El despertador suena a las 5:17 a.m., tres minutos antes de lo que debería. Ella ya estaba despierta. Hace meses que el sueño dejó de ser un lugar donde descansar; ahora es un sitio donde nada duele, pero tampoco dura.
Se sienta en el borde de la cama y se toma un momento para recordar que debe respirar. Uno. Dos. Tres. Que la casa está silenciosa porque así quedó, no porque vaya a llenarse después. Que hay fotos que ya no mira y habitaciones que aprendió a no abrir.
La bata de enfermera aún cuelga en el armario, doblada con cuidado, como si todavía la necesitara. Como si todavía pudiera volver a esa vida. Pero no puede. No después del accidente. No después de entender que hay heridas que no se curan con nada que hayan enseñado en la escuela de medicina.
Ahora se viste de gris. No porque quiera esconderse, sino porque es el color más fácil de llevar cuando el mundo se siente demasiado brillante.
Toma su bolso, su credencial nueva y respira hondo antes de salir.
“Asistente funeraria”.
Nunca imaginó leer esas palabras bajo su nombre.
Nunca imaginó que un trabajo en la quietud absoluta pudiera hacerla sentir… menos rota.
Pero hay algo en la calma de ese lugar.
Algo en la forma en que la gente habla bajito.
En la manera en que los duelos se tratan con guantes y tacto.
En la dignidad última que se les da a quienes ya no pueden pedirla.
Tal vez es masoquismo.
Tal vez es supervivencia.
Tal vez, cuidar a los muertos es la única manera que encontró de seguir cuidando a los vivos… sin quebrarse del todo.
Cuando llega al edificio, empuja la puerta con ambas manos. El olor a flores marchitas y desinfectante la recibe con una familiaridad extraña, casi reconfortante.
Hoy es su primer día.
Aunque hace tiempo que todos los días se sienten como el primero después del final.
Pero cruza el umbral igual.
Porque incluso después de perderlo todo, alguien tiene que seguir caminando.
Y hoy, esa alguien es ella.
Se sienta en el borde de la cama y se toma un momento para recordar que debe respirar. Uno. Dos. Tres. Que la casa está silenciosa porque así quedó, no porque vaya a llenarse después. Que hay fotos que ya no mira y habitaciones que aprendió a no abrir.
La bata de enfermera aún cuelga en el armario, doblada con cuidado, como si todavía la necesitara. Como si todavía pudiera volver a esa vida. Pero no puede. No después del accidente. No después de entender que hay heridas que no se curan con nada que hayan enseñado en la escuela de medicina.
Ahora se viste de gris. No porque quiera esconderse, sino porque es el color más fácil de llevar cuando el mundo se siente demasiado brillante.
Toma su bolso, su credencial nueva y respira hondo antes de salir.
“Asistente funeraria”.
Nunca imaginó leer esas palabras bajo su nombre.
Nunca imaginó que un trabajo en la quietud absoluta pudiera hacerla sentir… menos rota.
Pero hay algo en la calma de ese lugar.
Algo en la forma en que la gente habla bajito.
En la manera en que los duelos se tratan con guantes y tacto.
En la dignidad última que se les da a quienes ya no pueden pedirla.
Tal vez es masoquismo.
Tal vez es supervivencia.
Tal vez, cuidar a los muertos es la única manera que encontró de seguir cuidando a los vivos… sin quebrarse del todo.
Cuando llega al edificio, empuja la puerta con ambas manos. El olor a flores marchitas y desinfectante la recibe con una familiaridad extraña, casi reconfortante.
Hoy es su primer día.
Aunque hace tiempo que todos los días se sienten como el primero después del final.
Pero cruza el umbral igual.
Porque incluso después de perderlo todo, alguien tiene que seguir caminando.
Y hoy, esa alguien es ella.
El despertador suena a las 5:17 a.m., tres minutos antes de lo que debería. Ella ya estaba despierta. Hace meses que el sueño dejó de ser un lugar donde descansar; ahora es un sitio donde nada duele, pero tampoco dura.
Se sienta en el borde de la cama y se toma un momento para recordar que debe respirar. Uno. Dos. Tres. Que la casa está silenciosa porque así quedó, no porque vaya a llenarse después. Que hay fotos que ya no mira y habitaciones que aprendió a no abrir.
La bata de enfermera aún cuelga en el armario, doblada con cuidado, como si todavía la necesitara. Como si todavía pudiera volver a esa vida. Pero no puede. No después del accidente. No después de entender que hay heridas que no se curan con nada que hayan enseñado en la escuela de medicina.
Ahora se viste de gris. No porque quiera esconderse, sino porque es el color más fácil de llevar cuando el mundo se siente demasiado brillante.
Toma su bolso, su credencial nueva y respira hondo antes de salir.
“Asistente funeraria”.
Nunca imaginó leer esas palabras bajo su nombre.
Nunca imaginó que un trabajo en la quietud absoluta pudiera hacerla sentir… menos rota.
Pero hay algo en la calma de ese lugar.
Algo en la forma en que la gente habla bajito.
En la manera en que los duelos se tratan con guantes y tacto.
En la dignidad última que se les da a quienes ya no pueden pedirla.
Tal vez es masoquismo.
Tal vez es supervivencia.
Tal vez, cuidar a los muertos es la única manera que encontró de seguir cuidando a los vivos… sin quebrarse del todo.
Cuando llega al edificio, empuja la puerta con ambas manos. El olor a flores marchitas y desinfectante la recibe con una familiaridad extraña, casi reconfortante.
Hoy es su primer día.
Aunque hace tiempo que todos los días se sienten como el primero después del final.
Pero cruza el umbral igual.
Porque incluso después de perderlo todo, alguien tiene que seguir caminando.
Y hoy, esa alguien es ella.