La última vez que llamaron a la puerta de su cabaña, Tolek estaba haciendo adorno navideños con sus propias manos, intentando ocuparse lo suficiente como para superar la distancia que le separaba de la que, por entonces, había dejado de ser su mejor amiga.

Hoy, sin embargo, el brujo ni siquiera está despierto. Después de reconciliarse con su mejor amiga, su cuerpo ha reclamado de golpe el descanso al que no ha podido someterse con anterioridad. Siente un punzante dolor a la altura de las costillas y una leve opresión en el pecho. Sabe, por experiencia propia, que está experimentando los síntomas característicos de la anemia. Dormir, en consecuencia, es inevitable.

Pero le han despertado tres repentinos golpes que llaman a la puerta.
Tarda, mas al fin abre los ojos. Pese a que está frente a la chimenea tiene medio cuerpo abrigado por el abrigo de piel de oso, una prenda que se ha convertido casi que en su segunda piel. Es con este que se envuelve al incorporarse lentamente.

— Yo voy —anuncia, casi sin alzar la voz, como siempre queriendo evitarle interrupciones a Thomas—. Como sea esa demonio otra vez... le arrancaré las orejas...

El fuego de la chimenea, sin embargo, no ha cambiado de color ni se muestra anormal. Esa es una señal de que la persona que está detrás de la puerta es alguien conocido, alguien en quien tanto Tolek como Thomas confían.

Con el propósito de contar con más apoyo, ha tenido que cambiar el bastón por un báculo. Con la curiosidad apagada y su cuerpo moviéndose lentamente, el cansancio marcándole sombras debajo de los ojos y con un buen par de kilos menos en su fisionomía, el brujo abre cautelosamente la puerta para encontrarse del otro lado con una figura tan conocida como querida.

Se le ilumina la mirada al tiempo que una sonrisa de alegría se apodera de su faz. Aparta el báculo sin prestar atención en la manera descuidada en que cae al piso, y se lanza sin fuerzas a rodearle el cuello en un abrazo frágil.

No dice nada, sólo se le escapan dos breves y casi imperceptibles respingos que casi son sollozos. Está feliz, está muy feliz de volver a verle. Está muy feliz de que sus peores sospechas sólo fueran exageraciones, está muy feliz de que Khan esté aquí, a salvo, sano y cuerdo.
La última vez que llamaron a la puerta de su cabaña, Tolek estaba haciendo adorno navideños con sus propias manos, intentando ocuparse lo suficiente como para superar la distancia que le separaba de la que, por entonces, había dejado de ser su mejor amiga. Hoy, sin embargo, el brujo ni siquiera está despierto. Después de reconciliarse con su mejor amiga, su cuerpo ha reclamado de golpe el descanso al que no ha podido someterse con anterioridad. Siente un punzante dolor a la altura de las costillas y una leve opresión en el pecho. Sabe, por experiencia propia, que está experimentando los síntomas característicos de la anemia. Dormir, en consecuencia, es inevitable. Pero le han despertado tres repentinos golpes que llaman a la puerta. Tarda, mas al fin abre los ojos. Pese a que está frente a la chimenea tiene medio cuerpo abrigado por el abrigo de piel de oso, una prenda que se ha convertido casi que en su segunda piel. Es con este que se envuelve al incorporarse lentamente. — Yo voy —anuncia, casi sin alzar la voz, como siempre queriendo evitarle interrupciones a Thomas—. Como sea esa demonio otra vez... le arrancaré las orejas... El fuego de la chimenea, sin embargo, no ha cambiado de color ni se muestra anormal. Esa es una señal de que la persona que está detrás de la puerta es alguien conocido, alguien en quien tanto Tolek como Thomas confían. Con el propósito de contar con más apoyo, ha tenido que cambiar el bastón por un báculo. Con la curiosidad apagada y su cuerpo moviéndose lentamente, el cansancio marcándole sombras debajo de los ojos y con un buen par de kilos menos en su fisionomía, el brujo abre cautelosamente la puerta para encontrarse del otro lado con una figura tan conocida como querida. Se le ilumina la mirada al tiempo que una sonrisa de alegría se apodera de su faz. Aparta el báculo sin prestar atención en la manera descuidada en que cae al piso, y se lanza sin fuerzas a rodearle el cuello en un abrazo frágil. No dice nada, sólo se le escapan dos breves y casi imperceptibles respingos que casi son sollozos. Está feliz, está muy feliz de volver a verle. Está muy feliz de que sus peores sospechas sólo fueran exageraciones, está muy feliz de que Khan esté aquí, a salvo, sano y cuerdo.
La nieve no puede afectarle, el frío del clima y sus inclemencias tampoco, el fuego que guarda en su interior es mucho más poderoso.

Atraviesa el paraje nevado con facilidad, evitando los árboles para cuidar del bosque. Así haya un metro de nieve acumulada, dos o cinco, ésta se sucumbe a su presencia, derritiéndose a su alrededor como si fuera atravesada por un hierro al rojo sin que siquiera ponga atención en ello, al menos hasta que descubre, al chapotear, que hay hielo bajo sus pies, entonces ha de enfocar su aura ígnea para derretir la nieve sin afectar el lago congelado y así evitar recurrir al nado para llegar hasta la cabaña del brujo que puede vislumbra algunos cientos de metros por delante.

Apesta a demonio, pero no a sangre. Se pregunta qué mierda fue lo que pudo haber pasado.

Al llegar, golpea la puerta con los nudillos tres veces y espera, aprovechando el tiempo para volver a echar un ojo al paisaje, bastante convencido de que ha sufrido un cambio radical.
Me encocora
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