Cuando supo que su intento por proteger al conservador de la nefasta reacción de su alma a los recuerdos revueltos por el tamborcito del alienígena, también supo que un cigarro y algo de aire fresco no bastaría para devolverle la escasa pero contundente ración de paz necesaria para mantenerse racional.
Las cuencas de sangre del brazalete en su muñeca se fracturaron, cerca, pero sin llegar a romperse.
Puso distancia, kilómetros y kilómetros, con el mundo, para proteger de si mismo a quienes ama. Los días pasaron, uno tras otro, alguno más lento, otro más rápido. Fueron diez de aislamiento total cuando llegó la mañana en que corazón latió con calma, sin que sus garras pidieran sangre, y entonces supo que era seguro regresar.
Hizo el camino a pie sumando un par de días más a su ausencia, dándose tiempo para anticipar el reencuentro con su querido Añil, a quien esperaba ver, besar y tantas otras cosas más primero. Y al cachorro, naturalmente, posiblemente en la mañana siguiente a su llegada.
Pasó por un pueblito turístico y, recordando la fascinación de su nuevo compañero de vida por las cosas suaves y mullidas, hizo de equipaje un carro cargado con osos de peluche, deseando verle sumergirse en ellos, pero, conforme se acercaba a la ciudad, comenzó a sospechar que tendría que dar un giro de ciento ochenta grados a sus planes.
Podía atribuir al cambio climático la espesa capa de nieve donde ahora hundía los pies, pero este frío tenía nombre, apellido, y una esencia mágica inconfundible para él; debería ver a Tolek primero, pero su corazón exigía echar aunque sea un vistazo al preservador y así lo hizo.
Fue una visita extremadamente corta a la panadería, le arropó y besó su frente al encontrarle durmiendo. Susurró un "te veré esta noche" antes de separarse para partir hacia el bosque, mas antes de ingresar al local se ocupó de acomodar cada oso de peluche en las inmediaciones de la panadería, para que Añil tuviera la oportunidad de, como el mismo Khan hizo en los últimos dos días, anticipar el reencuentro.
Las cuencas de sangre del brazalete en su muñeca se fracturaron, cerca, pero sin llegar a romperse.
Puso distancia, kilómetros y kilómetros, con el mundo, para proteger de si mismo a quienes ama. Los días pasaron, uno tras otro, alguno más lento, otro más rápido. Fueron diez de aislamiento total cuando llegó la mañana en que corazón latió con calma, sin que sus garras pidieran sangre, y entonces supo que era seguro regresar.
Hizo el camino a pie sumando un par de días más a su ausencia, dándose tiempo para anticipar el reencuentro con su querido Añil, a quien esperaba ver, besar y tantas otras cosas más primero. Y al cachorro, naturalmente, posiblemente en la mañana siguiente a su llegada.
Pasó por un pueblito turístico y, recordando la fascinación de su nuevo compañero de vida por las cosas suaves y mullidas, hizo de equipaje un carro cargado con osos de peluche, deseando verle sumergirse en ellos, pero, conforme se acercaba a la ciudad, comenzó a sospechar que tendría que dar un giro de ciento ochenta grados a sus planes.
Podía atribuir al cambio climático la espesa capa de nieve donde ahora hundía los pies, pero este frío tenía nombre, apellido, y una esencia mágica inconfundible para él; debería ver a Tolek primero, pero su corazón exigía echar aunque sea un vistazo al preservador y así lo hizo.
Fue una visita extremadamente corta a la panadería, le arropó y besó su frente al encontrarle durmiendo. Susurró un "te veré esta noche" antes de separarse para partir hacia el bosque, mas antes de ingresar al local se ocupó de acomodar cada oso de peluche en las inmediaciones de la panadería, para que Añil tuviera la oportunidad de, como el mismo Khan hizo en los últimos dos días, anticipar el reencuentro.
Cuando supo que su intento por proteger al conservador de la nefasta reacción de su alma a los recuerdos revueltos por el tamborcito del alienígena, también supo que un cigarro y algo de aire fresco no bastaría para devolverle la escasa pero contundente ración de paz necesaria para mantenerse racional.
Las cuencas de sangre del brazalete en su muñeca se fracturaron, cerca, pero sin llegar a romperse.
Puso distancia, kilómetros y kilómetros, con el mundo, para proteger de si mismo a quienes ama. Los días pasaron, uno tras otro, alguno más lento, otro más rápido. Fueron diez de aislamiento total cuando llegó la mañana en que corazón latió con calma, sin que sus garras pidieran sangre, y entonces supo que era seguro regresar.
Hizo el camino a pie sumando un par de días más a su ausencia, dándose tiempo para anticipar el reencuentro con su querido Añil, a quien esperaba ver, besar y tantas otras cosas más primero. Y al cachorro, naturalmente, posiblemente en la mañana siguiente a su llegada.
Pasó por un pueblito turístico y, recordando la fascinación de su nuevo compañero de vida por las cosas suaves y mullidas, hizo de equipaje un carro cargado con osos de peluche, deseando verle sumergirse en ellos, pero, conforme se acercaba a la ciudad, comenzó a sospechar que tendría que dar un giro de ciento ochenta grados a sus planes.
Podía atribuir al cambio climático la espesa capa de nieve donde ahora hundía los pies, pero este frío tenía nombre, apellido, y una esencia mágica inconfundible para él; debería ver a Tolek primero, pero su corazón exigía echar aunque sea un vistazo al preservador y así lo hizo.
Fue una visita extremadamente corta a la panadería, le arropó y besó su frente al encontrarle durmiendo. Susurró un "te veré esta noche" antes de separarse para partir hacia el bosque, mas antes de ingresar al local se ocupó de acomodar cada oso de peluche en las inmediaciones de la panadería, para que Añil tuviera la oportunidad de, como el mismo Khan hizo en los últimos dos días, anticipar el reencuentro.