Ya son tres días desde aquella noche en que llegó al hotel y, en lugar de su querido hechicero, encontró su anillo y un cuervo que no pudo darle más explicaciones que un indescifrable graznido. Entonces fue como si se congelara en el tiempo. Su mirada se perdió en la nada, su cabeza se apagó, y los minutos pasaron, las horas, los días.

No fue hasta que una mucama entró a limpiar que el trance se rompió y Thomas cayó en cuenta de que el fin de semana se había terminado.

Es martes, cerca del mediodía. Debería estar por comenzar la clase de su querido hechicero. Colocándose en el dedo meñique el anillo que estuvo aferrando en el puño todo este tiempo, apura el paso hacia la salida. Una vez en la calle, emprende el vuelo convirtiéndose en una mole alada casi tan grande como un par de autobuses.

Aún no ha sonada la campana del almuerzo cuando llega a la academia, aterrizando en el patio trasero habiendo olvidado que la directora amenazó varias veces con tomar medidas disciplinarias en su contra si utilizaba su forma bestial en las cercanías. No tiene cabeza para considerar los detalles y sus posibles consecuencias.

No lleva uniforme. Viste casual, la misma ropa del viernes al dejar la escuela. La falta de sueño y alimento se nota en su rostro, la preocupación y el desconcierto en su ensombrecida mirada, pero, cuando escucha la voz de su amado dictando la lección, su corazón late con fuerza, la luz regresa a sus ojos y logra sonreír.

Espera, de pie junto a la puerta, que la clase acabe. No abordará al maestro en pleno pasillo, rodeado de sus compañeros, pero le seguirá con la esperanza de encontrar una oportunidad para hablar.
Ya son tres días desde aquella noche en que llegó al hotel y, en lugar de su querido hechicero, encontró su anillo y un cuervo que no pudo darle más explicaciones que un indescifrable graznido. Entonces fue como si se congelara en el tiempo. Su mirada se perdió en la nada, su cabeza se apagó, y los minutos pasaron, las horas, los días. No fue hasta que una mucama entró a limpiar que el trance se rompió y Thomas cayó en cuenta de que el fin de semana se había terminado. Es martes, cerca del mediodía. Debería estar por comenzar la clase de su querido hechicero. Colocándose en el dedo meñique el anillo que estuvo aferrando en el puño todo este tiempo, apura el paso hacia la salida. Una vez en la calle, emprende el vuelo convirtiéndose en una mole alada casi tan grande como un par de autobuses. Aún no ha sonada la campana del almuerzo cuando llega a la academia, aterrizando en el patio trasero habiendo olvidado que la directora amenazó varias veces con tomar medidas disciplinarias en su contra si utilizaba su forma bestial en las cercanías. No tiene cabeza para considerar los detalles y sus posibles consecuencias. No lleva uniforme. Viste casual, la misma ropa del viernes al dejar la escuela. La falta de sueño y alimento se nota en su rostro, la preocupación y el desconcierto en su ensombrecida mirada, pero, cuando escucha la voz de su amado dictando la lección, su corazón late con fuerza, la luz regresa a sus ojos y logra sonreír. Espera, de pie junto a la puerta, que la clase acabe. No abordará al maestro en pleno pasillo, rodeado de sus compañeros, pero le seguirá con la esperanza de encontrar una oportunidad para hablar.
Me entristece
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