en otros planos temporales. Necesitaba respuestas, y con la mayor premura posible.

    Kazuo juntó sus manos, dejando un hueco entre ellas, como si quisiera arropar algo. De pronto, un suave brillo dorado emergió desde el interior de sus manos, filtrándose la luz a través de los huecos entre sus dedos, como si un amanecer intentase abrirse paso entre un cielo encapotado por densas nubes.

    —Corre el rumor de que la semilla de un zorro floreció en el vientre de una joven humana… —comenzó a decir Kazuo, con los labios cerca de aquellas manos bañadas por el oro.

    —Corre el rumor de que este busca respuestas sobre cómo terminará todo aquello… —su voz vibraba de una forma diferente, como si la intención de esta calase como un antiguo hechizo.
    Kazuo comenzó a abrir sus manos lentamente, dejando salir el brillo de estas, acompañado de unos pétalos de cerezo que alzaron vuelo con la primera brisa del viento.

    El zorro siguió con la mirada cómo estos volaban, impregnados con una súplica.

    —Divulgad mi mensaje. Sed mis oídos en todas partes. Traedme lo que busco, pues lo anhelo con desespero. Solo y cuando hayáis finalizado vuestro cometido, seréis libres de marchitaros… —No era una orden como tal; más bien, se trataba de una súplica.

    Kazuo observó cómo los pétalos de sakura se dispersaban en movimientos suaves, bajando hasta la ciudad, donde pensaban divulgar aquel rumor y así escuchar lo que los demonios y espíritus tenían que decir sobre aquello.
    Era su última esperanza. Si aun así no obtenía respuestas, el futuro que le esperaba a él y a su amada Elizabeth era totalmente incierto.
    “Corre el rumor.” Aquella noche no era diferente de cualquier otra; Kazuo dormía junto a su prometida. Pero algo lo hizo inquietarse, haciendo que abriera sus brillantes ojos azules, los cuales resplandecían como los de un felino en la oscuridad. Se incorporó, sintiendo una leve taquicardia en el pecho. Miró a Elizabeth, cerciorándose de que todo estaba en orden. Su mirada se arrastró lentamente por su figura hasta que se detuvo en su vientre. Habían pasado ya más del primer trimestre, y su embarazo era más que evidente a estas alturas. Fue entonces cuando sintió una punzada de miedo. Aún no había encontrado a nadie que pudiera darle información sobre su caso. La descendencia de demonios era muy escasa, y la de humanos con estos, algo muy raro de ver. Se deslizó hasta salir del lecho, como una culebra silenciosa, teniendo especial cuidado en no despertar a Elizabeth de su profundo sueño. Como un gato, caminó hacia el exterior sin hacer un solo ruido. Era tan silencioso que ni siquiera la madera protestaba bajo el peso de sus pies. Caminó descalzo, sintiendo la hierba y la humedad de la tierra bajo sus pies. La noche estaba bastante iluminada, ya que tan solo faltaban cinco días para que la luna estuviera en su total plenitud. Siguió caminando, bajando una pequeña cuesta hasta dar con el torii de madera que daba la bienvenida a su templo. Tras este, un recorrido de escaleras de piedra descendía para permitir bajar del monte. Kazuo dirigió sus pasos hasta la estructura de madera, de un rojo desgastado por el paso de los siglos. Soltó un trémulo suspiro antes de flanquear sus columnas. Una luz cálida lo recibió, al igual que un bullicio constante. Había llegado al mundo de los espíritus. Se encontraba en una ciudad estancada en una perpetua noche. Yōkais, espíritus y criaturas de todas las clases y reinos deambulaban por sus calles. Puestos de comida, comercios y espectáculos callejeros eran los protagonistas, convirtiendo aquella ciudad en un festival sin intención de tocar fin. Así de fácil era para Kazuo caminar entre dos mundos, como si de alguna forma no fuera capaz de pertenecer del todo a ninguno de los dos. Caminó por la arteria principal de aquella ciudad nocturna, poniendo especial atención en las conversaciones que lo rodeaban. Su intención no era escuchar lo ajeno, sino buscar respuestas al desasosiego de su corazón. Mientras caminaba, no se hicieron esperar los seres que lo invitaban a sus negocios: mercaderes, restaurantes de comida… incluso un burdel que le ofrecía opio y buena compañía. En todas esas ocasiones, Kazuo declinó las ofertas con esa amabilidad que tanto lo caracterizaba. Pero el zorro no estaba allí por ocio. Había ido con un claro objetivo: buscar respuestas. El yōkai siguió recorriendo las intrincadas calles. Estas estaban tejidas de una forma que parecía que aquella ciudad no tuviese ni un principio ni un fin. Cualquier alma descarriada se habría perdido en la eternidad de estas, sin ser consciente del tiempo que había pasado en ellas. Por suerte, Kazuo no era un mero visitante. Frustrado al no obtener respuestas, se dirigió a la parte más alta de la ciudad. Allí observó cómo su luz iluminaba el cielo de una forma que ninguna otra ciudad podía hacer, ni siquiera las modernas que había podido ver en otros planos temporales. Necesitaba respuestas, y con la mayor premura posible. Kazuo juntó sus manos, dejando un hueco entre ellas, como si quisiera arropar algo. De pronto, un suave brillo dorado emergió desde el interior de sus manos, filtrándose la luz a través de los huecos entre sus dedos, como si un amanecer intentase abrirse paso entre un cielo encapotado por densas nubes. —Corre el rumor de que la semilla de un zorro floreció en el vientre de una joven humana… —comenzó a decir Kazuo, con los labios cerca de aquellas manos bañadas por el oro. —Corre el rumor de que este busca respuestas sobre cómo terminará todo aquello… —su voz vibraba de una forma diferente, como si la intención de esta calase como un antiguo hechizo. Kazuo comenzó a abrir sus manos lentamente, dejando salir el brillo de estas, acompañado de unos pétalos de cerezo que alzaron vuelo con la primera brisa del viento. El zorro siguió con la mirada cómo estos volaban, impregnados con una súplica. —Divulgad mi mensaje. Sed mis oídos en todas partes. Traedme lo que busco, pues lo anhelo con desespero. Solo y cuando hayáis finalizado vuestro cometido, seréis libres de marchitaros… —No era una orden como tal; más bien, se trataba de una súplica. Kazuo observó cómo los pétalos de sakura se dispersaban en movimientos suaves, bajando hasta la ciudad, donde pensaban divulgar aquel rumor y así escuchar lo que los demonios y espíritus tenían que decir sobre aquello. Era su última esperanza. Si aun así no obtenía respuestas, el futuro que le esperaba a él y a su amada Elizabeth era totalmente incierto.
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  • Ella extrañaba algo.
    Una presencia sin forma, un eco sin origen, un perfume que jamás olió pero cuya ausencia sentía como una grieta invisible.
    Caminaba entre los pasillos del tiempo con la certeza de que algo faltaba,
    aunque no pudiera nombrarlo.
    Era un vacío que no ardía, pero dolía.
    Un temblor sutil en un hilo que aún no había cortado.

    Le habían dicho que eso era extrañar.
    Pero ¿cómo podía ella extrañar, si nunca había tenido?
    Si sus dedos solo conocían el final.
    Si su destino era cerrar puertas, no abrirlas.

    Y sin embargo, lo sentía.
    Un deseo callado.
    El anhelo de unas manos que no conocía.
    Una voz que nunca dijo su nombre,
    pero que el universo parecía guardar celosamente para ella.
    Una historia que no se le fue dada.
    Un amor que quizás nunca existió.

    Ella lo quería.
    Aquello que otros llamaban amor,
    aunque no sabía lo que era.
    Lo había visto en los hilos que se entrelazaban, en cómo brillaban justo antes de romperse.
    En la forma en que se resistían a su filo,
    como si imploraran por un segundo más,
    solo para seguir juntos.

    Tal vez eso era el amor.
    Esa terquedad dulce que se oponía incluso al destino.
    Esa llama que ni siquiera ella, la que corta, podía extinguir del todo.

    Y entonces lo comprendía, en su silencio antiguo: No necesitaba saber lo que era extrañar para sentirlo.
    No necesitaba entender el amor para desearlo.

    Porque incluso la que tejía los finales
    podía estar hecha, en lo más profundo,
    de la ausencia de todo lo que nunca tuvo.
    Ella extrañaba algo. Una presencia sin forma, un eco sin origen, un perfume que jamás olió pero cuya ausencia sentía como una grieta invisible. Caminaba entre los pasillos del tiempo con la certeza de que algo faltaba, aunque no pudiera nombrarlo. Era un vacío que no ardía, pero dolía. Un temblor sutil en un hilo que aún no había cortado. Le habían dicho que eso era extrañar. Pero ¿cómo podía ella extrañar, si nunca había tenido? Si sus dedos solo conocían el final. Si su destino era cerrar puertas, no abrirlas. Y sin embargo, lo sentía. Un deseo callado. El anhelo de unas manos que no conocía. Una voz que nunca dijo su nombre, pero que el universo parecía guardar celosamente para ella. Una historia que no se le fue dada. Un amor que quizás nunca existió. Ella lo quería. Aquello que otros llamaban amor, aunque no sabía lo que era. Lo había visto en los hilos que se entrelazaban, en cómo brillaban justo antes de romperse. En la forma en que se resistían a su filo, como si imploraran por un segundo más, solo para seguir juntos. Tal vez eso era el amor. Esa terquedad dulce que se oponía incluso al destino. Esa llama que ni siquiera ella, la que corta, podía extinguir del todo. Y entonces lo comprendía, en su silencio antiguo: No necesitaba saber lo que era extrañar para sentirlo. No necesitaba entender el amor para desearlo. Porque incluso la que tejía los finales podía estar hecha, en lo más profundo, de la ausencia de todo lo que nunca tuvo.
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    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio.

    Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos.

    Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla.

    Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan.

    Morfeo la amó sin poder poseerla.

    Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable...

    Y ese es su castigo, y su bendición.
    Una noche, una noche que no pertenecía a ningún calendario humano, mientras descansaba en su palacio de sombras líquidas, Morfeo cerró los ojos y se encontró en un prado de amapolas rojas. Y allí, entre la bruma del sueño que él no había creado, la vio. Tenía el cabello como un río de noche y la risa temblorosa como el cristal. No era mortal ni divina. No pertenecía a ningún sueño que él hubiese formado. Era libre, como si su sola existencia desafiara su poder. Habló con ella sin palabras, danzaron sin moverse, y cuando despertó, sí, él, Morfeo, despertó, la soledad lo golpeó como jamás lo habían hecho los siglos. Desde entonces, buscó ese rostro entre los sueños de los hombres. Bajó al lecho de reyes moribundos, se coló en los suspiros de los poetas, exploró los delírios de los locos. Pero nunca volvió a verla. Hasta que una joven mortal, dormida bajo un sauce en primavera, la soñó. Morfeo descendió con el sigilo de una caricia, dispuesto a observar. Y allí estaba otra vez: la mujer del sueño imposible, reencarnada en el deseo de aquella alma dormida. Comprendió entonces que no era un ser, sino una idea. Un anhelo colectivo que se filtraba entre los corazones del mundo. Ella era la manifestación del amor que no se puede tener, del recuerdo que nunca existió, del abrazo que nadie ha dado y todos esperan. Morfeo la amó sin poder poseerla. Y desde entonces, cada noche, baja al mundo con más cuidado. Ya no sólo para dar sueños, sino para encontrarse con ella, en fragmentos, en rostros, en gestos robados al subconsciente. Porque incluso los dioses, alguna vez, sueñan con amar lo inalcanzable... Y ese es su castigo, y su bendición.
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    He sentido el amor, lo he conocido. Pero no puedo poseerlo. Soy hecho de anhelos ajenos, de ilusiones y deseos que no son míos. El amor requiere entrega, cuerpo, tiempo... cosas que el Señor de los Sueños no posee.

    Si yo amara, todo se rompería. El sueño se volvería prisión, la fantasía se tornaría obsesión. Mis dominios dejarían de ser refugio y se convertirían en reflejos de mi deseo. No sería justo. Ni para mí, ni para aquellos que buscan paz en el olvido nocturno...
    He sentido el amor, lo he conocido. Pero no puedo poseerlo. Soy hecho de anhelos ajenos, de ilusiones y deseos que no son míos. El amor requiere entrega, cuerpo, tiempo... cosas que el Señor de los Sueños no posee. Si yo amara, todo se rompería. El sueño se volvería prisión, la fantasía se tornaría obsesión. Mis dominios dejarían de ser refugio y se convertirían en reflejos de mi deseo. No sería justo. Ni para mí, ni para aquellos que buscan paz en el olvido nocturno...
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  • Desde pequeña, ella había observado a su padre empuñar los rayos como si fueran meros hilos de luz entre sus dedos. Eran salvajes, magníficos, llenos de autoridad. A ella no le hacían daño —nunca lo hicieron— pero tampoco se sometían a su voluntad. Su pequeña mano se alzaba en el aire, imitando el gesto del rey del Olimpo, y los rayos chispeaban en la distancia, burlándose tal vez. No le obedecían. No respondían a su llamado.

    —Te falta seguridad, pequeña —decía Zeus con una voz que temblaba la tierra y acariciaba su orgullo a la vez—. Certeza. Fe en ti misma. Y, por sobre todo, debes aprender a reclamar lo que por derecho te pertenece como hija mía.

    En ese entonces, esas palabras le sonaban grandes, pesadas, lejanas. ¿Reclamar? ¿Certeza? ¿Fe en sí misma? Ella solo deseaba correr entre los jardines, recolectar flores que jamás se marchitaban, ofrecer agua de ambrosía a quienes lo necesitaban, y ver sonrisas florecer entre los mortales como brotes nuevos en primavera. No quería que la temieran. No quería imponer su poder. Quería que confiaran en ella… que la amaran.

    Con los siglos, aprendió que su don no estaba hecho para el dominio brutal, sino para la siembra. Ella no era una tormenta, era la primera lluvia tibia después del invierno. No era un grito de guerra, sino el susurro que sana. Y fue entonces que comprendió por qué los rayos no la obedecían: no era miedo lo que inspiraba, era esperanza. Ella no necesitaba someter la voluntad de la naturaleza como su padre. Su fuerza residía en todo lo que florecía sin forzar.

    Y aun así, en la profundidad de su ser, una parte más antigua y oscura de su divinidad comenzaba a despertar. Porque incluso la esperanza tenía su precio. Porque el equilibrio que custodiaba no era sólo dulzura; también era justicia.

    Había comprendido, en sus viajes al mundo humano, que no todos los corazones brillaban. Que algunos deseaban lo imposible, no para bien, sino por vanidad, egoísmo o desesperación corrupta. Por eso, en lo más recóndito de su alma inmortal, había ideado una ofrenda, una trampa silenciosa para los impuros:

    "𝗧𝗲 𝗱𝗮𝗿𝗲 𝗹𝗮 𝗲𝘁𝗲𝗿𝗻𝗶𝗱𝗮𝗱, 𝘀𝗶 𝗺𝗲 𝗼𝗳𝗿𝗲𝗰𝗲𝘀 𝗮 𝘁𝘂 𝗽𝗿𝗶𝗺𝗲𝗿 𝗵𝗶𝗷𝗼"

    No era una amenaza. No era malicia. Era el precio que revelaba la verdad más cruda del alma humana. Quienes realmente amaban, jamás entregarían a un hijo. Quienes estaban podridos en lo más íntimo de su ser, caerían por su propia elección. Así equilibraba ella el pecado de querer ser eternamente joven sin haber comprendido jamás el valor del tiempo.

    Porque un hijo, como ella había aprendido incluso en su eterna juventud, es el regalo más puro que el universo puede dar. No importa cómo haya llegado, de qué vientre o cuál historia lo envuelva: una criatura pequeña e inocente es la luz que debe ser protegida, guiada, amada. Ser joven no exime del deber. La belleza no borra las consecuencias.

    Y por eso, aunque su madre, Hera, la abrazara solo a veces —cuando las nubes del orgullo se disipaban lo suficiente para dejar pasar el amor—, había decidido: 𝗰𝘂𝗮𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗹𝗲𝗴𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮 𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝘂𝗻𝗮 𝗰𝗿𝗶𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗽𝗲𝗻𝗱𝗶𝗲𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗹𝗹𝗮, 𝘀𝗲𝗿𝗶𝗮 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝗽𝗿𝗼𝘁𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼𝗻, 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝘀𝘂 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗱𝗼, 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝘁𝗲𝗿𝗻𝘂𝗿𝗮. Incluso si el mundo ardía, incluso si el Olimpo colapsaba, esa criatura sería su centro.

    El amor... había sido efímero. Una caricia breve, una brisa entre los dedos. Le había rozado el alma, apenas lo suficiente como para desearlo más. No lo lamentaba, aunque doliera. Porque esa chispa bastó para despertarle el anhelo de compartir su eternidad no con cualquiera, sino con alguien que supiera sostenerla, celebrarla, multiplicarla.

    Y así, en la soledad luminosa de su santuario, donde las flores nacían con su aliento y el tiempo se doblaba para danzar con su risa, entendió algo más:

    𝗘𝗹𝗹𝗮 𝗶𝗯𝗮 𝗮 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗶𝗿𝗹𝗼.

    No por capricho. No por venganza. Sino porque cada gesto suyo —cada semilla de esperanza que sembraba sin esperar nada, cada gesto de bondad desinteresada, cada elección por la compasión— era un eco que, tarde o temprano, el universo devolvería. Tal vez en forma de amor. Tal vez en forma de una hija. Tal vez en la risa de un niño que corriera sin miedo hacia ella.

    Porque ella era Hebe.

    𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝘂𝘁𝗿𝗲. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗻𝘂𝗲𝘃𝗮. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗾𝘂𝗶𝗹𝗶𝗯𝗿𝗮.

    Y si se atrevía a sembrar bien… la eternidad le devolvería aquello que más anhelaba: una felicidad real, completa, en cada forma posible que la inmortalidad pudiera ofrecer.
    Desde pequeña, ella había observado a su padre empuñar los rayos como si fueran meros hilos de luz entre sus dedos. Eran salvajes, magníficos, llenos de autoridad. A ella no le hacían daño —nunca lo hicieron— pero tampoco se sometían a su voluntad. Su pequeña mano se alzaba en el aire, imitando el gesto del rey del Olimpo, y los rayos chispeaban en la distancia, burlándose tal vez. No le obedecían. No respondían a su llamado. —Te falta seguridad, pequeña —decía Zeus con una voz que temblaba la tierra y acariciaba su orgullo a la vez—. Certeza. Fe en ti misma. Y, por sobre todo, debes aprender a reclamar lo que por derecho te pertenece como hija mía. En ese entonces, esas palabras le sonaban grandes, pesadas, lejanas. ¿Reclamar? ¿Certeza? ¿Fe en sí misma? Ella solo deseaba correr entre los jardines, recolectar flores que jamás se marchitaban, ofrecer agua de ambrosía a quienes lo necesitaban, y ver sonrisas florecer entre los mortales como brotes nuevos en primavera. No quería que la temieran. No quería imponer su poder. Quería que confiaran en ella… que la amaran. Con los siglos, aprendió que su don no estaba hecho para el dominio brutal, sino para la siembra. Ella no era una tormenta, era la primera lluvia tibia después del invierno. No era un grito de guerra, sino el susurro que sana. Y fue entonces que comprendió por qué los rayos no la obedecían: no era miedo lo que inspiraba, era esperanza. Ella no necesitaba someter la voluntad de la naturaleza como su padre. Su fuerza residía en todo lo que florecía sin forzar. Y aun así, en la profundidad de su ser, una parte más antigua y oscura de su divinidad comenzaba a despertar. Porque incluso la esperanza tenía su precio. Porque el equilibrio que custodiaba no era sólo dulzura; también era justicia. Había comprendido, en sus viajes al mundo humano, que no todos los corazones brillaban. Que algunos deseaban lo imposible, no para bien, sino por vanidad, egoísmo o desesperación corrupta. Por eso, en lo más recóndito de su alma inmortal, había ideado una ofrenda, una trampa silenciosa para los impuros: "𝗧𝗲 𝗱𝗮𝗿𝗲 𝗹𝗮 𝗲𝘁𝗲𝗿𝗻𝗶𝗱𝗮𝗱, 𝘀𝗶 𝗺𝗲 𝗼𝗳𝗿𝗲𝗰𝗲𝘀 𝗮 𝘁𝘂 𝗽𝗿𝗶𝗺𝗲𝗿 𝗵𝗶𝗷𝗼" No era una amenaza. No era malicia. Era el precio que revelaba la verdad más cruda del alma humana. Quienes realmente amaban, jamás entregarían a un hijo. Quienes estaban podridos en lo más íntimo de su ser, caerían por su propia elección. Así equilibraba ella el pecado de querer ser eternamente joven sin haber comprendido jamás el valor del tiempo. Porque un hijo, como ella había aprendido incluso en su eterna juventud, es el regalo más puro que el universo puede dar. No importa cómo haya llegado, de qué vientre o cuál historia lo envuelva: una criatura pequeña e inocente es la luz que debe ser protegida, guiada, amada. Ser joven no exime del deber. La belleza no borra las consecuencias. Y por eso, aunque su madre, Hera, la abrazara solo a veces —cuando las nubes del orgullo se disipaban lo suficiente para dejar pasar el amor—, había decidido: 𝗰𝘂𝗮𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗹𝗲𝗴𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗱𝗶𝗮 𝗲𝗻 𝗾𝘂𝗲 𝘂𝗻𝗮 𝗰𝗿𝗶𝗮𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗽𝗲𝗻𝗱𝗶𝗲𝗿𝗮 𝗱𝗲 𝗲𝗹𝗹𝗮, 𝘀𝗲𝗿𝗶𝗮 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝗽𝗿𝗼𝘁𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼𝗻, 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝘀𝘂 𝗲𝘀𝗰𝘂𝗱𝗼, 𝘁𝗼𝗱𝗮 𝘀𝘂 𝘁𝗲𝗿𝗻𝘂𝗿𝗮. Incluso si el mundo ardía, incluso si el Olimpo colapsaba, esa criatura sería su centro. El amor... había sido efímero. Una caricia breve, una brisa entre los dedos. Le había rozado el alma, apenas lo suficiente como para desearlo más. No lo lamentaba, aunque doliera. Porque esa chispa bastó para despertarle el anhelo de compartir su eternidad no con cualquiera, sino con alguien que supiera sostenerla, celebrarla, multiplicarla. Y así, en la soledad luminosa de su santuario, donde las flores nacían con su aliento y el tiempo se doblaba para danzar con su risa, entendió algo más: 𝗘𝗹𝗹𝗮 𝗶𝗯𝗮 𝗮 𝗰𝗼𝗻𝘀𝗲𝗴𝘂𝗶𝗿𝗹𝗼. No por capricho. No por venganza. Sino porque cada gesto suyo —cada semilla de esperanza que sembraba sin esperar nada, cada gesto de bondad desinteresada, cada elección por la compasión— era un eco que, tarde o temprano, el universo devolvería. Tal vez en forma de amor. Tal vez en forma de una hija. Tal vez en la risa de un niño que corriera sin miedo hacia ella. Porque ella era Hebe. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝘂𝘁𝗿𝗲. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗲𝗻𝘂𝗲𝘃𝗮. 𝗟𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗾𝘂𝗶𝗹𝗶𝗯𝗿𝗮. Y si se atrevía a sembrar bien… la eternidad le devolvería aquello que más anhelaba: una felicidad real, completa, en cada forma posible que la inmortalidad pudiera ofrecer.
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  • — Nuevamente aquella pregunta flotaba en el aire ¿A dónde fue? ¿Que fue aquello que le hizo desaparecer? Sigo sin tener una respuesta, se que de ser posible me lo diría, yo...aún sigo esperando oír su voz, los viejos recuerdos de aquellas andanzas golpean mi mente una y otra vez. Tiempos lejanos donde la luz lo cubria todo, la tierra era prospera, ahora solo recuerdos, vagos anhelos que nos hacen añorar cada vez más el pasado, y nos vuelven impacientes a su regreso —
    — Nuevamente aquella pregunta flotaba en el aire ¿A dónde fue? ¿Que fue aquello que le hizo desaparecer? Sigo sin tener una respuesta, se que de ser posible me lo diría, yo...aún sigo esperando oír su voz, los viejos recuerdos de aquellas andanzas golpean mi mente una y otra vez. Tiempos lejanos donde la luz lo cubria todo, la tierra era prospera, ahora solo recuerdos, vagos anhelos que nos hacen añorar cada vez más el pasado, y nos vuelven impacientes a su regreso —
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  • ◇ La amistad entre ambos poco a poco se estaba volviendo muchísimo mas cercana al pasar el tiempo, era frecuente que Galenor fuera al hogar de Oz a recibir mas conocimiento mágico que él desconocia, pasar las horas hablando con él era de sus momento favoritos, su anhelo mas grande era que la amable mirada de Oz le viera ahora con amor. ◇

    Ozrιᥱᥣth ᵀʰᶤᵃˡᵗʰᵉˡ
    ◇ La amistad entre ambos poco a poco se estaba volviendo muchísimo mas cercana al pasar el tiempo, era frecuente que Galenor fuera al hogar de Oz a recibir mas conocimiento mágico que él desconocia, pasar las horas hablando con él era de sus momento favoritos, su anhelo mas grande era que la amable mirada de Oz le viera ahora con amor. ◇ [The_Fool]
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  • El Rapto de Perséfone
    Fandom Mitologica
    Categoría Fantasía
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas.

    Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan.

    Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija.

    Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido.

    Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad.

    Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí.

    Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho.

    Pero ella no iba a quedarse en silencio.

    En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago.

    —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera?

    Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico.

    Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón.

    —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad.

    Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
    En los valles de Nysa, donde la tierra respiraba en flores y la brisa jugaba con los rizos de las doncellas, Perséfone, hija de la poderosa Deméter, danzaba entre los tallos suaves del narciso. Era primavera, y ella era su espíritu vivo: risa pura, juventud eterna, inocencia sin heridas. Ese día, el sol brillaba alto, pero una sombra se gestaba en lo profundo de la tierra. Hades, señor del inframundo, había observado a Perséfone con ojos antiguos y deseo silencioso. Su corazón, tan oscuro como las cuevas que gobernaba, ardía con un anhelo distinto: no de muerte, sino de compañía. Con el permiso tácito de Zeus, tejió su plan. Perséfone se agachó para arrancar una flor especialmente hermosa—un narciso de pétalos tan blancos que parecían capturar la luz misma—cuando la tierra tembló. Un rugido desgarró el aire. Desde el centro del suelo, se abrió un abismo. Un carro negro, tirado por caballos de crines de humo y ojos rojos como brasas, emergió de la grieta. En él, Hades, con su corona de ónix y su mirada fija. Antes de que pudiera gritar, sentir o siquiera entender, él la alzó. La tierra se cerró tras ellos como si nada hubiera sucedido, como si la primavera hubiera parpadeado y se hubiera perdido. Todo fue silencio después. Silencio… y oscuridad. Perséfone cayó, no en el sentido del cuerpo, sino en el alma. Descendió más allá de las raíces de los árboles, más allá del susurro de los vivos. El Inframundo la recibió no con gritos ni con fuego, sino con una quietud pesada y absoluta. Un aire denso, cargado de cosas no dichas. Murallas de piedra, ríos que murmuraban secretos eternos. Sombras que no la miraban, pero que sabían que ella estaba allí. Hades no habló mucho. No necesitó hacerlo. La condujo por pasillos de obsidiana, bajo cielos que no eran cielo. Todo allí era distinto: el tiempo, el color, el ritmo de las cosas. Nada moría, porque todo ya lo había hecho. Pero ella no iba a quedarse en silencio. En cuanto su pie tocó el mármol frío de aquella vasta sala subterránea, se zafó del brazo de su raptor. Lo miró con furia —una furia que no pertenecía a una doncella, sino a una diosa aún por despertar— y le habló con voz firme y clara, que rompió el silencio como un relámpago. —¿Crees que porque puedes partir la tierra puedes partirme a mí? —escupió, temblando no de miedo, sino de furia—. ¿Así tomas lo que deseas? Como un ladrón entre sombras. ¿Tanta soledad tienes que necesitas robar una primavera? Hades no respondió de inmediato. El silencio entre ellos se volvió denso, casi físico. Perséfone dio un paso hacia él, alzando el mentón. —No soy tu prisionera. Soy hija de Deméter, nacida bajo la luz. Si crees que aquí abajo puedo marchitarme, te advierto: hay semillas que germinan incluso en la oscuridad. Y entonces, aunque no lo sabía aún, acababa de lanzar el primer hechizo de su transformación.
    Tipo
    Grupal
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    19
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  • Ubicación: Bosque estatal de ██████.
    Misión: Reconocimiento.
    Equipo: Bravo-1.
    Hora: 06:33 AM.

    Cada metro del corredor que recorrían era idéntico al anterior: paredes de papel tapiz florido, lámparas colgantes con luz cálida, alfombra impecable. Sólo cuando giraron hacia una repentina puerta lateral el equipo lo notó. Las puertas estaban fijas, eran falsas, estaban pintadas y las perillas eran de yeso.

    — Esto no tiene sentido —gruñó Rourke, golpeando la pared con la culata del fusil.

    — Aquí Bravo-1 en el objetivo. Se trata de una... anomalía estructural no reconocida, ¿Me copia? —Spider tocó el intercomunicador.

    Estática. Luego, nada. Viper alzó una mano.

    — Avancemos. No se separen. Regla de oro: nadie responde si escucha su nombre.

    — ¿Por qué alguien escucharía su nombre? —preguntó Dorsey.

    Viper no respondió.

    Caminaron otros diez minutos hasta que la luz se apagó. Fueron tres segundos de oscuridad total y cuando volvió… Mason ya no estaba.

    — ¿Mason? —susurró Rourke, girando sobre sí mismo—. ¡Mason!

    Sólo se escuchaba su propia voz. Ni un sólo disparo, ni un grito. Viper escaneó la zona. No había signos de lucha. Ninguna huella. Como si Mason jamás hubiera estado ahí.

    La angustia se coló como un pinchazo en el pecho de Viper, pero no permitió que fuera por mucho.

    — No se detengan —tenía que sacarlos de ahí.

    Spider comenzó a respirar por la boca. Dorsey murmuraba para sí mismo.

    Siguieron caminando. Al cabo de cinco minutos y un breve apagón más... la casa volvió a cambiar. Ya no era una mansión, ahora estaban en un pasillo de hospital de luces parpadeantes, paredes blancas, carteles de salidas de emergencia. Pero no había puertas.

    — Nos está jodiendo... —la voz de Rourke tembló—. Esto no es real... Esto no puede ser real.

    Viper intentó contenerle, quiso evitar que el miedo se apoderara de él.

    — ¡Rourke! —Demasiado tarde.

    La luz sobre él se apagó solo un instante. Y cuando regresó… Rourke se había ido.

    — ¡Hijo de puta! —Spider dio dos pasos atrás.

    — No puedo… no puedo seguir... —Dorsey cayó de rodillas.

    Viper se agachó frente a él.

    — Sí puedes. Tienes que hacerlo. De pie.

    Dorsey obedeció quizás por reflejo o por respeto... o por miedo.
    Siguieron avanzando.

    En una pared del pasillo apareció un ventanal, varias camillas vacías y desacomodadas se veían a través del cristal. No había puertas, pero tras un parpadeo más de las luces, Dorsey apareció del otro lado.

    — ¿Dorsey? —Viper miró a su alrededor, aquello no era una ilusión—. ¡Dorsey! —Golpeó el ventanal con los puños.

    Dorsey golpeaba desde el otro lado con desesperación.

    — Voy a sacarte de ahí —dijo Viper.

    Pero el cristal fue mutando poco a poco, hasta convertirse en pared. El ventanal había desaparecido.

    — ¡Dorsey!

    Ya sólo quedaban dos.

    Spider estaba en shock, sus años de experiencia le servían para nada bajo estas circunstancias. Murmuraba los nombres de los caídos mientras se sostenía en la pared para no desplomarse.

    — ¡Tenemos que salir! ¡Tenemos que…!

    Y se detuvo.

    Viper lo volteó a ver.

    Spider estaba mirando una puerta roja en la pared, justo a su lado. Su nombre real estaba grabado en ella con letras infantiles y colores brillantes.

    — ¿Qué…? —Spider miraba la puerta con espanto, pero también con anhelo.

    Antes de que Viper pudiera impedirlo o siquiera advertirle, Spider la abrió.

    La habitación era un dormitorio infantil. Había fotografías de su infancia sobre una mesita de noche, dibujos pegados en las paredes. Ecos de las voces de sus padres venían de todas y ninguna parte, sonidos distantes de risas les seguían.

    — ¡Spider, no!

    Spider dio un paso dentro… y desapareció. La puerta se cerró sola. Viper quiso abrirla, pero el pomo de yeso no giró.

    La puerta era falsa.

    Viper se quedó quieto. Respiró hondo, apretó la mandíbula... y avanzó.

    Ahora solo quedaba él.
    Ubicación: Bosque estatal de ██████. Misión: Reconocimiento. Equipo: Bravo-1. Hora: 06:33 AM. Cada metro del corredor que recorrían era idéntico al anterior: paredes de papel tapiz florido, lámparas colgantes con luz cálida, alfombra impecable. Sólo cuando giraron hacia una repentina puerta lateral el equipo lo notó. Las puertas estaban fijas, eran falsas, estaban pintadas y las perillas eran de yeso. — Esto no tiene sentido —gruñó Rourke, golpeando la pared con la culata del fusil. — Aquí Bravo-1 en el objetivo. Se trata de una... anomalía estructural no reconocida, ¿Me copia? —Spider tocó el intercomunicador. Estática. Luego, nada. Viper alzó una mano. — Avancemos. No se separen. Regla de oro: nadie responde si escucha su nombre. — ¿Por qué alguien escucharía su nombre? —preguntó Dorsey. Viper no respondió. Caminaron otros diez minutos hasta que la luz se apagó. Fueron tres segundos de oscuridad total y cuando volvió… Mason ya no estaba. — ¿Mason? —susurró Rourke, girando sobre sí mismo—. ¡Mason! Sólo se escuchaba su propia voz. Ni un sólo disparo, ni un grito. Viper escaneó la zona. No había signos de lucha. Ninguna huella. Como si Mason jamás hubiera estado ahí. La angustia se coló como un pinchazo en el pecho de Viper, pero no permitió que fuera por mucho. — No se detengan —tenía que sacarlos de ahí. Spider comenzó a respirar por la boca. Dorsey murmuraba para sí mismo. Siguieron caminando. Al cabo de cinco minutos y un breve apagón más... la casa volvió a cambiar. Ya no era una mansión, ahora estaban en un pasillo de hospital de luces parpadeantes, paredes blancas, carteles de salidas de emergencia. Pero no había puertas. — Nos está jodiendo... —la voz de Rourke tembló—. Esto no es real... Esto no puede ser real. Viper intentó contenerle, quiso evitar que el miedo se apoderara de él. — ¡Rourke! —Demasiado tarde. La luz sobre él se apagó solo un instante. Y cuando regresó… Rourke se había ido. — ¡Hijo de puta! —Spider dio dos pasos atrás. — No puedo… no puedo seguir... —Dorsey cayó de rodillas. Viper se agachó frente a él. — Sí puedes. Tienes que hacerlo. De pie. Dorsey obedeció quizás por reflejo o por respeto... o por miedo. Siguieron avanzando. En una pared del pasillo apareció un ventanal, varias camillas vacías y desacomodadas se veían a través del cristal. No había puertas, pero tras un parpadeo más de las luces, Dorsey apareció del otro lado. — ¿Dorsey? —Viper miró a su alrededor, aquello no era una ilusión—. ¡Dorsey! —Golpeó el ventanal con los puños. Dorsey golpeaba desde el otro lado con desesperación. — Voy a sacarte de ahí —dijo Viper. Pero el cristal fue mutando poco a poco, hasta convertirse en pared. El ventanal había desaparecido. — ¡Dorsey! Ya sólo quedaban dos. Spider estaba en shock, sus años de experiencia le servían para nada bajo estas circunstancias. Murmuraba los nombres de los caídos mientras se sostenía en la pared para no desplomarse. — ¡Tenemos que salir! ¡Tenemos que…! Y se detuvo. Viper lo volteó a ver. Spider estaba mirando una puerta roja en la pared, justo a su lado. Su nombre real estaba grabado en ella con letras infantiles y colores brillantes. — ¿Qué…? —Spider miraba la puerta con espanto, pero también con anhelo. Antes de que Viper pudiera impedirlo o siquiera advertirle, Spider la abrió. La habitación era un dormitorio infantil. Había fotografías de su infancia sobre una mesita de noche, dibujos pegados en las paredes. Ecos de las voces de sus padres venían de todas y ninguna parte, sonidos distantes de risas les seguían. — ¡Spider, no! Spider dio un paso dentro… y desapareció. La puerta se cerró sola. Viper quiso abrirla, pero el pomo de yeso no giró. La puerta era falsa. Viper se quedó quieto. Respiró hondo, apretó la mandíbula... y avanzó. Ahora solo quedaba él.
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  • Mi casa… mi hogar… jamás lograré alcanzarlo. Pero al menos puedo hundirme y terminar en algún lugar… donde no dañe, donde no haya sacrificios. Un lugar habitado por el silencio, y rodeada de paz dormida, donde sueñe con el cielo al que tanto anhelo regresar.


    ————————
    Nota informativa: Elyana se retira durante una pequeña temporada! Espero no perder estos roles tan lindos. Agradezco mucho su compañía, me considero muy afortunada por haber compartido momentos con muchos de mis amigos aquí. Cuidaos muchísimo! Mil gracias por todo!!

    Mi casa… mi hogar… jamás lograré alcanzarlo. Pero al menos puedo hundirme y terminar en algún lugar… donde no dañe, donde no haya sacrificios. Un lugar habitado por el silencio, y rodeada de paz dormida, donde sueñe con el cielo al que tanto anhelo regresar. ———————— Nota informativa: Elyana se retira durante una pequeña temporada! Espero no perder estos roles tan lindos. Agradezco mucho su compañía, me considero muy afortunada por haber compartido momentos con muchos de mis amigos aquí. Cuidaos muchísimo! Mil gracias por todo!!
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