•—La Madrastra IV Final

— Sin importar lo que sientas, recuerda que estás en tu hogar y tus padres están ahí fuera, ¿De acuerdo? Estás a salvo, no te haré daño.

Con esas palabras, el brujo retrocede alejándose de Katerina. Toma el bastón invertido y conjura una suave llama para ennegrecerle el extremo, que ahora parece carbonizado. Luego, con este de vuelta al piso comienza a dibujar un círculo alrededor de la cama de Katerina, mismo que, al completarse, añade por su propia cuenta una estrella al revés en su interior.

— ¿Algo se quema? —Pregunta la muchacha, con voz temblorosa.

— Así es, pero está bien. Estás a salvo —le recuerda el brujo.

Acto seguido, saca de su bolsillo una bolsita de piel de cuyo interior toma una pizca de polvo.

— Esto te gustará.

Al arrojarlo al círculo, este arde en chispas que desaparecen al instante, pero que impregnan el cuarto de un agradable aroma a sándalo.

Una suave sonrisa se dibuja en el rostro de Katerina, tal y como Tolek ha adivinado, ella luce encantada.

— En nombre de mi sangre y la de los míos, invito a Veles a ser testigo y protector de esta, una humilde travesura en su honor —recita.

Y no necesita más para que, en respuesta, la líneas en el suelo se prendan en un fuego que no quema nada más.

— Katerina, relájate y piensa en tus ojos. Recuerda cómo eran los días en que podías ver, recuerda el día en que tu prometido te pidió en matrimonio.

Aunque la sonrisa de ella había perdido algo de fuerza, pronto la recuperó al imaginar esos recuerdos de los que el brujo hablaba pese a no haber preguntado sobre ellos.

— Esos días te pertenecen a ti, esa dicha es tuya y sólo tuya. ¿Estás dispuesta a aceptar esa felicidad?

La muchacha sacude la cabeza de arriba a abajo para responder.

— Necesitamos oír tu voz, Katerina —demanda el brujo, aunque con suavidad en la voz.

— Sí, mi respuesta es sí.

— Toma tu hipopótamo y sostenlo entre tus manos.

La muchacha obedece y sostiene el muñeco de peluche frente a ella, a la altura de su pecho.

La penumbra que inunda la habitación no permite ver de dónde salen las frías garras huesudas que se posan suavemente sobre las manos de la muchacha.

— ¡Ah! —Exclama ella, asustada.

— Tranquila, estás a salvo —repite él, que se encuentra al menos a dos metros de distancia de ella—. Este juguete es tu infancia, es el sacrificio de tu vida como niña para dar paso a tu vida como mujer casada.

Katerina, impresionada, puede sentir como las garras misteriosas se clavan sin piedad en el muñeco, desgarrándolo poco a poco, dejando caer los pedazos silenciosamente al piso.

Con el querido regalo de su padre destruido, la muchacha se llena de una angustia inesperada. Pero, así como entiende la pérdida, también comprende la ganancia que significa una nueva vida con su prometido, Jared.

Ella no puede verlo, pero los pedazos de su peluche se transforman en gruesas orugas de colores, retorciéndose, arrastrándose por el suelo y dirigiéndose hacia el brujo.

— Toma las gafas de tu madre —continúa Tolek, a lo que Katerina obedece con manos inquietas—. Esto podría ponerse agitado, sé valiente —le advierte, antes de retomar el ritual—. Estas gafas son una máscara, son una prueba de que tu madre está ciega...

— Los anteojos... ¡Están calientes! —Exclama Katerina, alarmada—. ¡Me queman! ¿Por qué?

Pero, a pesar de que debe sostenerlas apenas con las puntas de los dedos, ella no las deja caer.

— Resiste, muchacha —insiste el brujo—. Tu madre está ciega porque no quiere ver que ya eres una mujer. Estas gafas son las cadenas que evitan tu libertad, ¡Rómpelas!

La muchacha no espera ni un segundo más para lanzar los anteojos con fuerza contra el piso, donde los cristales se parten en pedazos y se deshacen en una espesa mancha rojiza oscuras, apestosa y sanguinolenta. Tolek se cubre la nariz con el brazo para resguardarse de la peste, mientras, por otro lado, Katerina no parece afectada.

De repente, la mancha rojiza se mueve y toma forma de algo largo, conforma una serpiente lanzándose al ataque para morder la pierna de Tolek. Pero, cuando esta llega al círculo, las llamas crecen para detenerle calcinándola al instante y protegiendo al brujo, quien observa la escena con una ceja alzada. Decide no emitir sonido al respecto para no alarmar a Katerina.

— Desde ahora, Katerina, eres libre de florecer con la primavera —declara.

Tolek se acuclilla en este punto, pues las orugas están a punto de alcanzar el borde del círculo y no quiere que corran la misma suerte que la serpiente. Saca un frasquito de su bolsillo mágico y vierte cuidadosamente dentro un puñado tras otro de orugas gordas, tantas como puede, antes de que desaparezcan con el fuego. Luego, se incorpora.

— Quítate las vendas de los ojos —ordena, mientras devuelve el frasquito al bolsillo.

— Pero mamá dice... —contesta ella, sin embargo, se interrumpe.

Katerina obedece y se quita las vendas de los ojos con movimientos torpes, dudando, pero siendo valiente. Y para cuando abre los ojos se da cuenta de que, aunque con dolor y haciendo un esfuerzo para mantenerlos abiertos, sus ojos pueden ver.

— ¡Puedo ver! ¡Puedo ver! —Exclama, emocionada.

Tolek presiente que querrá bajarse de la cama e ir corriendo con papá, por eso, extingue el fuego al dar un ligero golpe en el piso con su bastón. Luego, se acerca para abrirle la puerta y, de paso, deshacer el conjuro que les encerraba.

— ¡Papá, puedo ver! ¡Puedo ver!

Anuncia la muchacha, tras saltar cama abajo para atravesar el umbral de la puerta y lanzarse a la brazos de su padre. Ambos están felices, como era de esperarse, y se abrazan entre risas, saltitos y algunas lágrimas.

Pero Tolek, que les observa al salir del cuarto de invitados, siente que hay alguien que no está contenta. Una mirada le quema la nuca y le obliga voltear para encontrarse con la madre observándole desde la segunda planta.

— Pagarás por esto —masculla la señora, amenazándole.

— ¡Tsk! No lo creo —le responde el brujo, chasqueando la lengua, sonriente.

#ElBrujoCojo #Brujerías
•—La Madrastra IV Final — Sin importar lo que sientas, recuerda que estás en tu hogar y tus padres están ahí fuera, ¿De acuerdo? Estás a salvo, no te haré daño. Con esas palabras, el brujo retrocede alejándose de Katerina. Toma el bastón invertido y conjura una suave llama para ennegrecerle el extremo, que ahora parece carbonizado. Luego, con este de vuelta al piso comienza a dibujar un círculo alrededor de la cama de Katerina, mismo que, al completarse, añade por su propia cuenta una estrella al revés en su interior. — ¿Algo se quema? —Pregunta la muchacha, con voz temblorosa. — Así es, pero está bien. Estás a salvo —le recuerda el brujo. Acto seguido, saca de su bolsillo una bolsita de piel de cuyo interior toma una pizca de polvo. — Esto te gustará. Al arrojarlo al círculo, este arde en chispas que desaparecen al instante, pero que impregnan el cuarto de un agradable aroma a sándalo. Una suave sonrisa se dibuja en el rostro de Katerina, tal y como Tolek ha adivinado, ella luce encantada. — En nombre de mi sangre y la de los míos, invito a Veles a ser testigo y protector de esta, una humilde travesura en su honor —recita. Y no necesita más para que, en respuesta, la líneas en el suelo se prendan en un fuego que no quema nada más. — Katerina, relájate y piensa en tus ojos. Recuerda cómo eran los días en que podías ver, recuerda el día en que tu prometido te pidió en matrimonio. Aunque la sonrisa de ella había perdido algo de fuerza, pronto la recuperó al imaginar esos recuerdos de los que el brujo hablaba pese a no haber preguntado sobre ellos. — Esos días te pertenecen a ti, esa dicha es tuya y sólo tuya. ¿Estás dispuesta a aceptar esa felicidad? La muchacha sacude la cabeza de arriba a abajo para responder. — Necesitamos oír tu voz, Katerina —demanda el brujo, aunque con suavidad en la voz. — Sí, mi respuesta es sí. — Toma tu hipopótamo y sostenlo entre tus manos. La muchacha obedece y sostiene el muñeco de peluche frente a ella, a la altura de su pecho. La penumbra que inunda la habitación no permite ver de dónde salen las frías garras huesudas que se posan suavemente sobre las manos de la muchacha. — ¡Ah! —Exclama ella, asustada. — Tranquila, estás a salvo —repite él, que se encuentra al menos a dos metros de distancia de ella—. Este juguete es tu infancia, es el sacrificio de tu vida como niña para dar paso a tu vida como mujer casada. Katerina, impresionada, puede sentir como las garras misteriosas se clavan sin piedad en el muñeco, desgarrándolo poco a poco, dejando caer los pedazos silenciosamente al piso. Con el querido regalo de su padre destruido, la muchacha se llena de una angustia inesperada. Pero, así como entiende la pérdida, también comprende la ganancia que significa una nueva vida con su prometido, Jared. Ella no puede verlo, pero los pedazos de su peluche se transforman en gruesas orugas de colores, retorciéndose, arrastrándose por el suelo y dirigiéndose hacia el brujo. — Toma las gafas de tu madre —continúa Tolek, a lo que Katerina obedece con manos inquietas—. Esto podría ponerse agitado, sé valiente —le advierte, antes de retomar el ritual—. Estas gafas son una máscara, son una prueba de que tu madre está ciega... — Los anteojos... ¡Están calientes! —Exclama Katerina, alarmada—. ¡Me queman! ¿Por qué? Pero, a pesar de que debe sostenerlas apenas con las puntas de los dedos, ella no las deja caer. — Resiste, muchacha —insiste el brujo—. Tu madre está ciega porque no quiere ver que ya eres una mujer. Estas gafas son las cadenas que evitan tu libertad, ¡Rómpelas! La muchacha no espera ni un segundo más para lanzar los anteojos con fuerza contra el piso, donde los cristales se parten en pedazos y se deshacen en una espesa mancha rojiza oscuras, apestosa y sanguinolenta. Tolek se cubre la nariz con el brazo para resguardarse de la peste, mientras, por otro lado, Katerina no parece afectada. De repente, la mancha rojiza se mueve y toma forma de algo largo, conforma una serpiente lanzándose al ataque para morder la pierna de Tolek. Pero, cuando esta llega al círculo, las llamas crecen para detenerle calcinándola al instante y protegiendo al brujo, quien observa la escena con una ceja alzada. Decide no emitir sonido al respecto para no alarmar a Katerina. — Desde ahora, Katerina, eres libre de florecer con la primavera —declara. Tolek se acuclilla en este punto, pues las orugas están a punto de alcanzar el borde del círculo y no quiere que corran la misma suerte que la serpiente. Saca un frasquito de su bolsillo mágico y vierte cuidadosamente dentro un puñado tras otro de orugas gordas, tantas como puede, antes de que desaparezcan con el fuego. Luego, se incorpora. — Quítate las vendas de los ojos —ordena, mientras devuelve el frasquito al bolsillo. — Pero mamá dice... —contesta ella, sin embargo, se interrumpe. Katerina obedece y se quita las vendas de los ojos con movimientos torpes, dudando, pero siendo valiente. Y para cuando abre los ojos se da cuenta de que, aunque con dolor y haciendo un esfuerzo para mantenerlos abiertos, sus ojos pueden ver. — ¡Puedo ver! ¡Puedo ver! —Exclama, emocionada. Tolek presiente que querrá bajarse de la cama e ir corriendo con papá, por eso, extingue el fuego al dar un ligero golpe en el piso con su bastón. Luego, se acerca para abrirle la puerta y, de paso, deshacer el conjuro que les encerraba. — ¡Papá, puedo ver! ¡Puedo ver! Anuncia la muchacha, tras saltar cama abajo para atravesar el umbral de la puerta y lanzarse a la brazos de su padre. Ambos están felices, como era de esperarse, y se abrazan entre risas, saltitos y algunas lágrimas. Pero Tolek, que les observa al salir del cuarto de invitados, siente que hay alguien que no está contenta. Una mirada le quema la nuca y le obliga voltear para encontrarse con la madre observándole desde la segunda planta. — Pagarás por esto —masculla la señora, amenazándole. — ¡Tsk! No lo creo —le responde el brujo, chasqueando la lengua, sonriente. #ElBrujoCojo #Brujerías
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